28.1.08

2. LA MITAD DEL VIAJE


Aquello fue un error. No debí haber dejado el folio con los resultados en la mesa de Elena. Lo hice con disimulo, con tanto que, según supe tiempo después, Elena ni siquiera se dio cuenta. Aquellas miradas que me dirigió mientras completaba su examen no eran de curiosidad, ni siquiera de compasión; era la actitud de quien deposita su mirada en un objeto cualquiera, mejor cuanto menos significativo, mientras por su mente van circulando los datos necesarios para resolver las ecuaciones. No sólo no supo que yo era quien había tratado de ayudarla, sino que tampoco utilizó aquella información para mejorar su nota. No lo necesitó, según dijo luego, según yo entendí al día siguiente, en una, para mí, tensa clase en la que Javier Santacruz fue nombrando a los alumnos y sus notas y al llegar a Elena Yuste la felicitó porque había resuelto muy bien dos de los tres ejercicios. Javier Santacruz sonreía y enarcaba los labios aprobatoriamente, y la gente miraba a Elena como si acabase de llegar, y Elena se ponía colorada. Eso no significaba que hubiese utilizado mi chuleta, porque yo no le había pasado el desarrollo, tan solo los resultados, y el profesor habría encontrado demasiado raro que alguien entregase solo el resultado, o que no se correspondiese con el desarrollo del problema. Si yo hubiera entregado mi papel, habría podido pensar que yo sí había copiado, pero Elena no era sospechosa. Yo acababa de llegar. Aún no me había enterado de que era una de las más aplicadas de la clase.
Ni en esa ni en las siguientes clases volvió Elena a mirarme. No hubo en ella ninguna sonrisa de complicidad, ni siquiera de reprobación. Yo, a sus ojos, no estaba más vivo que la mesa o la pizarra, y desde luego era mucho menos útil y en absoluto interesante. Mi gran debut en la conciencia de la clase se vio frustrado por un arrebato de sentimentalismo. ¿Qué pretendía yo con eso? ¿Qué había sido de la chuleta? Si Elena no la necesitaba, incluso podría haber pensado que yo quería sembrar su examen inmaculado con pruebas falsas. Era posible que me tomara como un vulgar ligón que se exhibe ante las chicas demostrándole que es más inteligente que ellas. Pero no, ni siquiera eso. Fue un error porque dio lo mismo hacerlo que no hacerlo. Fue una pérdida de tiempo, la ficción de que yo podía pertenecer al mundo real. La ilusión de que no era un fantasma.
Fue entonces cuando, sin querer, empecé a aprender el castellano. Yo había decidido convertirme en militante de la inactividad. Me negaba a demostrar nada ni a entender nada. Me daba igual lo que pensasen. Estaba allí porque las leyes españolas y mis padres rusos me obligaban a estar. Llegar a clase era entrar en una cámara de silencio donde sólo escuchaba mi propio corazón. Cuando me dejaban, leía. Abría un libro escrito en cirílico y leía. Me producía un cierto placer que mis compañeros me viesen leer en una lengua que ellos no sólo jamás iban a comprender sino que en muchos casos serían, aunque quisiesen, incapaces de aprender. Un libro abierto era toda mi respuesta. Sencillamente, vivía en otro mundo. Pero no era tonto.
Un día, en clase de literatura, la profesora nombró a un alumno que llevaba la cabeza rapada y unos tufos acaracolados en el cuello. Había varios así. El único peinado raro era el mío, siempre con la raya al lado y el pelo muy liso, y un flequillo que me tapaba la frente cuando bajaba la cabeza para leer. Entendí claramente que le pedía que leyese. El chico dijo que no. No fue insolencia. Yo supe que no era insolencia, y creo que la profesora también, pero sólo se oyó un “no” que rebotó en las cristaleras de la clase e hizo que todos se volvieran expectantes a quien se había negado con tanta claridad. Entendí la palabra no. Antes ya sabía que no era no, pero sólo entonces capté con toda claridad su pronunciación. Sólo entonces le presté atención. La profesora se lo volvió a preguntar, y por la entonación yo capté que le preguntaba por qué no quería leer. El chico se frotó lo dientes con los labios sin abrir la boca, y dijo algo de leer, precedido de un verbo que entonces no entendí y que debió de ser algo como no quiero o no me gusta, porque la profesora bajó el tono y levantó la cabeza, y le preguntó por qué no, entendí la palabra por qué.
“Porque no puedo”, respondió el chico. Entendí la palabra puedo; no sé cómo, pero la entendí como lo entendía a él. Entendí que el chico tenía miedo a trabucarse, a ponerse nervioso, a no controlar la voz, a temblar, a todo eso que yo vi más de una vez en la escuela de Irkutsk. Pero no podía explicarlo. No podía decir porque me pongo muy nervioso y me tiembla la voz. Estoy seguro de que no lo dijo porque no dijo nada. Se calló. No salía del no puedo. Repitió el no puedo y se puso muy nervioso, como si se cerniera sobre su maltrecho sistema coronario una risotada general.
También vi que todo el mundo lo comprendía, y en la claridad con que hablaba la profesora, en el cuidado que ponía en la pronunciación y en un tono suave y firme, supuse que le estaba quitando importancia al asunto, que estaba explicando el fenómeno igual que Javier Santacruz explicó lo de los lápices en el espacio, y que, es de esperar, luego le decía que no leyese si no quería, pero que ese paso habría que darlo tarde o temprano. Después mandó leer a Elena. “¿Quieres leer, Elena?”, dijo. Eso ya lo entendí perfectamente.
En la siguiente clase, que creo que era de Historia, aunque podría haber sido también de filosofía, o de ciencias naturales, alguna de esas asignaturas en las que el profesor, sentado en su asiento, no para de hablar y los alumnos de copiar, y que nunca necesitan que sea escrito ningún nombre en la pizarra ni desenrollado ningún mapa; antes de empezar una de aquellas clases, cuando el profesor, un hombre viejo con bigote, estaba dejando su cartera en la silla y los alumnos aún seguían sentados encima de sus mesas, momentos antes de que se sentasen, para no llamar la atención, me acerqué al profesor y le enseñé la portada de la Vida e insólitas aventuras de Vladímir Voinovich, y le pregunté:
-¿Puedo leer?
-Ah, sí, sí –me dijo el señor, mientras se quitaba el abrigo. Dijo algo más pero yo no lo entendí. Le agradecí su comprensión, me senté en mi silla y abrí el libro encima de la mesa. Los de las mesas de al lado miraban las letras cirílicas. Una chica de las guapas me preguntó algo, no sé qué. Yo me había ya gastado dos palabras, de las cuatro que sabía:
-No –le dije, pero no, desde luego, de modo frío, ni siquiera displicente o descortés, sino como aquel que empieza la frase no… entiendo pero no sabe cómo se dice entiendo. La chica me miró como si fuera tonto, se dio media vuelta y se fue a sentar.
Pero daba lo mismo. Podría haberle preguntado por qué, pero ella estaba lejos, no me habría oído, ni entendido. Ya había conseguido dejar claro que en otro idioma yo era una persona normal, y eso era suficiente.
