30.9.19

Broza


Los mastines miran con recelo las brozas del cenador. Al levantar la alfombra de humus y raíces en la que se tumbaban después de comer ha quedado al descubierto el cemento verdoso. Me ven rascar los grumos de tierra con el palanquín y yo me acuerdo de cuando era pequeño y todos los vecinos hacían obras en sus pisos, y en el patio trasero quedaban montañas de escombros que recogía un señor con una gorrilla blanca que venía en un carro tirado por un burro. Recuerdo el burro, grande, legañoso, cárdeno entrepelado, y al hombre, que no hincaba la pala en el montón sino que también iba rascando el suelo y conforme avanzaba lo iba dejando limpio como la patena. No sé por qué verlo me daba placer, quizá por lo meticuloso del trabajo, la limpieza que usaba aquel hombre para trajinar con desechos y aljezones y emplear entera la mañana en llenar el carro, mientras el burro dormitaba. Pienso en ello cuando veo a los mastines tumbadazos, con el hocico pegado al suelo, mirándome sin pestañear, como si la coreografía  los hipnotizara, o la misma táctica minuciosa que me hace enredarme en cortar hasta los cilios aún visibles. Me ven serrar el tronco de una yedra muy desarrollada y levantar planchas de humus tramadas con raicillas que huelen a ellos, cómo un sol duro se apodera de su lecho cuando corto los mechones de hojas lacias que cuelgan del travesaño.
Por muy rasas que las deje, las yedras y las madreselvas volverán a brotar, y es posible, si no se cruza la Parca, que vuelva a verlas otra vez igual de alegres y desparramadas. Incluso es posible que los mastines, que son muy jóvenes, puedan volver a emboscarse entre ramúnculos de yedra, sobre las hojas muertas de otros años y la tierra que va arrimando la lluvia. Hasta entonces se irán a sus otros escondrijos, un sitio cerca de la comida y encarado a la verja de entrada, lo suficiente tupido y boscoso como para que nadie los vea observar. 
Les guardo un regalo, otro escondite perfecto, una terracilla delante del cuarto de las herramientas, cubierta de escaramujos, tablones de madera podrida y restos de microtubos, impracticable, que limpiaré y cubriré para que en días de lluvia se metan y se tumben a contemplar la vega.

29.9.19

Hortensia


Ya se apagan las hortensias. A las hojas les va creciendo una sombra cobriza, cuando no se queman de amarillo por las puntas, y los pétalos, por más que se riegue, no acaban de desplegarse y van cayendo en un tono, primero, de sangre de pichón, y luego verdoso, que va virando al ocre a medida que desfallecen. Luego cortaremos unas flores, floripondios secos que adornan los rincones del invierno.
Cuidamos con esmero las hortensias porque, como decía de la higuera, son emigrantes adaptadas. Las primeras vinieron de Galicia, cómo no, donde son tan prolíficas como aquí los dondiegos, en cada valla, en cada cuneta, setos de flores enormes, casi siempre azules, con esa exuberancia que parece también un poco indiana, como si los primeros gallegos de América se hubieran traído su casa de cuento y sus flores gigantescas.
Por esa razón han tenido, fuera del norte húmedo, una fama equívoca, como si fueran pomposas, como si estuvieran gordas. En Madrid se adaptaron sin dificultad y cuando las trajimos al continental extremo volvieron a conseguirlo. Y en ese tiempo hemos podido disfrutar de su hermosura, de la carnosidad de sus hojas y la delicadeza de sus pétalos, que no son un pompón llamativo sino ramilletes de flores diminutas que se repliegan nada más que la raíz deja un momento de beber.
El campo sigue verde, los hibiscos florecen con sus trompas moradas y sus estambres amarillos, al pie del nogal han crecido unas margaritas de color violeta, aún no hay hojas por el suelo. Pero antes de que llegue el otoño se marcha la alegría de las hortensias, su aspecto de infancia luminosa. No, no son pomposas. La pomposidad es sofisticación exagerada y con frecuencia chabacana. Las hortensias están lustrosas, guapetonas, rebosantes de salud, como ninfas rollizas que agasajan a la diosa de las frutas. La simplicidad con que lo hacen es donde radica su hermosura. Su abundancia no es barroca, más bien signo de felicidad. Igual que los dondiegos, pertenecen al género de la belleza elemental, popular, de las hermosas flores que pintaría un niño, y en ambos casos se puede llegar a una plasticidad insuperable sin perder su condición silvestre, de plantas que salen solas. Ahora empiezan algunas a estar feas, pochas, requemadas. Las flores aguantarán decoloradas, pero las hojas, más que secarse, se pudrirán antes incluso de caer al suelo, hartas de sonreír.

