31.12.20

Resistencia

Cuaderno de invierno, 11


Esto es lo que ha quedado de las tomateras, un montón de ramillas deshidratadas. No las aplasto antes de transportarlas porque me gusta ver cómo las fulmina el fuego. Al ser ya leñosas no pueden doblarse sin quebrarse, de modo que al amontonarlas dejan mucho espacio interior por el que el fuego asciende en una sola llamarada. Dentro algún tomate ha resistido a todo: ni lo vimos al recogerlos, cuando teníamos que sortear los rodrigones y atravesar de perfil la selva de ramas verdes, ni se cayó al podar los ramúnculos que crecen entre rama y tallo ni al cortar las ramas bajas y espolsarlas, ni se soltó cuando la planta se quedó sin savia ni tampoco ahora al arrancarlas de raíz y arrojarlas al montón de broza. Le han pasado por encima las heladas y los aguaceros, y un viento que a veces tumbaba las cañas de las judías, cuando el verde ya no era lo bastante vigoroso para sujetarlas. Antes de echar las plantas secas a la hoguera, habrá que recoger ese tomate verde, de un verde pálido, grisáceo, como de cobre corroído. Es posible que después de todas las penalidades le haya quedado dentro alguna semilla fértil. Mi primer criterio de selección genética no es conservar un tomate especialmente sabroso o carnoso, sino uno que puede que no llegue a madurar pero al menos no hay que agacharse nunca a recogerlo. 
En los caballones todavía quedan tiesas las varillas de hierro que con el óxido han dejado de brillar y pasan desapercibidas entre los otros tonos terrosos de alrededor, y que debí de clavar en el subsuelo porque no hay manera de sacarlas. Entre ellas, desperdigados por los surcos, los tomates que nunca recogimos, algunos despachurrados, y que revolveré con la tierra y el estiércol para que se pudran junto a las plantas nuevas. Ha sido buen año para los tomates, sin duda. Mientras estaban saliendo, los comíamos a cualquier hora, y entablábamos alegres discusiones sobre si el sabor del corazón de buey era más o menos intenso que el del tomate del terreno. Quedaron muchos kilos de tomate para conserva y al final, allá por octubre, estábamos tan ahítos que los últimos, esos que ahora motean el suelo de rojo y verde claro, los dejamos ya sin recoger. Ha quedado ese, agarrado a la rama, como una cría que no se suelta del cadáver de su madre.

30.12.20

Estiércol

Cuaderno de invierno, 10



Lo ideal es acercarse hasta la granja de un amigo, pasear con él por las distintas dependencias, llenar con la horquilla un remolque de estiércol deshecho y reposado, envuelto en pajuz, de los caballos de labor que calientan el establo con sus vahos. Lo más práctico, en cambio, es conducir hasta Celadas y comprar algunos sacos de compost ya tratado. Allí los viajes son completos porque después de cargar la furgoneta merece la pena pasarse por la quesería, vagar un poco por el pueblo y de regreso aparcar en la cuneta y contemplar el tren de niebla en el lecho del valle, los bancales sinuosos que ascienden a las lomas como curvas de nivel, los bosquecillos de carrascas, los montones de piedras calizas agujereadas que retiran los labradores, los campos recién labrados, sus colores tierra entre ribazos amarillos. Con un paisaje como este, sus ondulaciones de secano, empecé a reconciliarme con el entorno pardo y pedregoso que me rodea, a ver sus múltiples matices bajo el añil del cielo.

Otras veces, digo, he esparcido el estiércol para poco a poco ir enterrándolo al voltear la tierra, pero el olor, sin ser malo, afectaba al equilibrio de los otros aromas del jardín y en cuanto salía el sol aparecían las moscardas y había que mantenerlo lejos del hocico de los mastines, no fuera a saltarles una pulga. Si además lo dejaba varios días extendido y se giraba cierzo, se secaba mucho y los corpúsculos nutritivos salían por los aires.

De modo que ahora, una vez limpia la tierra de restos vegetales, lo que hago es esparcir tan solo un saco a lo largo de una franja uniforme y cavarla con el palanquín, de manera que el abono no esté al aire más tiempo del que cuesta enterrarlo y el olor dure tan solo lo que cuesta estar encima, cavando. El aroma sigue siendo penetrante, olor a ganado mayor, a la espuma de los caballos cuando tiran de la reja y al hipomanes excitante de las yeguas, con el que, según algunos santos envidiosos, el gran poeta Lucrecio terminó de volverse loco. 

El de la fábrica siempre me ofrece otros estiércoles más estudiados, de probada eficacia en las labores hortícolas, sobre todo uno que, me dice, lleva perlita, como si fueran pepitas de oro, cuando en realidad es un vidrio para mitigar el apelmazamiento de los terrones que aquí no nos hace ninguna falta. Será por piedras.

29.12.20

Huerto

Cuaderno de invierno, 9


Los monjes no se ocupan cada día de más extensión de tierra que la que ocupan ellos mismos con sus hábitos tumbados en el suelo. Yo hago un poco más, pero poco. Hoy tocaba entrar en el huerto. Los ocho días después de Reyes la luna estará en menguante y será el momento de plantar los ajos. No les dedico más que una cuarta parte del bancal, pero esa parte al menos tiene que estar lista en doce días, como el leño trashoguero. En todo caso, puesto que lo tengo dividido en dos, empezaré preparando también el terreno a los puerros y las cebollas. Para todo lo demás, la otra mitad además de otro bancal entero, tengo de tiempo hasta mayo.
La faena de hoy ha consistido en arrancar los tallos secos de las judías, pajizos y arguellados, más una planta de tabaco lánguida que se heló y perdió la turgencia pero conservó el color, y algunas ramillas muy finas de las guindillas que planté a los lados y los dos o tres pepinos que crecían a la sombra de las cañas. Con lo majas que estuvieron las judías, la maraña de verdor entre los rodrigones y las vainas tremolosas, y el aspecto sunsido y quebradizo que tenían esta mañana. No ha costado nada sacarlas con el almocafre (una azuela de media luna, fina y afilada) y amontonarlas en la carretilla. Cuando las eche al bidón de quemar durarán menos que el chisporroteo de las llamas al abrasarlas. Siempre me llama la atención la frágil feracidad de las verduras, lo pronto que se quedan en nada, pero solo en invierno pienso en ello. Al echarlas en el montón de los hierbajos abultaban mucho y no pesaban, yo mismo las iba quebrando al trasportarlas en brazados. Hace días que saqué las cañas, y ya entonces arrancarlas de las guías era como limpiar un perchero de telarañas. Se quedaron medio erguidas, sujetas por sus minúsculas leñosidades, como si antes de morir hubieran aprendido a sostenerse.

Esta mañana la labor exigía solo el uso de aperos cómodos de mango largo, con los que se puede trabajar sin necesidad de estar doblando todo el rato el espinazo. Aparte de la azuela escardadora, luego había que rastrillar la pieza, devolverle la llanura, antes de cavarla con un método que contaré mañana. Hoy me he limitado a eliminar todo color que no fuera el castaño oscuro de la tierra.

