30.11.19

Peral


Ayer, llevado por el entusiasmo que me producían los membrillos, obvié otros árboles a estas alturas en sazón de color, como los perales, u otros que todavía no han sucumbido a los embates del ocre, como los almendros y los ciclamores, y por supuesto los manzanos, que pasan bien tranquilos la otoñada. Siempre caemos en el error de ningunear a los que no se quejan o, como se dice por aquí, no piden pan. Pero solo cuando el suelo está lleno de hojas y en el horizonte no hay más que un tapiz de ramas grises vuelve uno la mirada a los árboles de siempre, aquellos, curiosamente, por los que empezó este cuaderno, que siguen ahí. El almendro, con las hojas algo tomadas de orín, aguanta con su hermosa rama seca, que pronto lucirá más elegante que las jóvenes. Los ciclamores están también algo cobrizos (su verde se hace tierra sin pasar por tonos claros), pero los perales tienen una luminosidad a la que quizá no lleguen los membrilleros.
Son dos, muy viejos. Hay otro más joven y aguanta igual de bien, pero estos han alcanzado un amarillo terroso, moteado de pintas verdes, máculas que irán extendiéndose por las hojas hasta cubrirlas de bronce. Hay algo interior, cereal, secativo y resistente en estos tonos, más cercanos a la estameña del cartujo que a las alegrías cítricas. Es un amarillo recogido, el color que se imagina uno en el heno que arruga la serba y la paja que la dora, según nos describe Góngora en la ofrenda de frutos de Polifemo. No son estos los colores abundantes que podían seducir a Galatea, tienen esa condición labradora y cotidiana de las frutas que aguantan hasta el invierno. Hace semanas que recogimos las peras, y pensábamos que los árboles correrían la misma suerte que los chopos viejos. Las cuatro ramas grandes hace tiempo que no crecen, quedaron romas y de ellas sigue cada año saliendo un puñado de ramones de color marrón violáceo. El tronco se cuartea, la corteza se despega en jirones llenos de moho, pero a estas alturas del año ilumina el jardín con una mancha de ascetismo y beatitud, de dignidad intacta y austera resistencia. No es el misticismo desgarrado en los violentos amarillos del secano, sino el tono cálido que nos acerca a lo poco que perdura, a esos magros frutos que podríamos ofrecer en un cestillo a nuestra musa.

29.11.19

Membrillo, 2


Por fin se doran los membrillos. Fueron el inicio del otoño, la promesa de sus frutos, y son los últimos en entrar en el mundo del ocre, en su caso del verde bronce al amarillo Nápoles. Pero resiste la mayor parte de las hojas. Ahora entiendo por qué Víctor Erice y Antonio López escogieron un membrillo para su gran película, porque aguanta chaparrones y ventoleras, hielos prematuros y tormentas tardías. Era el único que no se quedaría sin hojas ni de la noche a la mañana ni antes de que el otoño ya estuviera terminando. Escogió el membrillo porque sabía que duraría la estación entera, aunque no le hubiera puesto ese invernadero portátil, que redundaba más en la comodidad del pintor que en la integridad del modelo. A través del membrillo seguía el ritmo del otoño, su verdadera velocidad. Es impresionante ver cómo están dorados y frondosos en medio de las varas limpias de los álamos y los brazos retorcidos del nogal, que necesitan que el otoño no venga demasiado revuelto.  Todavía quedan hojas verdes sueltas en el sauce, ya bastante ralo, y en algunos arbustos como la celinda, además de los cerezos, que se pasan el otoño goteando, y aún conservan hojas rojas y amarillas en las ramas, cucañas de una fiesta abandonada. Pero los membrillos, todos en hilera (eso sí, al borde de la acequia, a resguardo del norte y tras una empalizada de chopos que los guarece de las tempestades, pero también el membrillo de Antonio López crecía entre dos tapias a escuadra del jardín) están como si hubiesen esperado un anticiclón seco y soleado para proceder a su metamorfosis. Las hojas fuertes, curtidas, fibrosas, llenas de surcos y hoyuelos, encontraron en la calma de estos días el tono de luz más adecuado para sus impresionantes amarillos, que por otra parte se han apoderado del árbol en dos días, de fuera adentro, porque quedan entre los troncos chupones con las hojas verdes. El óxido de cromo ha resistido hasta que, en medio de la devastación, ya no hay ocres más hermosos que los suyos.
Los días que faltan hasta que llegue el invierno, los membrillos serán como relojes de una cuenta atrás, con hojas como granos de arena. Aquella película significó mucho para mi forma de ver el arte y la naturaleza. Creo que fue allí, sin verlo, sin nombrarlo, donde descubrí a Sánchez Cotán.

28.11.19

Hoja, 2


Los años han ido estableciendo un protocolo para barrer las hojas. En la cuesta de la entrada, flanqueada por chopos blancos, ya han caído todas las que tenían que caer. Es la primera parte que se barre. Un año, en previsión de que el viento no las volviese a esparcir en tanto las metiésemos en sacos o las quemásemos, echamos estas hojas entre un seto de aligustre y un talud de tierra descarnada. Esa noche los mastines durmieron en la gloria, a la intemperie pero resguardados, en contacto con la tierra pero en su forma más blanda posible. Desde entonces no hubo motivos para no incorporarlo a la costumbre, que además ha traído alguna otra, porque de aquí a un mes los mastines habrán deshecho por aplastamiento casi toda la hojarasca, y será el momento de añadir una nueva capa de tierra para que las hojas, que sirvieron a los perros de descanso, sirvan de alimento a los frutales que jalonan la bajada.
El cepillo de barrendero es una herramienta extraordinaria. Sin demasiado esfuerzo, uno va empujando la sonora ola de hojas pardas, amontonándolas, y después, más meticuloso, repasa la tierra y el polvo que quedó entre las arrugas del cemento. Trabajar despacio con grandes volúmenes que pesan poco, y con una sola herramienta que lo mueve todo, arrullado por la música de la hojarasca, es mucho más entretenido que aventar las hojas con una máquina que pedorrea. Hacerlo por partes, hasta que llegue el invierno, sirve para que las pocas que quedan en las ramas tengan su compensación con las que yacen en el suelo. Los bosques no dejan de estar coloridos y hermosos cuando pierden la hoja, es entonces cuando traspasan a la tierra su policromía, hasta que cae la nieve y todo se convierte en craso lodo. 
Cuando empiezas a quemar las hojas quemas el otoño al mismo tiempo, fundes los ocres en gris ceniza. El fuego vivificará todo lo que se quiera pero en este caso colabora con un invierno abstracto y sin huellas, un minimalismo del que, a su tiempo, también sabemos disfrutar. Pero queda poco más de tres semanas para que cambie la estación, hay que preparar un bidón nuevo y convertirlo en estufa. Somos humanos, no solo es un placer disfrutar de cómo cambian los colores, sino también ver cómo se destruyen. Luego vendrá, dice Virgilio, «esparcir ceniza inmunda por la tierra».

