27.6.23

La poca virtud


Mientras llega Be mine, la última novela de Richard Ford, me apetecía entretener la espera con alguno de sus libros. Iba ojeando tomos de la sección Ford y al abrir De mujeres con hombres, cuya traducción es del 99, encontré, en la página 63, subrayado el siguiente fragmento:


Las cosas, sin más, empiezan a ir mal, a desmoronarse… La vida toma una vía hacia la ruina, hacia el acabar en la calle y desaparecer de escena totalmente, y uno, pese a todos sus esfuerzos, a sus mejores esperanzas de que todo pueda enderezarse, no puede sino mantenerse a un lado, impotente, y mirar lo que le está sucediendo.


Es un buen modo de explicar la sensación que tengo últimamente, pero también la razón por la que me gusta tanto Richard Ford. En una entrevista, hace mucho tiempo (no sé, quizá por la época de Incendios, otro libro que me gustaría releer), Ford contaba que su esposa, después de leer un libro suyo, entre abatida y desconcertada, le preguntó si realmente pensaba que la vida era así de triste. No recuerdo la contestación, pero bien pudiera haber sido el párrafo que me ha llevado ahora a leer De mujeres con hombres, una colección de tres nouvelles sobre las difíciles, por no decir imposibles relaciones entres hombres y mujeres cuando cualquiera de los dos se empeña en mirarlas fríamente. 

El mujeriego habla de un tipo que viaja a París con la intención de echar una cana al aire. Ha dejado a su mujer en Estados Unidos y se ilusiona con una francesa separada y madre de un hijo con quien quiere hacerlo todo bien para tener una aventura en toda regla. La francesa es un poco escurridiza, y el hombre se presta incluso a hacer de canguro con el niño mientras ella resuelve unos asuntos. De las tres historias, quizá sea la más previsible, al menos en su planteamiento: al hombre solo se le ocurre, por su cuenta y riesgo, sacar al niño a pasear al parque… Pero lo importante no es eso. Lo importante es, en medio de un realismo de escenas y objetos elocuentes, descritos con tanta puntillosidad como delicadeza, la imagen que el narrador da de sí mismo, su demorada filosofía de la inseguridad, de lo cándidos que somos cada vez que nos atrevemos a algo, a veces a pensarlo siquiera. Ford tenía cuando escribió este libro cincuenta y tres años, buena edad para desear y al mismo tiempo avergonzarse del deseo, para soñar y a la vez refugiarse en el abandono, ese out of order que ya no hará sino crecer.

En Celos, para mi gusto la mejor de las tres historias, en parte también porque sucede en la desolada Montana, Ford nos cuenta el viaje que un joven de diecisiete años hace con su tía treintañera y borrachina para pasar unos días con la madre del muchacho. El chico vive en mitad de la nada con su padre, adiestrando palomas y pasando las tardes de los sábados entre rudos borrachos de camisas de cuadros. La tía, un estupendo personaje, bebe y viaja y suspira, y en un bareto de carretera se encuentra con un indio que no es quien parece ser. En el momento en el que cualquier guionista empezaría la traca de tiroteos y persecuciones, Ford resuelve la trama con la misma elegancia con que hasta entonces ha trazado los personajes, el ambiente, los lugares, esa capacidad de detenerse en los detalles significativos, de hacer de lo insulso algo potente y real. Viajamos por una país helado, de gente que sale adelante como puede, que no deja de cambiar, de separarse, de juntarse, de coger trabajos y dejarlos…, y de no moverse nunca de una misma desalentadora posición. Espléndido relato, y sin necesidad de moralinas de ninguna clase, por supuesto, pero cargado con esa materia de lo real que Ford maneja como nadie.

En el último relato, Occidentales, volvemos a París, donde un joven escritor acude con su pareja, los dos restos de sendos naufragios sentimentales, con más ilusión por estar en París que por quererse. El hombre, de hecho, piensa en su traductora al francés, incluso en una antigua novia que tuvo en América y que ha rehecho su vida con alegría, y ve con cierta distancia unos moratones de su pareja que pueden ser cualquier cosa del pasado, cualquier mancha de la vida, golpes, efectos secundarios, marcas de épocas que no han ido bien, que en algún momento descarrilaron y no está claro por qué. En el caso de esta mujer, pasó por un cáncer, y es posible que las marcas vengan de ahí. El hombre se pasa el relato pensando en algo que no es lo que se supone que les ha llevado hasta allí, y sin darse cuenta de que la mujer está haciendo exactamente lo mismo. Mientras él busca soluciones pobres aunque posibles (que le traduzcan su primer libro, reunirse con su antigua novia), la mujer está tramando un digno final para su propio viaje, sin complicarle a nadie la vida, ni siquiera por desesperación, quizá tan solo por hacer algo mientras lo normal es ver pasar a tu lado la tristeza. 

