21.5.09

Geórgicas II, 5

























5. Injertos y empeltres. vv. 73-82

No es único el modo de injerto y empeltre.
Donde brotan las yemas, mediada la corteza,
y rompen sus delicadas túnicas, se hace
en el nudo mismo muy estrecha cortadura;
de otro árbol por allí un pimpollo se entremete
y al crecer se endereza en el húmedo albor.
O, al contrario, se dejan los troncos sin nudos
y a cuña en lo duro una raja profunda
se abre y penetra de esquejes fecundos,
y no es mucho el tiempo en que un árbol robusto
con ramas feraces se yergue hacia el cielo,
y su nueva fronda admira, sus extraños frutos.



Mermelada

En su defensa del libro impreso en general y promoción de su último ensayo en particular, el semiólogo Umberto Eco ha declarado que de momento la red es “una mermelada comunicativa” y que “desconocemos todavía la dimensión del fenómeno de Internet”. Dijo muchas otras cosas tan perspicaces y reveladoras como siempre, pero tiene razón con lo de la mermelada, aunque no entiendo por qué habla de ella como algo incognoscible, que decían los antiguos empiristas. 

            Para empezar, la red ha eliminado las molestias físicas de la sabiduría. En muy pocos años, y sin necesidad de recibir ningún paquete por correo, un investigador de casi cualquier rama de la ciencia podrá escribir un tratado sobre asuntos novedosos que flotaban en la red pero nadie se había ocupado de juntarlos. De hecho ya sucede. Si uno se pasea por los repertorios bibliográficos universitarios, da risa la inflación desmesurada de cualquier bibliografía con respecto a la sustancia de lo que se intenta defender. La tentación del refrito ataca con más violencia precisamente ahora que el refrito es desenmascarable. Entre eso y que los editores no leen lo que publican, falta poco para que no se pueda hablar de autores sino de otros ámbitos más amplios y despersonalizados. Los escritores más brillantes de la televisión son grupos de guionistas que trabajan de un modo que ya podríamos llamar científico, cualquier creación suya ya es la suma de un magma de creaciones individuales. La red, por otra parte, ha excitado nuestro gusto por lo raro, nuestra ración diaria de locura original. Las novelas son más que nunca mosaicos de fragmentos que funcionan, y la vieja idea de la ciencia, sustituir al talento, está a punto de comerse, de primer plato, el rango, el concepto mismo de autor.

            De momento, la red produce naturalmente literatura bastante más interesante que la que publican nuestros avaros y desorientados editores. Al mismo tiempo, la red resucita más autores olvidados que nunca, aunque genera, más bien, mensajes literarios, novelas con aspecto programable. El mar se ha llenado de botellas, y la red aún no ha desarrollado el sistema para saber cuál de ellas encierra palabras eternas. Quizá esa literatura necesaria sea, cada vez más, obra de todos y de ninguno, como es el folklore, como lo fue al principio, antes de que nacieran los libros.

Paraguas

Diario de Teruel, 21 de mayo de 2009

Cuando llegaron al poder los socialistas, en el año 82, una de sus principales preocupaciones fue dispensar un tratamiento exquisito a las Fuerzas Armadas. Narcís Serra, de quien muchos sospechaban que iba a montar otra vez el pollo a base de desmoches, en plan Azaña, se convirtió en su ángel de la guarda. “Nunca nos habían tratado mejor”, oí decir entonces a un militar que, con treinta y tantos años, estaba a punto de pasar a una cómoda reserva para el resto de su vida.

            Pero claro, eran socialistas, eran sospechosos, y por eso ningún gobierno de Felipe González se atrevió a quitar la mili. Muchos jóvenes que no creíamos en las levas obligatorias tuvimos, por ley, que hacer de criados sin sueldo para organizaciones que a veces eran útiles y dignas y otras eran la tapadera de un chiringuito familiar, eso que se llamó la Prestación Social Sustitutoria y que en más de una ocasión me hizo lamentar no haber ido a la mili. Allí por lo menos te daban gratis de comer.

