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8.12.13

La sensualidad pervertida, 2


Le pongo número a la entrada porque no es la primera vez que hablo aquí de esta novela. Es posible, además, que sea la novela que más veces he leído de Baroja. Teniendo en cuenta que Luis Murguía (y Baroja, que la escribió con 48 años) se aproximan ya a doblar el cabo de las tormentas, puede decirse que la he leído en casi cada edad de aquellas por las que pasa el narrador. Las primeras veces, el punto de llegada, escéptico y desengañado, conforme con la vida invernal, con esa independencia triste que se ha ganado, me parecía entonces el atributo definitivo del héroe. La vida le lleva luego a uno por otros caminos, pero ese fondo de renuncia, esa misantropía casi natural que se va forjando en Luis Murguía son más o menos los mismos que uno tiene ahora, a la misma edad con la que el protagonista termina su relato. Entonces eran los sueños de un muchacho apartadizo; ahora son las certezas de un hombre alejado.
               Es posible que esta sea la primera gran novela “de después de 1914”, fecha en la que el propio Baroja encuentra un cambio en su carrera. Antes, en palabras de Baroja que leo en el tomo de Mainer, todo giraba en torno a “violencia, arrogancia, nostalgia”, y después lo dominaban “historicismo, crítica, ironía y un cierto mariposeo sobre las ideas y sobre las cosas”. La sensualidad pervertida es de 1920. Desde que ocho años antes, en 1912, escribiera El mundo es ansí, Baroja no había vuelto al tipo de novela urbana, contemporánea, que había venido practicando regularmente desde principios de siglo, y con la que había conseguido sus piezas más duraderas. Desde entonces se había metido en esa lectura de largo verano que son las Memorias de un hombre de acción, veintidós novelas de pluma y espada que le llevarían a mediados de los años treinta, salpicadas por piezas de otro palo como El laberinto de las sirenas (1923), El gran torbellino del mundo (1926) y Las veleidades de la fortuna (1927), pero ya en otro orden barojiano, el orden del mariposeo.
               Vista así, la vida de Baroja da un cambio no tanto en 1914 como en 1912, cuando se compra Itzea, la casa de Vera de Bidasoa, “buena para fábrica o convento”, según la anunciaban los vendedores. Allí Baroja, en efecto, se recluyó para fabricar sus propios episodios nacionales, sus a partir de entonces frecuentes libros de ensayos, que son novelas de no ficción, y de vez en cuando, cuando estaba en Madrid, en invierno, en la mesa camilla, con el brasero, volvía a un tipo de novela que ya solo se podía escribir desde la nostalgia, no desde la rabia ni desde la idea. La arcadia vasca a la que desde Madrid le había dedicado lo más sentimental de su literatura se realizaba en un entorno a lo Montaigne. A partir de entonces Baroja escribió una única novela o ensayo en varias docenas de volúmenes. Se convirtió en personaje de sí mismo para siempre, y la potencia creadora iría sesteando hasta que la vida y la literatura fuesen una misma cosa y pudiera escribir sus memorias.
               De toda esa segunda etapa, La sensualidad pervertida es su última gran novela madrileña, por oposición a las novelas de Itzea. Es crítica e irónica, y por momentos tronchante, pero en ella el personaje, y la ficción, son cañamazo del ensayo. Los diferentes fracasos sentimentales de Luis Murguía sirven para poner ejemplos de una idea que recorre la novela entera: es muy cansado ir detrás de las mujeres y que no te acabe de cuadrar ninguna; es decir, es muy cansado compaginar las urgencias de la biología y los dictados del pensamiento crítico, la atracción irresistible y la misantropía (Baroja no es misógino, es misántropo, es decir, misógino y andrófobo).