A partir de entonces vinieron días de asombro y felicidad. Los pocos días que me dejaron leer a mis anchas, antes de que a los profesores les pareciese mal que yo leyese (del mismo modo que antes no les parecía mal que yo mirase a la pared sin entender nada), ahora los recuerdo como los mejores de todos aquellos años. En mi casa había cinco libros. Nadie pensó, cuando salíamos de Irkustk, lo necesarios que iban a ser los libros, de modo que todo el mundo se limitó a coger aquel que estuviera leyendo en esos momentos. Había que ahorrar equipaje y había que llevar lo mismo que llevaríamos a una ausencia temporal, y confiar en que las bibliotecas españolas tuviesen fondos en lengua rusa. Pero, al mismo tiempo, había que hacer un esfuerzo por aprender castellano. La más interesada en este punto era mi hermana, que salió de Irkustk con la idea muy clara de no volver jamás, y por eso sólo cogió un diccionario ruso-español, que era bastante gordo. Mis padres, por su parte, sentían la necesidad contraria, que nunca nos olvidásemos de que ir a España era sólo la mitad del viaje. Por eso quisieron traer una representación de aquellos clásicos que yo siempre me había negado a leer. Mi padre se trajo El idiota, y mi madre Guerra y paz.
El abuelo iba a lo suyo. Me cambió su derecho a llevar un libro por mi silencio. Así que vine con la novela de Voinóvich y los poemas de Tiútchev. A los dieciséis años yo escribía poemas. El abuelo me dejó llevar su libro y a cambio yo no dije nada. Sólo después de tres días de viaje, aplastados los cinco en el Lada de antes de la reunificación, sólo cuando ya circulábamos por territorio español mis padres se enteraron de que el abuelo también traía un cachorro de galgo ruso, una perrita recién nacida, Ruska, que se había metido al bolsillo del chaquetón. El abuelo tenía tal aspecto de mujik, con su gorra de visera y sus largos bigotes, su chaquetón cruzado y las perneras de los pantalones metidas dentro de las botas, que nadie se había parado a registrarle en serio.
El libro de Voinóvich me duró una semana, así que tuve de tirar de los clásicos, de Tólstoi y de Dostoievsky, por primera vez en mi vida. He leído después muchas veces la obra del uno y del otro, y casi siempre lo he hecho tratando de recuperar la sensación que yo tenía en el instituto Botánico Loscos de Teruel, en una de aquellas aulas de altos ventanales de madera y una pizarra llena de signos incomprensibles, arrullado por el sonido de un idioma extraño, protegido por la indiferencia total de quienes me rodeaban, entregado a la lectura con una desesperación de cría que después de perderse del rebaño encuentra de pronto a su madre. Jamás había sentido antes el ruso, la lengua rusa, la literatura rusa como aquello que servía para no perder yo también interés por mí mismo. En casa, en el primer piso donde fuimos a vivir, había una tele pero daba lo mismo porque no entendíamos nada. Sólo la veía mi hermana, desde que se levantaba hasta que se iba a trabajar, y desde que volvía hasta que se acostaba, siempre con un lápiz y un cuaderno para ir entresacando aquellas palabras que entendía y repasar las listas de frases que le habían dado en la asociación de inmigrantes. Mis padres volvían tan cansados que a los cinco minutos de televisión española se dormían. El abuelo siempre estaba paseando a Ruska. No había ordenador. No teníamos MP3, ni un sintonizador de radio que llegase a Rusia. Pero, sobre todo, no teníamos ordenador.
Así que, si no llega a ser por los libros, yo creo que me habría desesperado. Aunque, como digo, aquel extraño, nuevo y definitivo placer duró poco. Yo no prestaba atención a nada de lo que se decía en clase, pero lo iba entendiendo sin querer. Mi voluntad estaba con las páginas de Dostoievsky pero en mi cerebro entraban sonidos cada vez más familiares. En clase de matemáticas se hizo muy difícil no prestar atención. Era la única en la que no sacaba mi libro en ruso, y yo creo que, más que por el hecho de entender lo que había escrito en la pizarra, lo hacía como un gesto dedicado al profesor, del que, por supuesto, tampoco tenía por qué darse cuenta. En más de una ocasión yo podría haber dicho en voz alta un número que ya sabía pronunciar en español y que era el resultado del problema que había escrito en la pizarra, pero me retraía la morbosa felicidad que disfrutaba el resto de las clases, metido en mí mismo, completamente protegido. Pero en todos los placeres hay un momento culminante que sólo se identifica retrospectivamente. En el momento de vivirlo, sólo sentimos que ese placer es prolongable y, sobre todo, mejorable. Queremos adornarlo, enriquecerlo, perfeccionarlo, y no hacemos sino destruirlo. Y así ocurrió que la gente me quiso ayudar.
Un día Javier Santacruz me abordó por el pasillo. Yo me fiaba de él y lo acompañé adonde me dijo. Me metió en el despacho del educador. Lo llamaban así, el educador. Entendí casi todo lo que dijo Javier Santacruz. Estaba muy enfadado. El educador parecía sorprendido, como si no me hubiesen desatendido por negligencia sino porque no se hubiesen apercibido de mi cuerpo, como el resto del instituto. Yo no debía estar en la clase en la que estaba, pero, por alguna razón, a nadie salvo al profesor de matemáticas le había parecido raro.
Así que me metieron en una clase con ocho extranjeros de distintas edades, a aprender castellano. Aquel cambio me sentó muy mal. Podía seguir asistiendo a dos o tres asignaturas, pero tres horas diarias las pasaba en una clase donde nadie iba al mismo ritmo y todos intentaban hacer amistades. Los extranjeros de un país acaban reduciendo su origen al de no ser de donde viven, de modo que entre un asiático y un africano surgen complicidades casi patrióticas. Les une la negación, el hecho de no ser de allí, de no hablar como los otros. Pronto, cuando la colonia crece, los grupúsculos se organizarán en torno a los que hablan la misma lengua, y esas colmenas ya no se mezclarán jamás. Habrá intercambio residual de abejas temerarias, optimistas o despistadas, pero habrán de pasar largos años hasta que sea la naturaleza, y no el individuo, la que vaya borrando las diferencias.
De modo que no sólo estaba obligado a aprender castellano aunque no quisiese sino a relacionarme con los demás. Aparte quedaban los intocables nacionales. Había un búlgaro con el que se daba por supuesto que teníamos que entendernos, y varios chinos, con uno de los cuales, Wu, me llevaba mejor que con los otros. A él tampoco le gustaba hablar, ni tenía interés por aprender el castellano, ni quería salirse de la burbuja. Wu seguía viviendo en China. Cuando entrábamos en la sala de ordenadores, Wu conectaba una especie de módem y veía series de televisión chinas, se conectaba a foros chinos, bajaba música china o grababa las portadas de los diarios chinos para llevárselas a su familia. Tardamos mucho tiempo en hablar, pero antes, por gestos, por medias sonrisas y porque la profesora de español nos puso juntos, Wu me enseñó el secreto para prescindir por completo de un país que no es el tuyo.
A mí me daba lo mismo, pero pensé que a mi familia le vendría bien. A pesar de que mi padre se había traído su trompeta, en casa solía reinar un silencio abrumado, un aire de provisionalidad contra el que mi madre trataba de luchar forrando los muebles de caña con telas tradicionales rusas o decorando un rincón del salón vacío con iconos y con velas. Nadie, salvo mi hermana, soportaba la televisión en castellano, y todo el mundo, salvo mi abuelo, parecía estar triste. Antes de salir a la primera parte de nuestro viaje mi madre abrió un riguroso libro de cuentas en el que no cabían gastos como comprarse móviles para todos, televisiones donde se viesen todos los canales o, desde luego, un ordenador. De ser un simple acuerdo, la austeridad se convirtió en una necesidad, luego en un vicio y más tarde en una cuestión de conciencia. Pero la idea de volver a Rusia fue más fuerte que todo eso.