            La mili la quitó Aznar de un plumazo. La quitaron las derechas porque, se supone, al Ejército no iba a sentarle mal. Eran, se supone, de los suyos. Aquí se supone todo. La actual ministra, en una época en la que todos ya tenemos claro qué es el ejército, se esfuerza día tras día en no sonreír cuando no toca, en cumplir con abnegación los ritos militares y en defender por encima de todo su trabajo y sus instituciones. Pero cuando ha gobernado el PP, no le dio ningún apuro a su ministro disfrazarse de militar de El Corte Inglés, en plan Bush, ni hacer un ridículo espantoso con el asunto aquel de Perejil, cuatro cabras que le inspiraron lo del viento de levante, y si no se puso a recitar a Espronceda fue porque, seguramente, no sabe quién es. Ni tampoco se cortó un pelo aquel ministrillo en mandar a un subalterno que le sostuviera el paraguas mientras contemplaba con cara de asco los despojos del Yak.

            Me pregunto qué habría pasado si un ministro socialista juega a los disfraces de marca, a las guerras de niños o a despreciar cualquier mínima forma de lealtad hacia sus subordinados. Qué habría pasado si un ministro socialista hubiese quitado la mili, si se hubiese guarecido debajo de un paraguas para no mancharse con la sangre de sus compatriotas. Dicen que aquel ministro emperejilado lee a Shakespeare. De qué poco le ha servido.

17.5.09

Geórgicas II, 4

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.II, 4. La propagación de los árboles, vv. 47-72

Son lozanos aunque bordes, llenos de vigor,
los árboles que salen espontáneamente
y crecen buscando los dominios de la luz,
pues al suelo da sustento la naturaleza.
Pero también sacan estos el alma silvestre
si se injertan o en hoyos mullidos trasplantan,
y si atención se les dedica con frecuencia,
a no tardar se amoldan a cualquier cultivo.
Lo mismo hará el árbol estéril que brota
de las más bajas raíces, si a un campo despejado
se lo quiere trasplantar; si no, lo ensombrecen
las altas frondas, las ramas maternas el medro
niegan a sus frutos, los abrasan si han crecido.
Lento crece un árbol que se pone con simiente
y sombra dará solo a los lejanos nietos,
las pomas se corrompen, falta el suco primordial,
pobres racimos da la vid, triunfo de los pájaros.
A todos los árboles hay que poner cuidado,
en hoyo hay que plantarlos todos, y domarlos
a puro de atenciones. Mejor, en cambio, nace
de un tronco el olivo, de mugrones la vid,
el mirto de Pafos de su sólida madera,
los duros avellanos en plantero, y el fresno
gigantesco y el umbroso árbol del que Hércules
sacaba sus coronas; incluso nace así la palma larga
y el abeto que ha de ver lances del mar.
Pero el áspero madroño es injertado
con el fruto del nogal, y los plátanos bordes
recios manzanos dieron, y castaños las hayas;
y mascan cerdos bajo el olmo las bellotas
y al fresno encaneció el peral de blanca flor.

14.5.09

El aroma del suicida

 “Odio los polisones”, se dijo la señorita Amparo cuando Pascuala, la criada, había terminado de peinarla. Pese a que la irritante moda de los perifollos estaba tocando a su fin (la señorita Amparo recibía revistas de París que así lo acreditaban), el llamado estilo tapicero era todavía una obligación entre las damas de buena familia. El inminente baile de Cuasimodo, recién terminada la Semana Santa, no admitía otro tipo de vestimenta.

            Eso significaba que había que llevar un par de vestidos a la planchadora, probarse los frunces, dobleces y caracolillos, y mantenerlos tan protegidos como un pájaro cantor hasta el día en que hubiera que ponérselos. Lo del pájaro no es broma. Antes de alguna celebración importante, no era raro encontrarse a mozos que cruzaban la plaza del Mercado con un extraño artefacto: una vara al hombro de cuyo extremo posterior colgaba una especie de nasa para pescar cangrejos gigantescos, dentro de la cual viajaba el vestido con su polisón recién almidonado.

