31.3.06

Despedida, 1


Acabo de releer, con lágrimas en los ojos, la crónica que escribió el maestro Joaquín Vidal el día que Rafael de Paula, hace casi veinte años, obró aquel prodigio en la Feria de Otoño de Las Ventas con un toro de Martínez Benavides. Nunca el toreo fue tan bello, se tituló la crónica, de la que me sigo sabiendo párrafos de memoria porque se ha convertido en un mojón de mi memoria, pero también porque Vidal sigue siendo un autor al que leo con frecuencia para saber si escribo bien o mal.
Después de aquella faena, finales de los ochenta, Rafael de Paula se dedicó a rememorarla. Yo estaba estudiando en Salamanca y allí acudió el maestro, a dar una conferencia. Paula habla lento pero habla muy bien y dice cosas muy hondas. Yo quería un autógrafo porque, Vidal interpuesto, también lo había mitificado, igual que antiguamente se fundaban peñas de toreros cuyos miembros jamás los habían visto torear, pero se los habían imaginado. Y le llevé mi libro más valioso, las obras completas de Virgilio, en latín, por supuesto. Y allí estampó una firma como una serpentina sin alharacas, como una revolera de un solo trazo, firme y cabal, pero con ese sentido del empaque y de las proporciones que sólo tienen los artistas. La firma fue tan firme que cuatro páginas después, si pasas la yema del dedo, aún se adivinan las huellas. Es como si la hubiera esculpido.
Después lo he visto muchas veces torear, sobre todo en Madrid, aunque también he viajado para verlo. Y lo he escuchado, e incluso lo he leído. Incluso he visto las cenizas de su orgullo torear en condiciones patéticas, cuando ya no podía con las piernas. Siempre alargaba su carrera porque siempre ha vivido con la tortura de saber que aún no había llegado su gran momento, y porque el arte, a veces, es víctima de la disipación.
Mañana sábado, primero de abril, Las Ventas le rinde un homenaje. No piso una plaza de toros desde que se murió Joaquín Vidal y se retiró José Tomás. Durante este tiempo he pensado que no volvería, salvo que tuviera una buena razón para despedirme. He aquí la razón. Iremos a despedir a Rafael, cómo no, y de paso, en cierto modo, nos despediremos de un arte ya casi perdido que sin embargo, lo que son las cosas, me ha llegado a emocionar como ningún otro.

26.3.06

Entraña


Entre las muchas virtudes de Volver hay una rigurosamente literaria: la voz. Me refiero a que el lenguaje en sí mismo no sólo sea un personaje sino que se convierta en el espinazo de lo no narrable, en la entraña de la historia. Es algo muy poco común en nuestra novela contemporánea. Los escritores no encarnan una voz, a veces ni siquiera la suya. No hay distancia entre autor y narrador, y esa deficiencia se ha convertido a menudo en un coladero de vidas personales, intransferibles y en absoluto interesantes: detrás de la moda del testimonialismo se esconde la incapacidad de crear un personaje que hable con sus propias palabras. Por lo que a mí se me alcanza, el último que lo hizo sistemáticamente fue Pombo, sobre todo en Aparición del eterno femenino y en Telepena de Celia Celilia Villalobos. Se trata de que, además de una historia, haya alguien que la cuente, del mismo modo que al niño le importan más o menos las historias que le cuenta su madre, pero lo que sí le importa, más que nada en este mundo, es que se las siga contando.
Por eso creo que lo que más me emocionó fue el espléndido ejercicio de reconstrucción lingüística de un sentimiento que se apodera de toda la película. La gente dice cosas y escucharlas es reinterpretarlas a la luz de una frase hecha, de un acento, de un modo de preguntar. Hay una transparencia popular que siempre echaremos de menos porque siempre es la forma más breve de acercarse a lo inefable. Y Almodóvar lo sabe porque no se ha limitado a imitar el habla de las mujeres manchegas, sino porque ha usado en momentos precisos esa forma de hablar, cuando había que dotar a un hecho de significado íntimo. Qué más da quién ha matado a quién. Lo importante son las entretelas que se nos desbocan cuando alguien no sólo expresa lo que dice sino lo que le ha llevado a decirlo, aquello de sí mismo que desconoce y que nosotros adivinamos y no podemos evitar que nos afecte.
Esta forma de ironía trágica me está ocupando estos días. Antes de ir al cine estaba leyendo el Diario de un cazador, de Delibes, una magnífica novela que parte de los mismos presupuestos: la humildad –en sentido literal– de quien se amarra a una voz peculiar, la de un personaje que no es tan culto ni sabe tanto de lo que le ocurre como el propio escritor, y que sin embargo lo retrata con una grandeza que nos penetra hasta las entrañas.