La arquitectura novelística, en efecto, ya no tiene ese impulso dramático, esa compasión por el héroe. Ahora el héroe y el autor vienen a ser la misma cosa, y uno no se tiene compasión por sí mismo; si acaso, se contempla con ironía. El argumento es la vida misma, poco a poco, mujer a mujer, decepción a decepción, todo recamado de escenas sueltas y diálogos brillantes, en un tempo narrativo que va a toda pastilla, que pasa por las cosas pero no tiene demasiado interés en rebuscar en ellas. Ese no detenerse, escribir como el que recoge fichas, una tras otra, sin modulaciones dramáticas, ese irse dejando construir de la novela la separa de los otros dos personajes de la trilogía, César Moncada y Sacha Savarov, porque ellos eran, cómo decirlo, héroes exentos, y Luis Murguía es, sin tapujos, Baroja mismo. Iturrioz y Arcelu, que aquí se llaman Luis Murguía, son ahora los protagonistas. El Baroja que narraba en un segundo plano es ahora la novela entera. Si esta novela es novela es porque para contar sus andanzas eróticas existenciales tenía que hablar en sentido figurado, sobre todo cuando salen tantas.
En todo caso, entre la marabunta de mujeres que repelen a Luis Murguía, hay dos arquetipos de mujer barojiana que sobresalen un poco, la una porque aparece con más frecuencia y la otra porque es la última gran decepción. Se puede decir que Murguía ha ido desechando mujeres porque no le cuadraba ninguna o porque no quiere que le hagan daño, hasta que encuentra una, la de siempre, la rusa, la extranjera, la dulcinea, que sí le gusta, pero esta se le va en un giro teatral de última hora que tampoco es muy convincente, después del realismo impresionista y plagado de personajes con que nos ha ido contando su perversión sensual, y después de que por fin, y muy discretamente, en elipsis barojiana, nos haya dado entender, por fin, que echó un polvo con Bebé.
           El primer arquetipo es la Filo. Es de la misma pasta que Lulú, más resabiada por los palos que le ha dado la vida, pero igual de noble. Una mujer sencilla, valiente, trabajadora, con la que Murguía no se arregla porque, ay, resulta que la Filo escogió a Lozano cuando eran jóvenes, no a él, y encima Lozano le hizo un hijo, antes de dejarla tirada. Murguía está a gusto con ella, pero no puede soportar la idea, tan masculina, de que cuando él la quiso ella lo rechazase; de que, cuando él soñaba con ella, ella estuviera revolcándose con su amigo. Estas heridas estúpidas, hijas de un orgullo insano, a veces duran toda la vida. La Filo y Murguía siguen siendo amigos, y hasta cierto punto lamentan no haberse hecho compañía para siempre. Acostarse al final con Bebé viene a ser como reparar de un modo chapucero el no haberlo hecho con la Filo.
               El otro modelo es Ana, la rusa de París. En España, para Murguía, no hay más que mujeres retorcidas, primitivas, fanáticas o gordas. A las mujeres españolas las describe según divertidos métodos etnográficos: reparadas, belfonas, platirrinas. Tan solo la Anthoni, una criada vasca que es de la estirpe de Lulú (o de aquella Quenoveva de Zalacaín), y Charo, la mujerona que nos ha vuelto locos a todos los adolescentes, y que yo, cuando la leí por primera vez, recuerdo que me la imaginaba como Charo López, se salvan de la quema. Pero cuando Adela lo toma como padre de la pobre Adelita (que es como el Luisito de El árbol de la ciencia pero en niña) mientras el verdadero padre se lava las manos con su amante y sus negocios, Murguía se revuelve contra quien lo quiere porque lo utiliza.
Pide demasiado Murguía. Se asombra de que Joshe María Larrea (el tipo de Julio Aracil, un hombre de acción, sin escrúpulos ni complejos) pase por alto tantas cosas con tal de mojar. Murguía no. Murguía es un romántico hiperestésico que no soporta la mugre bohemia ni los defectos demasiado humanos. Solo cuando sale de España, en ese París de paseos junto al Sena y de hotelitos con damas internacionales, conoce a una mujer que le llega de verdad, Ana, exactamente igual que Sacha, y él se comporta con ella como Arcelu con Sacha Savarov, y termina igual de escaldado. Más, porque en esta ocasión ha sido la casualidad, la carta que no llegó, el malentendido, lo que desbarata cualquier ilusión y lleva a Murguía a su punto de partida.