28.12.20

Tradición

Cuaderno de invierno, 8


Hoy es el día de Baroja, una advocación pagana que cada año celebro leyendo un libro suyo. Por regla general escojo el título que el autor publicó a mi edad. Este año tocaba Los amores tardíos, una excelente novela (como toda la trilogía de Larrañaga) que sin embargo leí hace no demasiado tiempo, de modo que he empezado el día con Vitrina pintoresca, del año 34, mientras afuera, antes de amanecer, arreciaba la lluvia y el viento soplaba notas graves en las bajantes de las canaleras. 
El libro le viene bien a este cuaderno porque parte de lo pintoresco como aquello que da carácter, a los individuos y a los pueblos. Baroja pensaba que después del cemento armado lo pintoresco sería devorado por el turismo y eso del carácter ya no sería consustancial sino recreativo. Así ha sido, desde luego, pero a la altura de sus sesenta y dos años podía recordar los momentos de su infancia y juventud en los que el paisanaje estaba repleto de especies curiosas. En cierto modo a todos los que añoramos el prestigio del individuo nos pasa lo mismo. En sus breves reportajes sobre gitanos, verdugos, vagabundos o charlatanes abundan las anécdotas del tipo que asciende al grado de personaje. Forma parte de un grupo característico dentro del que él representa un mundo aparte, un sujeto irrepetible, cómicos y curanderos, estañadores y contrabandistas, que investían a sus oficiantes de una dignidad muy particular. 
    Lo que en tiempos de Baroja aún no se había perdido era la épica del ciudadano común, y no solo el hecho de que se pudiera vivir fuera de lo establecido, a salto de mata y a la buena de Dios, lejos de la existencia reglada, sino que aun en las vidas más anodinas a la gente se la recordaba por sus hechos, que ellos contaban ceremoniosamente y los demás rememoraban con admiración. Esa dignidad del hombre corriente, el que es capaz de representar su propia vida, es lo que ya se estaba perdiendo entonces y ahora está en las últimas. A la calle ya no puedes salir a ver cosas curiosas. Todo es uniforme y previsible. Así que merece la pena seguir leyendo a Baroja mientras la mañana ya está clara y el viento y la lluvia dejaron una nitidez de paisaje pintado con plumilla. Todavía se menean las ramas finas en lo alto de los álamos, aún hace demasiado frío.
 

27.12.20

Gris

Cuaderno de invierno, 7


Cada vez que entro en el Thyssen de Madrid voy a ver un cuadro de Anton Mauve, un realista holandés del XIX, vinculado con la escuela de La Haya y maestro durante algún tiempo de Van Gogh, quien siempre habló de él en términos muy elogiosos. El cuadro se titula Cruzando el brezal, y aunque no es una tópica escena de invierno (hace un día destemplado sobre el verde permanente de los brezos), sin embargo tiene toda la poética del gris que asociamos a esta época del año. Quizás el más famoso de sus cuadros sea el titulado Pantano, un ejemplo de desolación que llega, por lo menos, hasta Wyeth. Lo bueno de Mauve es que no pinta el frío desde un cómodo estudio sino desde el mismo frío. Da la sensación de que las pinceladas son las propias de una mano aterida, y las ondulaciones y sinuosidades son producto de ráfagas de viento que despintan las imágenes. Excelente pintor de vacas (para mi gusto, de la categoría de Julien Dupré), supo eliminar de las escenas campestres el candor sin por eso afectar a la poesía, más honda y potente en sus cielos anubarrados, sus caminos llenos de charcos y sus páramos ventosos. Las vacas de Mauve aguantan sobrias la penuria del invierno, y caminan cabizbajas largos trechos en busca de un prado que no esté reseco ni encharcado.



Pintar el invierno tiene sus complicaciones. La paleta es más reducida y los matices se multiplican. No se trata solo de pintar la nieve, que siempre tiende a lo naíf o a lo grandioso. La nieve es dramática, Goethe contra la ventisca en San Gotardo, pero el invierno, salvo que el bóreas arrecie, es más bien un resultado, el camino después de la tormenta, la mañana después de la helada, un lento y solemne mantenerse bajas las temperaturas. La nieve es efímera, al menos por estos pagos, y su símbolo es una estrella de cristal, pero el invierno rodea y permanece, lo vemos en el jersey de lana, en las solapas subidas del tabardo, en los puños metidos en los bolsillos. Lo vemos en el interior que convive con la extremosidad crujiente del frío. Ahora mismo el día está tranquilo, no hay viento, apenas se mueven las nubes, pero todo vibra como si cada rama se estuviera encogiendo sin doblarse. La naturaleza combate el frío con paciencia y dignidad, su aspecto es el de quien no da muestras de cansancio porque solo está a mitad del camino.




26.12.20

Animalismo

Cuaderno de invierno, 6



Anoche hubo que tomar una determinación muy seria con Morena: meterla a dormir en el invernadero. Llevaba todo el día lloviznando, gotas lentas medio escarchadas, y a las diez de la noche había ya empezado a helar. Los pronósticos apuntaban a una paloma de hasta siete grados bajo cero. Ya sabemos que los mastines son muy duros, y que a esta Morena solo la pones a cubierto, y a empujones, cuando tiene que ir al veterinario. Ahora, como ha llovido tanto, busca recodos secos a los pies de un terraplén, resguardados por las arizónicas, o se protege del hielo entre los arbustos. El otro, el Galán, se pasa la noche de ronda, aunque caigan chuzos de punta, y cuando todo está tranquilo y ha cuajado la niebla se mete a un colchón que tiene metido en el cobertizo. En realidad era para los dos, pero el hecho es que solo duermen juntos a cielo abierto y en terreno compartido, y el colchón de borra se conoce que es propiedad particular del maromo. Morena ni lo pisa. 

Esta situación ellos la llevan con toda naturalidad, pero a nosotros nos ha provocado graves problemas éticos. Nos vemos obligados a aceptar la jerarquía ferozmente territorial de los mastines, de tintes machistas, y al mismo tiempo a ejercer la discriminación positiva con la mastina, que es muy buenecica. Ayer estuve explicándoselo un buen rato pero aun así se resistía a entrar. Solo los truenos hacen que se venga ella sola a que le abra la puerta, o la lluvia recia. Los perros duermen en la nieve, ya lo sé, y como el calor les entra más despacio pero les dura más tiempo, se acuestan de un lado y de otro, y entre que son un poco paquidermos y que llevan un abrigo de pieles que ni Paquita Rico, lo más probable es que estas noches de hielo sean para ella las más agradables del año. Seguramente me replicó que, por más que nos estuviese asustando el servicio meteorológico, la noche no sería para tanto. Al final, remoloneando, entró en el invernadero. Pero tenía razón. Esta mañana, cuando he ido a abrirle las puertas de cristal, el día era fresco pero soportable, y el hielo apenas se había posado en las puntas de las hierbas. Al cabo de un rato he salido a darles el desayuno y Galán llevaba un mordisco en la oreja. No sé qué pensar.

25.12.20

Acebo

Cuaderno de invierno, 5



Había que decorar una miaja la casa y, como no íbamos a llenar de bolas de colores el pino de la entrada para no asustar a las palomas, hemos metido un acebo que reside en la pared umbría de la casa, donde las juntas de las piedras de rodeno se llenan de verdín y en verano las hortensias crecen lozanas. Con la llegada del invierno la umbría es un catálogo de especies muertas, entre las hojas hay pompones de hortensia de color cartón que no colgamos en el cobertizo a que les bajara hasta las hojas un tono más morado. Pero el acebo sigue estupendo. Es posible que las bayas estén pasadas porque llevan ya maduras desde octubre, pero lucen su vivo escarlata entre hojas coriácieas, lampiñas, relucientes, con espinas en los cantos que la planta va perdiendo cuando se hace vieja. En este acebo nuestro hay ramas que parecen de laurel, pero los frutos siguen duros y los perros no se acercan mucho, de modo que le queda carrete. 