22.3.06

Excepción

Entre pitos y flautas, entre ausencias y presencias, llevo unos cuantos años escribiendo en este periódico mis columnillas. Sólo en una ocasión (y fue un fallo mío al enviarla, que me equivoqué de tecla) escribí sobre la ETA, porque siempre me he rebelado contra el hecho de que fuesen más importantes las pistolas que las palabras, y porque me parecía indigno hurgar en la sangre de un congénere para sacar mi artículo adelante. Hemos vivido largos años en los que un puñado de metralla merecía toda la atención, hasta el punto de que a quienes clamaban por algún derecho no les bastaba con usar palabras en vez de cloratita, sino que debían decorarlas con métodos casi circenses para que se les prestase un poco de la atención debida. Está por estudiar la cantidad de culpa que le corresponde a la propaganda inmediata de los medios en la prolongación inútil de toda esta historia, porque desde el principio ha estado claro que la lógica de la lucha armada se ceba en nuestra incorregible propensión al horror.
Y también, por cierto, está por estudiar la de veces que en todos estos años, mientras mirábamos por encima del hombro a los manifestantes pacíficos, insistíamos en el incontrovertible argumento de que, teniendo libertad para expresarse, no había necesidad alguna de violencia. Ese argumento se alimenta con lo que está pasando en Cataluña, que, nos guste o no, no va nunca más allá de las palabras, pero se desinfla si nos tomamos este alto el fuego de ETA como un fin, como una solución. Ya dijo el escritor Bernardo Atxaga que el problema vasco tenía descripción, no solución, y a ETA no la han terminado de convencer las palabras de nadie sino una barbaridad todavía más gorda que las que ella solía cometer, una caída del caballo que no fue provocada por el fulgor de la verdad sino por el estallido de las bombas de Atocha.
Aquel único artículo que publiqué sobre la ETA se tituló Excepción porque era, en efecto, una excepción a mis queridos temas menores, y en él me limitaba a reivindicar mi derecho a no estar saturado por la propaganda del terror. Ahora la excepción es la palabra, y el optimismo, a pesar de todo, una cuestión de coherencia.

