11.7.22

Padres e hijas


Papá Goriot
es un ejemplo acabado de todas las virtudes y defectos de la gran novela balzaquiana. Con una impetuosidad tardorromántica (como Stendhal) y una retórica narrativa más atenta a describir situaciones que a hacerlas avanzar, Balzac fabuló sobre el mito del padre que paga sus delirios de grandeza, un rey Lear sin Cordelia, porque aquí Cordelia, la hija sensata y noble, es el estudiante Rastignac, verdadero protagonista de la novela. El mito, la sustancia, es muy compacto: un comerciante de fideos que se hace rico con sus trapicheos acapara una fortuna con la que quiere llegar a lo más alto de la sociedad parisina a través de sus hijas. Es capaz de vivir en una pensión de mala muerte para que sus hijas exhiban sus caras pedrerías junto a insensibles cazadotes. Se diría que en el pecado lleva la penitencia, porque las hijas le salen rana, y la una por la otra ni siquiera lo llevan a enterrar. Es como si a Harpagón lo hubiese perdido la confianza en sus hijos, y les hubiera entregado hasta los últimos ochavos para culminar en ellos su misión social. Goriot da lástima, pero tampoco mucha. Es víctima de ingratitud, pero también culpable de exceso de confianza en sí mismo y en sus descendientes. En la misma pensión donde vive hay otra muchacha repudiada por su padre, rico y craso, y en general el París que se nos presenta es el de hombres y mujeres que prostituyen su existencia mientras persiguen el triunfo a base de engañar y aparentar. Por momentos uno creía estar en una recepción de la duquesa de Guermantes (¡cuántas veces se me aparece Proust entre las páginas de Balzac!), en un cuadro abigarrado de postureos decimonónicos, eficaz aunque un poco cargante.
Es un mundo de frágiles conquistas, de aspirantes miserables, de mujeres que venden su dignidad por un vestido caro y hombres que regalan la suya a cambio de una amante conocida. En medio de ellos, el estudiante Rastignac, con vocación de trepa (pero más alelado y con mejores sentimientos que Julian Sorel, el de Rojo y negro), pasa de ser un pipiolo con aires de grandeza a un buen muchacho invadido por la ambición pero también por un sentido de la piedad que no es capaz de borrar. Quiere seguir el camino habitual: hacerse amante de una dama rica, salir de la pensión con la que quizá inauguró Balzac la novela de pensión, de tan largo aliento; para ello despluma a sus familiares y a quien se encuentra por delante, y no tiene empacho de apiadarse del viejo Goriot para entrar en el mundo de sus hijas. Pero ese apiadarse, que para seguir con el plan debiera haber sido falso, una treta más, resulta que en Rastignac es real. Balzac deja al zángano descerebrado y se centra en alguien que podría ser el mismo lector, horrorizado ante tanta vanidad sin escrúpulos, o el propio Balzac, que sermonea un poco en sus severos juicios sociales y morales. Salvo por ese final cínico de la última frase, se diría que la novela mata a Goriot pero resucita a Rastignac, su verdadero hijo, por más que no sea sino un compañero de pensión con ganas de medrar. Goriot hubiera dado algo por que sus hijas tuvieran ese último, inviolable sentido de la decencia, al menos con su anciano padre. 

Este mito lo aprovechó Galdós, como tanto de Balzac. Está entre el desangelado Villaamil, que sucumbe en la orilla, y el atormentado Torquemada, a quien también le habría salvado una piedad que no ha fomentado, y que pierde la cabeza por un hijo que empezó siendo un proyecto bursátil, poco más. En Balzac, este Rastignac es, también, ese personaje que no acaba de hundirse en el lodazal al que se asoma, como el Víctor de Miau, y las hijas de Goriot se parecen a las Rosalías y las doñas Pacas que empeñarían hasta el último gramo de decencia por mantener su posición social. 

