28.10.20

El rigor de las desdichas


Decía Pedro Salinas que los novelistas deberían leer más poesía. O bien, podríamos decir, que los poetas deberían escribir más novelas. Elena Medel es poeta precoz, como lo fuera Carmen Jodra, cinco años mayor que ella, de quien me acuerdo porque murió el año pasado más o menos a la edad en la que Medel ha irrumpido, como dicen los publicistas, en el panorama novelístico con su novela Las maravillas. Con cuánto placer habríamos leído ahora una novela de Jodra. Como poetas, aparte de que ambas pasaran por la Residencia de Estudiantes, no tenían mucho que ver, excepto lo fundamental: oído para el ritmo del lenguaje. En ninguna de las dos es fácil encontrar algo que no suene bien, que no fluyan sin roces los acentos y los sonidos, los tonos y los timbres. En ellas cada verso discurre a la velocidad que debe, como si al ser leídos se mantuvieran en el aire unos instantes, hablando por sí mismos.

Así que no es raro que haya leído con placer Las maravillas. Las novelas se salvan por la prosa. Al final lo que cuenta es poner en orden las palabras y no ser cursi. Cuando uno vuelve a disfrutar de una prosa, muchas veces con independencia de lo que diga, le sale un resto de umbralismo que desdeña el argumento. La novela de Medel he visto que la juzgan como novela política, novela realista, es decir, como novela que dice cosas, y si solo fuera por eso habría muchos peros que ponerle. Pero todo eso, incluso, a veces, su lado panfletario, es menos relevante porque es el placer de la escritura (salvo en un final algo prolijo) el que sostiene el libro. 

La de Medel es prosa de realismo contemporáneo, veloz y escueta, contundente, sin contemplaciones, con ese amor por el detalle suficiente que es el que cultivan los poetas, lo digan en el tono en que lo digan. Es prosa impávida y respetuosa, cargada con toda la intensidad de las palabras claras y esa especie de clamor, de pregunta general que se siente después de un verso bueno. Uno de los personajes, allá en los 80, lee a Carver, pero, aparte de por la intención, no es de allí de donde viene esa poesía que nace de la crónica sin más ornamento que las propias circunstancias. Ese castellano rápido y preciso, sencillo y crudo es un empeño que viene de lejos. Por limitarnos al último medio siglo, leyendo esta novela me he acordado de un pasaje de no sé qué entrega de Carvalho en el que Pepe y Charo atienden a Biscúter en el hospital. Se me quedó grabada lo respetuosa con los personajes que puede llegar a ser la crudeza sin perder un amperio de intensidad. Bien es cierto que a Vázquez Montalbán le pasaba lo que luego le pasó a Muñoz Molina, que tendían al desparrame. Pero en El pianista y en Ardor guerrero está esa prosa que necesita el realismo. En los últimos años he leído tonos parecidos en Isaac Rosa o en Félix Romeo (otro poeta), pero el punto exacto llega cuando la velocidad de la descripción más inmediata sabe contenerse. La poesía no está en estirar las frases y dejarlas más sonoras que profundas, más densas que emocionantes. El equilibrio es difícil, sobre todo cuando el desequilibrio es un rasgo de estilo.

En Las maravillas, lo otro, lo narrativo, cae, pienso, en el mismo error que a sí mismo se achacaba Ferlosio a propósito de El Jarama, que, siendo una novela panorámica, tuviera un final dramático. El nudo final entre los dos personajes cuyas vidas se alternan en capítulos autónomos, ese apaño de novela griega, los meandros que confluyen, rebaja, a mi juicio, la sensación de realidad que baña Las maravillas. Está resuelto por descarte, como si de pronto la autora inspeccionara con severidad que nada pueda salirse del mal rollo general, y hacerlo en una escena tópicamente literaria de reencuentros y violones (en este caso, bielas de tren). Esa intervención, esa voluntad de cierre, tan severa, no acaba de sentarle bien a la novela, y no porque tuviera que acabar mejor, sino porque podía terminar como se terminaban los capítulos, hechos pregunta, no respuesta.

Aparte de eso, quizá lo menos favorecedor sea insistir en su contenido político, de realismo ideológico. Un buen poeta que cae en las redes de la ideología corre el riesgo de convertirse en un vendedor. El Canto general entero es un sermón, y a Miguel Hernández lo leemos en sus poemas más íntimos y desesperados. Elena Medel es hábil en no dar la matraca con la ideología. Lo suyo es más bien constatación, pero a veces, demasiadas, constatación ideológica, la de quien piensa que somos inmóviles, víctimas de un mal general. Si el héroe es el que se sobrepone, o se sale, o sucumbe a su destino, los personajes de Las maravillas son los que se quedan a la espera de que la realidad los zarandee. No pueden sustraerse a la severidad con la que fueron concebidos, como si la autora les tuviera prohibido coger el teléfono y llamar o presentarse y arreglar las cosas. Hasta en el infierno hay ratos entretenidos, pero en este tipo de realismo en el que todo sale mal no hay recreo que valga, todos penan bajo el rigor de las desdichas. Es lo que me paro a pensar siempre que leo algo de Zola, quien me gusta por su detallismo veloz: qué incómodo debe de ser prohibirse de ese modo la esperanza. 