27.1.08

LOS CRÍMENES DE OXFORD


Cuando se trata de abordar un género para elevarlo a categoría artística, cuando se quiere utilizar un argumento de telefilme y fabricar con él una gran película, el orden de importancia no empieza por la transgresión estética sino por el dominio del género. Y eso es lo que menos me ha gustado de Los crímenes de Oxford, que respeta las convenciones más superficiales pero no tiene en cuenta las que dotan al relato de verdadera enjundia narrativa. Las cosas importantes se cuentan a toda velocidad, los remansos son vertiginosos y los espacios muertos van, también, a toda pastilla. No hay, pese al cuidado y la factura y todo eso, ningún momento en que el espectador funcione al mismo ritmo que la mente del protagonista, que trabaja a destajo, como si se le acumularan los papeles y todo le tuviera que pasar corriendo. Entre los fundamentos del género, sin embargo, la velocidad es inversamente proporcional a la densidad argumental, una norma que aquí ni se contempla. El resultado es que todo nos llega porque sí, porque ha llegado, porque en este punto de la escaleta tocaba resolver el segundo de los cuatro misterios, y un poco, además, a lo Agatha Cristie, es decir, sin dar al espectador la más mínima posibilidad de que entre en el juego de la deducción.
Pero quizá lo más tedioso haya sido la pompa con que hablan todos de cosas tan sencillas, en este caso del funcionamiento de las casualidades, de esa teoría del caos que nos entusiasmaba a todos en los 90, el efecto mariposa y por ahí. Salvo la historia del matemático lobotomizado, que es muy graciosa (uno de los pocos momentos en que nos suena la mano del autor) nada nuevo se nos dice al respecto: el hecho vulgar de que la realidad sea formalmente inaprehensible y de que, sin embargo, todo sea causa y consecuencia y cualquier absurda sucesión de hechos pueda responder a una lógica codificable.
Digo que esta preocupación era muy 90 porque de aquí salió el Auster posmoderno y la mayoría de las vidas cruzadas en que consistían casi todas las películas. Pero también es muy 90 una especie de enciclopedismo visual que a mí me cansa. De Tarantino se decía que cada plano podía rastrearse por alguna oscura película olvidada. Es decir, sólo usaba planos que sabía que funcionaban, que tenían que funcionar. Eso daba buenos resultados a los auténticos talentos, pero también desastrosos a toda esa prole de directores academicistas que solían dejar llena de sangre la sala de montaje porque no había un segundo que perder sin citar algo en cada plano.
Esta película no era tan rápida, ni necesitaba de sorpresas que en el fondo no lo son, sobre todo porque te dan un poco lo mismo. El director ha embutido, en un montaje que no le pega nada a la historia ni al ambiente, todo lo que se supone que tiene que tener un thriller de suspense: el enigma, las falsas pistas, las brillantes deducciones, los detalles desapercibidos. Si había algún personaje, queda diluido en tres o cuatro secuencias donde no le da tiempo a nada. Y, de haberlo, desde luego que no era el pomposo y vacío John Hurt (espero que los profesores de filosofía no hablen así en Oxford) ni mucho menos una Leonor Watling cuya presencia se agradece pero que no pinta absolutamente nada en la película, y que sólo sirve para quitarle presencia a la violonchelista, que grita como detrás de un cristal. Leonor Watling nos cae a todos muy bien y es una tipa de lo más interesante, y por eso suena rara en esta película porque parece que sólo la hayan contratado para enseñar el culo, un detalle importante si se tiene en cuenta que en la película aparece otro culo bastante menos comercial.
Pero es que, salvo el profesor que recibe al protagonista en Oxford y le avisa de que le será difícil escribir una tesis con John Hurt, uno nunca tiene la sensación de haber entrado en una película oxoniense. No supieron entrar Querejeta & Querejeta con Todas las almas ni, creo, ha sabido entrar Álex de la Iglesia con esta película. Una película oxoniense es, invariablemente, una película de largas piernas y amplias formulaciones. Pero es, por encima de todo, una película llena de ironía. Aquí es posible que hubiera ironía, pero ni los actores la percibieron ni, quizá, el director se la quiso explicar.