El doctor Laguna, en el siglo XVI, además de constatar que los antiguos lo llamaban paliuro y que, por lo que respecta a su descripción, ni Teofrasto se pone de acuerdo con Dioscórides ni Plutarco con Agatocles, aporta un dato interesante para la caza de pájaros con liga, inspirado, seguramente, por San Frutos pajarero, que tiene su altar en Segovia. Al parecer, el pegamento en el que se quedan atrapados los pajaritos se prepara con la corteza interior de las bayas del acebo. Sin duda es una de las suertes cinegéticas más crueles y desaprensivas, pues «cuanto desenlazarse más pretende / el pájaro captivo, más se enliga», como dice fray Luis en uno de sus poemas más atormentados, cuando estaba en la cárcel.

Como sustituto del muérdago, el acebo ha terminado como decoración para los buenos sentimientos, lo que no deja de tener su guasa. Con las bayas no solo se fabrican engrudos asesinos sino que su licor en ciertas dosis puede resultar fatal. Su madera es tan densa que no flota, y solo sirve de protección a los animales de piel muy dura, como en el acebal de Garagüeta, en Soria, donde forman microclimas espinosos para que los ciervos y los jabalíes pasen los días más crudos de la estación. Al lado de la mesa de Navidad, el acebo es un tipo silencioso que avisa de las necesidades perentorias, cazar y protegerse del frío, y de vez en cuando, si acaso, beberse un vaso de vino.

24.12.20

Tizón

Cuaderno de invierno, 4


Si la chimenea fuera más grande, uno de esos hogares en arco dentro de los que no hay que agacharse para remover las brasas, hoy metería un tocón de olivo a que se fuera carbonizando durante los doce días que faltan para Epifanía. Entonces, siguiendo algunas costumbres germánicas y eslavas, guardaría el tizón envuelto en un paño húmedo para que nos protegiera de los rayos, aunque también cura los sabañones de los pies y, si se mete en el abrevadero de las vacas, hace que conciban los terneros más lustrosos. Pasados los doce días de rigor, de un solo hachazo se desintegraría la madera, y según las chispas que saltasen al contacto con el hierro así de fructífera sería la cabaña del año entrante, y lo que sobrase se esparciría entre la mies para protegerla del añublo. Este leño trashoguero fecunda y cauteriza, cierra las heridas y engendra frutos nuevos, incluso es posible que sea el origen de que se regale carbón la noche de Reyes. La cultura cristiana le dio la vuelta a todo y el carbón es una especie de castigo para infantes consumistas, pero en la tradición vasca del Olentzero, por ejemplo, el carbón es un regalo muy bien recibido. Qué más quiere una familia campesina que por Navidad les llenen la leñera y les alivien el escozor.

Pío Baroja, que había leído La rama dorada y seguía muy de cerca las investigaciones de su sobrino Julio, era de la opinión de que el Olentzero comenzó siendo un semidiós pagano, un mito solar, con los ojos inyectados y la cara tiznada de hollín, una especie de coco al que se pega fuego en las celebraciones del solsticio; pero que luego, en la era cristiana, se convirtió en un tragaldabas borracho y grotesco. Se deja de tomar en serio al mito pagano y hasta los niños se ríen de él, los mismos que luego se prosternan ante su versión cristiana.  

Pero el tronco pagano significaba más. Era un consumirse los días de regocijo familiar. La casa está caliente a todas horas y todos arman un bullicio que rara vez se produce el resto del año. Todo es excepcional, empezando por el fuego constante, mientras afuera la nieve ha borrado los caminos. El tizón era una especie de cuenta atrás antes de pasar otra vez frío. Con él, los campesinos guardaban aquello que los protege, el recuerdo de la tribu.

23.12.20

Ceniza

Cuaderno de invierno, 3


Empleamos la ceniza de la chimenea en proteger las acelgas y las lechugas del ataque de los caracoles. En el momento en que su carne mucilaginosa entra en contacto con ella, las babosas y otros gasterópodos se vuelven por donde han venido. Para eso aún es muy pronto, pero en el hogar llevan días ardiendo los leños y el bidón de la ceniza está a punto de rebosar. Sería tiempo de, como dice Virgilio, cubrir los suelos áridos de mantecoso fiemo / o esparcir ceniza inmunda por la tierra. 

Sin embargo a esta tierra nuestra, caliza y alcalina, la ceniza le sienta como un tiro. Acabaría socarrando la materia orgánica, de modo que habrá que conformarse con el estiércol de caballo y buscarle otro destino a la ceniza. Si la dejo a la intemperie, se petrifica, fragua en un mazacote cementoso que acabo tirando en el contenedor de los escombros, y cuando el saco abierto se estrella contra el suelo sube una columna de polvo que se extiende por la basura. Vista desde arriba, la ceniza con regueros de agua negra parece una superficie lunar, el suelo de un planeta muerto, con rastros de cuando aún crecían especies volcánicas.

Al final uno nunca sabe dónde poner las cenizas pero siente que es un crimen deshacerse de ellas, de modo que acaba amontonándolas junto a los muros con la idea de aprovecharlas para eliminar los hongos de las hojas, sobre todo de las calabazas, para bruñir la cubertería de plata o neutralizar el olor a perro, para limpiar el cristal de la chimenea o fabricar detergente casero. Aunque la dedicase también a eso, me seguiría sobrando y emplearía demasiado tiempo en ella. En este hogar humilde se come con cuchara de peltre y los mastines huelen bien, y los jabones caseros dejan en las manos un tacto de saurio que me pone nervioso. No queremos tirar las cenizas, tan solo olvidarnos de ellas. Sin embargo son difíciles de obviar. Hasta los montones de arena de la obra se acaban cubriendo de bufalagas, incluso en el cemento brotan los hierbajos, pero en la ceniza solo queda la ceniza, más alguna brasa que se hizo carboncillo o el fragmento de palito que milagrosamente ni siquiera se ahumó, como esos huesecillos que a veces sorprenden a quienes practican ritos cinerarios en el campo, y que les dan con realismo crudo la medida de lo que están haciendo.

22.12.20

Cardo

 Cuaderno de invierno, 2


Todos los años por estas fechas me arrepiento de no haber aporcado los cardos para que el tallo se mantuviera tierno y blanco y ahora nos los pudiésemos comer. Es un corro que sale contumaz fuera del huerto, cerca ya de los castaños, de alguna vez que alguien plantó allí unos caballones y los tronchos tuberosos fueron colonizando el subsuelo. También salen, junto a los plantones de arbolillo que regamos con frecuencia, matas de borrajas y de acelgas coloradas. Es la parte de la despensa que nadie cultiva, frutos asilvestrados del invierno que amargan de tanto resistir. 

De cuando en cuando arranco unos pocos con la azada para que no se me descontrolen, pero a los cuatro días ya está formado el rosetón de las primeras hojas, verdes azuladas, con enveses blanquinosos y telarañentos. El fruto es una alcachofa basta, como una chirimoya con brácteas puntiagudas. Las flores están coronadas en flósculos violetas que sirven para cuajar el yogur, pero nosotros preferimos ver cómo destacan sobre un fondo de color ceniza. 

En tal día como hoy, Sánchez Cotán se habría bajado a la despensa del convento, entre muros frescos con respiraderos, a pintar el cardo místico donde lo habían apoyado para que le diese el aire frío de la madrugada. Arranco algunas pencas del interior que conservan ese blanco íntimo, esa ausencia de intemperie que es el color de los primeros deslumbramientos eróticos. Si permanecen en tierra, en seguida el aire las tiñe de verde, pero si las cortas y las guardas lejos de la luz les queda el blanco céreo nacarado de la primera muerte. Entre esos dos tonos de blanco, el inmaculado y el exangüe, hacía equilibrios el pintor Sánchez Cotán. Sus cardos dialogan sobre el sentido de la vida, ahí donde los ves.