28.9.19

Uva


Estas uvas dulces y pequeñas, moscatel sin hueso, proceden de un sarmiento que trajimos de Tembleque, en la provincia de Toledo, no muy lejos de Orgaz, de donde era el gran Sánchez Cotán, toledano como Blas de Prado y Alejandro de Loarte. Vienen, pues, estas uvas de la cuna del bodegón barroco, en pintura y en literatura, porque en los Cigarrales de Toledo de Tirso de Molina encontré el que tiene fama de ser el mejor bodegón literario de la época, el de fray Plácido de Aguilar, origen, en cierto modo, de la idea que inspira este cuaderno. Quizá estas sean «las tempranas uvas de un majuelo mío", del también toledano Rojas Zorrilla, en su Del rey abajo, ninguno, porque las moscateles son las primeras que se vendimian. 
El caso es que las uvas toledanas se adaptaron a esta tierra con auténtica feracidad. Del tronco principal salen todos los años sarmientos de hasta tres metros de largo, y son las primeras que tenemos que embolsar, ya a principos de agosto, para que, como dice fray Plácido que ocurre con las brevas, no las devore «la parlera urraca», o las avispas las asalten con sus métodos de guerra sucia.
Hace tiempo que cada vez que queremos plantar una parra elegimos un sarmiento de estas moscateles. Las viejas que teníamos plantadas, más grandes, más ácidas, más negras, tienen el sabor de aquellos racimos gordos que nos ponían de postre, que llenaban enseguida. Son también muy ricas y tienen su antigüedad en la plaza, tardan más en madurar y son magníficas para compota. Pero estas dulces moscateles, aparte de que crecen muy deprisa mantienen la sencilla perfección originaria, la que no salta a la vista sino que se revela en la contemplación. Tienen una delicada pruina, apenas un vaho en el verde cristalino del hollejo, y un ombligo diminuto, pero se mantienen tersas en su esfera y es un placer hincarles el diente para sentir cómo la pulpa se desparrama, como si fuesen bolas de licor. Quizás a media tarde caliente en leche una onza de chocolate puro, y cubra las uvas dispuestas, sin raspones, en una bandeja de porcelana, y las deje que se enfríen para comerlas en memoria de Juan Fernández El Labrador, el gran pintor de uvas, que seguro que también era de Toledo.

27.9.19

Higuera


Nuestras especies protegidas son aquellas que no es lógico que estén, sobre todo dos, las hortensias y una hermosa higuera. Las primeras resistieron bien los fríos los primeros años con resguardos y protecciones, luego ya no necesitaron más. La higuera llevó más tiempo. Hará, por lo menos, quince años estuve en un tribunal y el presidente, hombre de espíritu campestre, me regaló unos hijos de higuera que acababa de cortar. Yo los planté a pelo, en el primer cuello que encontré, de cualquier manera, y durante años permanecieron las estaquillas, que crecían un centímetro en verano pero se secaban en noviembre con las primeras heladas. Incluso, si resistían el invierno, alguna sacaba una hoja tímida que volvía a caer en las rosadas de abril. 
Y así estuvieron las estaquillas, envueltas en zarzales, sin medrar. Pero los árboles son pacientes. En dos años de cuidados, de riegos frecuentes y limpiezas, la higuera reventó y las ramas se han hecho más altas que nosotros. De las estacas primitivas ha quedado un arbusto de tres ramas divergentes de los que a su vez brotaron ramones en forma de asiento. Como es sabido, las ramas de la higuera crecen más o menos paralelas al suelo unos centímetros, hasta que giran y empiezan a ascender. Eso hace que en muchas higueras hechas árbol las tres ramas grandes partan dejando unos brazos para sentarse. Cuando Zaqueo se subió a una higuera, en realidad se estaba sentando en butaca de platea. Y no me extrañaría nada que el dicho estar en la higuera se refiera a ese cómodo asiento, emboscado entre hojas grandes, ásperas, pero de un verde joven, brillante, tomado del amarillo de los peciolos antes de que se cubran de un color vinoso.
Este año, además, han salido higos. Duraron poco, se los comieron los pájaros (avibus praedam), más al tanto que nosotros. Vinieron las urracas vespertinas, que posan en las ramas altas de los chopos y en el cable de la luz, y desde allí ven nacer las brevas, y es posible incluso que esperen unos días hasta que ganen peso y volumen para zampárselas. Quién sabe. Pero ya nos hemos pertrechado de mallas verdes para protegerla, y los hijos los plantamos en macetas hasta que vuelven a brotar, y entonces los vamos añadiendo a la higuera mayor, la primera que se adaptó a los fríos, con el fin de crear una pared de hojas de higuera y mirarla desde la ventana.