La búsqueda del mito, del personaje contradictorio, es, como será luego en Galdós, la mayor de las virtudes de Balzac, y si solo fuera por eso la novela seguiría sosteniéndose como el primer día. Pero este clásico que arranca con un misterio se abandona después a los excesos de la descripción social, y nos regala un final adiposo y rataplanero que impacienta un poco al lector hodierno. En medio quedan los brillantes apuntes de alta sociedad, sus excursos morales, y una, digamos, abundosidad irrefrenable que es la que nos sigue llevando en andas por sus páginas.

Fui a parar a Papá Goriot, aunque vuelva de vez en cuando a Balzac, porque Houellebecq lo cita varias veces en Aniquilación. Y sí, lo que esperan los padres de los hijos o los hijos de los padres, los momentos límite en que esas esperanzas se sustancian, forman parte de las dos novelas. Pero si algo imitó (y muy bien) Houellebecq fue esa torrencialidad, la intensidad indeclinable, como si hubiera querido escribir un novelón y la lógica más escolar le indicara zambullirse en Balzac. Y a los dos, a fin de cuentas, quizá les pase lo mismo, ese exceso de grasa en los finales, esa sobrebundancia de materiales sobre lo mismo, ese insistir cuando ya se ha insistido. Quizá Balzac pusiera de moda esos finales excesivos, planeados, autónomos a veces, como pendientes tan solo de no acabar demasiado aprisa. En Papá Goriot, la agonía y muerte del anciano y la actitud de sus hijas se alarga hasta la exasperación (lo que hace que el lector sienta por un momento lo mismo que los personajes peor pensados), y en algunas escenas de pensión, por su afán descriptivo, los diálogos se duermen un poco en la suerte. En sus novelas cortas no me pasa, pero en las largas me cansa esa voluntad sinfónica, que sume un interesante camino en el pantano de la grandilocuencia. Fue hace casi doscientos años. Con que ahora muchos tuvieran solamente esos defectos, ya nos daríamos por satisfechos.

1.7.22

Salvar los muebles


Si antes no ha ocurrido nada malo, llegar a los cincuenta años supone un primer contacto serio con la muerte. El tiempo acaba y las esperanzas menguan. Las generaciones anteriores, con suerte, se trasladan a sus últimos destinos, geriátricos buenos o malos donde aguardan en silencio que les llegue la hora. Pero queda un terreno de nadie donde ya no se puede ser el héroe y aún no se ha llegado a vieja gloria y van cayendo alrededor los amigos y las certezas. Como si nuestro reloj biológico siguiera funcionando igual que cuando la esperanza de vida era mínima, la muerte se vuelve verosímil, se acaban las contemplaciones y uno tiende a prescindir de cualquier carga innecesaria, pero se aferra a lo imprescindible. En el fondo, toda la filosofía contemplativa y demás reglas benedictinas consisten en tomarse la vida como si ya no hubiera tiempo que perder. Las modernas cooperativas residenciales son los monasterios de antes, un sitio adonde no puede acceder todo aquello que acelere la decrepitud. A los cincuenta el tema de la vejez, la enfermedad y la muerte formarán parte del menú cuando nos sentemos a charlar con los amigos. Al día siguiente intentaremos que nada nos afecte, viviremos sorteando los peligros de vivir. Si, además, esta retirada a los cuarteles de invierno viene acompañada de la enfermedad, lo único en lo que se puede confiar es en que la Parca no nos pille abandonados.
   Es normal que a partir de los cincuenta uno empiece a ver con descarnada sencillez lo absurdo que es este mundo. La formulación literal de la existencia no tiene mucho sentido por sí sola. Es la edad perfecta para Hoeullebecq, el tiempo del cinismo, pero también el tiempo de la piedad y la dignidad. Piedad para soportar con entereza el sufrimiento. Dignidad para no perder la compostura ni exhibir el dolor. En una época obscena en que la gente se hace famosa contando sus enfermedades o las enfermedades de sus hijos, resulta casi reconfortante que alguien lo trate con la verdad que solo nace de la ficción.