En casa nunca se concibió una Nochebuena sin cardo y anguila. El cardo se prepara con salsa de almendras machacadas, y la anguila, cuya carne también tiene ese blanco perturbador, se pone al allipebre o con salsa verde. Nada más humilde que una culebra que se alimenta de fango y un cardo del que nadie se preocupa. Como menú de convento es perfecto. En los claustros no se consiente la glotonería pero se suele ser más permisivo con la acantofagia. Como pasa siempre con los frailes, todo lo que parece forraje para las bestias es en realidad bocatto di cardinale.

21.12.20

Limpieza

Cuaderno de invierno, 1


El año empieza hoy, con el solsticio de invierno. Hoy nace el sol, acontecimiento que en la antigüedad era una fiesta de más arraigo que el nacimiento de Cristo, celebrado, en los tiempos primitivos, el día 6 de enero. Pero los doctores de la iglesia se percataron de que era difícil postergar el encendido de las luminarias en las calles, de modo que pusieron encima la Natividad y se aprovecharon de la decoración. San Agustín recomendaba no celebrar tanto al sol como a quien lo hizo. Apolo quedó para siempre como una figurita de Belén.
Pero sí, hoy nace el sol, es día de limpieza general. El invierno es el comienzo, el día siguiente a que todo se haya terminado. Los colores han entrado en los dominios del gris, están los árboles desnudos y en esa posición continuarán un par de meses por lo menos. Será difícil ver cómo avanza el tiempo, apenas variará la sensación de deterioro. El trabajo ya no es cuidar, mantener, recoger o conservar. Todo consiste en limpiar, en borrar las huellas y regresar a un principio frío y luminoso, recién ventilado, con luz nueva que atraviese las ventanas y un sol menor que inunde la estancia vacía. Se ha muerto el viejo sol de bronce y nace un amarillo más fresco. El crecimiento del día es transparente, menos oculto en su propio brillo, en sus oros viejos, pero también es el del travieso Faetón, la criatura que por cruzar el cielo desmandada le pegó fuego a la tierra.

Esta mañana teníamos dos grados bajo cero, los mastines han dormido juntos en un recodo del seto de aligustres, debajo de un pino, dándose calor. La lluvia les mojó la cama de hojas y se han echado en la tierra. Los he visto juguetones mientras les daba de merendar, a lo mejor la luz más clara los ha rejuvenecido, y ellos también han arrastrado las hojas húmedas y casi negras de los álamos como si arasen su lecho. Yo mismo he hecho desaparecer de mi escritorio los últimos papeles, todo brilla y nace con el nuevo sol bajo un cielo de azules más tiernos, todo es un poco infantil, o lo volvemos a ver nosotros con aquella luz tan clara del principio. Seguramente sea esta necesidad de limpieza profunda la responsable de que sigamos adelante, la ocasión que el sol nos brinda de olvidar.



El rey del paralelo


Leer, cada domingo, una columna de Manuel Vicent es como ponerse debajo de la oreja una gotita de perfume caro. Leer, de vez en cuando, una novela de Manuel Vicent es como vaciarse en la cabeza el bote de colonia. Lo que en el periódico suele ser un texto perfecto, en libro ronda el empalago. Llevo muchos años usando sus columnas para explicar a los alumnos qué es la ironía, cómo suenan las palabras, qué efecto literario produce juntar una cucharadita de caviar con un plato de callos, cómo se arma una columna sin necesidad de recurrir a las muletas textuales, o cómo se avanza sin plan previo a partir de una comparación, eso que en los manuales suele llamarse estructura en paralelo. Casi lo tengo por compañero de trabajo, como el proveedor de mis macedonias académicas, y lo he leído bastante más allá de sus columnas. Desde Balada de Caín hasta La novia de Matisse creo que he leído todas sus novelas, incluida, por supuesto, su columnata A favor del placer y el libro suyo que quizás prefiera, Contraparaíso, al que tengo muy arriba en la estantería de libros sobre la propia infancia, un género que frecuento. 
Pero con el nuevo siglo lo dejé. Hasta ahora. La novia de Matisse ya la recuerdo como ese frasco empalagoso, pero no de Chanel sino de Álvarez Gómez. Me pareció, entonces, un método agotado, y eso que lo había disfrutado mucho en los 90, el que consiste en tirar de aquí y de allá, mezclar unos cuantos referentes culturalistas e ir tejiéndolos a base de columnas dominicales, con alguna anécdota graciosa y demasiado severo juicio sobre lo que en realidad admira el autor, las altas instancias culturales. Era ese dandismo de raíz umbraliana que miraba solemne e impasible sus propias frases, un hieratismo postizo que no buscaba más que deslumbrar. Digamos que renegué del conformismo estético, el que finge estar de vuelta de todo y por eso se contenta con frases brillantes, cínicas y lapidarias, para soltarlas en una tertulia del Café Gijón como aquel que suelta un as de oros sin inmutarse. 

A esa brillantez de la palabra oída, colocada en el sitio donde mejor suena, Vicent añadió algo que viene de Cela (y antes de Gutiérrez Solana), eso que Umbral llamaba prosa macho, y que viene a ser la barbaridad dicha sin pestañear en el mejor castellano posible, la rehabilitación de palabras grasientas en entornos en los que resultan hermosas y naturales. Cela hacía cosas raras, entre ellas fundar la editorial Alfaguara y darle su primera oportunidad a un muchacho valenciano que había escrito Pascua y naranjas. Sin embargo (quizá porque yo no estaba muy al tanto) en la época de la lapidación de Cela y el silencio absoluto que siguió a su muerte no solían reconocerse sus legados, por ejemplo el de esculpir una prosa oral en las que las palabras brillaban con toda su potencia y sencillez. Aquí Vicent lo saca una vez a pasear y solo menciona sus «animaladas». Pero Cela era más lacónico, más de sonrisa torcida. Vicent fue otro de los escritores colonizados, de un modo u otro, por las melodías de García Márquez, esa costumbre de partir las frases en tres tramos, el primero con alguna subordinada, el segundo solemne y sonoro, y el tercero un desparrame de palabras bonitas, con frecuencia terminadas en consonante tónica, para mayor empaque. Vicent quitó la coma que García Márquez pone delante de la última y, pero el mecanismo era y veo que sigue siendo el mismo, y que en el caso de Vicent se ha moderado un poco la alopecia de comas con las que la prosa cogía velocidad antes de acabar en una frase corta y despiadada, regodeada.

Es su estilo, y lo hace divinamente. Vicent ha incorporado a la prosa española las palabras que proceden de los cinco sentidos, sobre todo el gusto y el olor. A veces cansa un poco en las columnas con sus poemas al aceite de oliva, pero no ha perdido, y menos en esta novela, el gusto por las frutas y verduras, los escabeches y las mandarinas, los olores a cloaca y azahar, sobre todo teniendo en cuenta que la acción está situada (mejor dicho que transcurre) en la Valencia luminosa de su infancia y juventud y en el Madrid recocido de crímenes a navajazos, años 50. Y sí, el método es el mismo que solía, Vicent es el mismo que era, pero Ava en la noche me ha gustado mucho más que aquel La novia de Matisse de hace veinte años. El que ha cambiado, seguramente, soy yo. Vicent es un modo de hacer, un artista valenciano que se junta a comer una paella en Casa Salvador y desde la cabecera de la mesa cuenta anécdotas de juventud con personajes famosos. 