Qué bueno es Ford cuando habla de las enfermedades, de las incapacidades, de los sueños inútiles, de la poca virtud. Creo que fue el jueves pasado cuando se publicó en inglés Be mine, su última novela, última también de la serie de Frank Bascombe, en la que, por lo que ha trascendido, el argumento es que un hijo de Frank padece de cáncer. Cuando leí Acción de gracias se me quedaron pegadas al corazón las páginas dedicadas a la enfermedad. Ahora, por paradójico y literalmente morboso que resulte, me atrae la idea de que le haya dedicado al tema una novela entera, que sea la última y que él mismo se sienta en retirada. De todo eso, y tratándose de Ford, solo puede esperarse algo verdaderamente excepcional. Y si, encima, también la traduce Jesús Zulaika, pues miel sobre hojuelas.


Richard Ford, De mujeres con hombres, trad. Jesús Zulaika, Anagrama, 1999, 245 p.

22.6.23

¿Por qué dicen que estoy loco?


Si a un cuento de Poe lo multiplicamos por una novela de Stephen King, el resultado puede ser macabro y absorbente, incansable y excesivo, pero también, si se pasa un poco de rosca, delirante y cómico. Y Bret Easton Ellis se pasa bastante de rosca en esta novela. Poe introdujo la locura como motor de la acción y el desdoblamiento del narrador como fundamento del suspense; King, el detallismo morboso, la meticulosa descripción de las acciones criminales. Ellis ha bebido de todo esto y, en el caso de King, no tiene problemas en reconocerlo, como si asumiese el reto de escribir una novela por el estilo sin abandonar su obsesión por la minucia realista y las marcas de coches, de ropas y de drogas, que en la novela justifica su preciosismo con un diario que llevaba el autor por aquel entonces. Incluso ha dicho en las entrevistas promocionales que se trata de «una novela histórica», el mundo en 1981, mientras escribía o soñaba con escribir Menos que cero entre niños pijos que se tiran a todo lo que se mueve y se meten todo lo metible y cuyos padres no les hacen demasiado caso, obsesionados como están, a su vez, con una intensidad vital llena de glamour degenerado. Para que nos entendamos: una cosa es que una pareja de chico y chica se pongan hasta arriba de todo tipo de estupefacientes y otra que el padre de la chica se entretenga tirándose al muchacho. Una cosa es que Ellis saque un asesino en serie y otra que compita en nivel de salvajada con aquel sujeto que cortaba a trocitos los sesos de sus víctimas en American Psycho. Esto último es lo que hace que Ellis sea, no ya inverosímil (eso es lo de menos), sino, en ocasiones, directamente ridículo, una especie de a ver quién da más que acaba por hastiar más que asquear, y eso que lo que más disfruta uno del libro es de su potencia narrativa o sus excelentes diálogos, dignos (otra ironía) del mejor guionista de Hollywood.
    Y así, a pesar de la indesmayable torrencialidad de la prosa y del muy trabajado cargamento de realia, el libro decrece en interés precisamente porque se apodera de él la imitación de Stephen King y se va desvaneciendo lo que tiene de «novela histórica», que en su primera mitad es ciertamente interesante, cuando aún no prefiere la «versión exagerada»  a la simple ficción, ese «embotamiento-como-sentimiento» . Ellis nos habla de un mundo de adolescentes que, como dice Ryan (un personaje cuyo papel es no acabar de tomarse en serio al autor), «son todos unos putos robots consentidos, protegidos en sus mansiones donde les dan todo lo que desean»; una época «en la que pasarse días sin coincidir con tus padres no parecía algo particularmente extraño ni anormal».

En este mundo de Rolex, Jaguars y Polos, el joven Ellis, en una divertida parodia de la autoficción, lleva un argumento a Terry (el padre de su novia, el que le propone un quid pro quo) que es un resumen perfecto de la novela entera:


…un chico, sus amigos, gente joven en L.A., sexy, un poco bi, drogas, un asesinato, una persecución, violencia y derramamiento de sangre, un misterio que el chico resuelve o tal vez no. (...) Éramos adolescentes preocupados por el sexo, la música pop, el cine, la fama, la codicia, lo material y nuestra propia inocencia neutral.