27.11.19

Rama


Conforme caen las hojas y reaparecen las ramas desnudas emerge también el dramatismo de los árboles. En su elevación llevan implícito un movimiento de impotencia, de clamar sin ser oído, de sentir el escalofrío de la emoción, igual que cuando, al escuchar un pasaje especialmente conmovedor, uno se yergue y cierra los ojos y queda, tieso y derrotado, a merced de la música. Esto no tiene mucho que ver con la semejanza de las ramas y los gestos. No hablamos de las ramas de las hayas, que parecen las manos de una bruja de cuento, sino de esa aspiración vencida, esa derrota valiente que da más incluso que pensar que cuando el árbol está lleno de hojas verdes. Ahora sus esqueletos se revelan frágiles, como si, para soportar el mismo peso, cualquiera hubiera diseñado unas ramas más robustas. La economía de la naturaleza se encarga de que todo sea suficiente.
Ni siquiera en las sargas y en los sauces permanece la languidez de cuando estaban frondosos. Ahora empieza a traslucirse una especie de maraña desesperada, el sinuoso huir de las ramas y ramillas en busca de aire y de luz. Tras la melancolía del desmayo hay una madeja de brotes que quedaron a medio camino de sus aspiraciones. Con las catalpas, incluso ahora que son cuatro rayas negras, la disposición de las ramas invita más a esa melancolía, a la dulzura de lo sostenido, al recogimiento cabizbajo. También los frutales tienen ese doblegarse de ojos cerrados que a mí me suena tanto a japonés. Pero en los chopos se ve otro aire más romántico, sobre todo cuando no crecen rectos y su desarrollo es un equilibrio que parece muy precario, como si estuvieran siempre en el momento justo en el que uno empieza a perder el equilibrio y alza los brazos para compensar el peso, o cuando, lenta pero inexorablemente, como se suele decir, el árbol empieza el movimiento que pronto se acelerará con su caída. El escalador que se da por vencido y suelta sus dedos de la roca tiene un momento en el que parece que puede mantener el equilibrio solo con los pies. Al percibirlo, las manos vuelven a buscar su agarradero, pero ya es tarde y el escalador desesperado lo comprende y se deja caer. En los chopos esta sensación de levedad es drama sin consecuencias, tragedia sutil, y en cierto modo un canto a la resignación.

26.11.19

Calma


El parte dice que nos invaden las borrascas, pero aquí ya ha llegado la calma. El cielo está claro, de un añil profundo, surcado por cirros que navegan como por un remanso y no ocultan el sol. Es como un paisaje después de la batalla. A los chopos no les queda más que motas dispersas de amarillo en las últimas ramas de arriba. La vega se ha llenado de líneas. Los álamos del río forman un muro de ramas grises. Tan solo en alguna curva del río encontraron resguardo suficiente para no deshojarse del todo. Un tibio sol los aleja y engrandece.
Cualquiera diría que es un sol de invierno si no fuera porque a ras de suelo el verdor de los frutales ha resistido el vendaval. Es ahora cuando veo que los membrillos empiezan a clarear un poco. Otros años no hemos tenido frío prematuro ni los azotes del viento, y a estas alturas, con un día tan inmóvil y agradable como este, detrás de los manzanos y los membrillos había una pared de hojas doradas. 
Cuando pienso en el otoño, en un lugar tan frío, siempre me viene la imagen de un día como este: calma y sol durante el día, hasta que  oscurece y caen las temperaturas. Pero estas eran las tardes de estar charlando los mayores junto a los cristales, el sol sobre el tapete de gancho de una mesa camilla. En el fondo de la memoria está ese recuerdo de un balcón desde el que se veía el río y la estación de tren, y el sol amarillo iluminaba un suelo de losas de barro.¿A casa de quién fui agarrado de la mano de mi madre? ¿O era la casa donde vivía la familia de mi padre? ¿Qué anciana era aquella que sacaba unas pastas y el sol reverberaba en los granos de azúcar, y entre los rostros que hablaban una voluta de humo fragante ascendía perezosa desde los tazones? Estábamos cerca del fin de año. El jersey gordo de lana picaba con aquel solecillo anestesiante, el olor de la acetona me debía de colocar un poco mientras mi madre ayudaba a quitar el esmalte rojo, y en un tono pariente del susurro seguía la conversación mientras una pintaba las uñas bien cuidadas de la otra. Un último sol cobrizo se reflejaba en las sortijas de aquella mujer. Qué conversación tan dulce. Qué dirían.

25.11.19

Viga


Unos albañiles han venido a colocar una viga de madera de cinco metros de larga para sacar un porche en la entrada. Subir la viga por los frágiles andamios ha sido un espectáculo de fuerza y maña, lo primero porque cada movimiento necesitaba la coodinación de la voz, igual que el patrón de una trainera marca los esfuerzos de los palistas con voces medidas o el jefe de costaleros anima a la tropa con un grito rampante, aaahoora, y la viga era movida durante la o larga, un palmo nada más, y vuelta a reponer el tono; y lo segundo porque los movimientos eran económicos, medidos, del suelo a la cruceta inferior del andamiaje, y de allí a la superior, y de allí a la chapa, y un último arranque más largo y sostenido, de músculos tensos y caras coloradas, hasta que un extremo de la viga descansó en lo alto de un pilar de ladrillo, y el otro, en un esfuerzo parecido, sobre la corona de un muro.
Una vez asentada con cemento, hemos descansado para echar una cerveza. Al coger la lata he notado que me temblaban las manos. Los albañiles, más acostumbrados a estos trances, comparaban pesos y medidas con otras vigas que hubo que subir a pulso en su momento. «Aquella sí que pesaba, sí». Si con esta me temblaban las manos, con el tronco de nogal del que me hablaban no las habría ni sentido. Ese mismo tronco, ese mismo peso, según comentaban, es lo que los costaleros llevan entre una docena de hombres. «No me extraña que bailen y todo», ha dicho uno. 
Cuando se han marchado, me he puesto a pintar la viga con nogalina. Los albañiles no dejaron espacio entre la viga y las tejas (el que dejan entre sí las viguetas transversales), «porque te anidarán los pájaros». Desde mi más profunda ingenuidad de rapazuelo lector de poesía pregunté qué tenía eso de malo. El albañil no se anduvo con rodeos: «Que te la llenarán de mierda», dijo.
Siempre han anidado los pájaros en el tejado, y no es raro encontrarse un Jackson Pollock en la escalera, que se quita con una espátula y santas pascuas. Pero también es cierto que nos hemos acostumbrado a no sentarnos debajo de los cerezos grandes para que no nos caiga un gorbachof en la cabeza. En el campo hay que convivir con su naturaleza orgánica.