19.1.08

1. MATEMÁTICAS


Aprendí el castellano sin querer, pero no se lo dije a nadie. En España la gente habla sin descanso, y cuando alguien se queda callado suelen preguntarle si se encuentra enfermo. Pero yo tenía una excusa. En el instituto, al principio, no me enteraba de nada. Miraba al profesor y copiaba mecánicamente, para disimular, las palabras que él iba escribiendo en la pizarra, pero no las entendía ni tenía el más mínimo interés por comprenderlas. Yo estaba bien. Hacía mucho calor en el aula, pero el sonido de la voz del profesor, sus eses y sus erres, me resultaba gratificante.
Bueno, he dicho que yo tenía una excusa para no hablar con nadie, pero eso no es del todo cierto. En realidad no había posibilidades de hablar con nadie, al menos con nadie con quien a mí me apeteciese hablar. Tan sólo un par de profesores se acercaron a mí, me pusieron la mano en el hombro y me dijeron frases incomprensibles. Pero yo ya me había acostumbrado a ser un extranjero, a que mi condición de individuo quedase diluida en la de alguien a quien se obvia. Teruel es una ciudad muy pequeña y a cada paso hay gente que se ha parado a charlar. Yo cruzaba el puente, un puente grande, de treinta metros de ojo, y atravesaba esos grupos sin que nadie girase la cara por si yo era otro conocido, alguien a quien habría que saludar o preguntarle por sus familiares enfermos. Aunque dos personas no se saludasen, en sus andares y en su manera de pasar uno al lado del otro era evidente que ambos sabían de quién se trataba el otro, que lo habían identificado y después decidido si lo iban a saludar. Eso en Irkutsk también pasaba. En todas las ciudades pequeñas pasa lo mismo.
Pero la actitud de los transeúntes que se paraban a charlar en lo alto de un puente era distinta cuando al lado pasaba un extranjero, porque entonces no se podía distinguir ni el más mínimo gesto, ni el menor cambio de postura, nada en su posición ni en su manera de mirar daba esa sensación de conocer a quien pasa, o de mirarlo, o de decidir el grado de vencindad que los unía. Los extranjeros pasaban como si no hubiesen pasado, igual que pasan los turistas en una ciudad acostumbrada al turismo, igual que un vecino de toda la vida del centro de Venecia miraría a unos turistas holandeses. Sólo un extranjero siente esa negación absoluta. Pero esa condición de fantasma para mí era la paz absoluta de mi espíritu, lo mejor que me pudo suceder desde que llegamos a España, el fin de todos mis miedos y contradicciones. Mi sensación era la de quien, en una situación incómoda, desea que se lo trague la tierra, y la tierra se lo traga, y lo escupe en un lugar donde no tiene la suficiente entidad social como para ser uno de los que atraviesan el puente con la certeza de que antes de abandonarlo habrán saludado a un semejante.
En estas circunstancias, yo sólo disfrutaba en la clase de matemáticas. Las matemáticas se escriben igual en ruso que en español. Sien embargo, las dos veces que el profesor, Javier Santacruz, un tipo serio que me caía bastante bien, me preguntó con palabras y gestos si había entendido algo, yo no expresé nada, bajé la mirada y miré la superficie del pupitre, en un azoramiento absolutamente fingido que de inmediato hacía que el profesor no insistiese, sobre todo porque detrás de mí se oían risas aisladas.
Yo nunca dije que sí, que lo entendía todo, ni tampoco lo podía decir entonces, porque sólo habría conseguido devaluar el efecto de mi estrategia. Si entonces, con mi nulo castellano, demostraba mis conocimientos en matemáticas, quizá la gente dejara de reírse, quizá pensasen que, aunque no me enterase de nada, no era tonto. Había que tener un poco de paciencia, seguir mirando la pizarra sin emitir ningún mensaje con los músculos del rostro, seguir observando la pizarra con las manos boca abajo, simétricas sobre la superficie vacía de la mesa. Había que dejar que las risas creciesen, y luego cortarlas en seco.
De algo me habría tenido que servir la herencia rusa. El general Kutúzov ganó a Napoleón porque, de entre todos los altos mandos, incluido el Emperador, fue el único que supo decir que no a las fáciles victorias. Mientras todos veían con claridad lo que ocurría en una posición determinada, en un momento concreto, el general Kutúzov veía pasar la realidad, sabía cómo atenerse a su ritmo y a su sentido general, y calculaba el sacrificio necesario para ser después recompensado con creces.
Desde mi asiento, en mi condición de fantasma, podía ver al resto de los alumnos de un modo, digamos, más limpio. No había deseos ni rencores en mis ojos porque no había nada que esperar de ellos. Las chicas atractivas podían ser contempladas como si no estuvieran vivas del todo, con distancia, con desapasionamiento. El resto de chicos no se comportaba con naturalidad cuando hablaba con ellas. La misma confianza era una muestra de falta de naturalidad. Nunca me había dado cuenta, pero ahora era evidente cómo, aparte de ser amigos, o compañeros, o nada, había entre ellos una compleja trama de gestos diminutos, inconscientes, que revelaban pudor o exceso de confianza, amor, odio u ostentosa indiferencia. Yo los veía, sobre todo a las chicas, como lo que eran, seres intangibles que se comportaban en mi presencia como si yo no estuviese.
En la escuela de Irkutsk, mi profesor de matemáticas era un antiguo capitán del ejército soviético. Siempre se había dedicado al entrenamiento deportivo, y sus métodos eran muy constantes y rigurosos. Desde el principio, desde que nos enseñó a sumar, empleó la misma táctica. Primero escribía en la pizarra la operación que los alumnos teníamos que resolver. Después de cinco minutos, la borraba. Nosotros, entonces, teníamos que estar en silencio media hora, al cabo de los cuales el capitán Vsevolodivich nos daba un papel en blanco. Aún nos quedaban cinco minutos para escribir de nuevo el enunciado de la operación y su resultado, y entregarlo cuando Vsevolodivich diera una seca, sonora palmada. Eso lo hizo, respetando el mismo tiempo, con la operación 2 + 2 y, años después, con complejos cálculos infinitesimales.
Con esto solo quiero decir que en mí era una costumbre, algo que nunca me costó demasiado esfuerzo, entre otras razones porque durante el invierno, como no se podía salir al patio, la ración de matemáticas era doble. O triple. No, muchos de nosotros no guardamos buen recuerdo de aquel sistema. Vsevolodivich organizaba una especie de competición, una lista con cien de ejercicios por la que había que ir escalando a lo largo del curso. Si llegabas a 70, en vez de un 7, como ocurre aquí, eras nombrado capitán. Vsevolodivich siempre fue muy honesto consigo mismo.