            El baile de Cuasimodo se había postergado hasta el día de San Vicente. Ya se habían terminado las procesiones y las lluvias. La ciudad era un lodazal de arcillas y excrementos de caballo por el que a la señorita Amparo le daba asco pasar. Después del verano, según las últimas noticias, iba a comenzar el adoquinado de la plaza, pero de momento la señorita Amparo tenía que ponerse perdida de barro cada vez que quería salir a la calle. El recogimiento propio de los días de pasión se debía en su caso más a la lluvia que a la piedad. Pero esa mañana era necesario salir. También podía haber mandado al mozo a recoger el vestido, probárselo y volverlo a enviar a la costurera, pero, casi tanto como el barro, a la señorita Amparo la incomodaban las jovencitas tiquismiquis que pasaban el tiempo dándose a entender. Iré yo, se dijo.

            Nada más salir a la escalera casi se cae. Pascuala, la criada, había embadurnado el suelo con jabón de sosa.

            -Pero Pascuala, ¡otra vez! ¿No te das cuenta de que un día nos vamos a partir la crisma?

            Pascuala, de rodillas en el rellano, levantó la mirada.

            -El señor ha dicho que lo friegue con jabón todos los días.

            -¡Todos los días! Mi padre se ha vuelto loco. ¡Pero cómo vas a fregarlo todos los días! ¡Nos vamos a matar! En fin, ya hablaré yo con mi padre.

            -Tenga cuidadidco, señorita, y pase por aquí por este corro, que ya se puede pisar.

            Amparo trató de apoyar los botines en los atoques de los escalones. Su alta figura, acaso un poco demasiado alta, como desgarbada, parecía, en situaciones delicadas, más torpe de lo que era, sobre todo si, como de costumbre, iba pensando no en lo que estaba haciendo sino en lo que iba a hacer. Ahora iba pensando en lo que le diría a su señor padre cuando reparó en que había olvidado algo, de modo que se volvió hacia Pascuala cuando ya había pasado por delante de ella.

            -¡Todos los días! –dijo. ¡Igual se piensa mi padre que no tienes otra cosa que hacer!

            Pascuala, sin levantar la vista del suelo, sonrió agradecida.

            La señorita Amparo vivía en una casa de tres plantas de la calle del Seminario. La familia ocupaba toda la planta superior y parte del piso principal, que compartía con la consulta de su padre, el doctor Benito. En el piso bajo estaba la imprenta del periódico El Ferrocarril, recién estrenada, todavía con el perfume del apresto y de la grasa fresca de las máquinas.

            Amparo llegó al piso principal, un ancho corredor de baldosas pintadas de flores con muebles oscuros a los lados. La consulta estaba en el gabinete de la izquierda, justo enfrente del saloncito donde a esas horas su madre debería estar haciéndose las uñas. Había olvidado los propósitos de reprender a su padre, pero al pasar por la puerta de la consulta notó un olor extraño, mucho más extraño que el olor dulzón y bituminoso del ácido fénico con que su padre se empeñaba en perfumar la casa entera. Era un olor habitual en las calles y en las casas, pero no en la consulta de su obsesivo padre. Eran más de las doce, la hora en que los pobres acudían a consulta gratuita. Por eso no se molestó en llamar con los nudillos.

            -Pero, padre, ¿se puede saber que es esta pes…?

            No terminó la palabra. Un fogonazo de rubor le incendió la cara. Sentado en la camilla, cabizbajo, había un hombre desnudo, y supadre le aplicaba unos emplastos en la espalda.

            El doctor Benito miró a su hija por encima de los lentes.

            -Ven, ven, Amparín, ayúdame.

            Amparo no sabía si mirar o no mirar. Tampoco era la primera vez que veía en la consulta un cuerpo medio desnudo, pero esta vez tuvo la sensación de que estaba violando la intimidad de aquel pobre hombre.

            -Toma, sujeta esto.

            El doctor Benito tendió a su hija una palangana de metal llena de agua. Aquel hombre llevaba la espalda en perdición, como si lo hubiesen azotado: rasguños, moratones, despellejamientos e incluso una herida abierta como una boca pequeña a la altura de la paletilla.