24.11.19

Pilarica


No todo es desolación y viento a estas alturas del otoño. El día salió calmo y nublado. Quizá por eso no ha helado esta noche, por el aislante de las nubes. Tras la floración de los crisantemos y las margaritas, que ya están chuchurrías, las pilaricas han perdido los diminutos pétalos de color de rosa y las hojas lucen un hermoso encarnado, algo parecido a lo que pasa con las abelias grandifloras, cuyas hojas enrojecen al perder las florecillas blancas. Pero no es el rojo de las parras. Está más cerca del invierno, son más parientes del rosa que del almagre, tienen menos tierra y más azul. 
Las pilaricas, en afortunada coincidencia, también se llaman sedo del Japón, lo que abona la idea de que nuestro jardín goza de un ajaponesamiento natural, propio de estas tierras llenas de Pilares. Pero lo cierto es que con los sedos, con varias de los cientos de clases que hay de sedos, tenemos que tener cierto cuidado. Podemos dejarlos crecer en la azotea, a que se achicharren al sol, que no hace más que sacarles brillo, pero cuando el aire se congela es muy fácil que amanezcan negras. Las hojas carnosas están llenas de agua, al hielo no le cuesta mucho atravesar la piel verde azulada. Las plantas suculentas tienen fama de resistentes, pero tenemos hortensias que soportan mejor que ellas el frío, de manera que se han convertido en ornamento de la galería. Crecen colgadas de las esquinas del invernadero, o encima de una mesa alta, desde donde dejan caer sus cortinas de abalorios hasta la piedra del suelo.
Este año las pilaricas estaban en el porche cuando una noche se desplomó el termómetro hasta los cuatro grados bajo cero. Estaban en flor. Al día siguiente se habían arrugado los pétalos del ramillete y habían perdido la coloración, pero los estambres tenían un rojo encendido y las hojas un rosa más brillante, como de piel aterida, no lívida, sana piel a la que le salen los colores con el frío. Además parecen pintadas al fresco, con corros más claros y más oscuros, más rosáceos o más amarantos, ninguno que haga temer por su vida. Siempre he identificado las plantas crasas con terrazas al sol mediterráneo, en pisos antiguos donde una anciana asoma su mano sarmentosa, agarrada al mango de una regadera. Son plantas amigas del invierno. Cuando era joven todas me parecían cactus.

23.11.19

Viento, 3


Un viento arrasador ha deshojado la noguera grande y los pocos chopos que aún bailaban sus hojillas en lo alto, ha barrido las nubes que estuvieron descargando por la noche y ahora queda un cielo limpio, de brillos metálicos, y un sol que deslumbra y acaricia. De las catalpas, por supuesto, no quedan más que sus esqueletos, pero los membrillos siguen como a principios de octubre, verdes y sin frutos. Igual que a los mastines se les va cayendo a rodales el pelo del invierno y hay unas semanas a final de primavera que parecen tiñosos, el jardín es otoñal por partes e invernizo a corros, en transición desabrida. No hay armonía en la decadencia: junto al nogal pelado, un viejo chopo con cicatrices de incendio mantiene bastantes hojas, y delante, sorprendentemente, el viento aún no ha podido con algunas hojas todavía verdes de los cerezos, y por supuesto los árboles de pepita siguen a su aire. Ese paisaje asimétrico, lleno de vacíos, ondulante, también tiene su punto japonés. Ya escribimos una vez sobre el valor del ma, el espacio vacío que necesita cualquier composición y que «sirve para dar sentido a todo lo que está ocupado y a todo lo que sucede». No hay movimiento sin ese vacío, y el desconcierto o la incomodidad de un paisaje tan despeluchado como el de hoy en realidad proviene de esa sensación de cambio, de situación a medio hacer que puede quedarse empantanada. Y no es extraño, por eso, que el viento desequilibre a veces a quienes lo padecen, los que viven en estepas llenas de molinos, en cabos con vientos encontrados… El cierzo convierte la vida en algo tan imprevisible como tedioso en lo que solo importa llegar otra vez a alguna situación estable, la que sea. Nos volvemos de espaldas a nuestro camino hasta que el viento deje de volar sombreros y darles la vuelta a los paraguas, nos refugiamos en nosotros mismos con posturas forzadas hasta que nuestra voz vuelva a ser audible. Tratamos de obviarlo, pero permanece como una matraca que no se atuviese a ningún reloj.
A las seis y media ya oscurece. Llega la calma. Al viento de ráfagas violentas le sucede el rumor de la noche, también de invierno, en el que se mezclan los ladridos algo lejanos de los mastines con el crepitar de los tarugos en la chimenea. 

22.11.19

Ciemo


Unos primos míos me han traído un remolque de estiércol y me han ayudado a vaciarlo, aunque ahora, poco a poco, lo tengo que llevar hasta el huerto con el carretillo. Un día de estos me tengo que tomar en serio lo de hacerme con un tractorino. De momento todo es manual. 
Un día, hablando con ellos de mis aficiones hortícolas, me dijeron que el cuñado de uno tiene cuadra de caballos y deja el estiércol un año, que se oree y descomponga y se pudra el pajuz con que viene revuelto, y de ese modo saca un ciemo extraordinario. Aquí no se dice fiemo. Se usa una mezcla de cieno y fiemo, bastante más ajustada al montón de mierda que tengo en la entrada. Enseguida lo hemos tapado con plásticos y tablas, no sea que los mastines vayan a husmear.
Del estiércol de caballo se cuentan maravillas. Que esponja la tierra, que mata las bacterias nocivas y que no cría yerbas. Esto último me voy a atrever a ponerlo en duda. Las yerbas crecen en las piedras, debajo del cemento y por las grietas de los muros, y si estás decidido a no usar herbicida y encima echas un abono excelente, más vale que incorpores la costumbre de arrancarlas. Pero sí dicen que no genera tantos yerbajos como el estiércol de oveja, lo que aquí llaman sierle, porque las ovejas no digieren las semillas y las vuelven a expulsar envueltas en un cálido supositorio.
Otros dicen que es un estiércol muy pobre en nitrógeno, que incluso habría que suplementarlo. Yo creo que con el tute que me he dado de transportarlo, y eso que no pesa, ya no necesita suplemento de ninguna clase. Mañana empezaré a extenderlo y a voltearlo con el palanquín. No es desagradable. Ha estado al aire tiempo suficiente para que se le haya ido el olor fétido. Yo diría que hasta huele bien. Mejor, por supuesto, que los repugnantes purines de la granja de cerdos, pero también que otros abonos ácidos, también muy nitrogenados, como la gallinaza o el palomino, que además queman la tierra, por no hablar de las bostas de vacuno, que amenazan con quemar el cielo con sus metanos inflamables. El de conejo también está muy bien considerado.

21.11.19

Plátano


Los arboles que más tiempo aguantan el color verde de las hojas son los frutales de pepita, manzanos, perales y membrillos, al margen del sauce, que quizá resista porque está muy resguardado. En los demás, la calma ha dejado un tapiz de troncos delgados con un penacho glabro, ocre y sin brillo. Y el suelo lleno de hojas. También el gran plátano ha perdido buena parte de sus pergaminos. Ayer estuve amontonándolos a la espera de que los queme, un poco más adelante, cuando se pasen del todo estos días de viento y lluvia. Los más afortunados son los mastines, cuyos escondrijos tienen ahora una manta de hojas, campos de pluma para sus batallas de amor.
Las hojas de los álamos que arrancó verdes el hielo no han durado tersas ni dos días. Ya están lacias y amarronadas, y las idas y venidas de los perros las están empezando a quebrar. Si no las barro pronto, recogeré polvo de hoja, que mezclado con tierra y un poco de estiércol de caballo, bien pensado, hará un buen mantillo. En realidad las únicas hojas no reciclables son las del platanero, que más que hojas echa escombros. Hubo dos más en tiempos, que se habrían hecho igual de grandes pero estorbaban los cimientos de la casa. Enfrente planté otros tres, pensando más en el retiro de Tucídides en Tracia, que escribía debajo de un plátano en Skapte Hyle, que en su extraordinaria feracidad. No prosperó ninguno de los tres (tampoco escribí sobre ninguna guerra), y casi me alegro, porque si uno solo cubre todo de hojas grandes y abolladas que no sirven más que para pisarlas dándoles patadas, con cuatro plataneros esto habría sido la guerra del Peloponeso con toda su sintaxis subordinante.
El que quedó, que también es el primero que plantó mi padre, casi es tan alto como los del Paseo del Prado, aquellos gigantes dieciochescos a los que se encadenó Tita Cervera porque un alcalde sin escrúpulos se los quería cargar. Sus largos brazos protegen el lado este de la casa. A veces, cuando estoy en el estudio, oigo caer los frutos sobre el tejado, esferas erizadas que golpean la teja y ruedan con sordo redoble hasta que se esfuman. Hace un par de años lo limpiamos de ramas secundarias, y ahora se eleva como una mano gigante cuyos dedos sostuvieran en lo alto una esfera de cristal.