Mi sorpresa al llegar a España fue que lo que se exigía para sacar un 10 era aproximadamente lo que nuestro maestro pedía para ser cabo (en Irkutsk sólo aprobabas si llegabas a teniente), así que decidí homenajear al capitán el día del primer examen. Todo era, sobre el papel, muy fácil. El profesor nos dio un folio con tres ejercicios muy sencillos de cálculo diferencial. Yo procedí como siempre, como desde que era niño, memorizando los enunciados. Ya sé que era inútil. Yo podía ver el enunciado durante todo el examen, durante mucho más tiempo que los exiguos cinco minutos a que estábamos adiestrados en Irkutsk. Pero, afortunadamente para mí, me di cuenta de inmediato de que si trataba de sacar provecho de la ventaja no sería capaz de resolver el ejercicio. Sí, acostumbrado a un mismo método durante toda mi vida, ahora, de pronto, de golpe, en el día señalado, decidía utilizar otro (no se trata de que fuera más o menos ventajoso, sino de que era otro), seguramente la parte no racional de mi cerebro, las células emotivas, se apoderarían de mi lógica sin que yo pudiese hacer nada para remediarlo. De modo que, después de cinco minutos exactos de mirar el folio que me había dado el profesor, lo doblé y me lo guardé en el bolsillo del pantalón, y me puse a mirar al papel en blanco.
¡Todo el mundo se enteró! De pronto, sin apartar la vista del papel, sin ver a quien, sin mirarme, le daba por pensar en mí, sentí una especie de escozor en el cuello, agravado-ñ por el hecho de que no podía rascarme. Rascarse el cuello durante un examen de matemáticas puede ser una información muy valiosa. Mis vísceras, sobre todo mi corazón y mis intestinos, reaccionaron de inmediato a semejante catarata de pensamientos diminutos que se cernía sobre mí. Era como si todo el mundo, cuando, después de leer sus enunciados, procede a cambiar de postura, a recogerse el pelo, a sacar la calculadora, contemplase cómo yo había dado el asunto por concluido. No les habría llamado la atención que dejara el enunciado sobre la mesa, pero sí que me lo guardase. Fue un momento. Nadie, salvo el profesor, dedicó más de un segundo, y la culpa yo creo que fue mía, porque hice, sin ningún disimulo, el gesto que muchos otros harían después con todas las precauciones, pero no para meterse un papel al bolsillo sino para sacarlo.
Sólo hubo una persona que permaneció mirándome. Los demás habían, por primera vez en sus vidas, pensado en mí, pero ya se les había olvidado. Se rieron los que se reían siempre que un profesor me preguntaba si entendía algo, pero los demás volvieron a sus puestos. Las chicas se escondieron en sus cabelleras y los chicos se encorvaron sobre los papeles o empezaron a dibujar monigotes, o trataron de copiar. Pero una chica, no exactamente la más bella, no la chica guapa (una de las varias chicas guapas) que yo veía con la distancia de quien no tiene nada que hacer, sino una chica en la que yo tampoco me había fijado, que también había sido hasta entonces un fantasma para mí, una chica que me había pasado desapercibida precisamente porque su aspecto me había parecido del todo vulgar, es decir, ruso, y que con el tiempo descubrí que entre sus compañeros era lo que se suele decir una chica rara.
No era rusa, era de Alfambra, y se llamaba Elena. Y tampoco hablaba con nadie. Estaba clarísimo que esa chica trataba de solidarizarse conmigo, o bien que yo para ella era más normal que sus propios paisanos, quién sabe. Tenía la piel muy blanca y el pelo lacio y muy negro. Sus labios eran oscuros y sus ojos grandes y azules. Me recordaba, ahora que por primera vez la estaba mirando, a una compañera de la escuela, Luzmila Nikolaevna, que me caía bastante mal. Mientras miraba el papel en blanco se me pasó varias veces por la cabeza el rostro de Luzmila. A medida que, con la minuciosa técnica de siempre, iba resolviendo los ejercicios, volví a ver a Luzmila en situaciones que antes, cuando las estaba presenciando, no había visto. De pronto me sentí culpable por no haberle hecho más caso a Luzmila. Siempre había sido muy amable conmigo. Me acordé, por ejemplo, de algo que había desaparecido al momento de suceder, cuando murió mi hermano Sergei y Luzmila se acercó a mí y trató de charlar conmigo, y yo no le hice ni caso.
El conocimiento, la empatía, los corpúsculos de afecto que viajan de un cuerpo a otro antes incluso de conocerse, y que entran antes por las vísceras que por el cerebro, me despistaban todo el rato, a pesar de que Elena ya estaba resolviendo su examen (aunque cada cierto tiempo me mirase) y yo no apartase la vista del papel en blanco. De pronto se me ocurrió, influido seguramente por alguno de aquellos corpúsculos, que si yo llevaba a término mi plan las consecuencias no serían del todo felices. Hasta ahora, todo el mundo pensaba que yo era un extranjero que no se entera de nada. A partir de ahora, sería un extranjero que no se entera de nada pero es muy inteligente. Todo el mundo contaría la hazaña, nadie repararía en que se trataba de una costumbre, y que de un modo normal y corriente, como ellos, acaso no habría sabido resolverlo. Es posible que, dado el nivel tan mediocre de matemáticas que había en el instituto, intentasen, a su modo, captarme para concursos de matemáticas. También era posible que a partir de entonces me considerasen peligroso, la típica mente venida del hielo. Pero lo peor es que no veía en la clase a nadie capaz de sentir por ello simpatía hacia mí sino admiración, y no la admiración de quien envidia determinadas aptitudes del otro, sino la de quien considera que ciertas capacidades son propias de locos.
El pesimismo ensombreció la página. Vi en el reloj que faltaban cinco minutos para entregarlo, el tiempo que yo necesitaba para reproducir con exactitud los enunciados y todos los pasos que había tenido que dar hasta llegar a la solución exacta. Entonces volví a meterme la mano en el pantalón. El asiento de la silla rechinó y todo el mundo a la vez levantó la vista. Yo estaba de medio lado, con una mano en el bolsillo. Es como si me hubiesen pillado. Estaba muy serio y la gente se reía. Pero estalló en una carcajada general, Elena incluida, cuando saqué del bolsillo un lápiz de Ikea. En mi casa había muchos lápices de Ikea, de madera, muy cortos, apenas para usarlos con las puntas de los dedos.
El profesor apagó las risas y se puso muy serio. Todo el mundo calló. Él siguió hablando, al principio muy tenso, pero pronto mucho más relajado. Yo no entendía nada, pero de pronto entendí la palabra NASA, y también entendí la palabra Gagarin, que es un apellido ruso, el apellido del astronauta que subió al espacio con un lápiz. La anécdota nos la contó mil veces el capitán Vsevolodivich. La humanidad entera sabe que, mientras en la NASA investigaban en una tinta que escribiera sin gravedad, los rusos usaban lápices. El final de la anécdota coincidió con el timbre que anunciaba el cambio de clase. No me quedaba tiempo. Tan sólo, en el centro, escribí el resultado.
Pero no lo entregué al profesor. Lo doblé en cuatro partes, me levanté de mi asiento, confundido entre todos los que entregaban su examen. Me acordaba de Luzmila. Qué feliz se habría sentido Luzmila, aquella chica tan transparente a la que nadie hacía caso, si yo le hubiese mostrado alguna forma de agradecimiento cuando me consoló en el entierro de mi hermano. Así que hice no lo que habría hecho el capitán Vsevolodivich, sino lo que habría hecho yo mismo si no hubiese tenido que marcharme de mi país: acercarme a Elena, que corría para terminar su examen, y dejar el papel sobre su mesa.