            Amparo contuvo la respiración. El paciente desprendía un olor nauseabundo, pero no propio, no suyo, pensó Amparo; más bien era como si se hubiera caído en algún albañal.

            -Ahora tú, hija mía. Limpia bien estas erosiones y después las untas con este ungüento –dijo mientras se lavaba las manos en la jofaina. El doctor Benito siempre se estaba lavando las manos. Sus colegas lo llamaban el doctor Pilatos.

            -Tiene que aprender -dijo, dirigiéndose al herido, que aún parecía más turbado que Amparín.

            El doctor Benito, un poco a espaldas de su mujer, trataba de enseñarle a su hija siempre que podía los fundamentos de la ciencia médica. Hasta ahora le había ayudado a entablillarle la pierna a un niño, y también asistió a un parto difícil en el que se ocupó de tranquilizar a la madre mientras la criatura venía al mundo. Pero era el primer hombre que tocaba con las manos. Aunque no se sabe qué le habría dado más pena, si encontrarlo en cueros vivos o con aquellos calzones amarillentos y remendados, chorreantes de un líquido verdoso que era, pensó Amparo, de donde procedía la pestilencia, y que no era suyo.

            El torso al aire del herido le produjo una fuerte sensación de desvalimiento. Se le notaban los huesos del hombro, y los brazos eran, así como las piernas, largos y delgados, y muy blancos, igual que un tórax menudo, lampiño, como recogido en sí mismo. Era como si la cara, el mentón pronunciado y el enorme bigote que le tapaba los labios, la mirada entre sombría y consternada y la mata de pelo revuelto tuvieran que pertenecer a un cuerpo de más envergadura. Tenía perfil de héroe y cuerpo de anacoreta.

            Amparín sacó las tenazas y el hilo de la cubeta que había hirviendo sobre el infiernillo.

            -Esta es la más fea –iba diciendo el doctor Benito, mientras palpaba con el dedo el labio abierto de la herida, de por lo menos tres centímetros de larga, justo debajo de la clavícula.

            Amparín dejó las tenazas sobre un pañito, encima de la camilla. Supo que era el momento de desinfectar la herida. Nunca había visto tan de cerca una brecha tan profunda. Con sumo cuidado, sacó el tapón de corcho de la botella de fenol y la volcó para empapar una venda. Cuando fue a tocar la carne viva, su padre la detuvo.

            -No, no. Echa un chorro, echa. Esto nos va a escocer un poco, amigo, pero más vale un dolor a tiempo que una septicemia para siempre.

            Pero su hija no se sentía con ánimo de vaciar la botella en aquella carne rosada como la carne que traían los tablajeros descuartizada. Hasta se le pasó por la cabeza preguntar a su padre si no daría lo mismo lavarlo con agua del Carmen, pero finalmente se hizo al ánimo.

            Para su sorpresa, el herido no emitió el más leve lamento. Ni siquiera se le contrajeron las mandíbulas. Era como si en efecto le hubiesen echado agua del Carmen, o como si hubiera perdido la sensibilidad. Aunque, pensó Amparín, tampoco habría sido de extrañar. Entre rascones, brechas, heridas y magulladuras, apenas quedaba sitio para la piel blanquísima del cuello y los brazos. Parecía que lo hubiesen azotado con un látigo romo. El hombre llevaba las manos enlazadas, en actitud casi de oración, y la mirada fija en un lugar indefinido. No pronunció una palabra, ni cuando Amparo dejó caer el chorro de fenol sobre la herida ni cuando el doctor Benito procedió a coserla. Amparo casi se desmaya cuando llegó a sus oídos el momento en que la aguja traspasa la piel como una lona y avanza entre la carne y asoma ensangrentada muy cerca de lo que ya debía de ser el hueso. El hilo le corrió a ella por las entrañas como una cuchillada. Y sin embargo sintió alivio cuando su padre fue estirando los hilos y los ató luego con los dedos, cuando la piel volvió a cubrir la carne y quedó una línea oscura por donde iría en adelante una señora cicatriz.