20.11.19

Ailanto


De este año no pasa. He descubierto una combinación de venenos para matar las raíces de los ailantos. En el extremo suroeste del jardín se ha formado un bosquecillo de esos hierbajos leñosos de hasta diez metros de altura que en mala hora se me ocurrió plantar. Pagué la prisa y la soberbia. Hay un personaje de Evelyn Waugh, no recuerdo en qué novela, que regresa a un hogar y cuando ve el añoso roble de la entrada recuerda cuando era niño y lo plantó con su padre, pero también cobra conciencia de que su vida había dado todo lo que tenía que dar.
Mi pecado consistió en buscar la sombra rápida. Planté unos castaños de Indias y el hombre que me los regaló me dio cuatro ejemplares de otra clase de castaño que crecía como la espuma. Eran ailantos. Dos ya los talé hace años y casi es una costumbre pasear alrededor de los tocones y arrancar brotes nuevos del árbol pestífero. Solo tiene dos ventajas, que da mucha sombra en verano y que en invierno no quita el sol. El resto son inconvenientes: más que colonizar, avasalla, altera la tierra en la que crecen las demás especies, se propaga de todas las formas posibles y tiene un olor fétido, como a cochinilla rancia. 
Solo quedan dos, el padre del bosquecillo, más bien la madre, cuajada de semillas que el aire y el agua van extendiendo a velocidad de plaga, y otro que talé hace meses pero le queda la inyección letal. Quería que fuesen añosos en cuatro días. Quería un falso vestigio, un rincón de sombra rápida y barata. Incluso, entre las justificaciones de quien ha decidido saltarse la lógica, me decía que era sombra humilde, de terraplén, de carretera, de solar vacío, un árbol oriental, elegante, ailantus altissima, que no necesita que nadie lo cuide y sobrevive en los sitios que nadie quiere.
Según mis cálculos, todavía estoy a tiempo, si los compro talludos, de ver unos cuantos nogales más, que es el árbol que aquí se cría, orilla del río y las acequias, como los dos que con mucha aplicación y desde hace más de diez años cuido para que su sombra densa mitigue las tardes de agosto en los veranos de la vejez extrema, cuando alguien empuje una silla de ruedas y me deje aparcado debajo del árbol que planté.

19.11.19

Tierra


Esperaba este momento del otoño para elegir el tono con el que quiero pintar las columnas del cenador. Durante mucho tiempo han estado pintadas de azul, un azul ultramar muy luminoso que llamaba la atención desde el camino. Hasta ese azul, aplicado con látex transparente, llegué buscando un toque de distinción tradicional. Es el único que pega con las fachadas terrosas de las casas de los pueblos, el que usan los albañiles para marcar las líneas, el azul de los zaguanes y de los polvos para blanquear la ropa, de los tejados de las cúpulas de las ermitas, del mono de ir al tajo. Me gustaba que sobresalieran esos tallos azules entre las paredes de ladrillo.
Pero este año la contemplación del otoño ha añadido a ese azul otros significados menos alegres. Es un azul mediterráneo porque es un reflejo del mar, y fuera de la costa es un color civilizado, doméstico, de azulejo levantino, de recuerdo de otra cosa. Ello me llevó a pensar que debía ceñirme a la gama de colores que estoy viendo cada día en la tierra, las plantas y los árboles, pero no escoger un tono solo por su belleza sino por que fuera compatible con cualquier estación del año. El amarillo es verano y otoño, pero no del todo invierno y primavera. Los únicos colores que permanecen son los verdes perennes, los tonos tierra y los grises de las cortezas. 
Aquí la tierra es rojiza. En las primeras capas sale un gris calcáreo, pero pronto llegas al siena tostado que anuncia la arcilla. El verde es lo que se ha hecho siempre, verde acebo, verde serio, y el revoco de los muros ya está tintado de un amarillo pálido. Más me interesan los troncos de los árboles. Aquí la variedad abarca del gris claro, casi blanco de los chopos, o el un poco menos claro de los nogales jóvenes, al pardo de los troncos de los manzanos viejos pasando por el más granate de los plantones y el marrón morado en los cerezos, que con un poco más de amarillo da un hermoso carmelita, canela casi, parecido al tierra de Siena. Los carmelitas lo llaman castaño, como los toreros, y reúne el ideal morado de los taninos con el amarillo de la luz. Y además es el color de la tierra nueva del huerto. A lo mejor es tierra santa.

18.11.19

Hoja


Menos uniformes que las hojas de los álamos son las de los cerezos que han caído víctimas del hielo, porque en el árbol ya estaban todas las tonalidades (si es que se puede decir todas de un sistema de combinaciones infinitas), y además no han caído planas porque los brotes de hierba estaban tiesos, también por el hielo, de modo que se ven las hojas acolchadas en desorden sobre la hierba fina y recta, confundiéndose con el suelo poco después de caer. De hecho nunca hay que barrer las hojas de los cerezos: las oculta la hierba y de un año para otro ya se han hecho mantillo; al contrario que las de los chopos y los plataneros, que persisten ostentosas y marrones hasta que alguien las quita.
El cerezo es amable hasta para eso. Ahí quedan las hojas, en posturas lánguidas, frágiles, con el tono exacto entre el verde oscuro y el color caldero, pasando por toda la gama de verdes claros, glaucos blanquecinos, algunos incluso algo azulados, amarillo de azufre, alimonado, cadmios puros, muy intensos, en una culminación de amarillo que luego desciende hacia una sombra de azufre anaranjado, unas motas de ocre, que en otras es todo siena, y oscurecerse hasta encontrar esos reflejos morados del último color marrón. Quedan sus nervios cada vez más claros, limpios, paralelos, como esas vigas de barco nórdico que Moneo puso en los techos del Prado, que aquí asoman como ternillas, como si la hoja, al tiempo que pierde el color, fuera ganando en transparencia. Hay algunos enveses todavía verdes, de un verde muy pálido, aturquesado, más claro conforme se acerca la hoja a un nervio blanco, con motas de violeta que nacen en los ángulos que forman el nervio principal y los secundarios. Entre nervio y nervio queda una pincelada de verde que aún conserva el amarillo, muy Gaya, pero el resto ya está penetrado de azul.
No todas han caído, desde luego, aunque las que quedan en el árbol dan sensación de fragilidad extrema, y tengo que decir que no hay tanta variedad de tonos en el árbol como en el suelo. Han caído verdes intensos y se han mantenido ocres casi marrones, pero en el árbol queda un amarillo cuyo verde no ha de seguir evolucionando al ocre ni al rojo sino directamente al tierra. El hielo ha congelado el movimiento del color. Le ha disparado una foto.