26.9.19

Tomatera


El huerto está como despeluchado, exhausto del verano. Algunos tomates hermosos, de corazón de buey o rosas de Barbastro, siguen en la rama, grandes, duros, verdes, esperando a que el veranillo de San Miguel los termine de hacer. Todavía crece algún calabacín, quedan cebollas y el ritmo de recogida de las judías todavía da para comerlas con frecuencia. Tan solo los hinojos y las coles, plantados más tarde, siguen creciendo en silencio, porque las acelgas y las espinacas fueron pasto de los caracoles. Pero a los exquisitos puerros ya les ha salido la flor, pronto recogeremos la grana.
Los tomates, tan flamencos ellos, tan exuberantes, han cedido al peso de los frutos y ya no tienen suficiente con el rodrigón de vara de ciprés que les puse para que se sostuviesen. Hay ahora que levantar las ramas largas, atarlas otra vez al palo, enredarlas con otras un poco más tiesas. Los frutos se comen la planta, la desecan. Las cebollas asoman como si la tierra las escupiera, y sus filodios, todavía verdes, yacen flácidos unos encima de otros.  Las hojas del calabacín, esas hojas grandes, ásperas, granulosas, que parecen inundarlo todo, están blancas y agotadas, encanecidas de moho, como si recibieran más agua de la que necesitan para producir. 
De ahora en adelante, hablar del huerto es escribir la crónica de un deterioro, el invierno de las hortalizas, la decrepitud de la diosa Pomona. En agosto todo estaba en su apogeo. A principios de septiembre todo maduró a la vez, y cada día subíamos una cesta cumplida, y aún quedan judías y tomates, al menos, pienso yo, hasta principios de octubre, hasta el principio del frío. Pero luego el huerto quedará cubierto de pajas secas, sombreado con el verde oscuro de las gramas y los cardillos. Estamos terminando septiembre y todo aún parece vivo pero ya le pesa el cansancio. Las plantas están como asomadas a la galería, a entrar en calor, más que dándose baños de luz. Antes la gente no encendía hasta que llegaba el Pilar, ahora varían los elementos, pero el huerto me temo que sigue un ritmo parecido. Los hortelanos de verdad, salvo los amantes de los yerbajos, no dejan que esta sensación de agotamiento se apodere del bancal. Sus lechugas y sus escarolas son un rastro de vida, los nabos, las calabazas tardías. A nosotros tan solo nos quedan esas coles azuladas y los penachos de hinojo. Antes del plástico transparente los inviernos debían estar llenos de berzas y de cardos. Aquí a los cardos hay que cubrirlos de tierra y a las coles rodearlas de ceniza. Aquí el invierno es crudo.

