18.6.20

Joyas africanas



El propio Baroja consideraba que Paradox, rey no había tenido ningún efecto entre unos círculos intelectuales a los que la cuestión colonial traía sin cuidado. Pero no había sido el primero en intentarlo. Ángel Ganivet, que conocía bien las cloacas coloniales desde su puesto diplomático en Bélgica, había escrito en 1897 La conquista del reino maya por el infatigable conquistador Pío Cid, en la que un aventurero se adentra en África con ánimo redentor y acaba, como en los tebeos, dentro de una olla. A Baroja no le gustaba esta novela, pero, al menos en sus primeras páginas y en su idea general, sí la conocía. A quien sí conocía, incluso personalmente, era a Cunningham Graham, el reverso de Kipling en cuanto a su visión del colonialismo inglés, y a quien sí leyó fue a Bernard Shaw, igual de combativo, y es probable que tuviera noticia del gran clásico de la época, El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.
 La idea de Paradox, rey se le había ocurrido seis años antes, en los últimos días de 1900 y los primeros de 1901. Él y su hermano Ricardo (Juan Gualberto Nessi) fueron enviados a Tánger por el periódico El Globo, donde también trabajaban Azorín y Maeztu, a cubrir la revuelta de las cabilas, al mando de un santón de origen argelino, un tal Yilali Ben Dris Zerbruni el Yusufi, alias El Rogui —el rebelde— y Bu Humara —el hombre de la burra—, contra el sultán Muley Hassan, Adb el Assis, un adolescente mangoneado por los ingleses a quien acabaría derrocando su hermano mayor. Los telegramas que envió Baroja a El Globo son una muy interesante pieza de arqueología barojiana, así como los cinco artículos largos, sobre todo los que se ocupan de la narración del viaje y de la colorista descripción de Tánger. Pero Baroja era demasiado honesto para ser periodista —nunca se inventa nada ni da por cierto lo que no ha corroborado— y demasiado, digamos, novelista para ceñirse a lo imprescindible. Incluso en los escuetos telegramas introduce notas de color, y en los artículos ya nos daría lo mismo estar ante un reportaje que ante una novela: es pura esencia barojiana. Tiempo después, en Intermedios, contaría que el reportaje no salió porque Ríus, el director de El Globo, no quería que le enviase mas que «chismes y cuentos».
 Baroja empleó algunos pasajes de estos artículos para escribir Paradox, rey, y frases sueltas en alguna novela posterior, sobre todo la imagen del moro arreando un burro al grito de ¡balac!, ¡balac!. En Paradox, aparte de sus recuerdos de Valencia, a donde se habían exiliado el héroe Silvestre y su amigo don Avelino Diz, aparece la república del Cunani, el empeño estrafalario de un bohemio llamado Sarrión Herrera que, como todos los empeños bohemios, quedó disuelto en el éter. Pero también encontramos la descripción de la banda de chirimías y dulzainas que lo despertaba en su pensión de Tánger, y la miss beoda montada en un burro (a quien el moro Hachi Omar le grita lo de ¡balac!, ¡balac!, así como la travesía de Cádiz a Tánger o el grupo de ingleses con aspecto de pintores que comen higos de un saco de papel. 
 La novela, no obstante, es mucho más. Sea por su contenido anticolonialista, sea por su aspecto humorístico, creo que se la ha tenido siempre como una pieza menor. Para el homo barojianus, en cambio, es una mina. La novela cuenta una expedición organizada por el judío Abraham Wolf para fundar un país en el que se puedieran refugiar los judíos pobres. Wolf desaparece a las primeras de cambio y embarcan, aparte de los dos amigos españoles y del marinero vasco Goyzueta, un francés con su hija, un alemán, varios ingleses, una cabaretera del Moulin Rouge, un italiano, una sufragista, un árabe y algunos miembros de la tripulación. Naufragan y aparecen en una isla del todo robinsoniana donde son capturados por mandingos del reino de Uganga, de los que logran escapar desviando un río (un empeño ingenieril muy de la época) y a los que finalmente someten con Paradox como rey, que instaura un régimen pseudosocialista en el que no funciona la autoridad sino el sentido común, que en el caso de Paradox/Baroja es bastante peculiar.
 La novela es un tintero de donde irán saliendo temas, formas, estilos y personajes en los años venideros. Goyzueta, por ejemplo, un marinero al que se encarga de gobernar el barco, es ya el prototipo, más que de Shanti Andía, que también, de Itxaso, de Galardi y del piloto Embid, que irán apareciendo, respectivamente, en Las inquietudes de Shanti Andía, El laberinto de las sirenas y Los pilotos de altura. Y al margen de que a Baroja le encantasen desde chico las novelas de aventuras robinsonianas (más que de Julio Verne, a pesar del enfrentamiento entre embajadores que recuerda a Miguel Strogoff), la descripción del naufragio y de la llegada a tierra es una pieza de primera clase: intensa, precisa, salobre, con todo el afán por la acción que teñirá después sus mejores páginas marineras. Pero no solo eso. Sipson, el inglés (antológica su manera de convencer a los nativos), es otro modelo que Baroja irá desarrollando en personajes como Thompson, el héroe de El viaje sin objeto, un tipo sin prejuicios, práctico, directo, ajeno a la ñoñería del francés o a las ínfulas del alemán, con el que Paradox, cómo no, se entiende a la perfección. 