Diario de Teruel, 23/3/2006

Disfraz



¿Por qué la palabra disfraz resulta ofensiva? Si alguna vez se me ha escapado –por ejemplo al hablar de los atuendos medievales que se usan en Teruel–, he sido enmendado de inmediato: “Es un vestido, oiga, no un disfraz”, me han dicho, como si hubiera cometido una de esas imprudencias que tanto hieren el sentimiento patrio chico.
Debe de ser muy ofensiva porque de lo contrario no la habrían utilizado para zaherir últimamente. Debe de serlo porque un disfraz implica ocultación, mentira, cuando no un carácter disipado y estrambótico. Se disfrazan, en principio, los que se van de juerga y los que pretenden cambiar de identidad, y sin embargo las máscaras no son imprescindibles en un baile de disfraces, pero sí en una tragedia realista: la palabra persona designó al principio una máscara de teatro, aquella que, más que ocultar el rostro, lo reducía a un sentimiento impostado.
Todos vamos a trabajar disfrazados de lo que somos, con nuestra persona incorporada, e incluso hay quien colecciona en el mismo armario un uniforme de caballero templario, un hábito de cofrade nazareno, un traje de peñista vaquillero, un disfraz de turista dominguero y, si se tercia y lleva barba, uno de Rey Mago. Hay mujeres que se disfrazan de mandatarias bien educadas y hombres que se visten de machorros. Sus respectivos disfraces ocultan sus identidades, pero definen sus personas. Así, el disfraz de unos está en los gestos solidarios, en la compensación estética de los cadáveres que flotan en el Atlántico. Alguna de esas jóvenes ahogadas viajaría con el traje de fiesta de sus antepasados, bien guardado en su banco del cayuco, por si hubiese algún día algo que celebrar. Y el disfraz de los otros está en esa corbata fálica, brillante y poderosa, en el rostro estirado, en el llamamiento al lujo, pero sobre todo en esa media sonrisa que es la que usan los que están tomando el pelo a alguien y al mismo tiempo, de reojo, se preocupan de hacer a los conmilitones cómplices de su pesada broma. Aparte, estupefactos o atemorizados, están los que toman en serio al espantajo.

Filípica



Hace unos días, un grupo de jóvenes se reunió en Andorra y organizó unas jornadas para informar y discutir de los problemas mayores que tiene planteados la especie en general y nuestros conciudadanos en particular. No sé cuántos eran, pero quisiera creer que fueron más que los borregos que se juntaron el viernes con el solo propósito de ser más numerosos que en el pueblo de al lado. No creo que sea propio de ningún achaque cerebral el darse cuenta de que existe, y en España es abundante, un tipo de juventud que reivindica las concentraciones ovejunas mientras en el país de al lado hay jóvenes que plantan cara al Estado que los maltrata. Ni tampoco constatar que los medios de formación de masas, como diría el otro, están más atentos a los records que a los pensamientos, y hacen más propaganda de las ovejas que de los individuos de corta edad con ganas de implicarse en el mundo en el que deambulan.
Mi generación fue la siguiente a la de los jipis. Estábamos ya un poco escamados de tanto folclore amoroso, así que practicábamos un escepticismo que los viejos de entonces llamaban pasotismo. Ser un pasota era no comulgar con martingalas, pero las bebidas seguían sirviendo para acompañar la conversación, y no al revés. Después han venido unas generaciones que no creo que abstraigan mucho su comportamiento. La inmensa mayoría de los que se ilusionaron con juntarse más y dejar más mierda que en el pueblo de al lado no tenía ni la más remota idea de lo que estaba ocurriendo en Francia, y mucho menos de lo que acababa de ocurrir en Andorra. De hecho, yo pensé que se trataba de una concentración de adolescentes con ganas de marcha, hasta que escuché por la radio a hombres y mujeres de más de veinticinco años sin capacidad siquiera para disfrutar del nihilismo que pudiera haber en sus poco fluidas palabras. En sus Propósitos para cuando llegue a viejo, Johathan Swift se compromete a no ser demasiado severo con los jóvenes, sino disculpar su necedad y sus flaquezas. Ya en su época era propio de cascarrabias endilgar filípicas a la juventud modorra, error en el que no quisiera incurrir, no sea que mis desalientos sean cosa de la edad.