18.1.08

BOBBY FISCHER


Fischer, en realidad, no era norteamericano. Era un personaje de Dostoievsky que aceptó ser espía ruso, hacerse pasar por norteamericano desde su nacimiento y, años después, aplacar los ánimos belicistas de su país de adopción con un campeonato de ajedrez en el que Spassky se dejó hacer de todo, hasta el mate pastor. Fisher era como el hermano loco de Los hermanos Karamázov, una alma encadenada a su mollera turbulenta, una de esas personas que pasan la vida tapándose la cara, cada vez que por su cerebro cruza como un misil alguna idea monstruosa, o alguna idea normal revolucionada, o ralentizada, o deforme, o descompuesta. La vida entera fue un delirium tremens del que Fischer sólo podía zafarse cuando entregaba su pensamiento a los trebejos.
Le pasa a mucha gente, y no sólo con el ajedrez. El cerebro corre demasiado, rechina, choca contra las paredes del cráneo, no hay acción que no incluya un estallido de culpa. Aquellos mensajes desmadrados que enviaba en los ochenta, aquellos intentos de apostolado infernal, esa melopea barata que suelen practicar los grandes artistas cuando piensan que, además de artistas, también son filósofos, no eran sino formas de huir de una culpa que le taladraba las entrañas, algo así como la venganza por llevar dentro de su cuerpo al monstruo que llevaba. En estas circunstancias, sólo cuando Fisher aplicaba su vértigo al estudio de las piezas, sólo cuando podía entregar todo su complejo y doloroso mundo a un objeto ajeno, cerrado, sólo entonces Fisher podía respirar. Y no es que la obsesión por el ajedrez la trasladase a una realidad que se movía más despacio, sino que sólo el ajedrez pudo mitigar esa percepción atormentada.
Fischer es el monstruo que sirve de arquetipo al vivir angustioso, a la progresión geométrica del espíritu crítico y el escepticismo, a esa tortura de la que los personajes de Dostoievsky se terminan mofando igual que se mofa un niño cuando ya lo han apaleado, cuando sus agresores ya le han hecho tanto daño que incluso, en un sublime acto de cinismo, se compadecen de él y lavan de paso sus posibles culpas.
Todo el mundo dice hoy que Fischer se alegró de que cayeran las Torres Gemelas. Su mente destrozada gañía como los perros a punto de morir, enseñando los dientes, no porque mueran con rabia, sino porque quizá los labios, la lengua, es lo único que les queda sano. El gobierno americano lo exprimió en aras de la Historia, llenó de agujas un bulbo raquídeo que nunca supo lo que era mirarle el culo a una chica sin que algún severo politicastro lo cogiera de la nuca y lo amorrara en una complicada posición de dama. Le robaron la vida, y cuando necesitó socorro, cuando en los sesos ya no le quedaba agua, lo dejaron caer en el arroyo, se olvidaron de él. Por eso suena de un sarcasmo intolerable toda la odisea que tuvo que pasar en los últimos años, cuando ni siquiera se le permitió una venganza típicamente americana, sacar dinero de un conflicto político. Cheney podía forrarse de millones en Irak con Hallyburton, pero Fischer no podía financiarse una digna vejez en Yugoslavia.
Aparte de aquella espléndida película, En busca de Bobby Fisher, de toda esta terrible historia sólo queda un consuelo: lo civilizados, comprensivos y agradecidos que son los ciudadanos islandeses, la playa fría donde fue a varar una ballena que había nacido para que un país entero, acribillándola a arponazos desde que nació, presumiera de ella. Lo siento, Fiodor; lo siento, Hermann: otra esquela más, otro personaje muerto, otro mito que se nos esfuma.

16.1.08

BARONÍA

Diario de Teruel, 16 de enero de 2008

Estos caballeros malteses que pasaron el otro día por Teruel debieron de quedarse alucinados al entrar en la sala de la Orden de Malta de la Baronía de Escriche y ver el retrato de fray Deodato de Gozón, que a lomos de un caballo blanco cita y hostiga al dragón de Rodas mientras dos finos lebreles acorralan a la bestia, un bicho con cabeza y alas de pájaro, cola y piel de serpiente, y los pies de lobo, y que según algunos estudiosos procede del apareamiento de las lobas con los aguiluchos. En Etiopía, según un tratadista del siglo XVI, son frecuentísimos.
Verían también estos señores el gran mapa de Malta, que tiene forma de escorpión, con el famoso puerto de Marsasiloco, la isla de Fulfula y el castilo de Birchircara, amén de otros 58 lugares de sonoro y peregrino nombre, y que la última vez que lo vi estaba partido en dos por una raja y en medio tenía un bujero como una col de grande. Avanzados como deben de estar los trabajos de restauración, es de esperar que los ilustres visitantes no fuesen pisando, como antaño, cascotes del aljez y catalinas de paseante, y pudieran disfrutar, en otro panel, de la gran carraca de Rodas, con capacidad para más de dos mil marineros, flamante con sus vergas y sus jarcias, sus estandartes y sus gallardetes, sus velas hinchadas al viento y una Crucifixión sobre fondo estrellado que pende del palo del trinquete.
Un orgullo de flota, en fin, que yo aquí fusilo del libro que le dedicó a la Baronía la profesora María Jesús Pérez, hace ya sus buenos quince años, y que ahora, por lo que yo haya podido husmear en nuestras librerías, es ciertamente difícil de encontrar. De modo que no estaría de más, al tiempo que restauran la Casa Grande, reeditar también aquella espléndida investigación, que muchas veces yo he abierto no más que para disfrutar de su rigor meticuloso, de la riqueza de sus comentarios y de la entretenida transparencia de su prosa. Cuando la autora despliega, además, sus vastos conocimientos de botánica -en la descripción de la Sala de los Jardines, por ejemplo-, la lectura se convierte un festín que habría entusiasmado al mismísimo Cunqueiro. Supongo que a estos señores de Malta les regalarían algún ejemplar antes de irse, para que sepan que, aunque la Baronía estaba hecha una ruina, gente muy competente se había ocupado de ella.

