28.11.12

Catleyas venenosas



Mientras leía la novela dentro de la novela que es Unos amores de Swann (en la que, por cierto, el laísmo y el leísmo de Pedro Salinas llega a extremos ridículos y donde, pese a tratarse de la decimotercera edición, uno puede encontrar frases como esta: “¡Qué hermoso diálogo ayó Swann entre el piano y el violín, al comienzo del último tiempo!”), me hacía cruces de cómo un adolescente puede soportar esa narración sin sufrir un ataque de nervios, no porque sea pesada, que no lo es en absoluto, sino porque la descripción de los celos es tan descarnada y la infelicidad tan cruda que ya no deben de quedar muchas ganas de meterse en berenjenales amatorios. Incluso ahora que ya miro esos amores tumultuosos como una patología hormonal, la narración resulta desalentadora, y cada pocas páginas se me escapan por la comisura de los labios palabras gruesas dedicadas al tontaina de Swann o a la descansada de Odette. Quizá sea esa la prueba de que la narración sigue igual de viva, porque ni en las novelas sobre celos anteriores (Sonata a Kreutzer) o posteriores (El túnel) la implicación del lector llega a extremos de amor y odio tan parecidos a los que el pobre Swann tiene la desgracia de experimentar. Pasado el trance, cuando uno se relaja en la breve tercera parte, cuando Odette ya es la señora de Swann y su hija, Gilberte, amenaza con tratar al narrador, aún de niña, como su señora madre trató a su padre, siento el alivio de no tener que seguir soportando una relación tan destructiva, que por otra parte se ha convertido en paradigma de las novelas de esta clase.
               Porque los novelistas, empeñados siempre en contar historias, a veces incluso buenas historias, no suelen sentir la obligación de crear mitos perdurables, que es lo único que necesitamos de ellos, y en esta novela los paradigmas son tan definitivos que resulta bastante difícil emularlos sin imitarlos. Swann es un aristócrata que descience a enamorarse de una mujer tan libérrima como Odette, y Odette es lo que las abuelas llamarían una mantenida, si no una guarrindonga, y a pesar de que no hace mucho por conservar el amor del caballero que le paga los gastos, se beneficia de la insoportable patología amorosa de Swann. Pero como los mitos no son nunca planos, uno cierra el libro y es entonces cuando los dos arquetipos empiezan a batallar en la imaginación sobre la base de que el narrador no ha podido ser justo con ninguno de los dos. ¿Por qué Swann soporta las humillaciones de los pelagatos esos del “cogollito” de los Verdurin?, ¿por qué sigue manteniendo a una mujer que se la pega con cualquiera? Iba a escribir ahora que ninguno de nosotros habría soportado semejante humillación, y, sin embargo, ¿habríamos soportado semejante atracción patológica?
               El morbo en la literatura lo introdujo Eurípides, y en la época de Proust, entre las todavía recientes novelas desquiciadas de Dostoievsky y el vicio venenoso del decadentismo, casi era de lo más normal. De hecho sigue siendo de lo más normal. Pero Proust es tan hábil que siempre nos quedará la duda de si las cosas fueron como él las cuenta, porque aquí sólo se habla de la imaginación enfermiza de Swann, no de que todo lo que se dice de Odette sea verdad: que se tiraba a los amigos –y a las amigas- de Swann, que lo chuleaba malamente o que todo París era consciente de que debajo del tupé de Swann latían unos cuernos que harían caminar a cualquiera encorvado de vergüenza. Y sin embargo, insisto, nada nos garantiza que toda la historia no sea lo que Vicente Alexandre llamaba “una enfermedad de la imaginación”, sin duda una de las mejores definiciones de los celos que yo haya encontrado jamás. Eso sí, nos lo creemos a pies juntillas, tomamos partido por él sin plantearnos nada más, y eso que ella, Odette, es lo que fue desde el principio, una catleya, un objeto de deseo, un estímulo de los más bajos instintos de posesión. Más que enamorarse de ella, da la impresión de que Swann está enganchado a ella, como si de esa flor vulvosa (con uve) saliera un perfume narcótico que arruina la dignidad de quien lo huele. Si lo que Proust quiere conseguir es que sintamos ese mismo dolor, ese mismo odio a la mujer que lo provoca, desde luego que lo consigue, y de paso se nos pasa la certeza de que el único que está enfermo es Swann, no ella, que en el fondo no miente jamás (de hecho, Swann consigue que confiese lo que quiera, porque Odette será un pendón, pero no miente). A partir de ahí, el “miedo a sufrir” se apodera de la relación, y como Swann no tiene suficiente arranque como para vengarse como solo él podría, es su entrega, su capitulación, la única manera de soportar las cuchilladas de los celos, eso que otros llaman amor. Su sensualidad pervertida le habría llevado a la soledad si hubiera sido español barojiano, pero, como es un hombre de mundo, tiene que atreverse, tiene que seguir haciendo el payaso por las noches, leyendo cartas al trasluz (un recurso narrativo que solo se entiende desde la naturalidad de Odette, porque si no canta un poco) o tirando piedrecitas a la ventana de su amada, que en esos momentos, seguramente, se está tirando a algún idiota del clan de los Verdurin.
               Porque son ellos, los Verdurin, los que encienden en el lector la mala leche inextinguible y los malos deseos hacia Odette. Es el otro mito de la novela, los artistas que se complacen en atraer nuevos miembros a su círculo y ventilárselos con el mayor de los desprecios a las primeras de cambio. Y esos no han cambiado, ya lo creo. Aún hoy tenemos que ir evitándolos como las deyecciones de los perros cuando paseamos por el parque, y además siguen actuando igual: te halagan, te sonríen, te mandan un tarjetón, te muestran su confianza, y cuando ya la tienen se complacen en machacarte. Afortunadamente, mi fondo barojiano ha desconfiado siempre de esos círculos de gilipollas, pero eso no significa que no me haya encontrado con ellos, en la ciudad y en la provincia, da igual, porque el papanatismo hipócrita no tiene geografía ni tampoco edad. En su versión española, además, suelen mamar del erario público.
               Al final, sin embargo, cuando el narrador reaparece como personaje y, después de una lección sobre los colores de las palabras, nos vuelve a presentar, a través de Gilberte, a una Odette ya casada, admirada, deseada e igual a sí misma, tiendo a disculparla, incluso a entenderla, porque a fin de cuentas ella siempre se ha mostrado igual de atractiva, de elegante y casquivana, y el que no quiera que no se acerque, y el que se acerque –Swann- que luego no se queje. Incluso, si nos ponemos feministas, ahí el único censurable es el propio Swann y su morbosa forma de amar. Si Odette no hubiese sido así, seguramente Swann nunca la habría amado. El vicioso es él cuando se refocila con “la obrerita” en el coche de caballos como Juanito Santa Cruz se revolcaba con Fortunata, cuando se regodea en la dificultad y olisquea los humores que otros han dejado en la piel de Odette, cuando huele la flor vulvosa como el emperador Tiberio se entregaba a sus espectáculos carnales. En el pecado lleva la penitencia. La otra es natural como una flor.