               Ya huyo sistemáticamente de las mujeres; no quiero darme a mí mismo el espectáculo de un viejo rijoso y ridículo.
               Nada de grandes proyectos ni de grandes esperanzas; nada de lazos apretados. He llegado a lo que en mi juventud me parecía la más triste necesidad de la vida: la necesidad de la limitación. Me contento con tener un pequeño éxito de conversación en una reunión de señoras, con llevar a casa una chuchería antigua que me parezca bonita y comprar algunos libros.


               Baroja, digo, escribía esto con 48 años, en una de sus novelas más biográficas. No creo que en su vida hubiera tenido tantas mujeres a tiro, pero sí que se sentía así, que esas palabras son de Murguía y son de Baroja. Tampoco parece lamentar nada, porque a fin de cuentas no ha sido víctima de las mujeres sino de su propio carácter, e insiste en que se siente mejor que cuando era joven, menos presionado por las necesidades biológicas. Ya conoce sus límites. Esa ataraxia que va buscando en tantas otras novelas parece que se ha formado por sí sola, que la ha formado la edad, no la voluntad. La llaga protectora que le salió al árbol con la picadura del cínife ya está completamente formada. El hombre ya sabe lo que le mortifica, y que su sentido de la lucidez no admite excepciones. “No me gusta la gente”, dice en alguna ocasión. Y eso es todo, pero para pensarlo y decirlo con la suficiente seguridad se necesita casi medio siglo de dudas.

5.12.13

Baroja enamorado


Al leer Laciudad de la niebla me quedé con la impresión de que María Aracil debería haber seguido contando la historia en primera persona, porque su voz era verosímil, se la oía a ella, no a Baroja, sin dejar de saberse quién lo había escrito. Eso es algo que no todos saben hacer. Pero Baroja, entonces, aparecía en Londres, vestido de Iturrioz, y eso exigía mala leche, que es lo que Baroja quita a sus personajes femeninos para darles voz, de modo que a partir de entonces escribió en tercera persona hasta terminar el libro. Tanto María Aracil en La ciudad de la niebla como Sacha Savarov en El mundo es ansí, cuando hablan en primera persona, son Baroja sin mala leche, y en el caso de Sacha, que es rusa, utiliza una prosa más musical, más amplia, con ese periodo equilibrado que Baroja, como buen escritor tacíteo[1], evitaba por sistema. Hay descripciones de Sacha que podría haberlas firmado sin duda un modernista de la época (1912), un modernista que no fuese cursi, queremos decir, y que tuviera el sentido del ritmo de las buenas novelas líricas. No es tan sonoro, desde luego; es más discreto, más encapotado, más ruso, pero el ritmo está muy medido y todas las frases muy rematadas. No se trata de un hallazgo fonético, de estar oyendo a Sacha, sino literario, de estar leyendo a una mujer inglesa que ha leído Ana Karenina.
               El mundo es ansí procede al revés que La ciudad de la niebla. Allí el arranque lo contaba María, y aquí se ocupa Baroja. Debe de ser que, como era una novela tan europea, Baroja pensó en empezar in medias res, con la boda de Velasco y Sacha, de la que apenas se dice nada porque de inmediato el narrador se remonta a la vida de Sacha en Moscú, su amistad con Vera (muy parecida a la amistad de María con Natalia) y sus amores nonatos con el severo ruso Leskoff, sacado directamente del Padres e hijos de Turgueniev, un tipo huraño, de melena grasienta y nariz afilada, y en fin un buen tipo, coherente y leal; pero también su primer matrimonio con Klein, un hombre de acción disuelto en arrebatos de ruso. Ahora Sacha ya no es tanto Karenina como Kitti, y su Klein es el esforzado Levin, pero ni Sacha es tan candorosa ni Klein tan concienzudo, y enseguida se sale de la santidad tolstoiana para enfangarse de atrabilis dostoievskiana.
               Así que lo manda a la mierda y se va a Florencia con su hija pequeña y la niñera. Estas novelas de Baroja tienen eso, que la gente se enfada por algo y cambia de país y se va a vivir a un hotel y a describir, ya en primera persona, hermosas tarjetas postales que están entre lo más interesante de esta novela, el esfuerzo estilístico de una prosa lírica sin desparrames, delicadamente femenina, y yo creo que lo consigue. Claro que también se toma sus descansos, porque Sacha, de Florencia, después de unos cuantas historias laterales de mujeres engañadas por chulánganos y de la guía turística habitual, ella, despreciando a los conquistadores italianos, se casa con un pintor español, Velasco, que es por donde había empezado la novela. En realidad, cuando Sacha llega a Biarritz, antes de pisar un pueblo de la Rioja ya con la boina 98 en la cabeza, es como si se terminase una novela. Baroja entonces interviene. Esos cambios de rumbo de sus novelas parecen eso, intervenciones, como si la novela hubiese llegado a un punto final demasiado prematuro y hubiera que bajar a las vías para ponerla otra vez en funcionamiento. Así que, después de recorrerse media Europa, acaban en la Rioja, y al día siguiente en Sevilla, y a ellos se ha unido el técnico en reparaciones argumentales, Baroja, esta vez disfrazado de Iturrioz, a su vez disfrazado de Arcelu, un tipo que, al contrario que Iturrioz, sí que tiene inclinaciones sentimentales. Arcelu, el amigo bueno (en César o nada también hay un Pílades sensato, Alzugaray o algo así), da un repaso al tema de España en una larga conversación en la que Sacha dice más o menos lo que los contertulios de Sócrates. En esos momentos, con esas intromisiones (estábamos asistiendo al derrumbamiento del matrimonio de Sacha, no a una discusión sobre el tipo ibérico y el semítico, luego incluso del tipo gorila y del tipo mono, tan barojianas), es cuando uno se plantea si estos retales remetidos quedan bien o mal. Desde ahora da la sensación de que Baroja no se entrega completamente al mundo interior de Sacha porque le apetece descansar de ese leve amaneramiento de su voz que tan bien le sale, y se toma un refrigerio. Pero también es la ortodoxia impresionista: una mancha de esto, otra de aquello. Baroja cifra la continuidad en otras virtudes, empezando por la variedad. El conjunto, acabada la novela, suele darle la razón, y aquí también, por más que no quede tan redonda como otras. Creo que Arcelu habla demasiado tarde. Llega tarde a la novela, no le dan tiempo a nada, al pobre, y su conversación, muy interesante, remansa el sentimiento desbocado que esperábamos y lo concentra en una última secuencia.
               Ese episodio final de El Puerto de Santa María, intenso y bien resuelto, la verdad es que compensa. Sacha es entonces una Nora engañada muy españolamente por su Juanito Velasco, con una bailarina de flamenco, la Coquinera. Baroja lleva tiempo hablándonos, un poco a lo Montesquieu, de cómo son las mujeres españolas, sometidas voluntariamente a un sujeto que en el mejor de los casos se deja gobernar dentro de casa, donde las tiene secuestradas. Cuando Sacha le dice a Juan que se quiere separar, sus palabras son de drama ibseniano:

