25.6.21

Esto es lo que os quería contar


Cuando abrí El villorrio me encontré, en sus últimas páginas, un billete de metro de Madrid del año 93. He leído mucho a Faulkner desde entonces, y aunque no había vuelto a tocar esta novela se me habían quedado grabadas algunas imágenes que el tiempo ha ido relacionando con otros libros. Por ejemplo, a Mink Snopes le sigo poniendo la cara de Smerdiakov, el epiléptico de Los hermanos Karamázov, algo que volví a recordar leyendo León en el jardín, el libro de entrevistas de Faulkner en el que cita con frecuencia a Dostoievski. Y de Flem Snopes me quedaba, quizá por la horquilla que sostiene, o por la camisa sin cuello, o por su aspecto resabiado, la imagen masculina del Gótico americano de Grant Wood, si bien Flem es bastante más joven, lleva un corbatín diminuto y todo el mundo lo teme. 
He vuelto a leerla y lo que entonces era fascinación ahora es envidia. Todo El villorrio nace de una anécdota parecida a la que cuenta Mendoza en La ciudad de los prodigios sobre cómo Onofre Bouvilla engañó a los inversores tirando unas vías de tren en un terreno baldío, hasta que le compraron el terreno a precio de oro y él retiró las vías que no iban a ninguna parte. No es más que eso, cómo Flem Snopes engaña al listo de Ratliff, el vendedor de máquinas de coser, e igual que antes vendía caballos medio muertos, inflados con una bomba de aire y pintados con betún, también es capaz de azuzar la avaricia de los granjeros para que le compren una casa medio derruida y un terreno arenoso. El miedo que todos le tenían a su padre por su fama de incendiar graneros y largarse a otro sitio se transforma en vergüenza y desesperación por haber caído en la trampa del hijo. Y sí, eso es todo, aparte de cuatrocientas y pico páginas de una prosa incomparable, de historias más o menos autónomas, al estilo de Desciende Moisés, y de personajes que revolucionarían las literaturas de otras lenguas, como la incontenible Eula, de quien hace poco leí a Landero hablar en El huerto de Emerson y con quien los boom latinoamericanos escribieron cientos de páginas exageradas.

No sé si entonces me di cuenta de que la prosa de Faulkner no se basa en la reflexión sino en la descripción, algo que, visto lo visto, sus imitadores creo que no han asumido, y en unos diálogos de rara perfección, trufados en ocasiones con esa manía de Faulkner de hacer cuentas y cálculos, que dice mucho de los personajes y su obsesión por el dinero, pero que a las pocas líneas se ha convertido en un curioso galimatías. Pero lo importante es la descripción, los gestos, los movimientos, dónde pone la mano cada cual, cómo miran o escupen tabaco, cómo se sientan o agarran una pala de cavar, cómo cada vez que cualquier escritor dice «y Fulano se fue», Faulkner emplea varias páginas en hacernos ver la calesa, el sudor de los caballos y la carretera polvorienta, casi nunca en descripciones estáticas sino en especificaciones de la acción, precisas, agudas, luminosas. Imagino que un guionista (y él lo fue) se limitaría a sacar los diálogos sin tocar una coma y añadir en las acotaciones el resto de la novela, que es casi todo, y todo es importante para entender cómo hablan o cómo callan, a quién miran y por qué, a qué grado de angustia u obsesión llegan mientras buscan una vaca perdida o un hombre al que matar. Faulkner cuenta, y el hecho de que la novela entera se pueda resumir tan brevemente (un estafador llega a un pueblo, despluma a los aldeanos, emparenta con la mujer más deseada, escupe y se va, y nadie puede hacer nada para detenerlo) no es más que la primera regla de la narración. Se lo oí decir a Jesús Ferrero hace años: una novela debe poder resumirse en una frase. El resto es ser minucioso pero no pesado, intenso pero no agobiante, hasta que, muchas páginas después, el autor pueda, si quiere, decir: «Bueno, esta es la historia (o las historias) que os quería contar», que es lo más difícil para un escritor honrado. Faulkner parte de ese principio oral, de que narrar es, como decían los clásicos, poner ante los ojos, crear un ambiente y un mundo que envuelve al lector cada vez que reinicia la lectura y viaja por lo que los personajes ven y huelen y oyen y catan y acarician, que es el peldaño al que el cine solo puede subirse en un sentido figurado: el cine da a entender, pero el relato penetra en cualquier hueco, y lo enseña. Quizá por eso Faulkner habló siempre del cine en general y de Hollywood en particular con tanto desdén, y eso que le pagaban solo por estar disponible.

El villorrio remite más al principio, a Sartoris, y al final, The Reivers, que a las novelas contrapuntísticas y oscuras que tanta fama le granjearon. Está más cerca de El oso que de El sonido y la furia, es narración sin más truco que el desenlace, adecuado porque lo que se narra es el truco con el que engaña uno de los personajes a todos los demás, incluidos los lectores, que desconfían de Flem y saben que trama algo pero no se imaginan que sea tan sencillo y eficaz. Uno tiene la tentación de pensar que Faulkner se ríe de unos aldeanos estúpidos, avariciosos y autodestructivos a los que otro aldeano inteligente y sin apego a la tierra de ninguna clase les va dando gotas de su propia medicina. Es lo que os merecéis, idiotas, parece pensar Faulkner. «Los negros son superiores a los blancos porque con menos son capaces de hacer más», dijo Faulkner. Flem Snopes no es negro, pero él y toda su familia son «blancos que viven como negros». Son los negros que ve Mink Snopes cuando lo meten al calabozo, maltratados, orgullosos, resistentes, o como el criado de Will Varner, a quien nuncan pillan en medio de ningún follón propio de blancos. Flem Snopes no es, en realidad, un ser del todo corpóreo: aparece poco, habla poco, pero está mirando desde alguna parte, y su presencia muda y sigilosa es la que da cuerpo a los relatos que Faulkner reelaboró para escribir El villorrio. Los otros personajes son lo que dicen y lo que hacen, pero Flem es lo que se supone que va a hacer o puede hacer, el mito de la desconfianza ante un rostro que no ríe como un gallo ni berrea como un venado, pero tiene la sosegada inmovilidad de los más astutos depredadores. Flem es el que no está, pero anda cerca.

No, no es la fama de abstruso, de hilar largas parrafadas, o comerse los puntos y las comas o mezclar planos temporales lo que me produce después de tanto tiempo envidia de William Faulkner, sobre todo porque ha servido, al menos en España, para justificar mucho pestiño, sino la incomparable técnica para contar lo que pasa y no abandonar nunca la obligación de todo gran novelista: crear mitos, personajes que encarnan universales, y que nos hacen ver a los demás y a nosotros mismos en ellos. Como hacía Homero, sin ir más lejos.


William Faulkner, El villorrio, trad. José Luis López Muñoz, Alfaguara, 1988, 444 p.

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.