 Y también en términos de técnica narrativa. Ya había practicado la novela dialogada en La casa de Aizgorri, una forma que los nuevos novelistas de la época (también Galdós) adoptaron para evitar la pesantez narrativa decimonónica, y que Baroja retomaría veintitantos años después en una de sus piezas maestras, La leyenda de Jaun de Alzate. Pero lo importante es que aquí Baroja emplea el diálogo como un cañamazo en el que enhebrar pasajes líricos (los tres, célebres: el Elogio del acordeón, que huele a las páginas finales de Shanti; el Elogio de los caballos viejos del Tío Vivo o el Elogio de la destrucción, un alegato que firmaría cualquier protovanguardista de la época que hubiera leído a Nietzsche) o en que pulir su prosa hasta dejar unas acotaciones que son gran prosa barojiana: tersas, medidas, intensas, transparentes, con un sentido del ritmo que no abandonará jamás.
 Desde luego que Paradox es eso que se llama un trasunto de Baroja, y la novela entera el ensayo de un anarquismo muy de la época: fuera escuelas, fuera maestros, fuera bancos y burócratas, fuera gobernantes picudos y artistas de la pista; incluso lo es en dos aspectos que un siglo después están igual de vivos y son igual de disolventes y provocativos. Baroja se ríe del republicanismo pomposo del francés; para él, la diferencia entre un rey y un presidente de república estriba en que llevan adornos diferentes, pero, por lo demás, todos se dedican a cazar conejos y no hacer nada útil. Lástima que no lo lean quienes todavía creen (o hacen como que creen) en una especie de república de Jauja que nos hará a todos buenas personas. A Baroja no le acaba de convencer la democracia: «El pueblo es imbécil», dice Paradox, cuando los nativos lo llevan en andas porque necesitan un rey al que obedecer. En estos tiempos de populismo delirante, sus palabras suenan como un ensalmo, así como esa prefiguración del déspota nativo que, curiosamente, aún no se había instalado en África pero que tendría sangrientos ejemplos muchos años después.
 A esta novela, en fin, creo que le hacen daño los prejuicios, el imaginar lo que va a ser. Aparte de las preciosas ilustraciones de Julio Caro para la edición de Caro Raggio, de un par de artículos interesantes de José Alberich y de Jorge Campos y de una extraña y pesada superchería de Alberto Porlán, no ha dado mucho de sí entre la crítica barojiana. Y, sin embargo, si tuviéramos que buscar un buen antecedente para lo que después sería la gran novela barojiana, entre el sarcasmo y el lirismo, entre el reportaje y el ensayo, entre la fantasía y el recuerdo, creo que no íbamos a encontrar mejor ni más completo antecedente que Paradox, rey.

7.6.20

Un paseo hasta los cines Ideal


La modestia es siempre falsa, sin excepciones. Su reverso, la petulancia, obedece al mismo mal: la hipocresía. Entre ellas hay un espacio de sinceridad que va de la naturalidad a la crudeza, adobado por dos virtudes altamente higiénicas: no ser devorado por la culpa, por la gran culpa, y no quejarse, que es de mala educación.
Quien tenga por suculentos todos esos ingredientes se va a dar un festín con la autobiografía de Woody Allen. Quien siga la máxima de don Quijote, yo sé quién soy, encontrará en el libro la imagen de un tipo al que no se le puede reprochar que haya sido un referente cultural para varias generaciones. Al contrario, es incluso más interesante que esos tirillas angustiados que tanto placer nos han dado en la pantalla. Allen empezó vendiendo chistes con 16 años y casi setenta años después sigue sentándose a trabajar por la mañana y disfrutando de la buena vida por las tardes. Podía haberse quedado (es un decir) en un gran monologuista, y ahora no estaríamos hablando de él como nunca hablamos de sus otros colegas (algunos, según afirma rotundamente, mucho mejores que él), o como es posible que generaciones venideras no hablen nunca de Louis C. K., hoy en día la gran estrella de los monólogos, de no ser porque Allen ha sido lo bastante inteligente como para saber de quién se tenía que fiar, en su caso del agente Jack Russell, capaz de aconsejarle, cuando Allen era un veinteañero que ya ganaba dinero a espuertas, que rechazara un contrato formidable y siguiera un par de años más picando piedra en un garito de segunda fila, o que no se centrara en un solo género si lo que quería era desarrollarse como artista.
Por cierto, da envidia que hable de un mundo en el que los agentes aconsejan bien, los artistas se apoyan y se alegran de los éxitos del otro, los periódicos prestan atención a desconocidos y los productores poderosos tienen siempre tiempo para escuchar qué tiene que decirles un novato. Sin todo ello es muy poco probable que Allen fuera quien ha llegado a ser, y así lo reconoce sin tapujos, el producto de un sistema que funcionaba bien. Nada de lo que él hizo en sus inicios es siquiera verosímil en nuestro mundo de idiotas y farsantes, de los que él, como todos sabemos, también ha sido víctima. No sé si en el delirante país donde vive ya se ha publicado su autobiografía, pero sí que debería ser un libro de consulta obligatorio para las nuevas generaciones de artistas, siempre y cuando estén dispuestos a creer en sí mismos, claro. Pero no para esas inacabables remesas de eruditos en la ciencia de mover la cámara o utilizar eso que Allen desprecia, el material de apoyo, sino para quienes piensan que lo más importante de una película es una buena historia y unos buenos actores, no ese enciclopedismo que genera mucha copia ilustrada y pocas obras memorables.
El arranque, el primer acto de esta autobiografía es, pues, divertido y aleccionador. Allen es un escritor estupendo: su brío indeclinable, sus inteligentes cambios de registro, el tono directo, los chistes genuinos, casi todos basados en la hipérbole irónica, que nunca falla. El agua fluye con su caudal transparente y delicioso y uno no encuentra el momento de salir, por más que se le arruguen las yemas de los dedos. La historia de su familia es un festival de ingenio y buen humor. Allen sabe traslucir el afecto por detrás de la chirigota, de modo que nunca queda meloso y nunca racanea con aquellos a los que quiso de verdad.