    Su alter ego en esta novela se llama David, ha terminado Derecho en Valencia y va a Madrid con ganas de ser director de cine, y en los exámenes de ingreso escribe un ejercicio de guion que es la semilla de El verdugo de García Berlanga. Esta es la idea. Una criada envenenadora, del Madrid aquel de señoritos y miserables, atendió con presencia de ánimo, minutos antes de morir agarrotada, a un fiscal que había sufrido un ataque de epilepsia. Digamos que Vicent encuentra este crimen de El caso y piensa si no sería ese el origen de la película de Berlanga. A lo mejor es cierto que lo sacaron Azcona y él de ahí, no sé. El caso es que solo con decorar el dato, más que narrarlo, Vicent ya tiene hecha la novela: el joven (su infancia y primera juventud en Valencia) quiere ser director de cine (Berlanga y Ava Gardner, la escuela de cine y las tabernas, el Coq, Chicote y los tablaos de las afueras, la España miserable donde se lo pasaban bomba los grandes escritores y los toreros guapos) y trata de reconstruir un caso (el de un señorito que asesinó a cuatro personas y a quien le cayó el garrote de Franco). En cada uno de los tres paréntesis hay unas cuantas columnas, crónicas sentimentales de la época, anécdotas más o menos jugosas (que se lo pregunten a Bette Davis), una historia de crímenes reducida a una docena de artículos y la prosa, la pulida y calculada prosa, compuesta para brillar con el viento metal, armoniosa y colorida, rescatadora de palabras, como una columna tras otras, salvo en aquellos pasajes, pocos, en los que la acción puede con la escritura porque así lo exige narrar. Vicent alicata las páginas de frases redondas, y este sigue siendo su defecto principal, que con los años ya no es defecto sino condición del carácter que no hace sino alegrar la vista. Vicent redondea permanentemente, y esa seriosidad refulgente, la misma que a principios de este siglo me hizo abandonar sus libros, ahora vuelve a hacerme gracia, quizá porque Vicent sea el último orfebre que sabe componer piezas tan fragantes y exquisitas.


Manuel Vicent, Ava en la noche, Alfaguara 2020, 250 p. 

13.12.20

Valiente coronel


Pombo ha escrito una magnífica novela. Inteligente y libre, estimulante y decidida. Hará mal el lector en conformarse con la pirotecnica verbal de las primeras páginas, esa, digamos, apoteosis del políptoton que por momentos nos parece un alarde poético y verboso, solo un alarde… Pero las buenas novelas cambian, las buenas novelas terminan los exordios rimbombantes y empiezan a correr sin darle mucho tiempo al autor a que se engatuse con verbosidades. Las buenas novelas se van solas, como los niños, y desprecian todo aquello que no sea intensidad narrativa, esfuerzo y sometimiento del autor a la historia que le va saliendo. Porque es la historia la que sale, no el autor quien la construye. Pombo parte de una situación que nos recuerda muchas de sus otras novelas: el niño Nicolás tiene algo de Pelé (El metro de platino iridiado) pero también de Ceporro (Aparición del eterno femenino); el joven desnortado Manuel nos transporta hasta Quirós (Los delitos insignificantes) o a Esteban (El cielo raso), agobiado de pulsiones autodestructivas (Contranatura); la pija boba de Adelaida estaba ya en Virginia (El metro); la, en principio, insensible Rosalía tiene algo de la madre de Violeta (Donde las mujeres). Y podríamos seguir así: es la famila Pombo, empezando por él mismo, el coronel Ybarra/Pombo, militar octogenario, lector de filosofía y teología, retirado en su terraza del corazón de Argüelles, contento con sus diez Camel diarios, con su ama de llaves (el aña Rosi de El metro, que si hablara más sería un poco como Celia Cecilia Villalobos) y con su gato negro. 

¿Se repite Pombo? A veces sí, quizá, pero no aquí, de ningún modo. Aquí Pombo es el escritor valiente que se entrega a sus personajes, a todos, hasta al gato. Se entrega a la novela entera como ente autónomo que no necesita de festivales poliptotónicos, sino de alguien que quiera escuchar y comprender. Hacia el final de la novela, y como el que no quiere la cosa, como si fuera un dicho más, cita Pombo el célebre principio de Ana Karenina. Y el lector no se lo toma, claro es, en su sentido literal y tópico, sino en una, otra de las grandes enseñanzas de los rusos: la novela como redención, como argumento moral para la rehabilitación de almas descarriadas. Desdeña Pombo los hilos morbosos de los que cualquier otro escritor convencional habría tirado sin pudor. Nada de eso. El randa de Gerardo, por ejemplo, aparece y desaparece porque su presencia es tóxica para Manuel, y lo importante no es ese aburrido regodeo en la toxicidad sino la compasión hacia sus víctimas. El escritor al uso tenía ahí un novelón, una serie HBO, lo que quisiera, pero Pombo vuela más adentro, al ser que es y no es al mismo tiempo, al gato de Schrödinger que llevamos todos dentro. Todos somos buenos y malos, moralmente vivos y muertos, hasta la imbécil de Adelaida, que acaba dando más pena que asco.

La novela fluye en una contemporaneidad cogida por los cuernos, sin componendas fáciles: los matrimonios inestables, la tentación feminazi, la necesidad de sacrificar la propia vida para dar sensación de que se vive más, la paradoja del espectador viciado con aquello que lo escandaliza, este mundo nuevo desalmado, de un egoísmo radical, venenoso. No rehúye Pombo ninguno de los asuntos que van descomponiendo nuestro estar en este mundo, ninguna de las altivas equivocaciones que sin embargo, ay, también son comprensibles. Pombo ve a sus personajes, los escucha y los invita a merendar, y a él van todos (al coronel Ybarra) como iban a María (otra vez El metro), a verse en un espejo sin sobreiluminaciones, sin bombillas que realzan la pared de cemento armado que nos acompaña. 

El gato, los gatos, Rudyard y Barraquito, el elegante y el buscavidas, el negro ébano y el negro carbonero, eso somos, con nuestro lado displicente y nuestro fondo necesitado, altivos y cobardes, palaciegos y callejeros, capaces en nuestra inutilidad de descender al piso bajo mal iluminado y acurrucarnos en un alma limpia (Ñaco, el joven vecino de alquiler a quien los viejos propietarios señorones miran con prejuicios de casta), y allí salvarnos de nuestra pobre dualidad y regresar enteros, comprensivos, humildes y redimidos. Gran personaje el coronel Ybarra, la prueba, otra, de que la autoficción no es más que un punto de partida, un había una vez que se disuelve cuando coge vuelo la ficción. Era poco, paradójicamente, esa exhibición poética de las primeras páginas. La novela estaba todavía en pisos altos y en terrazas luminosas. Pero luego baja, la novela y la prosa, el contar y el ser contado, a los territorios de la verdadera intensidad.  

Pombo ha cumplido ochenta años y de pronto sale con esta briosa, hermosa narración desnuda que también es una reflexión sobre la eternidad presente a cualquier hora, no sobre las ganas de vivir sino sobre la alegría de estar vivo y la necesidad de no acurrucarnos como el gato en nuestros miedos, sino de encaramarnos a lo alto del olivo, vivir y trepar y pedir auxilio cuando lo necesitamos. Saber que lo necesitamos. Ese auxilio es lo que, al darlo, nos da la plenitud y al requerirlo nos afirma como seres plenos, no condenados a estar vivos y muertos, más bien orgullosos de nuestra condición contradictoria.