26.11.12

Perros



Geórgicas, III, 404-413

Y no postergarás el cuidado de los perros;
al contrario, con rico suero has de criar
de Esparta los cachorros, veloces corredores,
y el moloso fiero. Con ellos de guardianes
no te va a dar miedo el ladrón nocherniego
que ronda las majadas, ni el ataque del lobo,
ni que a traición te cojan iberos cimarrones.
A menudo también a los onagros tímidos
los podrás acosar, y les podrás dar caza
con perros a las liebres, con perros a los gamos.
Y a los jabalíes moverás con ladridos
de sus revolcaderos silvestres espantados,
y por altos peñascos con tanta gritería
enorme harás correr al ciervo hacia la red.

                                       *

Nec tibi cura canum fuerit postrema, sed una
uelocis Spartae catulos acremque Molossum 
pasce sero pingui. numquam custodibus illis
nocturnum stabulis furem incursusque luporum
aut impacatos a tergo horrebis Hiberos.
saepe etiam cursu timidos agitabis onagros,
et canibus leporem, canibus uenabere dammas;
saepe uolutabris pulsos siluestribus apros
latratu turbabis agens, montisque per altos
ingentem clamore premes ad retia ceruum.

Leche



Geórgicas, III, 394-403

Mas quien ame la leche, él mismo con sus manos
que arrime a los pesebres cantueso y meliloto
en grandes cantidades, y yerbas bien saladas.
Así beben con más gana el agua de los ríos
y atirantan más las ubres y conservan
oculto en la leche el sabor de la sal.
Hay muchos que apartan incluso de las madres
a los cabritos ya crecidos, y les sujetan
con bozales de alambre los tiernos hociquillos.
Lo que al alba ordeñaron y en las horas diurnas,
lo cuajan por la noche; lo que ya entre tinieblas
y a la caída del sol, cuando se hace de día:
en canastos de mimbre lo transportan (los lleva
el pastor a la ciudad) o lo salan un poco
y para cuando venga el invierno lo conservan.

                                         *

At cui lactis amor, cytisum lotosque frequentis
ipse manu salsasque ferat praesepibus herbas:
hinc et amant fluuios magis, et magis ubera tendunt
et salis occultum referunt in lacte saporem.
multi etiam excretos prohibent a matribus haedos,
primaque ferratis praefigunt ora capistris.
                      quod surgente die mulsere horisque diurnis, 
                      nocte premunt; quod iam tenebris et sole cadente,
                      sub lucem: exportant calathis (adit oppida pastor),
                      aut parco sale contingunt hiemique reponunt.



Imagen: Simone Martini, Allegoria dell'opera virgiliana, miniatura, Virgilio, Opere, A.79 inf., f.1v, Biblioteca Ambrosiana, Milano. Cortesía de Ernesto Utrillas.

24.11.12

Lana


Geórgicas, III, 384-393


Si a esquilar la lana te dedicas, lo primero
evita matorrales escabrosos, guárdate
de abrojos y lampazos, huye del pasto gordo;
sin tregua las blancas ovejas escoge
de sedosas vedijas. Pero si el carnero,
por más que blanco sea, tiene la lengua negra
debajo del mojado paladar, elimínalo,
no vaya a ensuciar el vellón de las crías
de máculas negruzcas, y búscate algún otro,
que el campo está lleno. Pues así te sedujo,
mediante una ofrenda de nívea guedeja,
Pan, el dios de la Arcadia (si hemos de creerlo),
llamándote, oh Luna, al interior del bosque,
y no te resististe tú al que te llamaba.

                                     *

     Si tibi lanitium curae, primum aspera silua
lappaeque tribolique absint; fuge pabula laeta;
continuoque greges uillis lege mollibus albos.
illum autem, quamuis aries sit candidus ipse,
nigra subest udo tantum cui lingua palato,
reice, ne maculis infuscet uellera pullis
nascentum, plenoque alium circumspice campo. 
                       munere sic niueo lanae, si credere dignum est,
                       Pan deus Arcadiae captam te, Luna, fefellit
                       in nemora alta uocans; nec tu aspernata uocantem.