Los dedos se arrugan del todo cuando llega el segundo acto, la tenebrosa Mia Farrow. Toda la historia de sus falsas acusaciones (bastaría con fiarse de Allen, de su esposa Soon Yi o de su hijo Moses, pero la cosa ya fue juzgada por partida doble en su momento) es minuciosamente relatada con una prosa que, sin perder jamás la fuerza, se nota medida con un calibrador de relojero, no para no decir la verdad, sino para no dar más carnaza a los sabuesos del clan Farrow, siempre atentos a cazar un hueso del que cuelgue alguna mínima piltrafa. Uno asiste a la truculenta historia y se plantea un par de cosas: ¿cómo es posible que un tipo tan inteligente como Allen no tenga olfato para detectar a psicópatas como Farrow?, y, por lo mismo, ¿cómo se dejó anegar por un alud que suena tanto a millonarios pasados de rosca? Pero vaya, esto es América, el paraíso de la extravagancia desquiciada, donde se ruedan películas sobre el macarthysmo mientras sus actores son amenazados por otra caza de brujas igual de demoníaca.
Este segundo acto es como el juicio de las películas de juicios, lleno de testimonios fiables y apreciaciones exactas, rematado, muy a lo Woody Allen, con un final romántico y feliz, su matrimonio con Soon-Yi. Y la tercera parte vuelve a sus películas, una por una, lo que para sus admiradores tiene algo de guía de nuestra propia vida. Durante muchos años, mientras yo vivía en Madrid, era un rito ineludible, cada otoño, pasear con Inma hasta los cines Ideal, en doctor Cortezo, encontrarnos allí con buenos amigos, casi siempre Nuria y Pedro, y ver la película de Woody Allen, antes, durante y después de que su triste historia tuviera lugar y se reprodujese al cabo de muchos años, cuando Allen pasó directamente a ser un apestado y en su país solo unos pocos tuvieran valor para salir en su defensa. Las productoras norteamericanas (y mucho actor cobarde) le dieron la espalda, lo que, curiosamente, redundó en beneficio de sus admiradores europeos. Rodajes en Londres, Roma, París o Barcelona, o en Oviedo y en San Sebastián, ciudades de las que no escatima elogios, como tampoco de aquellos españoles (Penélope, Almodóvar y Bardem, sobre todo este) que no se dejaron llevar por el populismo fariseo.
La vida de una estrella tiene un precio que pagar: es muy difícil, por muy buen escritor que sea, no convertir algunas páginas en un listín telefónico. Se ha amado a tantas mujeres, se ha conocido a tantas figuras y se ha trabajado con tantos nombres famosos que cualquier nómina honesta resulta, en ocasiones, un poco cargante; en pocas, ciertamente, porque de todas ellas Allen tiene algo curioso que decir, alguna anécdota jugosa, alguna broma marca de la casa. Destellan sus amigos de siempre, la fascinante Diane Keaton a la cabeza, pero también un surtido de actores, sobre todo actrices, para quienes ha tenido que hacer malabares si no quería repetir los adjetivos eminentes. Todos son maravillosos. A los idiotas, como dijo el otro, que los nombre su madre.
Me queda, tras la lectura rápida y gozosa, la idea de un cineasta que nunca ha terminado de quedar del todo satisfecho con nada. No le duelen prendas en señalar cuáles son los defectos de algunas de sus películas, pero tampoco en defender las que él considera buenas películas incomprendidas. A mí me gustan casi todas, pero en especial me satisface que considere Manhattan mistery murder una de las mejores, precisamente por su levedad, por su carácter en absoluto pretencioso, por el sencillo placer que produce verla. Él dice que, contrariamente a lo que indican sus gafas, no es ni ha sido nunca un intelectual. Bueno, digamos que es un intelectual de la levedad, que, a fin de cuentas, es la forma más inteligente de ser intelectual.

Woody Allen, A propósito de nada. Autobiografía, trad. Eduardo Hojman, Alianza, 2020, 439 p.

4.6.20

Sol menor


Fue en mitad de uno de los fireworks de Haendel que tenían que interpretar tres veces por semana durante todo el verano. Se equivocó de nota, en mitad de una fanfarria, menos mal, porque si hubiese sido un solo de oboe se habría notado como se nota un gallo en un tenor. Tan solo, si acaso, podría haberlo notado el fagot, siempre detrás de ella, respirándole en la nuca. Pero el fagot era un caballero inglés incapaz de decirle a una dama que se había equivocado. 
Daba igual. Aunque solo lo supiese ella, aunque al astuto Breshkovski, el director, se le hubiera pasado por alto en mitad de los petardos. Pero a Violeta no le preocupaba haberse equivocado, esas cosas pasan. Era posible incluso que, como Violeta era más alta que la media, los músicos la hubieran visto incluso sonrojarse. Lo que le preocupaba era el modo. Estaba muy pendiente de la partitura, era un Mi mayor nada forzado, veía complacida cómo sus dedos seguían la fuga con suavidad, pero con la misma delicadeza, como si formase parte de una conexión exclusiva entre las notas negras y las yemas de los dedos, había dado un Sol menor. El error no era desliz. Había que cambiar de posición todos los dedos de ambas manos para cometerlo. Era una falsa orden, un despiste de los dedos, del cerebro, de lo que fuera, pero no suyo.