14.1.08

FIRMIN



Hay algo en Firmin, de Sam Savage, que me lleva a novelas recientes y muy leídas como Tombuctú o Brooklyn Follies, de Auster, o Desgracia, de Coetzee, y no porque a mí me interesen las genealogías literarias, que salvo en sus líneas mayores, en las líneas que atraviesan épocas, no suelen servir para nada, sino porque ambas nos hablan de un mundo que se acaba, y en ambas la mirada encuentra su máxima pureza en la contemplación de seres más que humildes, en almas del subsuelo, fondos de un corazón exprimido sobre cuyas heces habría que reedificar la condición humana. En el caso de Firmin es, más que un homenaje a los libros, una especie de réquiem.
Estados Unidos es un país extraño. Quizá sólo sea el reverso de su proverbial ingenuidad, pero siempre me cuesta esfuerzo comprender cómo es posible que la misma gente que se devora con tal grado de salvajismo sea la primera en encontrar hermosas formulaciones para denunciarlo. Y sencillas. ¿Podemos imaginar una novela europea sobre el amor a la literatura de ficción que no sea pedante o remilgada? ¿Qué otra cultura literaria, salvo la americana –y, quizá, la inglesa- puede acometer algo tan hondo y tan sencillo como la desaparición del mundo? Es como si de los detritus de una sociedad criada en el egoísmo y en el miedo surgiesen brotes de asombrosa simplicidad cuyo veneno es el único capaz de regenerar la tierra. Es esta la época de Bush y del apocalipsis de Irak o de Nueva Orleáns, pero también es la época de Cormac McCarthy, de Philip Roth o de Paul Auster. Es como si unos cuantos escritores añosos, entre los que habrá que incluir con honores a Sam Savage, hubieran decidido tomar cartas en el asunto; como si unos cuantos vecinos, de esos vecindarios familiares de gente muy amable que vive en la pobreza y practica una especie de ascetismo del buen rollo, se hubieran solidarizado con el librero que pierde su negocio a manos de las grandes superficies y de los alcaldes sin escrúpulos. Lo importante no es que sucumba un negocio sino un género, no un tipo de literatura sino un tipo de lector. Que alguien tan duro como McCarthy triunfe como uno de los más grandes, que alguien tan tierno como Savage salga de una mínima editorial de pueblo y llegue hasta la mesa del lector peor informado, eso es algo que para que suceda necesita de un rango superior a la confianza en la literatura, de un estímulo como la confianza última en el ser humano. Los buldózer neocón están destrozando un tipo de vida que no sólo tenía en cuenta la escopeta encima del umbral, pero de los escombros salen ratas concienciadas, ratas que vivieron demasiado tiempo en un mundo tranquilo como para que ahora quieran adaptarse de buenas a primeras al capitalismo de alacranes en el que se ha convertido ese país. Un neocón, claro, diría que todos estos grandes tipos son producto del sistema, y que en un sistema como el que ellos añoran no tendrían motivos para ser geniales.
Hagan lo que hagan, piensa uno cuando acaba el libro, las ratas siempre serán más, y aunque de cada 13 sólo una tenga verdadera memoria, serán señal de un lugar habitable, de un túnel que, por lo menos de momento, no hay riesgo de que estalle y se derrumbe.

13.1.08

EXPIACIÓN 2


Cada vez que voy a ver una buena película, espero hasta la mañana siguiente para saber si me ha gustado o no. Si me despierto con el cerebro empapado de sus escenas, si mientras pongo el café me vienen a la memoria secuencias y diálogos, es señal de que me ha gustado de verdad, es decir, que no sólo le ha gustado al consumidor de cultura sino al aficionado al cine.
Expiación, la película basada en la novela de Ian McEwan (y que ya elogiamos aquí en su momento, porque es buenísima) me ha dejado, la verdad, un poco frío. Es como si me hubiesen escamoteado una historia en aras del mangoneo visual. Cada vez que se anuncia un brit, una película inglesa de época, me froto las manos y ya voy al cine como iban antiguamente las señoras, a ver trajes, peinados, campiñas y muebles. El atrezzo inglés y la indeclinable calidad de sus actores ya es un fin en sí mismo, del mismo modo que pueda serlo leer novelas de Anthony Powell o Evelyn Waugh. Lo que uno buscaba en Howards End, en Carrington, en Lo que queda del día o en alguna de las múltiples versiones de mi adorada Jane Austen no era tanto placer dramático como relajación estética. Estar dos horas metido en una casa inglesa, con la maestría de los cineastas ingleses, es uno de esos placeres definitivos a los que uno no querría renunciar.
Y así, en esa unción mobiliaria y textil, me pasé la primera hora de Expiación, si bien me molestaba un poco que hubiesen quemado tanto la película, igual que me molestan en arte todas las ayudas innecesarias y demasiado facilonas. Pero luego, de pronto, cuando la luz empieza a ser más mortecina, comienza un largo videoclip apocalíptico que se merendaba cualquier desarrollo narrativo, el mismo desarrollo que, con un argumento que cabe en media página, había disfrutado hasta entonces, bien es verdad que con la mano de visera para protegerme de la luz.
Pero esto es lo que hay. Toda la hondura de la novela queda en manos de los vistosos dramas secundarios. Cuando uno se dispone a disfrutar de aquella espléndida catarsis, las imágenes coloreadas te llevan a toda prisa hasta el final. Claro que, como relato de un placer truncado, desde luego que está conseguido, pero el placer que tenían que truncar era el de los personajes, no el mío.