17.11.19

Hielo


El viento no pudo con las hojas de los álamos, pero el hielo las ha tirado al suelo, y muchas del plátano y de los cerezos. El suelo del jardín está alfombrado de verdes que no cubrirán el tránsito habitual por el amarillo hasta el ocre. Las que han aguantado en el árbol no durarán muchos días. Esta mañana estaban lacias, murciélagos verdes y sin vida, sobre todo las de los cerezos, que a lo largo del día han ido cayendo a plomo, por el peso del hielo y de la savia que conservaban, nada de hojas que planean en vaivenes dulces hasta el prado. Han caído como si fueran los frutos. 
Todo tiene su interés. Esperábamos el hielo por lo menos dos o tres semanas más adelante, cuando las hojas hubieran perdido el verdor en el árbol, a su ritmo, y habrían ido cayendo cuando ya estuvieran secas y quebradizas y una brisa despegara los peciolos de la rama. Así han caído todas de golpe, salvo las del plátano, que no ha perdido demasiadas, menos mal, porque es enorme y cuando suelta las hojas todo queda cubierto de sus trozos de pergamino con aspecto de hojuelas de anís. Así tenemos unos días para ver esta extraña primavera, como un campo de batalla lleno de cadáveres recién abatidos que todavía no han perdido el color del semblante siquiera, con el gesto de estar vivos. Me gusta esa belleza trágica de lo que está recién caído, con toda la vida en sus venas, por última vez. Claro que el mismo hielo que las desprendió es posible que conserve unas horas más ese verde tan fresco al sol del mediodía. Es como una nevada de hojas que habrán de derretirse y convertirse en barro negro cuando suban un poco las temperaturas, y que entretanto conviene pisar con cuidado porque todavía están lo suficientemente enteras para que el hielo las haga resbaladizas. Luego todo será un túmulo de finas hojas marrones que se deshacen al pisarlas.
Esta segunda embestida del otoño, en este caso un invierno prematuro,  ha deshecho cualquier plan de armonía en la decadencia. Ha sido, más bien, un gran derrumbamiento. Las tardes tranquilas de sol cobrizo resbalarán sobre las ramas desnudas, nos privarán de los colores cambiantes y nos dejarán con un falso Seurat de tonos optimistas, haces intactos y enveses glaucos, y alguna mancha dispersa un poco más oscura.

16.11.19

Frío


Por la mañana, los cubos de agua donde beben los mastines llevan una capa de un dedo de hielo. Las agujas de cristal estrellado están también en el charco que han formado las roderas del camión cuando vino a traerme la tierra del huerto, y en las rugosidades de las juntas de las losas y en la boca del canalón. Otros cubos están a resguardo, los perros han podido beber durante la noche, pero no quiero que se quemen la lengua con el hielo y lo saco como si fuera la tapa de un bote de pintura, haciendo palanca con una estaca. El agua se estremece en ondas de apretada transparencia, más densa pero también más limpia. Cuando entro al taller, siento que los dedos se me pegan a la llave inglesa que había venido a buscar. Es posible que el frío cuaje el aire de modo que los objetos parezcan ateridos.
Es cielo está cubierto, la luz será la misma en cualquier hora del día. Paso revista a los efectos del hielo. Puse a resguardo unas clavellinas que trajimos de Valencia y nunca se habían visto sometidas a estas temperaturas. Aparentemente han aguantado bien, están algo tiesas pero los tallos no se han puesto más oscuros. Un último brote de la parra que cubre la casa cuelga con sus zarcillos quebradizos, las hojas detenidas en un rojo vinoso y sus nervaduras verdes cubiertas de escarcha. Puede que se caigan antes de llegar al ocre. Están algo encogidas, como abarquilladas, y junto a ellas los tallos ya leñosos, descoloridos, se confunden con el color arena clara del revoco de los muros.
Pican los nudillos de las manos, pero antes de sacar los guantes y ponerme en funcionamiento me quedo quieto unos segundos para sentir cómo el frío me envuelve y si me descuido me rompe los capilares de los pómulos igual que parecían romperse los nervios de la parra. Respiro y el vaho se confunde con el de los mastines cuando los abrazo. Hundo los dedos en su pelo ya más espeso, les acaricio la piel caliente de la cara. No aguantaré, como ellos, mucho más tiempo. Por primera vez está justificado no salir al jardín y postergar cualquier faena, y gozar del frío a rachas, mientras salgo a por leña y me dejo arañar por los filos helados de la escarcha que blanquean las hojas de los membrillos.

15.11.19

Piedra, 2


Me he pasado la mañana recogiendo, transportando y apilando lascas de rodeno para empedrar el caminillo que atraviesa los frutales. Son piedras terrosas, al sol es difícil distinguirlas de la arena, pero cuando les cae el agua sacan unos colores muy sofisticados, del rosa pálido al óxido de hierro pasando por todas las variedades pétreas del rojo: el indio, el ladrillo, el granate e incluso el rojo sangría. Sería tentador asimilarlo al ródon griego pero procede de ravidus, que es un color pariente del gris, ya tire al amarillo o al rojo. Y la verdad es que decir que las piedras tienen distintos tonos de rojo grisáceo no es andarse muy descaminado.
Las losas eran demasiado grandes y pesadas, pero había que andarse con cuidado porque además eran muy frágiles. En realidad son polvo, arena compactada con cuarzos y feldespatos que llenan la piedra de motas escintilantes. «El polvo es siempre el mismo polvo», nos recuerda un poema de Juan José Cruz. Y su evolución natural es descompactarse y ser otra vez arena de reloj. De hecho, las losas de las escaleras se redondean, las huellas forman surcos en los caminillos, bien es verdad que después de mucho pisarlas. Me gusta esa condición orgánica, su parentesco con la tierra. En la sierra de Albarracín se ve de cuando en cuando una paridera en ruinas, levantada con mampostas de rodeno y lentamente derretida por la lluvia y el viento. A la gente suelen darles pena, una estampa más de la despoblación, de los oficios de antes, etc., o bien alegría si pueden comportarse como agentes de erosión y llevarse las piedras a su casa. A mí, más que abandono, me inspiran la victoria implacable de los elementos. Los palacios duran tan solo unos siglos más que esas cabañas. Se confunden con el barro, se los traga la tierra.
Entretanto, las losas afilan las navajas pero también rascan las manos. Si son muy grandes elijo un punto del que puedan partir las grietas, y con un golpe nada fuerte se abren y los bordes se descascarillan. Al ponerlas luego en el suelo, el azar va formando la armonía de lo irregular: primero, a los lados, las que tienen alguna arista recta, y en el centro las que quepan sin separarse entre ellas más de dos o tres centímetros ni seguir otro patrón que el de no parecer ordenadas.