El error no volvió a aparecer en toda la gira de verano. A Violeta le seguía costando pensar que lo hubiera cometido ella. El error se cometió a sí mismo y, por absurda que resultase, esa era la única explicación convincente que se le ocurría. No hubo sobresaltos, pero le costaba mucho más esfuerzo. Ya no se atrevía a tocar sin partitura por más que se la supiese de memoria. Desconfiaba de la relación que se había establecido entre sus ojos y sus dedos, de manera que rehabilitó al cerebro en sus funciones de vigilancia, y aún tuvo que hacer un esfuerzo suplementario para que tanta concentración no afectase al fluir de la música, no la empastase ni la sincopase sino que siguiera siendo la que era cuando no necesitaba tanta atención.
Habían empezado los ensayos de la temporada de otoño, los programas triples con los que exprimían a los miembros de la London Baroque, las giras por barcazas inestables, las piezas de cámara y la ópera Dido y Eneas como broche final a mediados de octubre, en Londres, en la Royal Opera House. La ópera no estaba prevista, porque las partituras originales de Purcell no incluyen oboes, pero Breshkovski había decidido incorporarlos en detrimento del protagonismo del violín, y Violeta terminaba los ensayos tan exhausta como un corredor de fondo que se hubiera visto obligado a ser consciente de los movimientos de sus piernas. De hecho había retrocedido hasta el terreno vulgar en el que no cabe hablar de una interpretación sino de una reproducción. Atrás quedaron esos trinos casi involuntarios que sus compañeros de la sección de viento aplaudían por su frescura. Todo era según decía la partitura reescrita por Breshkovski, según el cerebro administraba las tareas, según los dedos obedecían sin rechistar.
Quizá por culpa del cansancio los efectos volvieron a reproducirse a finales de septiembre, a tres semanas escasas del estreno de la ópera. En mitad de una sonata de Zelenka que estaban interpretando en un college de Oxford, volvió a confundirse aparatosamente, y esta vez el público quizá no se dio cuenta (el resultado no había sonado mal y Zelenka es un músico desconocido), pero sus cuatro compañeros elevaron las cejas o abrieron los ojos, casi por instinto, como si el error hubiese sido un codazo, o un mal recuerdo.
Después, en el pub, tuvo que sincerarse. “No sé por qué he dado ese Sol menor, será que estoy cansada”. Pero luego, en la soledad de su apartamento de Londres, se arrojó en brazos de la obsesión. Leyó todo lo que fue capaz sobre enfermedades asociadas a la distonía, la bestia negra de los músicos de viento, capaz de arruinarles la carrera e incluso de condenarlos a una silla de ruedas para el resto de sus días, si no a efectos devastadores en su equilibrio mental y emocional. Si la distonía era el problema, podía empezar a despedirse de la música. 
Se fijó un plazo, hasta el estreno del Dido y Eneas. Según como fueran las cosas para entonces, tomaría algunas decisiones: acudir a un neurólogo, someterse a una terapia o, si fuera necesario, abandonar la profesión. Siempre podría tocar en orquestas que no abusasen de ese modo de sus músicos, en Alemania, en Italia o en España, en alguna banda municipal, en alguna charanga de pueblo, en algún tanatorio. La música seguía estando por encima de todo.
Durante los ensayos no se volvieron a cometer los errores pero era imposible librarse del miedo a cometerlos. Los compañeros empezaron a darse cuenta, no tanto por el resultado de sus interpretaciones sino por su actitud personal. Ya no tomaba la pinta de después de los ensayos en el Steel’s con el fagot inglés, prefería pasear con la flautista japonesa en los descansos entre los árboles de Regent’s Park, o sola, sin nadie que le hiciese pensar. En su casa comía cualquier cosa y se pasaba el tiempo ejercitando con mancuernas los músculos del labio y practicando yoga. De vez en cuando, un par de veces por semana —tampoco podía permitirse más—, contrataba a un fisioterapeuta que le relajase los músculos del cuello.
Si al tiempo de recuperarse le sumaba el tiempo de ensayar por su cuenta y el de dormir lo necesario, no le quedaba un minuto para dejar el cuidado de su cuerpo y dedicarse un poco a sí misma. Pero había notado que solo en un punto concreto de la tranquilidad, poco antes de entrar en la despreocupación pero todavía consciente de todo, era donde menos esfuerzo le costaba mantener los dedos a raya, ordenarles sus movimientos e incluso, en ocasiones de especial seguridad, dejarse llevar como antes.
El precio era bastante alto, pero ya llegarían las vacaciones. Los fines de semana permanecía en casa, estudiando, y cuando el fagot inglés o la flautista japonesa o el clarinetista búlgaro la llamaban para salir, para cenar, ir al cine o pasear por la campiña inglesa, ella estaba siempre ocupadísima, había venido de Madrid su madre a verla y tenía que enseñarle Londres. En parte, solo en parte, era verdad, porque su madre iba una vez al mes —tampoco podía permitirse más— y le fregaba la casa. Rara vez salían. La madre ya sabía dónde estaba el supermercado y le hacía la compra del mes, de modo que ella podía reproducir un sábado el horario de un martes sin la más mínima perturbación. Cualquier perturbación empeoraría las cosas.
Para cuando Breshkovski, el director, le pidió que fuese a su despacho, Violeta sintió un cierto alivio. Era el final. El meticuloso Breshkovski estaba a punto de poner fin a esa consciencia tormentosa. Cuando el director, un tipo calvo, muy moreno, georgiano del mar Negro, ancho y chaparrudo, con bigotazo, llamaba a alguien con esa mueca de servilismo, era para decirle que no lo estaba haciendo bien. Nada más terminar el Dido y Eneasmedia orquesta tenía que renovar contrato, incluido el propio Breshkovski, que había sido contratado para un año con opción a otro. Su perfeccionismo metálico, soviético, y su oído de gato montés captaban los más mínimos deslices del último violín, y solía corregirlos en privado. Cada día, al terminar la última sesión, había media docena de agraciados que debían esperar turno para ir a su despacho. Si lo hubiera hecho en medio del ensayo, como todo el mundo, no habría sido tan humillante. Los que repetían dos días seguidos, algunos de sesenta años, músicos magníficos la mayoría, jugaban a burlarse de la situación haciendo como que eran niños pequeños a los que el maestro había castigado, pero otros lo pasaban mal. 