9.1.08

TIERRA 2


Diario de Teruel, 10 de enero de 2008
De pequeños nos entusiasmaban los paisajes feraces, llenos de bosques y desfiladeros. Confundíamos belleza con fertilidad, sentimiento con abismo, y ya se nos quedó para muchos veranos un concepto romántico, turístico de la naturaleza. Nos enorgullecemos antes de las sierras que del llano, antes de los riscos que de los balsones.
Pero pasa el tiempo. Poco a poco uno descubre que no sólo es bello el abrupto Maestrazgo, los montes azules de Gúdar o los peñascos dramáticos de Albarracín. Vuelve uno entonces la vista y contempla lugares más abiertos que ya no le suenan a secano, y aprecia la inmensidad del Valle del Jiloca cuando brinca las serrezuelas de Pozuel y el campo se extiende como la carne fina que bordea las cicatrices.
Todo eso sigue siendo inmensidad, paisaje impresionante, grandeza visual. Todavía nos mueve aquello que pueda impactarnos por sus dimensiones, es decir, y en el fondo, por su carácter sobrehumano. Y sin embargo hay sitios que unas veces hemos despreciado por secos, otras por fríos y casi siempre por vulgares, cuando de pronto vemos que encierran una hermosura mucho más profunda y matizada. Recomiendo al lector, si es que ya no lo ha hecho, que se dé un lento paseo en coche entre Alfambra y Santa Eulalia, y que salga, ahora que es invierno, allá a las cuatro o cuatro y media de la tarde, de modo que el último tramo, el que va desde el desvío a Camañas hasta la Sierra Palomera, se pare a contemplarlo con la penúltima luz, ese naranja meloso de las tierras, los bancales sin lindes rectas, las lomas onduladas, las carrascas ateridas. Le propongo que vea el sol caer sobre las ruinas de las masadas, los brotes de cebada que asoman entre los terrones de colores, rojos en Alfambra, pardos en Camañas, y de un tono amarillo cadmio, tostado de bermellón, en las tierras que todavía guardan sin recoger rulos de paja, pero ya están despertando del barbecho.
No es inmenso, no es feraz, no es ominoso. Es un paisaje de condición humana, un horizonte cercano, y nos devuelve imágenes que la imaginación desmelenada nos impedía entonces disfrutar. Son paisajes ásperos, no abruptos; son duros, pero son amenos. Eso sí, uno sólo aprende a disfrutarlos cuando le llega el invierno, a la caída del sol.

ESENCIA


Diario de Teruel, 3 de enero de 2008
Estrené la nueva carretera de Valencia para ver los cuadros de Sorolla, la espléndida Visión de España que han traído de la Hispanic Society de Nueva York. Cuando Sorolla la terminó, y pese a su enorme prestigio, muchos pensadores oficiales del Problema de España o del Problema de la Pintura se le echaron encima. Unos le criticaban no haber buscado en esos cuadros de paisajes y tipos regionales la esencia de lo español; otros, que su pintoresquismo sólo pensara en lo que se puede pintar para que salga hermoso, no en el arte como denuncia severa ni como recurso filosófico.
Y en ambos sentidos era Sorolla más moderno que muchos de los que le criticaban. Su visión de España coincidía con la de su amigo Blasco Ibáñez, una suma relajada y valenciana de cosas que no tienen nada que ver. España no era una filosofía resumible sino gente que se comporta como el clima y no sabe nada de los pueblos que tiene alrededor. Castilla no encerraba más secreto de lo español que Andalucía o Galicia, y buscar algo que los identificase a todos como una nación podía valer como ejercicio intelectual, pero era bastante inútil. Lo único que une a todos estos pueblos, retratados para el extranjero, vestidos de domingo, peinados para las visitas, es una noble aspiración a la luz. Sorolla no pinta mejores ni peores de lo que son a esos tipos embutidos en sus trajes regionales. Los rostros duros, ceñudos y de labios prietos son los mismos que pintaría el gran Solana. Con los mismos mimbres podía pintarse una España Negra y una España Luminosa, no con más luces pero sí mejor iluminada.
Cierta crítica del 98 estuvo también viciada del carácter algo recocido de sus intelectuales. Mucha de la miseria moral que veían ya estaba impresa en su mirar inquisitivo, abotonado y rancio. Pero Sorolla es alegría, Sorolla regala luz como quien airea la casa y saca las sábanas a las ventanas; busca en lo que hay, no engaña ni juzga ni sermonea; pinta lo mejor posible, con soles de fiesta y trajes de colores, y eso es tan digno como el retrato antropológico de la miseria. Vio gente humilde, solo gente humilde, y se fijó en lo que hacían los lunes y los domingos, y se empeñó en sacarlos favorecidos. Como esencia de lo español a mí me basta, sobre todo si está tan bien pintada.

VANGUARDIA


Diario de Teruel, 27 de diciembre de 2007

Cuando empecemos a ver las cosas sin remilgos ideológicos nos daremos cuenta de los daños y los beneficios que nos ha reportado el concepto de vanguardia. Lo mejor de la vanguardia se ve ahora en detalles domesticados por los empresarios para las viviendas de protección oficial. La extrema libertad siempre se sirve de lo más barato, y los contratistas también. Aquellas vanguardias desaforadas, en el mejor de los casos, han ido a parar a los vestíbulos de los bancos y de los dentistas, y a edificios vistosos, falleros, meramente fotografiables.
Pero ha habido también otra forma de domesticación más artera y dañina. Vanguardia es un nombre, una marca, un concepto que igual sirve para un roto que para un descosido. Cuando un político quiere fingir que sabe algo de arte, de inmediato emplea la palabra vanguardia. Es que esto es muy vanguardista, oiga, como si ser vanguardista fuera una denominación de origen, algo que no se puede juzgar porque ya está juzgado, un adelanto que sólo puede ser observado, no criticado.
Este sentido torticero de la palabra vanguardia es el que ha empleado Biel en más de una ocasión, pero nunca tan ostentosamente, que yo sepa, como cuando salió a parar las críticas de los ciudadanos a los fuegos fatuos de la plaza del Torico. Primero dijo algo que a él le sonará muy normal pero a mí me pareció un insulto. Si no les gusta, ya se acostumbrarán, vino a decir, como si en efecto fuésemos, literalmente, animales de costumbres. Uno se acostumbra al dolor, a la fealdad, a las cenas de empresa y a los políticos jactanciosos, pero eso no significa que le tengan que gustar. Biel, no obstante, recurre a sólidos argumentos estéticos, e insinúa que si a la gente no le gusta es porque no sabe apreciar la vanguardia, que sólo sabe acostumbrarse a ella.
En un sentido sí tiene razón Biel. Esa plaza es el primer ejemplo de suelo luminoso que se aplica en un casco histórico, y el estudio b720, su pomposo diseñador, va presumiendo de ello en las revistas de arquitectura. Pero esta vanguardia es distinta. Ellos diseñaron una foto en el ordenador y se la colocaron a unos políticos que piensan que los votos también conceden sensibilidad artística. Y no, no es que Teruel haya sido la pionera, es que es la única que se ha tragado semejante bacalá.
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