A mí Bret Easton Ellis, más allá de su, digamos, cinismo hipnótico, siempre me ha parecido un moralista, y mucho más en esta novela, en la que cada personaje invita a que el lector juzgue la clase a la que pertenece, la de unos seres de otro planeta que se degradan a medida que devoran la barra libre que para ellos es la vida. Tiene algo Los destrozos de grande bouffe, de comilona degenerada, hinchada de drogas y excesos, de atracón pop, más pendiente de lo que va a pasar que de lo que pasa, casi siempre algún desbarro. Pero son pocas las escenas sutiles, los detalles delicados, a pesar de la meticulosa descripción de todo. Los itinerarios de Ellis por las carreteras de Los Ángeles son un canto al Google maps, igual que la pingüe documentación un exceso, ahora, demasiado fácil, en el que la economía poética no tiene nada que decir. Ellis no se conforma con una pieza sino con la discografía entera, no con un atuendo de verano sino con la tienda de Ralph Lauren completa, una costumbre provocadora que se convirtió en marca de la casa y aquí se desparrama con el mismo escaso control que el protagonista tiene sobre sus procesos mentales, ese yo no estoy loco que da cuerpo a la novela entera.

Y sin embargo esta novela tan moralista no pasa el más laxo control de esa ola de mojigatería idiota que llamamos cultura de la cancelación. Pese a ser siempre un ejemplo de lo malo, de las familias disolutas y las voluntades corruptas, del mal camino de los jóvenes desmandados, etc., la extrema crudeza con que lo ilustra es más de lo que nuestras mentes flojas están dispuestas a admitir. Quizá sea esa paradoja lo más interesante de todo: cómo, si lo deshojamos de maquinaria novelesca, queda un lacerante ejercicio de explicitud. Allí no se salva nadie: el que no está todo el día colocado está borracho, y el que no, engaña a todo el que se le acerque, y el que no, viaja por las cloacas del placer como quien viaja por Beverly Hills en un descapotable, disfrutando del aire corrompido. Los destrozos está más cerca de Jonathan Swift que de lo que entendemos por realismo sucio o exhaustivo. Ellis es como el hermano de Holden Cawfield que hubiera leído Matadero cinco, dos lecturas obligatorias del protagonista en el instituto, junto a Corre, Conejo, el que vaga sin rumbo merced a «un impulso inexplicable». Salinger, Vonegut o Updike son puntos de referencia explícitos, hasta que una marea de sangre cuajada, mutilaciones espantosas y regodeos sádicos lo tiñe todo de humor negro, el típico de algo tan ochentero y posmoderno como la reinterpretación del género. En este caso, lo que hace Ellis es reinterpretar a Stephen King con una estética tan descarnada que termina resultando algo indigesta. 


Bret Easton Ellis, Los destrozos, Random House, 2023, 675 p.

9.6.23

Lo 'woke' y lo 'wiki'


Digo yo que en las reediciones de El retrato de casada se anunciará como «un éxito de crítica y público», sobre todo porque es una novela pensada para que el público se divierta y la crítica no ponga peros. Para la crítica, O’Farrel describe con hermosos inventarios de objetos renacentistas y alguna que otra ventolera poética, saca a pasear personajes shakespearianos y arma eso que se llama una sólida estructura: el drama de la muchacha casada con un noble cruel y obsesionado con la descendencia, argumento pensado para hacer las delicias del público. ¿La matará o no la matará?, y en este plan. 

Pero nunca es fácil tener contento a todo el mundo. Es posible que el público se aburra con las descripciones detallistas, o que se salte páginas pensadas para detener la acción y engordar el suspense, o que vea desde lejos el motivo que da sentido al argumento. Un escritor de novela popular, por ejemplo, habría tratado de despistar al lector con una subtrama previa que ocultase lo previsible, esa razón por la que el marido puede que quiera matar a la mujer.