Violeta era del grupo —bastante amplio, por otra parte— de músicos a los que Breshkovski no había llamado nunca la atención. Cuando escuchó su nombre, sintió en el hombro la mano de Adam, el fagot inglés, no estaba claro si de ánimo, de solidaridad o de condolencia; seguramente con la mejor intención. Era un hombre más o menos de su edad, cerca ya de los cuarenta, exageradamente inglés, con el pelo rubio ondulado, color rosa pálido, gafas muy gruesas y piernas muy largas, que más de una vez la había invitado a fotografiar los amaneceres de Morgate sin que Violeta mostrase demasiado interés.
El suplicio duró casi cuarenta y cinco minutos, los que tardaron en entrar y salir del despacho de Breshkovski el chelo italiano, la trompa checa, el clave portugués y la flauta argentina, que fueron pasando delante de ella, la oboísta española. Los ingleses nunca eran llamados a capítulo. Eran los tiempos del Brexit, un largo sábado de incertidumbre.
Cuando entró al despacho, Breshkovski se deshizo en agasajos y la invitó a que se sentase con una sonrisa de dientes enormes que Violeta no había visto nunca. Para su sorpresa, no la había llamado para recriminarle nada sino para felicitarla por su trabajo. Violeta no daba crédito. ¿De veras no había notado nada? ¿Tan metalúrgico era su sentido de la perfección que no había notado siquiera una leve merma en la fluidez interpretativa? Con su inglés estropajoso, Breshkovski dijo que, si decidiera quedarse al frente de la orquesta el año siguiente, cosa que ya le había propuesto el consejo de administración de la London Baroque, y que él aún tenía que estudiar porque había sobre su mesa ofertas muy interesantes de las orquestas de Delaware, Mónaco y Qatar, no dudaría en ascenderla al puesto de primer oboe, porque el repertorio en el que estaba pensando se ajustaba más a la sobriedad precisa de Violeta que a la inclinación a la filigrana del oboísta primero, de origen vietnamita. ¿Y no me podía haber dicho eso sin ponerme en la cola de los tontos?, pensó Violeta, pero ni se le ocurrió decirlo. 
Al final de tanto piropo sospechoso salió el peine. Breshkovski le dijo que su hija había venido a pasar unos días a Londres, que él estaba muy ocupado con los preparativos de la ópera (el contratenor irlandés le llevaba por la calle de la amargura, la mezzosoprano rumana era un desastre) y que le haría un gran favor, ya que eran más o menos de la misma edad, y ella, Violeta, era una mujer simpática y muy responsable, “como todas las españolas”, si sacaba un poco a su hija del hotel, a que le diera el aire.
En un mundo de relaciones laborales justas Violeta le habría dicho que no, le habría recriminado la vejación pública y le habría amenazado con demandarlo por chantaje. Pero los músicos de la London Baroque, al menos los extranjeros, dependen de los informes de los directores. Violeta salió de allí más indignada que otra cosa. Se tenía que arrastrar, perder horas de estudio, de ejercicio y de relajación, perturbar su sistema nervioso para mantener un puesto de trabajo que la estaba volviendo loca y que amenazaba con dejarla paralítica.
Natalia no resultó ser tan antipática como su padre. Todo lo contrario. Era una muchacha tímida y generosa, menuda en comparación con la envergadura de Violeta, una de esas chicas altas y cabizbajas que si va deprisa tiene andares caballunos.  Cada vez que veía que estaba en su mano hacer algo por Violeta, no lo dudaba un momento. Violeta se preguntaba si es que en el mar Negro se confunde buena educación con servilismo, como en España, porque a todas horas Natalia estaba dándole las gracias por haberla llevado a un sitio tan bonito, o a un teatro, casi como si Violeta fuera la actriz principal de la comedia, o a una exposición de arte, como cuando fueron a la Tate Modern y Natalia empezó a reírse de puro entusiasmo al ver la instalación de Ai Wei-Wei en la Sala de Turbinas, el suelo cubierto por millones de pipas de girasol hechas de cerámica y pintadas a mano, una por una, por otro millón de artesanos chinos, o como cuando la llevó a pasear por Candem y cada vez que entraban en una tienda Natalia iba cambiando de aspecto, ahora con unas botas Doctor Maertens, luego con un piercing en la nariz, más tarde con una camiseta negra de Sex Pistols, por no hablar de cuando preguntó a Violeta de qué color debería teñirse el pelo, aquel castaño suyo del mar Negro, y no dudó un momento, cuando encontró el frasco adecuado, en comprar un tinte del color de la madera del oboe, que también era violeta.
Le hizo perder bastantes horas de ensayo, y cuando acabó el primer fin de semana de turismo londinense Violeta no había dedicado ni un minuto a la partitura del Dido y Eneas. Llegaba tan cansada de las inacabables excursiones con Natalia que caía redonda en la cama. El ensayo del lunes fue un desastre, no estaba concentrada y en un par de ocasiones los dedos interpretaron lo que les dio la gana, no lo que su cerebro les había ordenado. Breshkovski no la llamó a capítulo, pero sus compañeros de la sección de viento, sobre todo los que formaban con ella el cuarteto, se alarmaron considerablemente. El único que trató de quitar hierro al asunto, cómo no, fue el fagot, que se ofreció a acompañar a Violeta hasta su casa y en el camino le propuso un fin de semana en Morgate.