23.11.12

La más antigua luz



A medida que iba leyendo a Banville, como creo recordar que comenté en el asiento anterior, iba apeteciéndome cada vez más leer unas páginas de Proust, y estoy seguro de que la decepción que padecí en el artificioso, alambicado final tenía más que ver con que ya se había evaporado el recuerdo de la prosa proustiana que con que la novela estuviera bien o mal terminada. Proust es un idioma, una melodía, una forma de pensar las cosas y de describirlas. Es inútil andar prestando atención a la carpintería, que por otra parte es muy sencilla: Proust parte de una sensación (un cuarto oscuro dentro del que juega a adivinar los contornos de las cosas que solo la luz revelará) y luego se dedica, sin sometimientos proporcionales, a ir tocando los temas que le gustan: el delicioso gineceo en el que se crió, los nombres de flores, las reflexiones filosóficas (“más humo que luz”, como diría Juan Ramón de La lámpara maravillosa) o, de vez en cuando, alguna escena soberbiamente narrada, concluida la cual regresa el flujo de flores, iglesias, mujeres y filosofadas, sin más solución de continuidad que la inercia musical que las transporta. Así de simple, podríamos decir, del mismo modo que cualquier idioma, cualquier música, cuando la reducimos a su gramática, nos resulta sorprendentemente simple, por más que con ella puedan elaborarse pensamientos complejos y escenas emocionantes.
De modo que no tiene mucho sentido escrutar el cuándo y el cómo de la escritura porque toda ella es un mismo flujo, ese flujo de sangre interior que la mantiene viva y que no supieron reproducir sus imitadores. Hay algo que no es la historia que nos hace continuar, una expectativa que no pasa por el tedioso qué pasará, del mismo modo que, cuando contemplamos una obra de arte que nos apasiona, prescindimos de aquello que nos pueda decir, puesto que ya nos lo ha dicho todo, y la miramos para ver nosotros con sus ojos, para transportarnos al estado de ánimo que nos provoca. La miramos para vernos mirándola, para viajar a los territorios de felicidad que tenemos asociados a su presencia, a esa inocencia entusiasmada con que la observamos hace mucho tiempo por primera vez.
Y así, ahora que he vuelto a empezar En busca del tiempo perdido, y que casi sin querer, perdida por completo la noción del tiempo, llevo más que mediado el primer volumen, Por el camino de Swann, me está pasando con Proust lo mismo que a Proust le pasó con el pasado que intenta reconstruir a partir de imágenes perdidas junto a su tía Leonie, allá en Combray. Este libro lo leí por primera vez hace exactamente veintiocho años, cuando yo era un adolescente que idolatraba la escritura y a los escritores, y el solo hecho de saberme leyendo a Proust en los jardincillos de la estación de tren ya era un placer más importante que el hecho de saberlo todo, de asimilarlo todo, incluso de entenderlo todo. Proust entra por el oído, no por la conciencia. Durante mucho tiempo creí que, aparte de aquellos pasajes que he seguido utilizando en clase para enseñar cómo escribe Proust, se me había olvidado todo. Incluso he recurrido, más de una vez, a los múltiples resúmenes que proliferan en este mundo en el que necesitamos apoderarnos de la información más que del sentido. Pero todo eso era inútil: Proust se iba aposentando en mi conciencia (“en nuestra alma”, diría él) sin que yo fuera demasiado consciente de ello, y lo mismo que me pasó con Banville, ese reconocer la música, el rumor, el aroma incluso de las frases, me ha ocurrido muchas otras veces, y no solo aquellas en las que leía a algún autor que lo trataba de imitar. Si en su momento leí tanto a Umbral (al Umbral de Los cuadernos de Luis Vives, no al lacayo de Pedrojota) fue porque me traía a Proust sin necesidad de adivinarlo, pues era el propio Umbral el que, con esa honestidad cínica que lo caracterizaba, se encargaba de anunciarlo. O si, cuando leí Donde las mujeres, de Pombo, le dije a un amigo que aquello eran variaciones sobre Combray, no era solo porque las mujeres de Pombo se pareciesen tanto a las de Proust, incluso las que estaban algo touché, o sobre todo las abuelas que no salían de su cuarto, como la tía Leonie, y fingían no dormir jamás o padecer dolores presentidos, sino porque el flujo, el río poético pertenecía al mismo idioma y Pombo no era más que un dialecto más, el dialecto santanderino de Marcel Proust.
Así que ahora, mientras leo en las páginas amarillas de mi edición de Alianza, no solo me transporto a un idioma que malamente va saliéndome ahora por los dedos como una lengua mal hablada, sino que voy reconociendo momentos, lugares donde leí determinados episodios, emociones que sentí cuando empecé a leerlo por primera vez. Incluso estoy por asegurar que mi afición a la botánica literaria procede precisamente de ahí, y que si alguna vez he escrito alguna buena página de flores lo he hecho porque antes había leído a Proust, no porque me acordase de cómo lo había escrito Proust. La maravillosa musicalidad de los nombres de flores se había quedado allí, en aquel jovencito que cruzaba las piernas en el banco de los jardincillos para leer de la manera más proustiana posible, y resucitaba sin querer cuando, por ejemplo, me puse a describir el ornamento floral de un paso de Semana Santa para el folletín que dediqué al modernismo. Quizás entonces, muy probablemente, estaba pensando no en Proust sino en las Figuras de la pasión de Gabriel Miró, un libro que me gusta mucho pero que no tiene su misma inagotable melodía, y que, aunque hubiese querido, no habría sabido imitar porque la escritura fiambre de Miró no casa muy bien con esa “urgencia metafísica” (Umbral) con la que creo que hay que escribir cuando se imita a Proust.