25.9.19

Yedra


Íbamos a hacer algunos arreglos en el viejo cenador pero era imposible si no despejábamos su lado sur, una pared de yedra y madreselva que amenazaba con cubrirlo entero. Por su lado norte, cuelga el rojo de las parras bordes que se plantaron nada más construir el cenador, y que han ido retrocediendo ante la avalancha, sobre todo, de la madreselva. El caso es que había que quitarlas, y después de meditar sobre los años que hace que están plantadas y ver los gruesos troncos que se habían enroscado en las columnillas de cemento, empezamos por limpiar el suelo, una alfombra de humus con la trama de las guías rastreras de la yedra, hojas podridas, barros orgánicos, y a ver, a volver a ver, el primitivo pavimento del cenador.
Pero no me extraña que algunas terapias consistan en destruir. La yedra japonesa crece por más sitios, y aun así, antes de proceder a su arrasamiento, plantamos unos cuantos esquejes con los que después, en otra parte, podamos reproducirla. Crece muy rápida, sus troncos gruesos se cortan sin dificultad con la tijera, unos brotes bien enraizados pueden cubrir un muro en tres o cuatro años. No había, pues, dolores de conciencia. Con la madreselva es más fácil: crece como la espuma, y aunque resulta estupenda para enzarzarse en los linderos, va generando una madeja de tallos secos que recoge todo lo que vuela. Es hora de devolver sus proporciones al sombrajo, y de plantar otras especies de enredadera.
La tala y desbroce fue un placer. La yedra japonesa tenía dos troncos gruesos, como un antebrazo de gordos, que se subdividían en ramas pegadas a la pared. Unas subían a la cubierta del cenador, otras colgaban por la barbacana. Al cortarlas fue apareciendo un lienzo del antiguo muro, en una desnudez que a mí me pareció arqueológica, y eso que se levantó cuando yo era niño, y algunas de las piedras de río que asoman entre el cemento pasaron por mis manos antes de dormir allí. Volvió la pérgola tal y como fue concebida, sin zarzas que la invadiesen. Tan solo dejé un escaramujo muy alto, coronado de frutos rojos, que había sobrevivido a las dos depredadoras. Ahora el balcón limpio ya es un mirador. Por mucho que cubra de cemento los tocones, me temo que la yedra japonesa volverá a salir, al menos ahora en competencia con las glicinias y las bignonias jóvenes y las, de nuevo a sus anchas, venerables parras vírgenes.


24.9.19

Rosa


En el huerto hay al menos cuatro variedades de rosa. Están, de antiguo, las rosas grandes, de color muy claro, que ascendieron por el cenador y ahora asoman por encima de las parras, pero también las rosas romanas (no sé si centifolias o damascenas), rosas de pueblo que llamamos, de abundantes y apretados pétalos, el rosa fuerte casi fucsia que da nombre al color, y un aroma exuberante que perfuma el patio. Son anteriores a la hibridación general que generó cientos de formas nuevas pero eliminó el olor, o lo dejó en un aroma mínimo, como de terciopelo, que tanto ha influido en la interpretación poética. Estas rosas rústicas las multiplicamos con mimo, a ver si las hacemos endogámicas. A veces pienso que la esencia de la rosa no es esa idea multiforme sino el olor incomparable que nos endulza en un par de floradas a partir de mayo. El resto son imágenes rosáceas.
Pero hay otro, más parecido a la rosa del escaramujo, nacido del esqueje de un rosal que vimos en París. Es el último que florece, con rosas de un rojo encendido, en un macetón que fue invadido por las varas de piornal. El tronco, mellado por mil podas, torcido, como artrítico, puede pasar el verano escondido pero a última hora saca estas rosas perfectas que iluminan el paseo.
No sé lo que vive un rosal, pero veo rosas de distintas edades, y de distinto aroma, dos de los criterios que nunca se tienen en cuenta cuando se ve una rosa. Las rosas de pueblo, muy antiguas pero plantadas hace no más de cinco años con esquejes de rosales jóvenes y vigorosos, son las más favorecidas. Son el futuro, la garantía de que alguna vez sean las rosas de toda la vida, en ese devolver los ambientes a lo que imaginamos que fueron, el sagrado volver a lo de antes, sobre todo si huele tan bien. Las otras grandifloras son hermosas mientras brotan, pero enseguida se les abren las hojas y se ponen lacias, y así pasan unos días, como señoras mayores muy pintadas que dan una sensación de tiempo más cercana.
Esta rosa de color burdeos, más pequeña y más tiempo tersa y llamativa, debe de ser como las que veía Adalbert Stifter en su Verano tardío. Las otras muestran su vejez en plena primavera; esta, su radiante juventud en los comienzos del otoño. Para que luego digan que todas las rosas son la mismarosa.