Violeta no sabía si estaría disponible, tenía que recuperar el tiempo despilfarrado el fin de semana anterior, volver a sus asanas, sus mancuernas, su cúpula de nieve artificial. Pero fue imposible. Nada más llegar a casa, sonó el timbre y era otra vez Natalia, dulce y sonriente, lista para visitar un par de galerías del Bricklane que no cerraban hasta tarde. Violeta no pudo hacer nada para impedirlo: Natalia era joven, fresca, entusiasta, era muy agradable charlar con ella en esa lengua franca que es el inglés básico. A pesar de su peinado punki, Violeta se la imaginaba con un pañuelo a la cabeza, trabajando en el sovjoz. Era delgada y fibrosa, de ojos muy claros y piel muy blanca. Ni siquiera los labios eran oscuros, como si toda ella estuviera cubierta por una veladura de bondad. Era la primera persona en Londres con la que pasaba tanto tiempo seguido sin tocar un instrumento, divirtiéndose a pesar de la responsabilidad que la atenazaba, pero eso no lo hacía porque se hubiesen conocido en una exposición o montando en bicicleta, sino porque, por encima de todo, Natalia era la hija del director. No atenderla significaba caer en desgracia, pero atenderla también porque su capacidad de concentración estaba hecha jirones. 
De modo que Violeta se lió la manta a la cabeza y ni esa semana ni la siguiente dedicó apenas tiempo al estudio. No hubo ensayo en el que no se equivocase un par de veces, siempre fallos absurdos, notas ni remotamente parecidas a las que debía interpretar. Lo único que conseguía era no terminar de darlas, anticiparse a las consecuencias del error, y eso después de que, tras una sesión de Zelenka con el cuarteto en la que estuvo particularmente desafortunada, Violeta llegase a casa y, nada más abrirle la puerta a Natalia, cuando esta la abrazó y le preguntó qué le había pasado, por qué había estado llorando, liberó una cascada de lamentaciones que no cesó hasta bien entrada la noche. 
Esa noche Natalia se quedó a dormir en la casa, en el sofá cama que usaba su madre cuando venía a verla. Por la mañana, nada más despertarse, Violeta tenía un espléndido desayuno macrobiótico encima de la mesa. Natalia también le había preparado una fiambrera de plástico con un par de sándwiches para el almuerzo y un botellín de zumo de papaya, y mientras Violeta miraba, con más miedo que otra cosa, la partitura que había de ensayar esa mañana, Natalia se dedicó a darle masajes en las manos, a separarle los metacarpianos y relajar las articulaciones de las falanges, y aun antes de permitir que se fuese a duchar y arreglarse para el ensayo la hizo tumbarse encima de la cama y le dio un masaje en la columna y en el cuello. 
Ese día no hubo fallos, ni en la sesión de Zelenka con el cuarteto, en la que fue felicitada por Konstantin, el clarinete búlgaro, que aprovechó para besuquearla, y por Shizu, la flautista japonesa, con su sonrisa de cuento infantil, y no digamos por Adam, el fagot inglés, que se deshizo en halagos y en sonrisas; ni tampoco en el ensayo de Dido y Eneas, donde por fin pudo soltarse y no mirar como una gallina hipnotizada la evolución de sus dedos, sino concentrarse, si acaso, en la pasión de Dido, dibujarla, llevar el sentimiento al mismo grado de pasión desatada (era el primer acto), en intervenciones casi siempre secundarias, pero llenas de energía. Por primera vez en mucho tiempo tocaba sin miedo. 
Nada más salir del ensayo y conectar el teléfono llamó a Natalia. En su inglés sin opciones se felicitaron mutuamente y se dieron las gracias y cambiaron de planes y al final fue Violeta la que se acercó hasta el hotel donde Natalia vivía con su padre y le ayudó a hacer las maletas y a venirse a vivir con ella. Aquello lo propuso Natalia, y para Violeta fue otro gran alivio porque habría sonado un poco egoísta proponerlo ella, era como traerse al fisio a casa para no tener que caminar hasta la clínica. Pero Natalia estaba cansada de la vida de hotel y del sieso de su padre, que se pasaba el día encerrado en su cuarto, aporreando el piano y estudiando partituras. Con un solo día no tendrás bastante, Violeta, mejor me voy a tu casa. Esas fueron sus palabras, y Violeta lo aceptó encantada. 
Violeta lo recordaría después como la época más feliz de su vida. Natalia era un ángel venido del mar Negro que la había sacado del pozo, del trabajar por nada, de luchar sin más ambición que la de seguir luchando y contemplar el futuro como un territorio calcinado que ya se puede abarcar con la mirada. Sus habilidades fisioterapéuticas eran lo de menos. Lo importante era la voz común de sus conversaciones, como un único monólogo a dos voces, la confianza sin límites que se desarrolló entre ellas, el afecto sin reservas. Hablaba con Natalia más de lo que había hablado nunca con nadie, y siempre, al escoger las formulaciones más simples, el territorio compartido, daba con una idea mucho más clara de la que se podía extraer de las largas, poéticas y alambicadas páginas de su diario. Natalia le obligaba a reducirlo todo a términos reales, con tan exiguo vocabulario no había sitio para la mentira.
Con sus altibajos, porque una afección neuronal, por pequeña que sea, no desaparece de la noche a la mañana, Violeta llegó al estreno de Dido y Eneas en perfectas condiciones. Los conciertos de Zelenka fueron un éxito y también la ópera, y Violeta se había instalado en su nuevo régimen de vida como en el modelo de existencia que estaba dispuesta a seguir para siempre. Entre ellas todo fue tan natural que resulta imposible decir en qué momento la expresión del afecto ya podía considerarse relación íntima. El sexo llegó como la consecuencia natural de vivir en pareja, pocos días antes del estreno, después de un día agotador en el que los nervios habían vuelto a aparecer, nervios de alegría que sin embargo afectaban al dominio de sus dedos, cuando, después de cenar, Natalia dio a Violeta un último masaje antes de dormir y en otro movimiento impensado, cuando iba a decirle a Natalia que por favor le masajeara suavemente la zona del bulbo raquídeo, sus labios pronunciaron por su cuenta otras palabras, eres lo mejor que me ha pasado, que Natalia selló con un beso.