14.11.19

Túnel


Tenía que pasar una manguera por el túnel del tajadero, una pendiente de unos ocho metros de caída, y aunque cabe la posibilidad de cegarlo y llevar el agua con una tubería, lo cierto es que esa construcción tan primitiva lleva aquí, por las catas que hemos hecho cada vez que se descascarilla, lo menos ochenta años, motivo suficiente para conservarlo, y a eso me he dedicado un buen rato, a meter una sirga atada a la boca de la manguera por la entrada del túnel, e ir avanzando muy poco a poco (tumbado, con el brazo entero metido en un sitio húmedo y oscuro, a expensas de que una rata se merendase mis huellas dactilares) hasta que ha sido inevitable reconocer que en algún punto del túnel había habido un desprendimiento y estaba embozado. Su construcción consistió en abrir una zanja escalonada, forrarla de obra y cubrirla con un palmo de tierra donde el humus de millones de hojas secas creció y abasteció a la maleza durande décadas. Las paredes llevan ladrillos macizos antiguos, cocidos como mínimo en los años 50, verdes de muchos mohos, pero el techo, por lo que se vislumbra en las dos salidas que tiene antes de llegar abajo, son planchas de cemento con poco cemento y mucha gravilla de río que se deshacen al menor roce. Alguien que pasase por encima emitiría suficientes vibraciones para hundirlas. Hasta hace un par de años todavía levantaba la plancha de hierro del tajadero y bajaba el agua sin problemas hasta las lechugas, pero el agua no es una sirga atada a una manguera, el agua se lleva por delante los escombros y genera nuevos desprendimientos. Si se pudiese atar la sirga al agua…
Así que nada: como sucede cada vez que encuentran un paño de muralla árabe en el entorno de una iglesia, la mejor manera de conservarlo es taparlo, negarlo, dejarlo, en todo caso, para guarida de roedores. Queda una última posibilidad, digamos, intervencionista. Se trataría de reabrir la zanja (que pasa por debajo del taller y de sus cimientos) y volverla a tapar después con bardos de barro cocido y un cemento más resistente, y cubrirla de tierra y dejar que caigan las hojas por encima. De todas formas, me conformaría con instalar una cámara en la sirga para ver cómo ha sido ese lugar todo este tiempo. Ver lo que nadie ha visto.

13.11.19

Parra, 4


Sangran las parras. Son las últimas horas de estar las hojas sujetas al sarmiento, antes de que mañana, dicen, venga un temporal de viento y nieve, y aun así alguna resistirá unos días más. Pero las hojas rojas de las parras (me refiero a las de uva, porque la parra virgen que sube por la fachada sigue con su verde amarronado sin que los cambios bruscos precipiten la aparición del rojo ni mucho menos la deshojen) son de aquellas que o bien plantamos no hace muchos años o bien nacieron desmedradas, y a pesar de que sus sarmientos nunca se desarrollan, siguen estando vivas, echan hojas algo más pequeñas y de un verde más claro, y en vez de tomarse con manchas de bronce y acartonarse en un ocre oscuro que va aclarándose hasta que se cae, pasan al rojo igual que las quinquefolias que fueron las primeras en desnudarse. 
Ese rojo dramático es la variedad más descarnada de los tonos tierra, sin nada de azul, que ha perdido el verde por completo y desde el principio, y así evoluciona al color burdeos (color sangre cuajada) sin pasar por el ocre, que siempre necesita un resto de verdor. Será por la fragilidad de las hojas, esa misma anemia que hace que los sarmientos parezcan patas de saltamontes. 
Intuyo que la fascinación del azul hace que los colores sean más lujosos. A medida que le añado azul al rojo cadmio, entro en el color violáceo de las venas y el tono es más purpúreo, solemne y misterioso, pero no más profundo. En el jardín hay pocos azules, apenas algunas cortezas, las varas cianóticas de los arces, los reflejos de violeta en los cerezos, el gris de las cortezas de los chopos viejos. Aparte de eso, se concentra en las flores, en las rosas, en las glicinias, en los crisantemos, flores de sangre azul y esencia decorativa, pero también en los cardos y las lavandas. Y en muchos otros sitios, en todos ellos para teñir las flores. En invierno regresa el azul con el hielo y las ramas desnudas, pero hasta entonces qué hermosos son estos últimos rojos ensangrentados, antes de que el vino fermente y le salgan los taninos azulencos.
Suntuosidad y vigor, prestigio y sazón son adjetivos que se oponen como el cielo y la tierra. El trabajo es rojo y productivo, el poder es soberbio y azul.

12.11.19

Hinojo


Aparte de media docena de coles, que no sé qué tal les irá, tan solo hemos dejado en el huerto unas pocas matas de hinojo que trasplantaremos cuando traigan la tierra nueva. La helada leve de estos días atrás acabó de fundir las cuatro matas de pimientos y guindillas que quedaban, rojos, verdes y amarillos, que por algo pimiento viene de pigmentum. Arrancamos los cadáveres de tomatera, una mata de calabacín que aún tenía alguna flor tardía, algún puerro granado todavía tieso y, en fin, todo lo que se fue enredado con las varas. Pero el hinojo está estupendo y aguantará hasta el último suspiro antes del transplante o de ser cortado en juliana para un asado de lubina con rodajas de limón, casi lo único, por cierto, que recuerdo de Un caballero en Moscú, aparte de aquel método revolucionario de quitar las etiquetas a todas las botellas de una bodega selecta para que quien bebiera un Petrus se sientiera como si bebiese un Don Mendo. Pero no al revés.
Cuando llegamos aquí, el jardín era una pieza de 60 x 20, antigua tabla de cultivo, plagada de hinojo silvestre. No es lo mismo. El silvestre es un tallo descolorido que huele a anís barato, pero este otro hinojo culinario, aparte de que da un sabor muy fresco a las lentejas, es un tubérculo que parece un nudo de atar andamios, cuyo tallo, similar al del apio, se ramifica en una pelambre fina como la de las esparragueras e imposible de enfocar entera con la mirada, de modo que parece una retícula difuminada, una transparencia verdosa. Aquel otro hinojo que nos mareaba con su perfume mientras lo arrancábamos para cultivar patatas era más pálido y más espigado, y acababa en unas flores que son como sombrillas diminutas de color verdiamarillo agrupadas en otra sombrilla mayor. 
Es posible que un antiguo propietario cultivara el hinojo silvestre para comercializarlo en despensas y boticas, o que los utilizasen para dar de comer a las bestias, o para sazonar platos sofisticados. O que las hinojosas fueran aquí muy abundantes (es apellido relativamente frecuente), o incluso que hubiera vaqueras como las de Hinojosa del Duque, que aquí serían de Jarque. Quizá el hinojo se dé bien aquí desde que mi antepasado mudéjar dejaba que los barbechos se llenaran para destilar un protoanís medieval que, tal y como están las cosas, colaría como si fuese una tradición de toda la vida.

11.11.19

Rodrigón


Las varas de arce que empleamos para rodrigar las judías y los tomates ya están amontonadas para ser pasto de las llamas, unas en el bidón donde esta semana empezaré a quemar la broza y otras en la chimenea, como avivadores de la primeras llamas frágiles de los sarmientos, de los que también hemos llenado una espuerta en la leñera. Iba tirando al suelo los tutores y hacían un ruido hueco y agudo, como si por dentro ya estuvieran secos. Les quitaba la maraña de tallos filamentosos y algún grumo de tierra pegado a la base para contemplar el ocre que ha sustituido al gris verdoso de cuando los cortamos. No los guardamos de un año para otro. Aparte de que se partirían con la primera tormenta o a medida que se hiciesen gordos los tomates, forman parte del carácter transitorio de la huerta, hasta el punto de que bastaría con estar pendiente del color y la textura de su corteza, algo más arrugada, como si por dentro la madera se hubiera sunsido, para saber el grado de madurez de los frutos que sostiene.
En el caso de las judías estas varas son más lógicas, a fin de cuentas son enredaderas, aunque nosotros usamos pocas, las suficientes para mantener otra vara horizontal a un metro setenta de altura, aproximadamente. En vez de acribillar el suelo con las cañas, preferimos colgar hilos blancos de cocina de la vara transversal, para que las judías tiernas se enrosquen en ellos. Una vez que han alcanzado las barras horizontales, cortamos el hilo, y la sensación es que han ido creciendo por sí mismas y arriba forman una gruesa viga vegetal, de la que penden, soleadas, las vainas de las judías.
Los tomates son más raros, plantas incapaces de mantenerse erguidas cuando se llenan de fruto, a las que hay que armar un exoesqueleto a base de palos que asoman casi un metro, tiesos como velas, a los que vamos atando partes del tallo y de las ramas más desarrolladas. Asimismo atamos los tutores entre ellos con una beta de esparto para que las ramas se apoyen como apoya uno los brazos en el borde de la bañera.
Hoy, con la tijera, cortaré las varas en fragmentos de poco más de un palmo, los que acumulo en forma de tipi en torno al montoncito de sarmientos, antes de colocar los primeros palos de carrasca.