               Así que disfruto doblemente, al objeto y al sujeto, el libro y mi persona que lo lee, y reaparecen con toda nitidez las escenas en las que hace casi treinta años lo empecé a leer. No recuerdo cómo se llamaba el profesor de filosofía que tuve en COU. No me refiero al titular, el señor Larios, que faltó mucho aquel año porque padecía una grave enfermedad en los huesos, la misma que, antes de terminar el curso, se lo llevó a la tumba, y eso a pesar de que siempre nos hablaba con su amplia sonrisa (la sonrisa de los que han adelgazado mucho, que es como la sonrisa de su calavera) de que “el asesino” estaba controlado, por más que el tono céreo de su rostro indicase que el asesino seguía haciendo allí dentro de las suyas. Cuando el señor Larios ya no tuvo fuerzas para volver al instituto, vino a sustituirlo un profesor joven, granadino, que seguramente acababa de aprobar las oposiciones y cuyo primer destino había sido aquella remota provincia en la que lo más probable era que se fuese a morir de frío, en todo caso una muerte más soportable que la de su antecesor. No recuerdo nada de sus clases, quiero decir nada que tuviese que ver con la filosofía, pero sí que llevaba bigote y lo que él llamaba la mouche, la mosca, esa parte de la barba que crece justo debajo del centro del labio inferior, y que, según decía, la llevaba en homenaje a Marcel Proust, su escritor favorito, mucho más que los severos autores del programa de filosofía. Fue él el primero a quien oí hablar de los celos del pasado… No, no, me equivoco: eso se lo oí decir, en el año 86, en Zaragoza, en la Librería Cálamo, al escritor Jesús Ferrero, que había venido a presentar su poemario Río amarillo. Da igual, el caso es que aquel profesor granadino (ahora parece que quiero recordar que se llamaba José Manuel) mostraba una pasión por Proust muy parecida a la que yo llevaba años sintiendo por algunos autores todavía hoy muy queridos, y eso era importante porque aquel año aún no había terminado de decidir en qué facultad me matricularía. Llevaba años queriendo estudiar filosofía, pero aquel curso, además del profesor granadino, hubo otro, de cuyo nombre sí que me acuerdo, Marcial Ramírez Zamorano, que sin proponérselo me llevó al convencimiento de que debía estudiar latín y griego. Él nos enseñaba lengua española (que entonces estaba separada de la literatura) y de vez en cuando se lamentaba de haber estudiado filología hispánica porque, decía, “no se puede ser filólogo sin saber latín”, y con una divertida tendencia al dramatismo que yo luego incorporaría a mis clases hablaba de aquellos grandes maestros como Eugenio Coseriu que antes de acostarse leían a Aristóteles “en griego, por supuesto”.
               El caso, en fin, es que la edición de Proust traducida por Pedro Salinas y Consuelo Berges que yo conservo, y que estoy volviendo a leer ahora, es también de aquel año, algo en cuya cuenta no habría caído de no ser por el tren que todas las mañanas me lleva a trabajar. Porque desde entonces he ido reuniendo diferentes ediciones de À la recherche du temps perdu, la de Armiño, la de Manzano, y la de Marcelo Menasché, y la última vez que leí a Proust lo hice en la de Mauro Armiño para la editorial Valdemar, una traducción que Javier Marías calificó de “pedestre” y creo que se quedó corto. El problema, aparte de la sordera del traductor, es que la editorial Valdemar editó a Proust en tres gruesos volúmenes, cada uno de los cuales pesa 1 kilo y 700 gramos (acabo de pesar el primero en la báscula del baño), y en los tiempos que corren me da no sé qué meterme en el vagón del cercanías y sacar del petate semejante mamotreto, mientras mis compañeros de viaje leen libros aún más gordos en sus leves Kindle, aparte de que no sería lo más recomendable para mi columna vertebral.
               Pero así ha sido mejor, porque esta mañana, mientras iba de camino (yo me siento siempre junto a una ventanilla del lado este del vagón), los primeros rayos han iluminado el cielo de jirones violáceos y anaranjados y sobre las páginas del libro se ha instalado la misma luz que yo recuerdo de aquellas primeras lecturas, una luz-magdalena cuya calidez, a esas horas tan tempranas, me ha sobrecogido con la certeza de que era ese el placer que yo sentía con las andanzas del sobrino de Madame de Villeparisis, cuando aquel filósofo granadino nos aseguraba que le habría gustado ser Marcel Proust. Me alegré entonces de haber escogido la traducción de Salinas, a pesar de su insoportable leísmo, porque, al contrario de lo que me ocurre con Armiño, en quien me limito a leer a Proust (y a desesperarme por el desperdicio poético de su traducción), en esa vieja edición de Alianza puedo sentir sin el menor esfuerzo la misma emoción que entonces, como ahora, me llevaba a practicar la prosa de Proust como un modo de incorporar el libro en mi pensamiento y en mi oído.
Si todas las mañanas, por lo menos en los próximas días, puedo sentir esa misma luz sobre las páginas envejecidas, si puedo sosegar mi mente más allá de la prosodia contemporánea, si puedo ver al muchacho que idolatraba las fotografías del libro de texto de literatura, si puedo rescatarme a mí mismo del caos de cansancio y desesperación que se masca en el tren por las mañanas y transportarme a otro tren, a otro sol, como aquel que es capaz de traducir a Virgilio en mitad de la batalla, con eso ya sería más que suficiente, porque al cabo de los años es lo único que puede consolarme en el marasmo, y en cierto modo es también la única forma de rebelión.