-… Separémonos.
- Hablas en serio, ¿Sacha?
-Sí, hablo en serio. Eres un egoísta; no has tenido consideración ninguna conmigo. Yo no te he pedido nada, y tú me has tratado con una brutalidad, con una crueldad que ya me ha sublevado. No quiero estar más aquí. Me voy.

Y se va. El epílogo es gracioso, porque Sacha se da cuenta de que forma parte de la incesante crueldad de la existencia el herir aun siendo herido, el sufrir sin ser consciente de a quién hieres con tu sufrimiento. Sacha es de esas mujeres que hubiera sido muy feliz con un hombre leal a su esposa y a su hija, que sin privarse de conocer el mundo las tuviera siempre en el centro de su vida, un marido culto y viajado, crítico con el atraso social y defensor de la igualdad de la mujer. Sacha empieza la novela estudiando medicina, igual que su amiga Vera, y si no continúa es por no admitir la severidad de su maestro y casi amante Leskoff. Sacha es la Electra que el joven Baroja había aplaudido diez años antes, la mujer que a pesar de todo lucha por su independencia sin renunciar a lo que podríamos llamar con infinitas precauciones su condición femenina. Sacha no necesitaba a un pintamonas como Juanito Velasco sino a un intelectual cínico y volteriano, un buen hombre que la llevara en palmitas y fuera feliz llevándola, que hiciese reír a su hija y sentirse protegida, que no la agobiase a ella ni la encerrase ni la condenase a nada. Sacha hubiera necesitado alguien como Arcelu, o sea alguien como Iturrioz, o sea alguien como Baroja. Está visto que, para un escritor, la mejor forma de que una heroína le salga bien es enamorarse de ella. 




[1] Me refiero a la manera de escribir, aunque me extraña que, por ejemplo, el retrato de Sejano que pinta Tácito en los Anales no le gustara a Baroja, que se decantaba, sorprendentemente, por Suetonio. En Juventud, egolatría le dedica este párrafo a Tácito: “Otro gran historiador romano teatral, melodramático, solemne, lleno de grandes gestos, es Tácito; también da una impresión sospechosa, de poca veracidad. Tácito tiene algo de inquisidor, de un fanático de la virtud. Es un hombre de una postura austera y moral, una de esas posturas que con frecuencia sabe tomar un perfecto canalla”. 