23.9.19

Yerba


Todo está verde todavía. Los oxalis, tréboles falsos, tan extendidos que hasta el trébol del escudo de Irlanda puede que sea uno de ellos, pertenecen a esa especie de malas hierbas aceptables que también forman parte de la evolución. No se hace alta y crea espacios uniformes, sin otras hierbas más espigadas que crezcan entre ellas, y es un colchón inmejorable para los mastines, fresco y mullido. La grama de siempre, tan dura ella, sin embargo se seca a las dos tardes que se hayan tumbado los perros encima, pero este trébol al día siguiente ha vuelto a desplegar sus parasoles. Cuando se siega quedan muchos tallos sin hoja, lo que da muy buen olor, y ningún sentimiento de culpa porque a los cuatro días ya están igual de tiesos y entrebolados, pero hay más y están más extendidos.
Las plantas invasoras aceptables van desalojando su entorno de las hierbas de siempre, sobre todo los bledos (amarantus retroflexus), que tienen un aire a planta de patata desmedrada, y crecen varios palmos y dan siempre sensación de abandono. Una vez me puse a identificar con un manual ilustrado el tipo de malas hierbas que crecen en el jardín y me cansé muy pronto porque las tenía todas. Lo pienso cada vez que las he dejado crecer varias semanas. Ninguna significa una invasión dañina. Aparte de los odiosos ailantos, no ha habido ninguna hierba que, creciera más o menos, no se dejase segar o arrancar. Antiguamente crecían hinojos de más de un metro, con sus tallos gruesos, como de un azul decolorado, que había que arrancar todos los años. Daban un olor muy fuerte, olor a vega salvaje, a lagar de anís. No sé bien por qué desaparecieron. Las hierbas son cíclicas, su extensión va cambiando de año en año. Este año salió un corro de hierbas que tenían unas flores azules muy delicadas. Habría que mirar su nombre en el manual. 
A fin de cuentas, ¿por qué son malas? Solo deberíamos considerar malas a aquellas que se imponen sobre otras y las eliminan, los ejércitos arrasadores como los oxalis, que sin embargo regamos con aplicación para que nos mantengan el jardín más presentable. También hay quien lo llena todo de cemento para que no salgan hierbajos de ninguna clase, pero dentro del respeto al suelo el oxalis es como un cemento verde. Ha sabido disfrazarse de una de las pocas hierbas que incitan al romanticismo folklórico. Cualquiera la extermina.

22.9.19

Olmo


Estos olmos frágiles que amarillean antes que ningún árbol son en cambio una plaga benigna. Vinieron en macetas, acompañando a otras flores. Nacían en los tiestos de las dalias y de los rosales, una vara verde de un dedo de gorda, que se elevaba hasta tapizar el fondo de las flores. Las semillas volaban por los jardines de Las Vistillas, llenos de olmos añosos, de una especie resistente a la grafiosis y a la polución, y aparecían luego en cualquier sitio. 
Al llegar al campo, se disolvió la convivencia de los olmos con las flores. Un par de ramones ya mozos fueron trasplantados a la tierra del jardín, y se conoce que el aire puro les ha sentado muy bien. Sus progenitores tenían el tronco negro de los humos de los coches, y sufrían rutinarias podas salvajes, para que no creciesen más que las lentas acacias que dan sombra al busto de Zuloaga y a la fuente de Gómez de la Serna. Aun así, muchos sobresalían por encima de los edificios, las semillas de las copas se posaban en los áticos y en los tejados, y en pocos años alegraban las terrazas con sus hojas aserradas de negrillo. A veces imaginaba que alguno incluso había sobrevivido a las estufas de la guerra.
Aquí, a pesar de que amarilleen antes que nadie, parece que se crían sanos. Y aunque no sean tan lentos como las acacias, ya no es probable que los vea en su esplendor, cuando asomen por encima de la casa y den sombra a un buen pedazo del jardín. He visto ya morir de viejos árboles que vi plantar, aquellos primeros frutales, algún cerezo y más de un ciruelo, y otros que ya eran grandes cuando yo nací, manzanos sobre todo. El nogal que inunda de sombra densa la salida al río fue un brote que hace medio siglo prosperó en medio de chupones de membrillo. Ahora es uno de los árboles venerables.
Si este olmo ha de serlo también, ya no dependerá de mí. Uno va dejando de ver los retoños como proyectos de árboles monumentales. Más placer produce observar su crecimiento, viajar al tiempo de aquel brote casual junto a la acequia, pero ya no pensar en su sombra futura, tan solo en el presente de unas hojas leves, transparentes, lejos aún del áspero verde cuando el tronco ensanche, que ya van perdiendo el color. 