Si la vejez es eso, si la vejez es no renunciar a los sentimientos, abandonar el miedo y mirarse al espejo con valentía, dará gusto hacerse viejo si los achaques no nos convierten en una espera lamentable, y podemos, además, seguir fumando diez pitillos cada día. Dijo Pombo una vez, hace quince o veinte años, que se había retirado de la circulación, que no quería ya exhibir culotes de ciclista metropolitano ni pinchar más uvas de sarao. Dijo que se había convertido en jubileta, y que esperaba de la vida una vejez larga y productiva. Larga, de momento, lo está siendo, y, para regocijo de sus fieles, cada vez más productiva. 

Pocas veces uno cierra emocionado una novela y antes de celebrarla con un vino no siente el impulso de juzgarla sino de dar las gracias por haberla escrito. ¡Bravo, Pombo, bravo!


Álvaro Pombo, El destino de un gato común, Destino, 2020, 318 p.

6.12.20

La Biblia divertida


Tengo por casa nada menos que siete biblias diferentes, lo que, para un tipo descreído como yo, no deja de ser llamativo. O no tanto, porque, para alguien que se ha dedicado sobre todo a leer, sería imperdonable no haber caído en la extraordinaria calidad literaria de la Biblia y su decisiva importancia en toda la literatura posterior. Desde el hermoso, imponente ejemplar de la Biblia Guadalupana, en versión de Torres-Amat, que siempre hubo en mi casa, y que tiene los mismos años que yo, a la Biblia del Peregrino, en tamaño bolsillo y encuadernada con cremallera; desde la Biblia de San Jerónimo del escolapio navarro Felipe Scío, del siglo XVIII, hasta la inevitable edición de Nácar y Colunga; y, por supuesto, las dos ediciones que leo más a menudo: la Vulgata, en muy asequible latín, y la Biblia del Cántaro, de principios del XVII, que es la versión que publicó Cipriano de Valera sobre la Biblia del Oso de Casiodoro de Reina, que también anda por ahí. Esta edición de Reina-Valera es una joya absoluta de las letras castellanas, y es la que Eduardo Mendoza ha utilizado para Las barbas del profeta, su última reedición, que pertenece al género de lo que podríamos llamar libritos deliciosos.

Eduardo Mendoza tuvo una idea estupenda: volver sobre los pasajes de Historia Sagrada que le obligaban a leer en el colegio y que, para un niño aficionado a la lectura, eran el complemento perfecto de los tebeos que devoraba cuando había terminado los deberes. Yo también me recuerdo, a principos de los 70, sentado en un sillón, con las piernas colgando, mientras mamá limpiaba la casa los sábados por la mañana, leyendo fragmentos de aquella enorme Biblia y flipando con las ilustraciones: Sansón descuajeringando a león, Judit rebanándole el pescuezo a Holofernes (y luego llevando la cabeza, cogida de los pelos, «como si fuera un bolso»), o la pobre mujer de Lot convertida en estatua de sal. Cuando se dice ahora que los niños tienen demasiado acceso a los contenidos violentos, me acuerdo de aquellas barbaridades que uno veía con tranquilidad de arrapiezo aplicado y devoto. Y recuerdo también, dicho sea de paso, que mi madre me miraba con el recelo de quien no está segura de si su hijo se lo está pasando bien con las ilustraciones o, vade retro, es que los curas le han metido en la cabeza eso que entonces se llamaba vocación. 

Porque entonces, ocioso es decirlo, el país estaba lleno de curas y los niños nadábamos entre cocodrilos. Por eso este libro de Mendoza me resulta tan gratificante, como de molde para una tarde fría y desabrida, al lado de la estufa. El acierto de Mendoza consiste precisamente en comentar aquellos pasajes bíblicos desde la óptica del niño, siempre dispuesto a creerse lo que sea salvo que no tenga demasiada lógica. En efecto, yo también me preguntaba cómo era posible que Caín hubiera tenido descendencia si la única mujer que quedaba en la tierra era su madre. Claro que entonces no había leído aún a Sófocles, pero la lógica del incesto no entraba en mi cabeza. U otra pregunta que entonces nos hicimos todos: si Noé metió una pareja de todas las especies en el arca, ¿metió también un par de pulgas y un par de moscas? Esa lógica inocente, tan divertida, es la que anima Las barbas del profeta, aparte, por supuesto, de lo puramente literario, cómo maneja la Biblia los recursos argumentales, los mitos, las intrigas, las anagnórisis o revelaciones, etc. El niño se enfrentaba entonces a una duda que sería la que acabaría desautorizando el edificio entero: cómo es posible que sean santos los que dieron tanto mal, para lo que el cura de turno tenía la respuesta preparada en el bolsillo de la sotana: porque se arrepintieron. ¿Y entonces, se puede matar a media humanidad y, si luego te arrepientes, te hacen santo? Ese tipo de preguntas, no obstante, eran respondidas con un sonoro capón que hacía resquebrajarse las paredes del cráneo. Por eso nos las guardábamos para nosotros.

No tendría tanta gracia el libro de Mendoza si además no hubiera recurrido a una de sus especialidades, la mezcla de registros. Un ejemplo, tomado al azar, sería la incomprensible actitud de Abraham con su hijo Isaac (la misma de Agamenón con su hija Ifigenia, por cierto). A los niños nos parecía que aquel padre era un capullo. Mendoza lo dice de otro modo: «Si Jehová le ha prometido un hijo a edad avanzada y una numerosa descendencia para decirle luego, cuando ya lo ha tenido, que sacrifique al hijo, lo lógico es decirle a Jehová: ¿tú de qué vas?». Podría haber tirado más del hilo, porque también lo de David, para seguir con el registro, tiene tela. Mendoza no saca a relucir la historia de Abisag la sunamita, una chiquilla que metieron en la cama del rey, a ver si el viejo se animaba. Muchas biblias expurgaron esta indecente maniobra, pero Unamuno, que conocía el paño, le dedicó un interesantísimo capítulo en La agonía del cristianismo. 

El lector, en fin, sonríe casi a cada página del libro, unas veces por el placer que produce el siempre hermoso castellano vehicular de Mendoza, y otras por los golpes de humor travieso, marca de la casa, que van jalonando las escenas. Mendoza ya se había metido en este mundo, en antiguos y más rigurosos estudios de historia sagrada e incluso en novelillas tan estupendas como El asombroso viaje de Pomponio Flato, que yo sigo recetando año tras año a los alumnos avispados que se saben divertir. Lo de librito delicioso no es en absoluto una catalogación condescendiente, como si fuera una obra menor. En absoluto. A veces pienso que la máxima aspiración de un escritor es llegar a estas gemas menudas, y que tan orgulloso debe de sentirse de sus espléndidas obras largas como de estas pequeñeces, tan inteligentes, tan estimulantes, tan gozosamente bien escritas.


Eduardo Mendoza, Las barbas del profeta, Seix Barral, 2020, 198 p.