            La muchacha siguió lavando y desinfectando las heridas de aquel hombre inconmovible. El ácido fénico lo estaba usando a espuertas, y una cantidad de vendas fuera de lo normal. Pronto se había familiarizado con las magulladuras. El color de la sangre desaparecía y Amparo decidió que lo mejor era vendarlo entero, como a un penitente. El doctor Benito, entretanto, se volvía a lavar las manos.

            -Este hombre es un héroe, Amparín. Tengo que redactar una nota para el periódico en la que cuente lo sucedido con pelos y señales, si a usted no le parece mal. Pero yo creo que lo que ha hecho es digno de que lo sepa todo Teruel.

            El hombre miraba al suelo fijamente, y no decía nada.

            -Pero eso luego, luego. Lo primero es descansar, querido amigo. Le recomiendo que guarde cama un par de días. Y no se preocupe, yo mismo avisaré al Ayuntamiento de las circunstancias por las que no ha podido incorporarse al trabajo, y pediré que, como muestra de agradecimiento por su heroica conducta, no le sea descontado de sus honorarios. Más adelante, si le parece, celebraremos una entrevista. Noticias como esta no dependen de la urgencia para ser igual de aleccionadoras, ¿no le parece?

            El hombre levantó una mano y giró la cabeza hacia Amparo, que había ya empezado con el vendaje. Amparo se detuvo al instante.

            -¿Le hago daño?

            -Un poco –dijo el hombre, como amortiguando el dolor con las palabras.

            El ácido fénico se había sobrepuesto al hedor del agua verdosa. Sobre el suelo de madera crujiente aún caían gotas de los calzones. El hombre temblaba.

            -Ahora mismo, en cuanto llegue usted a casa, se pone ropa limpia y se mete en la cama. De lo contrario me temo que puede coger un enfriamiento.

            Las ropas del hombre, un traje de paño ajado, estaban en un rincón de la consulta. A su alrededor se había formado un charco viscoso, como si su propietario se hubiera disuelto en ácido sulfúrico. Amparín terminó de atar los vendajes y salió al pasillo. Una vez fuera de la vista de su padre, aceleró el paso, casi corría, pero sin apoyar los tacones de los botines, para no hacer ruido, y se asomó a la escalera.

            -¡Pascuala! –gritó en voz baja.

            La criada se asomó a la barandilla del piso de arriba.

            -Corre, ve a buscar una muda limpia y un traje de calle del señorito Leonardo. Y unos zapatos viejos.

            Pascuala desapareció de la barandilla.

            -¡Y unas toallas limpias! –gritó Amparín.

            Cuando volvió a entrar en la consulta, el hombre estaba intentando ponerse los pantalones empapados de salitre. Le resultaba muy difícil doblarse para metérselos por los pies.

            -Oh, perdón –interrumpió Amparín-, enseguida estará preparada una muda limpia y unas toallas para que se asee.

            El hombre, de pie, encogido, tenía un aspecto aún más indefenso. Los calzones sucios y pegados a las garrillas le garantizaban no sólo un enfriamiento sino casi cualquiera otra enfermedad. Lo cierto es que Amparo no estaba dejándose llevar por la compasión sino por las enseñanzas de su padre y el amor de éste por el ácido fénico.

            -Ah –dijo el doctor Benito-, muy bien hecho, hija mía, y cuando se ponga un poco presentable me sigue contando lo sucedido. ¡No quisiera perder detalle!

            Luego, un poco azorado por su escasa sensibilidad, caminó rápido y erguido, como los grandes hombres cuando tienen que cruzar en diagonal el escenario, y descolgó el mandilón de hule de las intervenciones quirúrgicas.

            -Tome, póngase esto, haga el favor, y vaya donde le diga Pascuala.

            El hombre se lo echó a la espalda, como un capote de torear. Amparín notó una ligera contracción de sus mandíbulas cuando la punta de un pliegue del hule se le clavó en alguna herida. Parecía una fantasma.