Y la crítica…, pues depende. Hay mucha crítica que no vería mal que sea una novela tan binaria: las mujeres son sensibles, resilientes y sororizantes, y los hombres son todos malas bestias, con la sola excepción de algún pintor de corte que en la inevitable versión cinematográfica ocupará, sin duda, la cuota inclusiva. Entre ellas no es difícil encontrar a personajes tan queridos como la sivienta de Desdémona, Emilia, o a la propia Desdémona en la protagonista Lucrezia, cuya madre es tan insensible como la de Julieta. Pero esta mujer, muy secundaria en la novela, es la única que no tiene corazón. Hasta Nunciata, la menina fea, aliada de su hermano el monstruoso Alfonso, tiene algo de lady Macbeth, aunque solo sea porque su hermano lo tiene todo. Alfonso, el duque de Ferrara, angustiado por la idea de no tener un hijo, capaz de culpar de ello a todas las mujeres del mundo pero no a sí mismo, es un cruce Ricardo III y Macbeth, ese rictus impasible con que contemplan su propia crueldad. Pero este Ricardo III es una sombra, un hombre que aparece y desaparece, que viola cortésmente a su jovncísima mujer, que piensa junto al fuego o dice algo y se va. Es como si Iago se casase con la Rosalinda de Como gustéis, una muchacha despierta e imaginativa… a la que sus padres venden como vientre de alquiler.

Maggie O’Farrel se ha convertido después de Hamnet en la heredera de aquella hermana de Shakespeare, Judith, con la que fabulaba Virginia Woolf. Quizá por eso uno tiende a pensar que esta novela es un drama teatral de largas acotaciones, si bien los personajes hablan poco, piensan poco en voz alta, y sus monólogos corren a cargo de una tercera persona que no es del siglo XVI sino del XXI. También Lucrezia es una mujer del siglo XXI enjaulada en un odiosamente machista siglo XVI, pintado, no obstante, con tintes más de cumbres borrascosas que de prados florentinos. Todo ello ha granjeado a O’Farrel pingües beneficios en anteriores trabajos y no está mal visto en absoluto por la crítica woke. 

Y es lo más probable que sea propio de una crítica pasada de rosca manifestar cierto desagrado por el binarismo moral, o que eso de presentar a personajes actuales frente a estereotipos de un pasado de cartón no deja de ser, además de ventajista, una broma tipo La vida de Brian; o que el método de rellenar una partitura dramática provoca una cierta discontinuidad en la tensión del relato que no se mantiene solo con la prosa rápida de frases cortas y en presente cinematográfico; o, en fin, que el recurso de ir preguntándose a todas horas qué pasará es propio de los cuentos infantiles pero en un éxito de crítica y público suena un poco excesivo.

El problema, en todo caso, es mío: no soy capaz de disfrutar del todo de las novelas que no corren por sí mismas, que no se salen de cualquier itinerario previo, que sorprenden porque dejan a sus personajes ser ellos mismos, evolucionar y contradecirse, hundirse o rehabilitarse. Todavía creo en las novelas en las que nada está del todo claro y los personajes no responden a ninguna idea sociológica, ni mucho menos a un cliché. Es lo que me hace sestear un poco por una novela tan contemporánea, tan pensada para el cine (la dirección artística ya tiene todo el trabajo hecho), tan correcta, con su justo grado de truculencia y de descripción poética y de elementos de suspense, tan aseada y blanda de leer como un almohadón de tela firme relleno de pluma suave. Para mi gusto, con demasiado relleno, se conoce que no me gusta dormir con la cabeza alta.

El final es un apaño, un sí pero no, un ser fiel a la historia pero también a la ficción, con una fuga de serie B y un asesinato para el que la autora usa menos palabras que para describir los higos de un cuadro que hay colgado en la pared. El proyecto, supongo, exigía un final redondo, unas últimas líneas reveladoras, unos últimos compases de emoción. Pero en este método moderno (tomar un personaje histórico, forrarlo de guardarropía y añadir con recursos de teleserie lo que no dejó escrito la historia) lo importante es el tinglado, la ambientación, la traducción a términos correctos, el alarde estructural. Pero falta, ay, el alma, que en una novela es lo único de veras memorable. Uno cierra la novela y se encoge de hombros. Muy bien, ya sabemos quién era el personaje del poema de Robert Browing, y el argumento de la novela, la vida de Lucrezia de Medici, viene ya en sus rasgos principales contado en la wikipedia. ¿Qué le queda al autor? Adornarlo, barajarlo, interpetarlo, pero nunca vivirlo. Lucrezia era presa de las severas costumbres españolas de su madre y de los controles obsesivos de su marido, pero también de la historia y de la moda de novelar vidas oscuras con tópicos de sesión de tarde. Ya sabemos que Lucrezia no pudo huir de su destino. Eso es lo que nos dice la historia. Pero es que es ahí precisamente donde empezaba la novela, la pura invención.


Maggie O'Farrel, El retrato de casada, Libros del Asteroide, 2023, 400 p.

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