17.11.12

300 ó 3000



Debió de ser en alguna de las entrevistas promocionales con John Banville cuando le leí decir que la diferencia entre sus novelas policiacas y sus novelas, digamos, serias era que cuando trabajaba en estas últimas no escribía más de trescientas palabras diarias, y cuando se dedicaba a los policías y ladrones no escribía menos de tres mil. Entonces me pareció que el refinado esteta irlandés se agarraba a uno de los tópicos que más detesto entre los novelistas, el de despreciar la propia obra, el eso yo lo hago sin despeinarme, total…, como si con una décima parte de su talento tuviera suficiente para enfrentarse a un género tan de segunda clase. No lo sé. No suelo leer novelas policiacas, no me gusta que me larguen doscientas páginas de excusas e informaciones falsas para luego intentar demostrarme que son más listos que yo sacándose algún conejo desollado de la chistera. Así que tampoco he leído las novelas negras de Banville, pero sí alguna de las serias como El intocable, que, al margen de que el resultado me gustara más o menos, me hizo disfrutar mucho durante su lectura, y eso que la novela estaba consagrada a un personaje real, Anthony Blunt, demasiado complejo e interesante como para escribir cualquier cosa sobre él.
               El caso es que Antigua luz es una novela escrita a no más de 300 palabras diarias y pensada a no menos de 3000. Quiero decir que a la deliciosa puntillosidad de su prosa, ese amor al detallismo, a la inspección poética a través de los cinco sentidos, que es lo que, en el fondo, nos legó Proust, e incluso a la hermosa recreación de la historia, se suma una composición, una estructura, en la que abundan las tontadas propias de la novela de detectives: contar dos historias a la vez que, por mucho que las ate al final, no tienen nada que ver entre sí, o informar de que todo lo contado no era cierto, o por lo menos exacto, que es una variante más del todo ha sido un sueño. En los concursos literarios del instituto siempre ponemos a los chavales tres condiciones para considerar sus relatos: que no aparezca la policía, que no salgan monstruos verdes y, sobre todo, sobre todo, que al final no resulte que todo ha sido un sueño. Es desconcertante cómo a un autor con semejante dominio de la prosa y de la narración le dé luego por muñir artificiosamente un remate que es como un lazo, inútil y vistoso, que tampoco añade tanto a la comprensión general del todo y que, en cambio, neutraliza cuanto pudo haber de verdadero, de auténtico.
               Esto, claro, viene de lejos. En el modelo de Sófocles, el lector (el espectador) no es engañado. El único engañado es el protagonista, en este caso también el narrador. Con solo que hubiera colocado el encuentro con la monja Catherine, donde se procede a la anagnórisis, al principio de la novela en vez de al final, ninguno de los trucos de novela negra del final habría podido aparecer así sino en una versión más prolongada y profunda. Y así, en vez de cuadrar la novela, simplemente da la sensación de que la ata y corta con una tijera lo que sobra, como a las morcillas. Al final uno no cree que el autor haya conseguido trabar en vez de barajar las dos historias, las dos novelas, un poco al estilo de las series de sit-com, que cuentan varias cosas a la vez para no tener que currárselas por separado. La cuestión es que la historia de la señora Gray, sola, sin el añadido rocambolesco de la actriz suicida, habría necesitado de algo más que aquí no tiene, y la de la actriz suicida, sin el hermoso pero mal resuelto añadido de la señora Gray, se quedaría en esbozo de novela nigrorromántica, por así decir, sin la celeridad lacónica que exigiría tanta casualidad entresoñada y sin la hondura emotiva que requieren los temas del sentimiento y la luminosidad purísima del primer encuentro con el eterno femenino, en este caso pseudomaterno femenino. Incluso uno echa de menos, en el apretado final, que Banville no hubiese continuado en el mismo delicado ritmo que mantiene magistralmente en los dos primeros tercios del libro, y de pronto, llegando al final, detuviese la novela con la elegancia con que los chóferes de los monarcas detienen el vehículo, para que saliese la actriz o la señora o quien fuese, y a nosotros se nos encogiese el corazón y se nos arrasasen los ojos. Es la emoción la que pierde con tanto alambique argumental. Y es una lástima, ya lo creo, porque si en algo estaremos de acuerdo es en que este señor escribe muy bien. Hay libros de los que hablas mal porque querrías que hubieran sido más largos para disfrutarlos más. Es, a fin de cuentas, lo que le pasa al protagonista.   