1.12.20

El método Ford


Leí El periodista deportivo hace treinta años, nada más salir la traducción. Recuerdo con detalle dónde y en qué circunstancias lo leí, pero sobre todo recuerdo la impresión que me causó. Aquello era un modo de contar, es decir, uno de esos libros que enseñan lo más difícil para un novelista, cómo se puede captar la realidad contemporánea. Entonces me dejé llevar por el libro, como si me hubiera ido unos días a vivir al territorio de Frank Bascome. Ahora disfruto más del método, que sigue tan vigente como el primer día. Y el método es, en primer lugar, una situación más que un argumento: un ciudadano de clase media, 39 años, separado de su mujer a raíz de la muerte de su primogénito, que va dando tumbos sentimentales y laborales en la difícil tarea de encontrarse a sí mismo. A partir de aquí, Ford, en la tradición del dirty realism que se llevaba entonces (una denominación que creo recordar que no le gustaba), despliega su realismo topográfico, porque son los objetos, los coches, las carreteras, los establecimientos comerciales, la ropa, los materiales de construcción los que levantan el fresco de realidad. Ford idea unas escenas sencillas, verosímiles, de tensión discreta y creciente, como hacía Carver en sus cuentos, o como hizo el venerado Chéjov (Carver escribió un libro de poemas con fragmentos suyos, y Ford editó una antología de sus cuentos), o como después hicieron James Joyce en Dublineses o Sherwood Anderson en Winnesbourgh, Ohio, quizá los pioneros de este tipo de realismo. La narración transita por relatos independientes, escenas descritas minuciosamente, hasta que hay algo, una reacción, un detalle que aniquila la buena voluntad de los personajes y los vuelve a sumir en el vacío.

Bascome no es un sujeto ejemplar. La vida lo ha zarandeado y él apenas ha sabido sobreponerse, pero no por ello infecta el texto con jeremiadas. Su actitud es más bien la de quien pone al mal tiempo buena cara, quien se encoge de hombros e intenta que la sangre no llegue al río. Su inmensa desolación se revela precisamente en su intento de negarla, o por lo menos de tomarla como algo normal, en todo caso comprensible. Pero Ford introducía dos elementos más: sus hermosas descripciones, que en cierto modo rehabilitan la sordidez que late bajo el límpido cielo, y las reflexiones sin límite poético ni intelectual, o sin más límite que el ritmo sostenido que anima la novela entera. Es, desde luego, una novela «muy escrita», medida y pulida, sin apresuramientos monológicos y sin que el autor termine nunca una página porque se ha cansado sino porque ya ha llegado al tono general al que se sometió desde el principio.

El libro se publicó en 1986, cuando Ford (Rock Springs) había ascendido a la división de honor de Raymond Carver, y hay mucho en El periodista deportivo de episódico, de un cuento tras otro, unidos por el fino y resistente alambre de la historia general: la pérdida del hijo, los sentimientos resbaladizos hacia su exmujer, las ganas de salir a flote con nuevas compañías, los reveses, las capitulaciones. Tan solo hay un elemento argumental que, sin dejar de ser realista, suena un poco más novelesco: la nueva relación sentimental de su exmujer. Poco, ciertamente, porque también eso resulta ser la venganza de otra novia… El resto, más que realismo, es la misma realidad con sus elocuentes y minúsculos detalles.

Creo que sigue en pie esta forma de narrar. La mantuvo Ford en El día de la Independencia y en Acción de gracias, aunque en ellas ha crecido la sensación de absurdo con la que Bascome sigue mirando el mundo, la derrota como punto de vista, el fracaso como paisaje, la contradicción que anida en casi cada uno de nuestros movimientos. Se anuncia una nueva entrega de Bascome, después de que hayamos disfrutado, tras la estupenda Canadá, de un espléndido retrato de sus padres, modélico también, y de Francamente, Frank. Richard Ford es, ya hasta el final, un compañero de viaje. La realidad sigue pudiéndose contar así, sin panfletismos ni saltos mortales, sin ocurrencias ni sorpresas, sin extrañas casualidades ni esas rimas del azar que acaban resultando algo cansinas, cuando no falsas. La realidad transcurre desarticulada, inasible pero compacta, como el río que nos empeñamos en remontar porque nos parece una derrota dejarnos llevar por la corriente. Los héroes nadan río arriba, pero los ciudadanos comunes bastante tienen con seguir a flote.

Si comparamos, por ejemplo, El periodista deportivo con cualquiera de las novelas de Johathan Franzen, veremos hasta qué punto se mantienen vigentes sus respectivos modos de practicar el realismo. Lo de Ford parece escrito ayer. Lo de Franzen nunca pasará de ser escritos de juventud, adiposos, llenos de trucos infantiles, obsesionado con una brillantez sin interrupción que pronto hace aguas, y, desde luego, en absoluto perdurables. Ford, ya digo, juega en otra liga. Se le compara con John Updike, pero aquí es posible que me traicionen mis querencias generacionales. Es curioso: cuando la leí entonces, el protagonista tenía quince años más que yo, y ahora soy yo el que tiene quince años más que él. Lo que entonces me parecían miserias de la vida adulta, ahora me suenan a esa tierra de nadie que es el final de la juventud. Entonces la leía con curiosidad; ahora, con un poco de compasión incluso, no sé hacia quién. Lo que no ha cambiado es la certeza de que sigue siendo el camino para hablar de ciertas cosas. Me gusta recordarlo en tiempos de panfletos básicos, realismos ideológicos y reportajes dominicales, por no hablar del insoportable autobiografismo y la fraudulenta autoficción. Cuenta Ford (hace años) que su mujer leyó una vez unas páginas suyas, acaso mientras escribía esta novela, y con cierta desolación le preguntó: «¿De veras piensas que el mundo es así de triste?». Ford debió de explicarle que ese era su punto de vista, no su vida, y que no afectaba a su existencia verdadera. Pero al ver la inquietud de su esposa también debió de pensar que había acertado con el método.


Richard Ford, El periodista deportivo, Anagrama, 1991, 396p.

28.10.20

El rigor de las desdichas


Decía Pedro Salinas que los novelistas deberían leer más poesía. O bien, podríamos decir, que los poetas deberían escribir más novelas. Elena Medel es poeta precoz, como lo fuera Carmen Jodra, cinco años mayor que ella, de quien me acuerdo porque murió el año pasado más o menos a la edad en la que Medel ha irrumpido, como dicen los publicistas, en el panorama novelístico con su novela Las maravillas. Con cuánto placer habríamos leído ahora una novela de Jodra. Como poetas, aparte de que ambas pasaran por la Residencia de Estudiantes, no tenían mucho que ver, excepto lo fundamental: oído para el ritmo del lenguaje. En ninguna de las dos es fácil encontrar algo que no suene bien, que no fluyan sin roces los acentos y los sonidos, los tonos y los timbres. En ellas cada verso discurre a la velocidad que debe, como si al ser leídos se mantuvieran en el aire unos instantes, hablando por sí mismos.

Así que no es raro que haya leído con placer Las maravillas. Las novelas se salvan por la prosa. Al final lo que cuenta es poner en orden las palabras y no ser cursi. Cuando uno vuelve a disfrutar de una prosa, muchas veces con independencia de lo que diga, le sale un resto de umbralismo que desdeña el argumento. La novela de Medel he visto que la juzgan como novela política, novela realista, es decir, como novela que dice cosas, y si solo fuera por eso habría muchos peros que ponerle. Pero todo eso, incluso, a veces, su lado panfletario, es menos relevante porque es el placer de la escritura (salvo en un final algo prolijo) el que sostiene el libro. 