Uno ha visto muchas Marías y Alicias en los autobuses verdes que iban al sur de Madrid, cuando volvían derrengadas de fregar o de soportar un día más sin que las cosas mejorasen, pero en todas había algo, un fondo de dignidad, de ilusiones diminutas, de valentía, un volver a ser ellas mismas en el rato en el que nadie las mandaba. No hay espacio en la novela de Medel para ese tipo de dignidad, sí para el asociacionismo vecinal y los tímidos progresos en la emancipación del matriarcado. Conforme avanza la novela, después de unos primeros capítulos ciertamente refrescantes, se va cerniendo una sombra de autoritarismo realista que no deja sonrisa sin tachar. Y tampoco es eso, oiga.


Elena Medel, Las maravillas, Anagrama, 2020, 226 p.

10.10.20

El infinito desprecio


El libro de las pruebas se publicó en 1989, después de que Henry, retrato de un asesino revolviera en el 86 el discurso narrativo cinematográfico y de paso los estómagos de los espectadores, y antes de que en 1991 Breat Easton Ellis sellara el modelo de asesino noventero, el que se regodea con cinismo en su propia monstruosidad, y por supuesto cortase la digestión de los lectores. Era época de un, digamos, neonihilismo, el sarcasmo crudo como norma, no siempre tan violento, en el que triunfaban autores como Tibor Fisher o, un poco más tarde, Magnus Mills, con aquel estupendo El encierro de las bestias.

Eran muchas las novelas que trataban al asesino sin empatía, deshumanizado, mecánico, ni siquiera animal, porque tampoco necesitaba mejor razón para matar que el hecho mismo de hacerlo. Es la época del espanto desalmado, de la crueldad como espectáculo. Debió de ser por entonces que en la mayoría de las solapas uno podía leer aquello de el autor reflexiona sobre la violencia, es decir, carne fresca sazonada con perfume intelectual. 

Ese es el ambiente literario en el que nace El libro de las pruebas, cuya vieja traducción de Anagrama hemos rescatado antes de leer las otras novelas que componen la Trilogía de Freddy Montgomery, recién aparecida en Alfaguara. Banville por aquel entonces no había terminado aún el proceso de mitosis del que saldría Benjamin Black. Aún no ha escrito El intocable, la novela que nos hizo lectores fieles hasta la un poco pesada La señora Osborne, la última que ha publicado en español, tan maravillosamente bien escrita como todas las demás. Pero Banville, en ese mundo de crímenes groseros, es lo que llamamos un fino estilista, alguien harto de la prosa telegráfica de ascendencia Bukowski, de los duros fajadores que habían arrasado en los ochenta, desde Raymond Carver hasta cualquier descendiente de Sallinger. Banville es el detalle brillante, la descripción del cielo, la formulación meticulosa de una sensación pasajera. A Banville le gusta lo que pasa dentro de las cosas que pasan, las que forman el argumento, que avanzan con elegante lentitud. Y así tenemos a un sujeto culto y refinado a quien la ruina (en general) le lleva a intentar el robo de un cuadro y a cometer un asesinato chapucero, indigno, vergonzoso. Es esa espantosa sensación del que siente hacia sí mismo un infinito desprecio la que Banville desmenuza. El asesino, que habla en primera persona ante un jurado, parte de El corazón delator para describir la mueca de quien no quiere creer que lo que ha hecho es verdad, o no se siente con fuerzas para poner paños calientes a su situación. Habla como tratando de arrancarse la capacidad de sentir, violando una por una las convenciones morales más elementales, hacia los demás pero, sobre todo, hacia sí mismo. Y eso lo hace con quizá la mejor virtud de Banville, su amor por los detalles. Es en su capacidad de percibirlos donde quedan restos de humanidad, manchas de sangre seca que, si no dignifican, al menos provocan una cierta compasión. Al héroe de esta novela se le admira por no ahorrarse un pensamiento que le pueda herir, y se le desprecia, más que por asesino, por ser un pobre hombre condenado a la hiperestesia, como el de Poe, y a la descripción impasible del asco que siente hacia sí mismo. Todo ello, por supuesto, en una prosa impecable, lentamente podada, como si cada frase fuera un bonsai, y no hubiera cambios bruscos sino una orquestación que asciende hasta un final muy pulido, donde brilla esa desesperación del hombre culto que no tiene con qué compadecerse.


John Banville, El libro de las pruebas, trad. Horacio González Trejo, Anagrama, 1991.

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