21.9.19

Parra


Mi padre, cuando llegaban estas fechas, solía mirar un chopo enorme que había aguas abajo, con el tronco ceniciento. «Es el último que se viste y el primero que se desnuda», decía, porque su gran llamarada ocre convivía con otros chopos más jóvenes todavía verdes. Era, en el gran lienzo de la vega, la primera gota de amarillo. El chopo lo talaron hace años, mucho antes de que se muriese. Del tocón salió un bosquecillo de brotes, era el momento de elegir algunos y dejarlos crecer, escamondar el resto e ir formando en el corte una cicatriz. Lo volvieron a talar aún más abajo, casi a ras de tierra, y los ramones volvieron a salir. Se afanaron en eliminarlo sin ninguna necesidad, porque aún le quedaban unos cuantos años de vestirse y desnudarse con parsimonia. Al final creo que lo rociaron con un bote de gasoil y le pegaron fuego, y por si acaso trajeron una pala excavadora y lo arrancaron de cuajo. Todo esto sucedió hace unos cuantos años. Ahora el otoño empieza por otra parte.
Las primeras hojas que cambian de color son las de la parra virgen de la pérgola, la más vieja de todas, plantada hace casi ya cincuenta años. Las hojas, aun sin perder su tersura, pierden el verdor y viran a rojo oscuro. A partir de entonces, más que perder la clorofila parece que vayan perdiendo la sangre. En muy pocos días se completa la paleta de ocres a partir del intenso bermellón. Y son estos los días en los que aún quedan verdes lozanos, rojos recientes, también efímeros, que se aclaran en rosas terrosos, algo violáceos, y en las hojas más delgadas, menos hechas, los primeros amarillos.
Estas parras viejas van secándose muy poco a poco. Quedan, de un año para otro, sarmientos con las ramas como garras. Son de madera oscura, y allí se quedan, sin vida, como rodrigones de las nuevas guías, que ya cuelgan como lianas. En la punta de las hojas tiernas quedan gotas suspendidas, como un rocío gordo que aguarda los rayos de sol para brillar por última vez y evaporarse. Son de la tormenta de anoche. Oíamos a los mastines caminar por el porche para guarecerse, el mosquetón de sus collares cuando al tumbarse golpeaba en las losas del suelo. No han sido las lluvias torrenciales que han anegado estos días buena parte del país. Esta era una tormenta de finales de verano, una traca húmeda y temprana que ha dejado las primeras hojas rojas en el suelo del cenador. 