La de Medel es prosa de realismo contemporáneo, veloz y escueta, contundente, sin contemplaciones, con ese amor por el detalle suficiente que es el que cultivan los poetas, lo digan en el tono en que lo digan. Es prosa impávida y respetuosa, cargada con toda la intensidad de las palabras claras y esa especie de clamor, de pregunta general que se siente después de un verso bueno. Uno de los personajes, allá en los 80, lee a Carver, pero, aparte de por la intención, no es de allí de donde viene esa poesía que nace de la crónica sin más ornamento que las propias circunstancias. Ese castellano rápido y preciso, sencillo y crudo es un empeño que viene de lejos. Por limitarnos al último medio siglo, leyendo esta novela me he acordado de un pasaje de no sé qué entrega de Carvalho en el que Pepe y Charo atienden a Biscúter en el hospital. Se me quedó grabada lo respetuosa con los personajes que puede llegar a ser la crudeza sin perder un amperio de intensidad. Bien es cierto que a Vázquez Montalbán le pasaba lo que luego le pasó a Muñoz Molina, que tendían al desparrame. Pero en El pianista y en Ardor guerrero está esa prosa que necesita el realismo. En los últimos años he leído tonos parecidos en Isaac Rosa o en Félix Romeo (otro poeta), pero el punto exacto llega cuando la velocidad de la descripción más inmediata sabe contenerse. La poesía no está en estirar las frases y dejarlas más sonoras que profundas, más densas que emocionantes. El equilibrio es difícil, sobre todo cuando el desequilibrio es un rasgo de estilo.

En Las maravillas, lo otro, lo narrativo, cae, pienso, en el mismo error que a sí mismo se achacaba Ferlosio a propósito de El Jarama, que, siendo una novela panorámica, tuviera un final dramático. El nudo final entre los dos personajes cuyas vidas se alternan en capítulos autónomos, ese apaño de novela griega, los meandros que confluyen, rebaja, a mi juicio, la sensación de realidad que baña Las maravillas. Está resuelto por descarte, como si de pronto la autora inspeccionara con severidad que nada pueda salirse del mal rollo general, y hacerlo en una escena tópicamente literaria de reencuentros y violones (en este caso, bielas de tren). Esa intervención, esa voluntad de cierre, tan severa, no acaba de sentarle bien a la novela, y no porque tuviera que acabar mejor, sino porque podía terminar como se terminaban los capítulos, hechos pregunta, no respuesta.

Aparte de eso, quizá lo menos favorecedor sea insistir en su contenido político, de realismo ideológico. Un buen poeta que cae en las redes de la ideología corre el riesgo de convertirse en un vendedor. El Canto general entero es un sermón, y a Miguel Hernández lo leemos en sus poemas más íntimos y desesperados. Elena Medel es hábil en no dar la matraca con la ideología. Lo suyo es más bien constatación, pero a veces, demasiadas, constatación ideológica, la de quien piensa que somos inmóviles, víctimas de un mal general. Si el héroe es el que se sobrepone, o se sale, o sucumbe a su destino, los personajes de Las maravillas son los que se quedan a la espera de que la realidad los zarandee. No pueden sustraerse a la severidad con la que fueron concebidos, como si la autora les tuviera prohibido coger el teléfono y llamar o presentarse y arreglar las cosas. Hasta en el infierno hay ratos entretenidos, pero en este tipo de realismo en el que todo sale mal no hay recreo que valga, todos penan bajo el rigor de las desdichas. Es lo que me paro a pensar siempre que leo algo de Zola, quien me gusta por su detallismo veloz: qué incómodo debe de ser prohibirse de ese modo la esperanza. 

Uno ha visto muchas Marías y Alicias en los autobuses verdes que iban al sur de Madrid, cuando volvían derrengadas de fregar o de soportar un día más sin que las cosas mejorasen, pero en todas había algo, un fondo de dignidad, de ilusiones diminutas, de valentía, un volver a ser ellas mismas en el rato en el que nadie las mandaba. No hay espacio en la novela de Medel para ese tipo de dignidad, sí para el asociacionismo vecinal y los tímidos progresos en la emancipación del matriarcado. Conforme avanza la novela, después de unos primeros capítulos ciertamente refrescantes, se va cerniendo una sombra de autoritarismo realista que no deja sonrisa sin tachar. Y tampoco es eso, oiga.


Elena Medel, Las maravillas, Anagrama, 2020, 226 p.

10.10.20

El infinito desprecio


El libro de las pruebas se publicó en 1989, después de que Henry, retrato de un asesino revolviera en el 86 el discurso narrativo cinematográfico y de paso los estómagos de los espectadores, y antes de que en 1991 Breat Easton Ellis sellara el modelo de asesino noventero, el que se regodea con cinismo en su propia monstruosidad, y por supuesto cortase la digestión de los lectores. Era época de un, digamos, neonihilismo, el sarcasmo crudo como norma, no siempre tan violento, en el que triunfaban autores como Tibor Fisher o, un poco más tarde, Magnus Mills, con aquel estupendo El encierro de las bestias.

Eran muchas las novelas que trataban al asesino sin empatía, deshumanizado, mecánico, ni siquiera animal, porque tampoco necesitaba mejor razón para matar que el hecho mismo de hacerlo. Es la época del espanto desalmado, de la crueldad como espectáculo. Debió de ser por entonces que en la mayoría de las solapas uno podía leer aquello de el autor reflexiona sobre la violencia, es decir, carne fresca sazonada con perfume intelectual. 

Ese es el ambiente literario en el que nace El libro de las pruebas, cuya vieja traducción de Anagrama hemos rescatado antes de leer las otras novelas que componen la Trilogía de Freddy Montgomery, recién aparecida en Alfaguara. Banville por aquel entonces no había terminado aún el proceso de mitosis del que saldría Benjamin Black. Aún no ha escrito El intocable, la novela que nos hizo lectores fieles hasta la un poco pesada La señora Osborne, la última que ha publicado en español, tan maravillosamente bien escrita como todas las demás. Pero Banville, en ese mundo de crímenes groseros, es lo que llamamos un fino estilista, alguien harto de la prosa telegráfica de ascendencia Bukowski, de los duros fajadores que habían arrasado en los ochenta, desde Raymond Carver hasta cualquier descendiente de Sallinger. Banville es el detalle brillante, la descripción del cielo, la formulación meticulosa de una sensación pasajera. A Banville le gusta lo que pasa dentro de las cosas que pasan, las que forman el argumento, que avanzan con elegante lentitud. Y así tenemos a un sujeto culto y refinado a quien la ruina (en general) le lleva a intentar el robo de un cuadro y a cometer un asesinato chapucero, indigno, vergonzoso. Es esa espantosa sensación del que siente hacia sí mismo un infinito desprecio la que Banville desmenuza. El asesino, que habla en primera persona ante un jurado, parte de El corazón delator para describir la mueca de quien no quiere creer que lo que ha hecho es verdad, o no se siente con fuerzas para poner paños calientes a su situación. Habla como tratando de arrancarse la capacidad de sentir, violando una por una las convenciones morales más elementales, hacia los demás pero, sobre todo, hacia sí mismo. Y eso lo hace con quizá la mejor virtud de Banville, su amor por los detalles. Es en su capacidad de percibirlos donde quedan restos de humanidad, manchas de sangre seca que, si no dignifican, al menos provocan una cierta compasión. Al héroe de esta novela se le admira por no ahorrarse un pensamiento que le pueda herir, y se le desprecia, más que por asesino, por ser un pobre hombre condenado a la hiperestesia, como el de Poe, y a la descripción impasible del asco que siente hacia sí mismo. Todo ello, por supuesto, en una prosa impecable, lentamente podada, como si cada frase fuera un bonsai, y no hubiera cambios bruscos sino una orquestación que asciende hasta un final muy pulido, donde brilla esa desesperación del hombre culto que no tiene con qué compadecerse.


John Banville, El libro de las pruebas, trad. Horacio González Trejo, Anagrama, 1991.

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