El día del concierto era divertido verlas salir de casa, Violeta de tiros largos, alta, grande, poderosa, con un vestido negro que habían elegido entre las dos, y Natalia con sus botas de militar, sus vaqueros rotos, su camiseta negra, su chupa de cuero y el pelo teñido de malva. Eran la princesa de la noche y la guerrera de Femén. No se separaron en los días que siguieron, durante las siete actuaciones que había previstas en la Royal Opera House hasta el fin de temporada. Violeta iba a las exposiciones remotas que Natalia visitaba como si estuviera buscando un tesoro escondido, y Natalia redoblaba sus artes terapéuticas, su afecto y su hablar apasionado, de ojos muy abiertos, como si le fuera la vida en todo pero nada fuera para tanto. La madre de Violeta vino a verla varias veces e hizo también muy buenas migas con Natalia, capaz de caer bien a cualquiera en cualquier circunstancia, por más que la madre de Violeta solo quisiera la felicidad de su hija, cuya sonrisa no había sido tan sincera desde que era niña.
Y era verdad. Si en ese tiempo sus dedos la habían desobedecido alguna vez, había aprendido a quitarle importancia. Si sus labios habían dicho lo que no querían, el error solo había sido motivo para la risa. Vivía en un mundo ingrávido, con frecuencia perdía el sentido del tiempo y se sorprendió en actitudes propias de mujer enamorada, en no avergonzarse de sus instintos protectores, en sentir admiración por las virtudes de Natalia y un inmenso cariño hacia sus defectos.
Cuando terminó la última representación en el Royal Opera House, Breshkovski reunió a los músicos para darles las gracias y pedirles perdón por su carácter exigente, y para anunciarles (si es que esto podía considerarse una buena noticia, dijo entre sonrisas) que la London Baroque había renovado su contrato para las próximas dos temporadas. Aparte de eso, les deseaba unas felices vacaciones. 
Hubo aplausos y hurras y protocolos falsos, y los cuatro compañeros de la sección de viento brindaron por el fin de temporada con unas pintas en Steel’s, y se alegraron de que Violeta volviese por fin a beber cerveza, aunque fuera poca. Pero cuando Violeta volvió a casa Natalia ya no estaba, ni ella ni sus pertenencias. No contestó a los mensajes ni mucho menos cogió el teléfono. Breshkovski ya no estaba alojado en el hotel, y por más que intentó localizarlo fue completamente inútil. Esa noche la pasó en vela, mirando al techo. No tenía fuerzas ni para ordenar la casa. El primer mensaje que llegó a su teléfono fue a las ocho de la mañana del día siguiente. Era un breve correo de la London Baroque en el que se le informaba de que había sido despedida.
En medio de un dolor que la desgarraba intentó pedir explicaciones a la junta directiva del London Baroque, aunque solo fuese para que le dieran un motivo. Después de algunas vacilaciones y secretismos de salón, lo único que consiguió fue que un directivo le confirmara en persona que los informes sobre ella eran desfavorables, el mismo que, antes de dar por zanjada la cuestión, le recomendó visitar a un buen neurólogo.
Violeta pasó algunos días más en Londres, deshecha, sin fuerzas para salir a la calle o hacerse la comida, desastrada, indiferente. Dio por hecho que todo había terminado, no solo su relación con Natalia sino su vida en Londres, porque no estaba dispuesta a presentarse a ninguna otra audición de ninguna otra orquesta. Con las pocas fuerzas que le quedaban decidió volver a Madrid y agarrarse a lo primero que saliese, aunque tuviera que guardar para siempre el oboe. Ad gloriam per insaniam, decía, en latín, un tatuaje que un oboísta italiano llevaba en el antebrazo. Violeta ya había pasado por la gloria. Ahora solo le quedaba la locura.
Una tarde, cuando estaba, a fuerza de sacrificio, resolviendo todas las cuestiones legales que la unían a Londres, los suministros de la casa, las direcciones postales, cualquier huella que quedase de su presencia, Violeta entró en la boca de metro de Belsize Park y después de bajar por largas escaleras mecánicas en una fila de gente silenciosa vio que por la escalera de subida iba ascendiendo lentamente la figura de Natalia. 
La vio sin verla. Natalia gritaba y gesticulaba desde el otro lado. ¿Dónde vas? Espérame abajo, le decía. Y Violeta quizá quiso entonces decir algo, acercase a ella, desandar la escalera para reunirse con Natalia. Sin embargo, lo único que salió de su cuerpo fue la orden de mirar al suelo. Las escaleras siguieron su curso y la voz de Natalia desapareció como un sonido incomprensible y lejano. Cuando llegó al andén incluso dudó de que la hubiera visto, pero no de que su cuerpo no le dejara emitir ningún sonido porque aún ahora era incapaz de pronunciar palabra o de gritar siquiera o de echarse a correr. Se sentó en uno de los bancos del andén y se recostó en la pared tubular. ¿Era ella? ¿Seguro que era ella? Y, si así era, ¿por qué no había vuelto a bajar por las escaleras? No, su cuerpo había hecho lo correcto. Poco a poco empezó a sentirse más tranquila, incluso pronunció en voz alta algunas frases que tampoco extrañaron a los vecinos de andén. Si por ella hubiese sido, habría bajado de dos en dos los pedaños y vuelto a subir los otros hasta encontrar a Natalia y gritarle o besarla o ambas cosas, llorar seguramente, pero en el momento de la humillación de la amante abandonada su cuerpo había dicho que no. Empezó a pensar entonces en todos los errores involuntarios que había cometido, y que el nivel que había alcanzado con Zelenka o con Purcell no lo había conseguido nunca antes, era como una esfera superior para la que no basta con ser un buen instrumentista, un lugar tan etéreo como los días que pasó con Natalia. De no haberse producido alguno de aquellos errores gruesos, lo más seguro es que no hubiese visitado el paraíso. Los mismos errores, su terrible amenaza, eran los que, si ella se dejaba llevar, la librarían del infierno. 