19.9.19

Nota sobre el 'Bodegón de hortalizas y frutas' de Sánchez Cotán


No me había dado cuenta, y eso que lo sabía, de un detalle compositivo de Sánchez Cotán que ahora me parece de la mayor importancia, y es que el pintor, sencillamente, no utiliza la composición, al menos no a su antojo. En los bodegones de Sánchez Cotán las jambas y el alféizar que enmarcan los alimentos dentro del cuadro pertenecen a un hueco en la pared, el que se hacía antiguamente en las cocinas justo donde pasaba la corriente de aire, para dejar allí los alimentos y que se oreasen. Quizá es un hueco en el muro de la bodega, porque el fondo es muy oscuro, o arriba, en el granero, en un pequeño torreón con dos ventanas, como se secan los jamones. En esos huecos, según leo en el catálogo Pintura española de bodegones y floreros (Museo del Prado, 1983), los elementos más perecederos, las pomas, las uvas, las piezas de caza, se colgaban del dintel, una por una, para que no se tocasen. Ya se sabe que la podredumbre se acelera con el roce, por eso los fruteros habituales dan sensación de frescura pero también de finitud, de momento. ¿A cuántos de los fruteros que sirvieron de modelo no hubo que cambiarles algunas piezas, porque se ponían pochas o les salía el vello blanco de la descomposición, antes de que el artista terminase de pintarlos? Con esta disposición de Sánchez Cotán, sin embargo, las frutas duran más, y nunca más que una de ellas parece recién cogida. Las demás llevan días, distinto número de días, y están más o menos resecas, más o menos acartonadas, más o menos lozanas. Entre ellas establecen una línea de tiempos que es el tiempo que, como el aire fresco, discurre por el cuadro.
Sánchez Cotán se limitaba a pintar los frutos en su sitio, una actitud parecida a la que tuvo Antonio López cuando pintó un frigorífico abierto. Los cuadros de Cotán también están pintados en un frigorífico, en su lugar habitual, y su disposición no responde al capricho o el gusto del pintor sino que es la mejor manera de ponerlos si quieres que quepan todos y no se toquen unos a otros. Los grandes (los cardos) están a un lado para apoyarlos en la pared, y los pequeños cuelgan solos, a la misma distancia unos de otros, para que el aire penetre y abrace a todos los frutos por igual. Por supuesto que decidió que el lugar de la camuesa tenía que ser el centro y el del limón una esquina, porque necesitaba su luz, pero la posibilidad de poner en un lugar o en otro los alimentos estaba muy restringida. Solo tenía que pintar el bodegón que hubiese en la cocina, la despensa, la fresquera, tal y como allí reposan las hortalizas. Unas, las de piel más dura, las zanahorias, los cardos, los pepinos, pueden apoyarse en el alféizar y en las jambas, pero los más perecederos penden de una guita colgada en un dintel que solo se ve en uno de los cuadros, el último que se le atribuyó, el de los floreros.
El margen de maniobra es muy escaso, y eso le da al cuadro mucha verdad. No ha pintado frutas y hortalizas sino el bodegón que hay en la cocina, el hueco que va cambiando con las estaciones. Cada mañana, o cada tarde, el monje sube a la despensa, a lo más alto del convento, y entorna el cuarterón de una ventana y cierra todos los demás, hasta que consigue que la luz corte la sombra, pero no la inunde. O baja a la bodega, a la misma tierra, y regula el respiradero con una tabla o con una piedra. Y pinta.
Nada está amontonado, y si las zanahorias aparecen unas encima de otras es porque así todas, salvo una, la que descansa en el alféizar, reciben más aire que si uno entero de sus lados tocara el suelo. Me es imposible a partir de ahora no distinguir entre bodegones cuyos elementos han sido extraídos de su sitio natural, o cambiados de sitio, dispuestos por la mano del pintor, o aquellos que el pintor encontró en la naturaleza, por así decir, en los usos y costumbres del convento, en la manera de aprovechar el aire y alargar la lozanía de los frutos. No tuvo que tocar nada porque, por mucho que pusiera adrede el limón en la esquina, era una de las posibilidades de la costumbre, una de las combinaciones a las que un monje no pintor, el despensero, podría llegar quitando unos alimentos y poniendo otros. El autor contempla, no ordena. Queda su mirada, no sus manos. Sus manos están en la casi inverosímil precisión de sus pinceladas, eso sí, nunca hiperrealistas, nunca más allá de lo que podemos ver. Su mano gobernadora solo está, en todo caso, en el ángulo de abertura del cuarterón, pero hasta eso puede deberse a unas condiciones meteorológicas determinadas.
Es una lección de realismo. La realidad se hace a sí misma, no es necesario ponerle orden ni sacarla de su sitio. El misterio está en esa bendita sensación de tiempo y de silencio, en la humildad conservera. La verdad está en el frigorífico. Y así casi todos los otros bodegones realistas de pronto nos parecen abusos del pintor, abstracciones en el mejor de los casos. Los holandeses, además, empachan con su sobreabundancia, con sus cangrejos rojos y sus pescados azules, sus vacas hechas pedazos y sus floreros empavonados. Los caravaggistas fabrican centros de mesa, fruteros para comidas opulentas. Cualquier maca es un intolerable aviso de la muerte, que se queda para los pintores truculentos en cuyos cuadros todo está medio podrido. Lo de Sánchez Cotán, en cambio, es vida, es vida cotidiana, objeto estable de contemplación, tiempo en diferentes velocidades, amor a los frutos por sí mismos, en su aireada singularidad, y sobre todo a los frutos que nos dan de comer no en el abundoso final del verano sino en los lentos meses del otoño y del invierno. El demiurgo desaparece para que sus manos no rocen la vida y la puedan estropear.
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