16.11.12

La Escitia salvaje



Geórgicas, III, 349-383

No es así, en cambio, entre los pueblos escitas,
donde el lago Meotis y el turbio río Istro,
que arrastra las arenas amarillas, y donde,
cuando ya ha discurrido hasta mitad del polo,
retrocede el Ródope. Allí a los animales
los cierran en establos, que allí no asoma
la hierba por el campo ni en los árboles hojas;  
al contrario, la tierra se extiende debajo
de montones de nieve y gruesas capas de hielo
que alcanzan hasta siete codos. Siempre es invierno,
siempre los vientos Cauros, que soplan aire frío;
el sol nunca disipa las sombras desvaídas
ni cuando a la más alta región del firmamento
tirado por caballos se aproxima, ni cuando
su carro precipita y se baña en la roja
llanura del Océano. En la corriente del río
costras cuajan de hielo con toda rapidez
ruedas cargan ferradas las aguas a su espalda
antes naves llevaban, anchos carros ahora;
los objetos de bronce se rajan por doquier
sobre la carne quedan tiesas las vestiduras,
el vino que fue líquido lo cortan con el hacha,
se vuelven las lagunas duro hielo, se forman
horribles carámbanos en las hirsutas barbas.
Entretanto en el cielo no deja de nevar:
se mueren los ganados; allí se quedan yertos,
cubiertos por la nieve, los corpulentos bueyes;
los ciervos atrapados por la extraña mole
en prietos escuadrones apenas dejan ver
las puntas de los cuernos. Y ya no los acosan
echándoles los perros ni con trampa ninguna,
o aterrorizados por esos espantajos
de plumas coloradas: llegándose hasta ellos
les clavan el cuchillo, en tanto que los ciervos
en vano apechugan el monte que los para,
y en medio de roncos berridos los degüellan,
y a cuestas se los llevan con gritos de alegría.
Pasan sus ratos de ocio estos hombres en grutas
cavadas bajo tierra, y acercan rodando
pilas de robles y olmos enteros al hogar,
y los echan al fuego. Aquí pasan la noche
entregados al juego, y muy contentos beben
el jugo fermentado del ácido serbal
como si fuera vino. Esta indómita raza
de hombres sometidos al norte hiperbóreo
azótala el Euro de los montes Rifeos
y con rojas zamarras el cuerpo se protege.

                                 *

At non qua Scythiae gentes Maeotiaque unda,
turbidus et torquens flauentis Hister harenas,              
quaque redit medium Rhodope porrecta sub axem.
illic clausa tenent stabulis armenta, neque ullae
aut herbae campo apparent aut arbore frondes;
sed iacet aggeribus niueis informis et alto
terra gelu late septemque adsurgit in ulnas.              
semper hiems, semper spirantes frigora Cauri;
tum Sol pallentis haud umquam discutit umbras,
nec cum inuectus equis altum petit aethera, nec cum
praecipitem Oceani rubro lauit aequore currum.
concrescunt subitae currenti in flumine crustae,              
undaque iam tergo ferratos sustinet orbis,
puppibus illa prius, patulis nunc hospita plaustris;
aeraque dissiliunt uulgo, uestesque rigescunt
indutae, caeduntque securibus umida uina,
et totae solidam in glaciem uertere lacunae,               
stiriaque impexis induruit horrida barbis.
interea toto non setius aere ningit:
intereunt pecudes, stant circumfusa pruinis
corpora magna boum, confertoque agmine cerui
torpent mole noua et summis uix cornibus exstant.              
hos non immissis canibus, non cassibus ullis
puniceaeue agitant pauidos formidine pennae,
sed frustra oppositum trudentis pectore montem
comminus obtruncant ferro grauiterque rudentis
caedunt et magno laeti clamore reportant.              
ipsi in defossis specubus secura sub alta
otia agunt terra, congestaque robora totasque
aduoluere focis ulmos ignique dedere.
hic noctem ludo ducunt, et pocula laeti
fermento atque acidis imitantur uitea sorbis.              
talis Hyperboreo Septem subiecta trioni
gens effrena uirum Riphaeo tunditur Euro
et pecudum fuluis uelatur corpora saetis.



12.11.12

Pastores africanos



Geórgicas, III, 339-348

Quid tibi pastores Libyae, quid pascua uersu
prosequar et raris habitata mapalia tectis?              
saepe diem noctemque et totum ex ordine mensem
pascitur itque pecus longa in deserta sine ullis
hospitiis: tantum campi iacet. omnia secum
armentarius Afer agit, tectumque laremque
armaque Amyclaeumque canem Cressamque pharetram;
non secus ac patriis acer Romanus in armis
iniusto sub fasce uiam cum carpit, et hosti
ante exspectatum positis stat in agmine castris.

            *

¿Y a qué insistir hablándote en mis versos
de los pastores libios, sus pastos, sus aduares
poblados de muy pocas tiendas? Pues a menudo
apacientan de día y de noche un mes entero
y por vastos desiertos deambula el ganado
sin refugio ninguno: tanto abarca el campo.
Todo lleva consigo el pastor africano,
el techo y los dioses lares y el armamento
y el perro amicleo y la aljaba de Creta;
así el bravo romano, cuando sirve a la patria,
soporta en las marchas bagajes excesivos,
y acampa y se dispone en formación de ataque
sin que se haya dado cuenta el enemigo.

David Copperfield


1.