            Mientras se secaba las manos, el doctor Benito dirigió un gesto de abrir mucho los ojos a su hija para que se quedase, cuando la muchacha ya se había sumado a la comitiva del héroe.

            -¿Sí, padre?

            -¿No querías escribir algo para el periódico, Amparín? Pues ahí tienes una buena historia. Intentó salvar a un suicida que se había tirado a un pozo. Bajó apoyándose con las piernas y con la espalda. Casi se desuella vivo. Luego subió al hombre, pero cuando llegaron arriba ya se había muerto.

            Amparín quedó suspensa, hasta que se dio cuenta de que sus deseos inmediatos coincidían con lo que tenía que contestar.

            -Lo que usted diga, padre.

            -Deberías ser tú la que lo entrevistases. No, no te preocupes, es un hombre educado. Es maestro escuela. Te atenderá con amabilidad. Yo lo he visto alguna vez con Plácido, el catedrático de biología. Creo que es muy aficionado a las plantas. Por cierto, querida: es más pobre que las ratas, pero no tanto como para no poderse comprar una muda. Si encima que atiendo gratis a los pobres los tengo que vestir… Tú me dirás, hija mía.

            -Sí, padre. Yo lo vi temblar y…

            -Sí, sí, ya lo sé. Pero para ser buena enfermera debes ser más práctica. Así que ahora dile a Pascuala que friegue bien con sosa cáustica el suelo de la consulta y lave todos los paños y lo rocíe todo bien con ácido fénico. A saber lo que le pegó el suicida.

 

            

13.5.09

COLUMNATA

Toni Losantos acaba de publicar un libro de metrópolis, distribuidas, unamunianamente, en país, paisaje y paisanaje. También Unamuno publicaba en el periódico sus guantazos a políticos mediocres, sus elegías al pino muerto y su conversación perpetua con la gente. Tiene algo Toni Losantos, ahora que lo pienso, de regeneracionista unamuniano. Debería pasearse con las manos a la espalda y un chaleco de cuello cerrado en sus investigaciones por los despropósitos del consistorio. De Víctor Pruneda pondera, sobre todo, el hecho de que “nunca renunció a Teruel”, y también aquí está todo el mármol que Losantos necesita para sus columnas. Su contumacia unamuniana redujo desde el principio los motivos (y lleva ya cinco años) a los de cronista del mundo tangible, esa figura con pajarita que ha desaparecido ya de los periódicos y que era un hombre sentado en una esquina al que tenían prohibido inflar noticias o hablar de política. Losantos sabe que la gente escribe mal porque no ha leído, y que un paisaje puede sentirse por escrito sin ser jamás empalagoso. Sabe que las opiniones nunca sirven para nada, pero sí las contradicciones, la mirada oblicua, la sana sospecha. Por eso su columnismo, tan respetuoso con la literatura, con el petit poème que es la columna, suena en libro tan macizo, tan recién escrito, que es lo que me pasa a mí con Unamuno. Lleva Losantos mucha literatura dentro como para permitirse columnillas autocomplacientes. A veces le sale la vena lúdica umbraliana, y perduran los brillantes porque están bien engastados, pero yo casi prefiero al regeneracionista cenizoso y llano, crudo y sensible. Leer un buen libro es distinguir sabores. En todos los periódicos hay columnas incoloras, agua de castañas, que ni refresca ni apaga la sed, pero el buen escritor de columnas brilla más en días sin noticias. Entonces es cuando se ve el oficio, la verdadera maestría.

            La principal virtud de una columna, ya lo dijo Vitrubio, es que se sostenga. Día a día sostiene una mirada, una costumbre. Cuando se hace libro, tiene que sostener al tiempo. Tiene que vibrar entre los dedos y estar viva. Sí, debería Losantos dejarse crecer la barba en punta y ponerse gafas de búho, y publicar, cuanto antes, un libro de andanzas y visiones turolenses. Ese libro unamuniano no está escrito. Ojalá este Veinticuatro líneas sea su hermoso primer capítulo.

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