4.12.13

César o nada


César o nada ha quedado como ejemplo de un poco probable maquiavelismo progresista. César Moncada, señorito de posibles, se empeña en hacer carrera política por la senda sin escrúpulos de los curas y de los caciques, para, una vez él mismo convertido en cacique, imponer el progreso en Castro Duro, un pueblo de la Castilla levítica y reseca. Así lo intenta, hasta que el amor lo deja sin fuerzas, al estilo de Lucrecio, y esa placidez de la que hablaba el infame Mayor Oreja está a punto de dejar en nada su plan. Resucita, a la manera nietzscheana, al final, pero solo para darse cuenta de que este país no tiene arreglo, y para pagar por ello las consecuencias, en un giro algo folletinesco, hacia el final, que deja claro, por lo menos, que Moncada, como personaje, le había gustado a Baroja, y que aún no quería olvidarse de él.
               Baroja no creía en los políticos ni en las apariencias de la buena voluntad. Por eso César, si quiere conseguir algo, debe dejarse de escrúpulos, vivir instalado en un cinismo lúcido, derrotar al enemigo desde dentro. Pero eso es algo que va gestando la novela, hasta el punto de que casi habría que hablar de dos novelas distintas, como si los propósitos de Baroja hubieran cambiado cuando vio que se le agotaban las marquesas del hotel romano y hubiera decidido volver al tema del desastre de país en que vivía.
               Esa larga primera parte, con César en Roma, jugando a ser canalla y elegante, en un mundo de expatriados sin ocupación, aristócratas de segundo orden y damas y caballeros viciosos y hastiados, es un modelo de cómo Baroja hilaba episodios sin rumbo fijo, en andas de su habilidad para la mímesis. No le cuesta nada seguir creando personajes, describirlos y hablar de un cuñado suyo que se llamaba Casimiro y era un bodeguero riojano. Esto luego Cela lo llevaría a sus últimas consecuencias, y aquí no deja de ser un agradable fresco impresionista, que por otra parte es el que más conviene a la narración. Baroja siempre tuvo ese deje modernista: el mundo que describe en Roma es turístico e insulso, lleno de datos y de callejuelas, adúlteras caprichosas y marquesas insaciables, todas ñoñas. Lo único que vibra en la narración es ese misterioso plan de César Moncada para tener éxito, y que le sirve a Baroja para ofrecernos un divertido recorrido turístico por la curia y sus barros bajos. Resulta que es sobrino de un cardenal, de quien intenta valerse para medrar pero se empeña en hacerlo desde el más ostentoso cinismo. César indaga en iglesias y tabernas con curas viciosos y corruptos, astutos y retorcidos, esperpénticos todos, hasta que su tío el cardenal se lo consigue pulir, no sin que antes el pariente libertino haya conseguido, cardenal mediante, favorecer a un cacique de pueblo que será el hilo del que arranque la segunda parte, la segunda novela. Esta se termina con más vaporosas historias de la hermana de César, Laura, otra viajera desocupada, y Susana, otra estampa de hotel, malcriada, seductora, pero una mujer bellísima con la que ningún hombre querría vivir, empezando por su marido. No me queda más remedio que dirigirme a Laura o la soledad sin remedio y a Susana y los cazadores de moscas cuando termine con esta trilogía de Las ciudades.
               Cuando Baroja está en el extranjero, sus personajes son personajes de hotel, y cuando vuelve a España, personajes de pensión. Castro Duro es la gran pensión ruinosa española, la de cuartos mal ventilados y casonas con olor a mugre. César, muy diletante, despreciaba las ruinas del Foro, pero ahora, en aplicación de su plan, regresa a las ruinas vivas de aquella España que es la España de siempre. Es curioso: la primera vez que leí esta novela debió de ser en el 79 u 80. Yo tenía entonces la idea de un César valiente y cosmopolita, y el entorno histórico y político me parecía un poco de la parte de teoría del tema de la Generación del 98. El cacique, el pucherazo, los curas y las dos Españas presentidas. No sé si fue por mi edad o por la también tierna edad de aquella democracia, pero recuerdo que aquel mundo me parecía lejano, superado. Hoy la lectura es otra: la derecha se comporta igual que entonces, utiliza los mismos métodos, roba tanto o más, divide la sociedad en castas, reduce la presunta democracia al chanchullo permanente y a los tres poderes en un solo garito, se jacta de sus abusos e incluso los emplea para aleccionar al sector más fanático y al más impresionable de la población, es decir, y en términos electorales, a la mayoría.
               La novela se revoluciona en Castro Duro. El plan empieza a estar claro. Lo que buscaba César con tanto mariposeo era un acta de diputado, igual que cualquier otro saludador mañanero, como los llama Virgilio. Y para eso, para triunfar en la tierra, se va a las oficinas del cielo. Lo revolucionario es que quiera utilizar no solo esa acta sino su despiadada pericia bursátil para demostrar que el progreso, la mutación instantánea, no solo la lenta evolución, son perfectamente posibles. Él se sigue amparando en su cinismo. En lugar de guardar las formas con el ministro de Hacienda, lo estafa y luego se ríe en su cara, en una operación de altos vuelos especulativos. Sí, es un sueño muy ingenuo, el del libertador posibilista, cortesano de guante blanco, pero fiel al progreso y a los desfavorecidos.
               La novela vuelve a dar un giro, anunciado en su momento, con la aparición de Amparito, sobrina del cacique al que César destronó en Castro Duro. Ahora que acabo de leer El árbol de la ciencia, me doy cuenta de que aquí también nos da una idea previa equivocada. Aquí también Amparito es una chica muy salada y hasta feuchina, como le gustan a Baroja, una Lulú con padre terrateniente, es decir, igual de graciosa pero bastante mejor educada. En su segunda y definitiva aparición, sin embargo, ya es, como María, mujer guapa y sentada, pero en este caso Baroja le carga un sambenito disolvente que la estropea como heroína: su sobo amatorio es el que ablanda la voluntad del héroe y, si se descuida, lo convierte en el cacique de siempre. Tiene un algo de malvada, de Circe secuestradora. A Baroja le cae fatal, y al lector también. La misma forma de presentación puede dar ángeles como Lulú o castradoras como Amparito, pero siempre es eficaz. Cuando César se rehabilita, también lo hace de ese proceso de domesticación y carantoñas al que lo estaba sometiendo su mujer, una señorita carca de las de toda la vida. Al final Baroja no la deja ir ni a ver qué tal está el protagonista.
               Da igual. La novela lleva siendo desde mucho antes una novela política, no sentimental. Baroja se ata al más crudo sarcasmo para retratar este país de amos y de esclavos. El héroe tiene su tarea, y el apartado del sentimiento tiene las páginas tasadas. César Moncada es un héroe con voluntad de ser arquetípico, que no es lo mismo que un tipo sino un tipo humanizado. En sus invectivas hay un hombre que lucha consigo mismo para ser el hombre que quiere ser. Hay algo de forzada en esa actitud que al mismo tiempo es lo que le da vida. Es como si César Moncada no creyese en el diletantismo cínico que practica, que todas sus victorias rastreras las llevase mal a pesar de lo que quiere hacernos creer. Su misión tiene aspectos desagradables, pero forma parte de su coherencia como personaje que no les haga nunca ascos, que presuma de fuerte.
               Los buenos novelistas suelen ser un poco vagos, no para escribir sino para buscar aquello de lo que quieren escribir. Les cuesta menos inventárselo, y por eso son buenos. Dice Baroja que en principio esta iba a ser una novela histórica. Arturo Ramoneda, en el prólogo al tomo VIII de las Obras Completas, cita unas palabras de Baroja que merece la pena reproducir:

La novela histórica no me salió. Desde el principio renuncié a ella. Había que averiguar un conjunto de detalles de vestuario, de muebles, de costumbres, cosa que exigía mucho tiempo, mucho estudio, una larga estancia en Roma y que, por encima de todo, podía ser muy aburrida. En vista de esta imposibilidad decidí hacer una novela moderna, y salió César o nada.


               La cita nos ayuda, también, a explicarnos cómo la escribió. El tiempo que pasó en Roma, en un hotel de mujeres encantadoras, lo dedicó, en vez de a desentrañar jergas litúrgicas, a charlar con ellas. La información turística que iba almacenando la espolvoreó por la primera parte. Lo que sabía de César Borgia, lo cortó y lo pegó, a modo de emblema, cuando se iba acabando el paseo. En vez de valerse de los estudios, se valió del mundo que los rodeaba, y prescindió de ellos. El buen novelista siempre trabaja así. Lo que menos cuesta es dejarse llevar, al buen tun tún, como decía él, y eso mismo que para los críticos es una audacia estructural moderna, para el escritor es un ir aprovechando lo que hay encima de la mesa, y hacerlo con la suficiente gracia narrativa como para que nunca deje de ser una historia, que es la lección barojiana que no aprendió Cela. Lo malo es que ahora queremos novelistas estudiosos que no bajen al salón a hablar con las señoras, que lo encuentren todo en la wikipedia y trabajen como mulos para suplir lo que la imaginación, por sí sola, no les da. Eso, más que la crudeza del mensaje político, es lo que me sigue cautivando de esta novela.
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