La enfermedad es global, de todo, de todos. Hoeullebecq, muy en Balzac (a quien cita con frecuencia en la novela), representa los males en los personajes. Paul, el protagonista, es el cincuentón atribulado, pero los otros personajes de su generación nos hablan de la regresión moral e intelectual que supone creer en sectas disparatadas o en Marine LePen, o de lo sórdida que es la vejez aun para quien pensaba que no lo merecía, o de ese darwinismo de fondo que hace que haya espíritus que no valen para este mundo como el de Aurelien, el hermano pequeño, o ardillas avispadas que no pierden el tiempo en melindres como Ana-Lise. Está, a un lado, como haciendo coro, el ciudadano listo y ambicioso, Bruno, y un espíritu puro, Maryse, de Benin, además de una perfecta resentida (alpiste para quienes tachan de misógino a Hoeullebecq) o esa otra forma de encarar la vejez que es vivir flotando, como si nada grave sucediera. Los hombres de esta novela, los protagonistas, son pusilánimes por decantación, porque no creen que nada merezca la pena, pero las mujeres son fuertes, benditas o detestables, pero fuertes. El hombre, salvo en las altas esferas, es un objeto residual.

Y, también muy balzaquianamente, Hoeullebecq organiza las circunstancias con el mismo afán simbólico y decorativo, sobre todo a través de lo que la solapa llama un thriller político y dentro son unas pinceladas de la locura que se avecina: una sociedad en estado de ebullición, el equilibrio cínico y precario de la política de siempre, la incontenible fuerza de la necesidad. Pero también un mundo medicalizado, un geriátrico gigantesco en el que se va muriendo la vieja Europa, atendida por generaciones jóvenes venidas de lejos a las que se trata como inferiores, y que también tienen su corazoncito.

Algunos críticos han ensayado la mueca de desprecio de la ortodoxia. Dicen que Hoeullebecq se ha pasado de sentimental, que ya no es el mismo. Sorpende que no se hubieran dado cuenta de que siempre ha sido así: su distancia cínica es un modo de acercamiento a la realidad. Balzac visitaba a los médicos para informarse de los tratamientos y Hoeullebecq se documenta en internet, e incorpora al lenguaje literario esa jerga moderna de laboratorio con que nos designamos por afán eufónico y que nos define por su música delirante. Tira mucho de curiosa documentación, sí, en varias fases del libro es como la argamasa con la que el autor va tapando las junturas para que la superficie quede lo bastante compacta. Aunque el verdadero aglutinante es la extraordinaria intensidad de su prosa, da igual que sea en un diálogo inteligente (son abundantes) o en una reflexión moral, en una fría descripción o en una escena porno, descrita con una nitidez y precisión de efectos poéticos. A ese torrente avasallador, a ese oleaje permanente lo llaman estilo plano, cuando es la fibra que amalgama una disposición de la materia un tanto desarticulada: las últimas 120 páginas son por sí mismas una magnífica novela corta, la parte thriller no se resuelve con acción sino con reflexión, algunos elementos —Aurelién, la sobrina— parecen exabruptos; pero ese flujo permanente lo arrolla todo en una elocución cruda, a veces cómica, propia de quien todo lo encuentra absurdo porque a todo le da importancia, y sabe que la mejor manera de explicar el significado de algo es limitarse a describirlo. Al menos es el modo que tienen los poetas.

Lo que no es nuevo, pero sí más acusado, es el carácter conmovedor de Aniquilación. Nos conmueve porque nos interesa, igual que las cornadas interesan las arterias, y que nos cuenta algo que se suele pensar cuando se atraviesa el cabo de las tormentas. Entre las virtudes del autor está la valentía de enfrentarse a algo que se sale de lo que los críticos le tenían asignado. Pero sobre todo nos conmueve su crudeza, ni excesiva ni gratuita, fiel a la realidad como en el gran empeño de Balzac, deshojando las capas inútiles de nuestra época para llegar a lo único que merece la pena, al menos ahora que empieza el frío.


Michel Hoeullebecq, Aniquilación, Anagrama 2022, 605 p.

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