14.3.06

Naufragio


Me gustan las historias de rotos y descosidos, las parejas que se encontraron flotando en una riada de capitulaciones. Me gustan porque no hay mejor forma de tolerancia que la del superviviente, aquél que ha aspirado a todo y después de las inevitables decepciones, de los palos y los fracasos, encuentra el auténtico valor de su existencia en hacer la vida fácil a los otros. Esa gente sabe tomarse a los demás en serio, sean quienes sean y sientan lo que sientan; forman núcleos familiares de aluvión, basados en la compañía y el respeto, pero no exactamente –no siempre– en lo que una sociedad fanática, reprimida y cada vez más perturbada les exige, ella sabrá con qué derecho.
Estos temas son muy habituales en los libros de Paul Auster, pero pocas veces el resultado es tan brillante como en Brooklyn Follies. Aparte de su prosa clara y absorbente (cada vez más) y de su sano gusto por la peripecia, hay en este libro un bellísimo alegato a favor de la gente que hace lo que puede, que se cae y se levanta, que se equivoca y se redime, que necesita una segunda oportunidad pero también está dispuesta a concederla. Pocos idilios tan intensos como los amores imprevistos. Pocos afectos tan duraderos como los que no vienen impuestos por la ley ni por la sangre, sino por ese sentimiento tan difuso que uno llamaría solidaridad si la palabra no estuviese a estas alturas tan emputecida.
Auster ha escrito un libro político, claro. Uno tiene la impresión de que sólo con sentido del humor se puede hablar del “golpe de Estado legal” que dio Bush en Estados Unidos cuando le robó a Al Gore las elecciones y convirtió medio país en una piscifactoría de tiburones pasados de rosca que se desayunan con bilis y mean gasolina, algo inquietantemente parecido a lo que está sucediendo en España, por cierto. En medio de semejante ruido de hienas, en medio de tanto salvaje iluminado, este libro es como una cálida habitación donde nadie quiere hacerte daño. Auster escribe como si te estuviera echando una mano en mitad de una mudanza: sin pedir explicaciones, sin pedir dinero, sonriéndole a lo poco, o lo mucho, nunca se sabe, que nos quede por vivir en este mundo.

9.3.06

Botón


Lo único que sé decir en alemán es esta frase: Wovon man nich sprechen kann, darüber muβ man sweigen. Ni siquiera sé si se escribe así. Es la última frase del Tractatus de Ludwig Wittgenstein, y significa algo así como De lo que no se puede hablar, mejor es callarse. La frase me hizo gracia, y con el tiempo dio un curioso resultado. Alguna vez alguien me ha preguntado si sabía alemán, y yo, dependiendo de las circunstancias y de mis ganas de confundir, he contestado con esas palabras, suficiente para dar por zanjada la conversación sin aclarar las cosas en absoluto, una sensación similar, por cierto, a la que yo tuve cuando mis ojos transitaron por el libro de Wittgenstein.
Ayer, leyendo Brooklyn Follies, la estupenda novela de Auster, me enteré de un episodio muy significativo en la vida del filósofo. Dice que, cuando Wittgenstein creyó resueltos todos los problemas de la filosofía, decidió retirarse a las montañas de Austria y trabajar de maestro en la escuela de una aldea perdida. Su falta de paciencia con las imperfecciones de la infancia le llevó a maltratar a sus alumnos, hasta el punto de arrearles puñetazos y patadas. Tuvo que largarse del pueblo por piernas, pero muchos años después necesitó deshollinar su vida, y regresó de nuevo a la aldea y, uno por uno, fue pidiendo perdón, incluso de rodillas, a sus antiguos alumnos, ya padres de familia, muchos de ellos con hijos pequeños. No consiguió que ninguno le perdonase.
Esta anécdota creo que me ha hecho entender el Tractatus definitivamente, así como aquella otra (creo que la cuenta Quincey en Los últimos días de Kant) según la cual el filósofo de la razón pura tuvo que abandonar un día la clase precipitadamente, presa de la angustia y el desconcierto, porque a uno de sus alumnos le faltaba un botón en la chaqueta y eso generaba una asimetría que Kant no podía soportar.
Me pregunto cómo habría sido la historia del pensamiento si todos sus protagonistas hubiesen vivido en la permanente asimetría, o si los filósofos, antes de publicar un libro, hubiesen estado siempre obligados a enseñar en una aldea, sin más autoridad que su palabra. Me pregunto si Wittgenstein escribió esa frase antes o después de perder la dignidad a bofetadas.
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