Terminé la biografía de Dickens tan mosqueado con su autora que decidí acudir al encuentro del verdadero Dickens. Y empecé David Copperfield, que llevo a medias. David se ha reencontrado con Tapples, un muchacho muy noble y muy sufrido que había en el internado de Salem’s House, cuando el padrastro de David, el malvado Murdston, se lo quitó de encima.
               Hay personajes secundarios que gusta que reaparezcan, que suponen una grata sorpresa, pero hay otros, como Tapples, que tienen que reaparecer, que el lector los necesita para encajar alguna pieza suelta, en este caso la pieza Steerforth. Steerforth es otro compañero del internado de Salem’s House, el protector de David (nunca de balde), a quien el protagonista admira más que a nadie. Este Steerforth, varios cientos de páginas atrás, se portó muy mal con el pobre Tapples, no intervino para que se librara de una paliza y demostró mucha menos gallardía que el, entonces, insignificante Tapples. El narrador no lo comenta, pero insiste poco después en su rendida admiración por Steerforth.
               Esto es lo que se llama tirar un cabo. Hasta que no reaparezca Tapples no quedará desenmascarado el verdadero valor moral de Steerforth, y eso que cuando por fin aparece (en un muñido teatral en el que interviene el moroso Micawber) tampoco es él quien trata de quitarle a David la venda de algodón que le hace poner a Steerforth por las nubes. Es Agnes, la bella Agnes, a quien pretende el viscoso Uriah Heep.
               Contar un argumento de Dickens es meterse en un embrollo de personajes. Todos se cruzan como en una calle sin semáforos. Los hilos narrativos son trapecios que coinciden con otros trapecios donde van montados otros personajes. Micawber entra y sale del libro por cualquier parte, como un personaje del que resulta difícil desembarazarse y que, en cambio, nos alegra con su visita. Micawber es el moroso Vázquez que yo leía de pequeño, un tipo del que no hay que fiarse pero que divierte escuchar, y que en el fondo nunca deja pufos capaces de arruinar a nadie, sino un reguero de pequeños impagos que lo llevan de una casa a otra, como las infancias barojianas. Dickens juzga mucho, pero también comprende. Los hay que no pueden salirse de su condición de muñecos malos, los Murdston, el saurio Uriah Heep, el inquietante Steerforth, pero los buenos lo son siempre dentro de sus debilidades. Son buenas personas, como el marido de Pegotty, el cochero, más agarrado que una lapa, como la divertida Mrs. Micawber, la típica esposa del bohemio, igual de tronada que él, que lo sigue al fin del mundo porque es la única que se fía, y lo hace con un amor exagerado, de opereta, muy divertido.
               El otro gran personaje, claro, es Pegotty, ilustrísima heredera del Ama de Julieta. Es igual de parlanchina que ella y en sus parlamentos lo sigue mezclando todo, pero tiene un corazón como el de un ternero (por eso se le estallan los botones) y toda la sensatez del mundo. Qué bien funciona este personaje, lo pongas donde lo pongas. Desde las amas negras de Faulkner hasta las añas de Pombo, las amas siempre han sido una buena excusa para que el poeta hable por ellas, se asome a su lengua y a su pensamiento, a cómo lloran y a cómo se alegran, y a cómo lo lían todo para ser las únicas capaces de verlo claro. Dickens sabía escucharlas. Hay una carta llena de borrones, mal escrita, con letrajas nacidas de los nervios y de la inocencia, del puro, desconcertado sentimiento, que nos conmueve con cada falta de ortografía, que ya sabía Dickens que suelen ser pruebas de sinceridad. 
               David Copperfield no tiene eso que podríamos llamar el regodeo que me cansó un poco en Nuestro amigo común. Hay hilos mayores, personajes que atraviesan la obra entera, unos para dramatizarla y otros para decorarla, o para cambiar de tema, o para hacernos reír. Dickens emplea un procedimiento muy útil y muy sencillo para el que solo se necesita escribir como él escribe. Cada personaje secundario, de esos prebarojianos que se dedican a cosas raras, viene marcado por un tic narrativo que repite sin cesar. El de Uriah Heep, quizás el más gracioso de todos, es el de la falsa humildad, llevada a un extremo que incluye y mitifica a todos los que se dicen humildes. El padrastro Murdston solo sabe hablar de la firmeza, y practicarla según sus tenebrosos métodos. Micawber se pierde en sus floreos gaseosos y siempre corta igual: “En una palabra”, dice, y resume su parlamento de la forma más sencilla y más reveladora. Micawber siempre acaba consciente de que está en la ruina, pero se recupera enseguida y vuelve a perderse en floreos. Me he quedado cuando David lee la carta en la que Micawber, con lenguaje judicial, le explica que ha dejado a Tapples sin un duro. El bueno de Tapples se había fiado de él y lo había avalado. Veremos cómo hila Dickens ahora el sablazo a Tapples con el descubrimiento de la verdadera identidad de Steerforth. Micawber parece ser que se ha ido con sus deudas a otra parte.

2.