10.11.19

Ferralla


Hierros, tubos, chapas, latas, mallas, piezas, todo desparramado al pie de un muro, como si esos aproximadamente veinte metros de muro encarado al sol hubieran sido el sector metálico de un vertedero. De cada obra que se hacía sobraba un hierro, que luego se empleaba para otra obra, o quedaba siempre así, como una puerta metálica en muy buenas condiciones que perteneció a un corral en tiempos y ahora ya no hay ningún marco donde quepa. Hay que guardarla, igual que los pilotes de metal galvanizado de las señales de tráfico y los tubos largos oxidados que podrían valer para refuerzo de la pérgola del cenador… Hay que ordenarlo y, sobre todo, esconderlo, ponerlo en lugar poco visible, contra las vallas ya oxidadas de la linde sur, junto a la acequia del Cubo, en cuyos cuellos llenos de hierbas los gatos preparan sus camas y desde el otro lado de la acequia mis mastines les ladran como descosidos.
El sector metálico campestre es muy importante. El otro día, mientras segaba la hierba, fui a mover el bidón de lata en el que suelo quemar las hojas muertas y me quedé con un cilindro oxidado y una base pegada al suelo. El fuego había lamido tanto las junturas que ya estaban tan solo sobrepuestas. Lo llevé a un lado del muro, donde podría quedarse perfectamente otros veinte años según la inercia de la economía laboral. Haremos un esfuerzo para llevarlo a la escombrera.
De hierro son las verjas y las vallas, los pilotes de los emparrados y las varillas con las que sujeto en el huerto las tablas de los bancales. Las terrazas y las escaleras son una mezcla del negro ferruginoso de los barandados y el rosa tierra de las losas de piedra rodena. Cada día chirría la bisagra de metal de la tolva donde comen pienso los mastines, y trabajo en un tablero de madera con clavos, sierras, martillos y destornilladores. Estamos rodeados de dureza. Sin embargo el hierro, al contrario que el plástico, tiene una naturalidad más perceptible. El óxido de la puerta de metal que conduce a la acequia con las primeras lluvias, el culo del bidón, más fino que el papel de fumar, los mismos clavos que le echamos una vez a las hortensias para que fueran lamiendo el hierro. La cadenas de los mastines también son de hierro. Ahí yacen, como armaduras de serpiente abandonadas. Nunca las uso.

9.11.19

Huerto


Esta mañana he visto la primera rosada sobre los campos de calabaza. Los mastines, que son un termómetro fiable, han pasado la noche a resguardo, más por el súbito descenso de temperaturas que porque realmente tuviesen frío. Tenía que desmantelar unos cajones de cultivo porque el lunes me traen una carga de tierra fértil para el huerto. No es que este terreno sea improductivo, al contrario, pero drena en exceso, y sus componentes calcáreo y arcilloso enseguida lo apelmazan. Aparte de una franja que siempre se cultivó y cuya tierra, expurgada de piedras, tiene un color más orgánico y oscuro, en el resto, allá donde caves te sale la misma zahorra pedregosa. Antiguamente todo esto era un barranco interrumpido por bancales más bien estrechos, y ampliar las terrazas tuvo como contrapartida que las nuevas tablas surgiesen de un subsuelo árido. Las distintas obras iban exterminando el verde y apisonando el suelo, y después de aquellos traumas triunfaron los hierbajos más duros.
 Año tras año voy reconquistando espacio, como un colono de su propio jardín. La parcela que quiero limpiar antes del lunes ya ha dado varias cosechas aceptables, pero le quedan años de abono antes de alcanzar el grado de feracidad que uno quisiera ver desde la ventana. Es un trabajo de desmantelamiento de algo que costó bastante esfuerzo, porque los dos bancales de 10 x 1,5 metros fueron cavados por mi mano, sesenta centímetros de fosa para que la tierra se esponjara y creciera unos 20 centímetros por encima de su nivel anterior. Cada año la he cavado con un palanquín después de echarle buen recado de abono para que recuperara su altura. 
 Trabajar en el campo implica grandes esfuerzos para construir lo que dentro de poco tiempo será destruido. Incluso los muros que creíamos eternos se corroen y pandean y tarde o temprano hay que sustituirlos por cemento armado, cuya destrucción ya no es tan probable que contemplemos. Eché unas cuantas horas de pico y pala, como el sepulturero de un héroe troyano, y me las arreglé para traer los tablones de pino gallego y las varillas de hierro con que sujetarlos, el primer año parecía una plantación profesional, todo reluciente y bien nivelado, la tierra negra de abono y sin piedras, que aún yacen amontonadas cerca del manzano, bajo un lecho de madreselva que hoy también habrá que desbrozar.

8.11.19

Cerezo


Si hubiera que asignar un árbol al jardín, por ser el más abundante o el que germina y se cría con más facilidad, sin duda sería el cerezo. Hay tres bastante antiguos, medio siglo ya que los plantaron, que superan los diez metros de altura. El tronco es bajo porque en su momento les dejaron tres ramas para alcanzar a las cerezas, pero corría el dicho de que los cerezos no se podan, y los tres, más un cuarto que se secó hace tres o cuatro años, se hicieron grandes y copudos. Cuando en junio salen las cerezas, armados con escaleras no llegamos ni a la tercera parte de las ramas. Lo demás es pasto de los pájaros.
No todos los años, claro, porque no es excepcional que hiele a principios de mayo, cuando están reventando las flores, y les pase lo mismo que este año a los membrillos, que no den fruto. En todo caso son los reyes del jardín. Plantados en el medio forman una primera y densa cortina de hojas que fue continua mientras duró el cuarto cerezo. Recuerdo ver cómo languidecía, cómo aún salían, en alguna rama dispersa, hojas más que suficientes para creerlo con vida. Un año no dio ninguna, y el color de la corteza fue apagándose hasta un pardo ceniciento que contrastaba incluso en invierno con el ocre rosáceo de sus compañeros. Hubo que talarlo. De las tres ramas grandes todavía hubo madera para llevarla al tornero, a que sacara unas patas y un bastón, y del tronco salieron tres tablas cortas que guardo para el tablero de una mesa. Tendrían que morirse los otros tres cerezos para que saliera una farmhouse table en condiciones. Nunca nos sentamos en la madera de un solo árbol.
Abajo, orilla del río, entre choperas militares y maizales desvaídos, crece una pequeña plantación de cerezos, no más de una hectárea, rectos como cadetes, y de troncos más altos que los cerezos de recolección, lo que quiere decir que seguramente sea una especie borde que crece para ser mueble, porque tampoco son guindos. Una de esas especies gallegas que tienen pelusa en vez de flor y se podan para que nunca se bifurque y crezca más alto que los álamos.
Estos nuestros son frutales dejados crecer, y así seguirá siendo incluso con el cerezo que salió muy cerca de donde había muerto el otro y que ya se ha bifurcado por sí solo.