Tan solo aguantó dos paradas, entre Belsize Park y Hamstead Heath. Necesitaba respirar. Empezaba a sentirse muy débil y tenía que recordar dónde estaba igual que cuando los síntomas empezaron debía recordar a cada momento qué nota era la siguiente. Las palabras no se fijaban en sus circunstancias, y eran esas mismas circunstancias las que quedaban reducidas a una imagen sin significado. Si algo sirvió para despabilarla fue la conciencia de que iba a perder el sentido de un momento a otro, podía caer de bruces a un andén vacío, quedarse tirada en un banco hasta que un empleado la despertase a empujones, o un policía la detuviese.
Al salir al parque y ver el cielo gris y sentir la lluvia fina respiró hondo y trató de volver a la vida. El teléfono volvía a tener cobertura y en él solo había un mensaje del fagot inglés: “I’ve been fired”, me han despedido. Esas cuatro palabras, y el intercambio de mensajes que siguió a ellas, sirvieron al menos para recomponer las ruinas de su equilibrio. No solo Adam, el fagot inglés, sino también Konstantin, el clarinetista búlgaro, y a Shizu, la flautista japonesa. Después de amargarles la existencia metiendo vientos donde no los había, en la ópera de Purcell, ahora prescindía de un plumazo de toda la sección, casi seguro que para incorporar nuevos músicos traídos del mar Negro, o, más bien, que solo fuesen británicos, o que cobrasen menos. Adam, en este caso, había sido, según Konstantin, la coartada para que no pareciera un acto de xenofobia.
El final de la conversación fue, como casi siempre, una invitación a Morgate, “para lamernos las heridas”. Los dedos de Violeta teclearon la respuesta más precisa: “Ok”. Siempre había rechazado las invitaciones del fagot porque sabía que tarde o temprano aprovecharía para ir un paso más allá, pero esa vez Adam dijo que allí se reunirían con Shizu y Konstantin. A fin de cuentas se habían quedado todos sin trabajo, y Konstantin sabía de un bar donde solían contratar orquestas de cámara para amenizar los cielos de Turner. 
Una fila de trípodes aguardaba como una línea de ametralladoras la salida del sol. Sus dueños tomaban café en vasos de plástico y se frotaban las manos. Los cuatro músicos desayunaron, aún de noche, en la terraza del restaurante, y cuando el negro empezó a teñirse de azul apartaron un poco las sillas e interpretaron el adagio de la sonata 6 de Zelenka. Violeta sintió el calor de la madera cuando cogió la campana con la mano derecha, y el frío de las llaves cuando sostuvo  con la izquierda el cuerpo inferior. Su cuerpo giró para que encajasen las llaves y las espigas. Hacía frío, el cielo iba tomándose de rosa, en otros tiempos había sido un acto de lujuria sujetar con los dedos el tudel, cuando sentía en los labios el tacto de la caña, esa que, cínicamente, se llama estrangul. Sonaba Zelenka sin partitura, y fue como si no hubiera tenido más que acercar su cuerpo a un instrumento que necesitaba aire, como si hubiese abierto un grifo de agua tibia que a medida que soplaba iba derramándose por su interior. Tocaba sin miedo, le parecía imposible que alguna vez le hubiesen podido desobedecer los dedos. Esta vez era ella quien llevaba el primer oboe, y Konstantin el segundo, era ella la que ahora revoloteaba por las notas con delicadeza. El aire hacía vibrar las llaves, como una corriente diminuta que le acariciaba las yemas de los dedos. El cielo se tiñó de violentos amarillos y ella sentía firmes los labios, libres las vías. Era la rana feliz que hincha su cuello y ve los sonidos volar. Era la reina con su carroza, e iba levantando mariposas cansadas como un soplo de viento levanta los papeles, lentas alas desvaídas que al principio aleteaban apesadumbradas, hasta que una corriente de sonidos favorables les permitía un tupido aleteo de tonos alegres, brillantes, los profundos azules que escapaban a la luz del sol. Necesitaba el cuerpo entero para mover los dedos, otra vez, con unas torsiones que harían equivocarse a Adam, pero lo necesitaba para que fueran ellos, los dedos, los que se expresasen sin las dudas de su voluntad, y lo hiciesen con el tempo que necesitaba. Alargaba unas notas, acortaba otras, como si unas fueran rectas y otras girasen en pleno vuelo, y era veloz en los escaques y lenta cuando planeaba, y al final del movimiento replegó las alas y su mente se volvió a posar encima de aquel cielo manchado. Desde allí Violeta se vio respirar desmadejada, con el oboe derecho sobre el muslo, los labios entreabiertos y el cansancio satisfecho de los que han vuelto a vivir. 

La revista Turia ha vuelto a publicar en su edición digital este relato que ya apareció en papel hace un par de años. Agradezco a Raúl Carlos Maícas que siga encargándome textos para su venerable revista. La foto es de Juan José Ballester y fue tomada en el Café Comercial de Madrid, cuando aún lo era. 
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