               Hay algo decepcionante en el final de David Copperfield, más allá de la simple decepción de que se acabe. Se trata de una discrepancia argumental que por otra parte se debe a la habilidad de Dickens para que el lector conjeture permanentemente, es decir, se plantee la novela en los términos en los que se la plantea el autor. No se trata de pensar qué pasará ahora sino cómo se resolverá esta cuestión. La primera pregunta es propia de novelas agatacristianas, la ignorancia como suspense. Pero la segunda propone al lector una partida en la que no hay trebejos escondidos, y en este punto hay dos jugadas que no me gusta cómo ha resuelto el autor.
               La primera es el personaje de Dora. Hija del acaudalado señor Spenlow, el primero que da trabajo –remunerado solo con prestigio- al joven David, esta niña es tonta desde el principio. Tampoco sería muy exagerado decir que no se puede ser más tonta, mimada, gazmoña e infantil, hasta un extremo que ya no recuerda la infancia sino el retraso mental, un poco como esa sensación que dan a veces las declaraciones de Ana Botella. Cuando Dora se entera de que David tiene que trabajar (su tía Betsy, la que lo mantiene, se ha quedado sin un duro por culpa, como sabremos luego, de los manejos de Uriah Heep), el amor se le esfuma enseguida. Qué asco, un trabajador. Dickens ha llevado al extremo la tontería de la niña, subrayada por el no menos estúpido perro Jip. Lo normal, entonces, es que Dickens terminara con ella su noviazgo y volviese sus ojos a Agnes, la gran mujer de la novela, pero entonces a Dickens se le plantea un problema: el final debe ser la unión inminente de Agnes y David, pero, si Dora desaparece ya de escena, para rellenar los huecos sentimentales antes del gran final con Agnes habría que haberse inventado otra novia.
               Se nota en qué línea Dickens decidió cambiar de rumbo. Él, que es capaz de alargarse lo que sea menester con una tormenta (espléndida) o un diálogo insulso y divertido (Micawber vs. Micawber), lo resuelve sin embargo de un plumazo, en tres líneas, como aquel que dice. De pronto muere míster Spenlow y se descubre que no le queda un duro, o sea que la niña rica no tiene ni para el ajuar. Y se casa con David. La jugada es maestra, porque hasta entonces oíamos a un escéptico Copperfield fingir un amor increíble hacia una boba de reglamento. Pero este matrimonio insulso tiene la virtud de hacerlo víctima de la ironía bufa, como si él no se diese cuenta de lo que todo el mundo tiene claro, que aquello es imposible. Ocurre entonces que David se acostumbra, y Dora, puesto que resulta cargante ser tan permanentemente idiota, empieza a revelarse, con uve, como un personaje mucho más interesante de lo que creíamos: el autoengañado David empieza, a pesar de sí mismo, a tener razón, y Dora empieza a ser lo que muchos años después sería la Kitty de Ana Karenina, una mujer dulce y aparentemente frágil que a la hora de la verdad actúa como una gran mujer.
               Pero no. Igual que en una tarde decidió cargarse al padre de Dora, a míster Spenlow, en otra tarde, y en uno de los capítulos más breves del libro, decide cargarse a Dora. Eneas necesita que muera Creúsa para liarse con Dido. Stallone necesita que unos bandidos matasen a su mujer para liarse con la tetuda del cartel. Hay que quitar a Dora de en medio, y de paso al perro, que se muere, ya puestos, como el perro de Ulises. Luego, de vez en cuando, dice que es viudo, pero se le olvida con facilidad. Si Tomalin analizara esta novela, diría que David es un monstruoso maltratador que asesinó con su frialdad a la maravillosa Dora. La verdad es otra. Dickens es un mitógrafo, casi incapaz de crear personajes que no se le puedan ir de las manos, crecer y desarrollarse en verdaderos mitos, complejos y paradigmáticos. Pero también le corta las alas a la pequeña Emily, que se fuga con Steerforth, o a su tío, el hermano de Peggoty, un hombre entregado a una búsqueda. De todos queremos más porque están vivos y son grandes personajes, pero, si así la novela tiene mil y pico páginas, si los hubiera desarrollado a todos aún estaríamos leyéndola. El pecado de Dickens no es tratar a Dora con desprecio. El pecado es matarla cuando ya la había puesto a volar y la niña tonta del principio empieza a ser una mujer deliciosa a quien la tía Betsy nos ha enseñado a ver. (Otra que tal: la tía Betsy está pagando eternamente los desprecios que le hizo a la madre de David, en una forma de expiación que desborda el personaje para insinuar otra gran historia).
               Aunque, puestos a cortar alas, el tajo más decepcionante es el que le da a Steerforth. Nos pasamos la segunda mitad de la novela esperando que reaparezca Steerforth. Alguien lo ha de desenmascarar, y dudamos de si será el gran Traddles (que sin embargo se ocupa de desenmascarar, con ayuda de Micawber, al malvado Uriah Heep), o bien si, un poco al estilo de Dora, nos sorprenderá con lo que mejor se puede sorprender en una novela, que sea todo aquello que pensamos que no puede ser. Steerforth ha raptado a la bella Emily, que estaba a punto de casarse con el pobre pescador, pero pronto sabemos que la raptó no por usarla y tirarla sino porque la amaba de verdad. Todo lo cual, sin embargo, no dura. El joven malcriado por su madre no tardará, y lo sabemos desde lejos, mediante mensajero, en abandonar a su suerte, deshonrada, a la pobre Emily, y él mismo barruntamos que se lanza a un sumidero romántico, como aquellos versos de Alceo, el del hombre que queda solo sobre un barco a la deriva, que tanto imitarían luego los poetas de la época de Dickens. Muere a lo lejos, después de que, muy inverosímilmente, intente rescatarlo el pobre pescador al que le birló la esposa, que también muere en el empeño. Pero tanta muerte desgraciada no puede paliar el hecho de que Steerforth se ha quedado sin papel. Lo intuimos, pero no lo vemos. Tiene encarnadura de protagonista trágico, no de mero secundario. Le pasa a Dickens lo que después le ocurrirá a su discípulo Galdós: que algunos personajes son tan grandes que, si no son los protagonistas exclusivos, quedan infrautilizados.
               Esto de sacar defectos a los clásicos resulta muy gratificante. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué se tomó la molestia de crear esos dos personajes, desarrollarlos, darles vida, encomendarles la tarea (por lo menos en el caso de Steerforth) de sostener buena parte del interés de la novela, para luego, por cuestiones de espacio, dejarlos desdibujados en un segundo plano que no se merecen? Visto de otro modo, estas renuncias, estas descompensaciones, son las que garantizan que la novela siga viva. Nos reconocemos como reales en cuanto detectamos las imperfecciones. Steerforth y Dora son dos móviles de acción que quedaron en agua de borrajas, quizá como las liebres de los atletas, necesarias para llegar hasta el final, pero que rara vez terminan la carrera. Lo malo es que eso no se decide. Un buen novelista decide, pero no premedita. Al plumazo de la muerte de Spenlow le siguió el plumazo de la muerte de su hija. En medio, un trozo de vida.  
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