7.11.19

Parra, 3


De los dos tipos de parra virgen que crecen en el jardín, la quinquefolia ya perdió sus hojas a principios de octubre, pero la tricuspidata está preciosa. El resol de la tarde funde los colores de las hojas con el de los ladrillos de la fachada, un ocre anaranjado, casi rojizo, encendido, que tiñe las todavía muchas hojas verdes que le quedan a la parra. Hay, pues, un otoño de los días y otro, reversible, de las horas, y el verde de por la mañana es ocre por la tarde, y al día siguiente amanece un poco menos verde y atardece un poco más terroso.
Esta nuestra es salmantina, de una casa de labranza envuelta en parras y cubierta de glicinias. Su dueño me cortó unos codos de parra pero me advirtió contra la glicinia: así como la vieja parra nunca había dado otra cosa que fresco y alegría, la raíz de la glicinia salió por uno de los dormitorios, debajo de la cama, y cuando quitaron las losas descubrieron unas raíces gordas como anacondas que no habían levantado en vilo la casa entera porque no habían querido. Hubo que talarla, y eso que ella sola cubría la pérgola del patio, e inyectarle después unos venenos. Cuando se pudran las raíces, la casa se hundirá en la tierra.
De modo que pusimos las glicinias apartadas de los muros, pero la parra virgen sigue su conquista de las fachadas. Como no la reconducimos, ni falta que hace, las ramas siempre tienden a subir, llegan al tejado antes que al siguiente ventanal, y cuando han cubierto el alero, en vez de levantar las tejas, las puntas se descuelgan y al perder contacto con la pared detienen su crecimiento. Paralelamente, las ramas nuevas que le salen al tronco van buscando altura con un ángulo algo más cerrado respecto al suelo, algunas casi horizontales, que cuando encuentran espacio por arriba tuercen sus tallos y se enderezan como los brazos de un candelabro.
Salamanca es tierra de secano más allá de la vega del Tormes, y esta parra tampoco necesita riegos muy frecuentes. En el norte crece a sus anchas la yedra, amiga de la sombra, pero en las zonas más enjutas y soleadas se reseca enseguida. La parra virgen, en cambio, se orienta hacia el sur, y si alguna vez los bordes de las hojas se requeman es obra del viento, no del sol.

6.11.19

Albaricoquero


Al viejo albaricoque de la entrada le ha salido también una hermosa vertiente japonesa. Resulta que, hace muchos años, dejamos crecer un chupón de álamo blanco a muy pocos metros de él. Conforme crecía el chopo, yo iba enroscándole las ramas, que crecen casi paralelas al tronco, de modo que en pocos años era un tallo de cinco metros de altura con trenzas invertidas. La curiosa conformación de su ramaje le salvó la vida.
    Pero los chopos son malos vecinos, y al albaricoquero, que antes lucía una copa ancha y tendida, se le secó la parte que daba al chopo, como si cada raíz se ocupara de una rama distinta. Lo más probable es que el chopo lo esté secando entero y que la muerte, cualquiera sabe por qué, haya empezado por ahí. El caso es que esa mitad de copa sigue viva, y en vez de parecer lo que es, un árbol mutilado, en todo caso un santón con el brazo seco, ha adquirido un movimiento muy melodioso, sobre todo ahora que las hojas tienen ese amarillo tan fresco.
    En realidad es la última rama grande que le queda, que pasa sus últimos días con languidez y resignación. La vida de este albaricoque no ha sido fácil. Una vez, cuando estaba joven y lustroso, vino una excavadora a abrir la zanja para unos cimientos y en uno de los giros se llevó una rama por delante, la arrancó del tronco, la corteza se rasgó y dejó al aire una herida profunda.
    No solo sobrevivió el árbol sino que al año siguiente se llenó de unos albaricoques muy dulces. Sin embargo, como si hubiera sido una reacción desesperada, ya no volvió a dar grandes cosechas. Es como los otros árboles decanos, un anciano que cada primavera nos sorprende con que siga vivo, y que nos está regalando unas imágenes más despojadas que nunca, en cierto modo más esenciales.
    Cuando, un año de estos, se seque del todo, el álamo rampante de al lado, que ya tiene el tronco ancho como un tambor, pasará a mejor vida, es decir, a ser un árbol trasmocho. Hasta ahora puede que perjudicase al albaricoque pero al menos no le quitaba el sol. A partir de ahora las ramas jóvenes crecerán más extendidas, y aún queda tiempo para que formen vigas con las reparar el techo del cobertizo. Siempre hay un cobertizo que se hunde.

5.11.19

Castaño, 2


Todo ha cambiado en dos días. Hasta ayer podía ser consciente de la evolución, las novedades se sucedían según la naturaleza de las especies: las que aguantan la clorofila más o menos tiempo, las que se deshojan por viejas o por jóvenes, las que resisten mejor o peor las primeras bajadas de temperatura. Ahora el parte de guerra duraría más que la situación. El otoño ha entrado en fase coral irreversible. En términos teatrales, ha empezado la apoteosis, o al menos el viento la ha adelantado, entera o una parte de ella, veremos.
De pronto me doy cuenta de que el odioso ailanto ha perdido el verde sin pasar por el amarillo, o que asoma el complicado ocre de los membrillos, al que este año tengo que estar muy atento porque busco color para una pared, o que en el muro que forman los árboles más grandes, el cerezo, el nogal, el castaño y, detrás, el chopo centenario, con la catalpa por delante, en cada árbol han empezado a secarse las hojas a su manera, cuando en verano apenas se pueden distinguir leves matices de verde bañados en luz.
Los días tienen también ese efecto de avenida, de arramblar con los detalles, arrastrarlos a todos juntos de manera que no podamos detenernos en ninguno. El verde es aún mayoritario, bastante uniforme. Los manzanos y buena parte de los cerezos conservan el tono más oscuro, estos ya moteados de ocre. Los álamos temblones ya están todos amarillos, pero los chopos blancos mantienen su color, y a pesar de su altura el viento no ha hecho en ellos ningún estrago. Pero los castaños han entrado en ese marrón enrojecido, como si estuvieran ardiendo sin fuego. Hay uno que solo puedo ver en esta época del año. Lo planté demasiado cerca del nogal y se lo ha comido, crece por dentro de las otras ramas, es necesario acercarse mucho para ver por dónde asciende su fino esqueleto, mucho más arriba que el castaño de al lado, aquel que se quemó, y que ahora, lleno de hojas requemadas, parece una cerilla gigantesca. Esta mañana había unas manchas cobrizas entre el verde amarillento de los frondosos árboles que lo acompañan, unas ramas negras con el reflejo de los primeros rayos. Dentro de unos días, cuando todos hayan perdido todas las hojas, el castaño volverá a ser invisible dentro de una maraña de ramas grises.
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