24.5.24

La música de Góngora


Entre las muchas satisfacciones y regocijos que me ha proporcionado la lectura de Nuevos gongoremas ha habido dos pasajes que sirvieron para reafirmarme en una vieja comparación, un cierto vínculo entre la fascinación que me producen Luis de Góngora y Johan Sebastian Bach. En ambos casos disfruto de su luminosa perfección, ajena por completo al alarde gratuito, a la demostración o al desparrame, al fraude de la emotividad desmelenada. Esa detención serena me parece lo más intensamente poético de uno y de otro. Como decía Cernuda (y cita Carreira, p. 554), uno de los rasgos más característicos del estilo de Góngora es «la exclusión de pasiones y sentimientos», que para mi gusto disfrazan de grandiosidad más que engrandecen. En otro lugar dice Carreira: «Góngora no abre sino que cierra, espléndidamente, una epoca de gran poesía española —como un siglo más tarde J. S. Bach cerrará más que abrirá, asimismo genialmente, otra de gran música germánica» (p. 381), y poco después añade: «A Bach le sucedió, no le siguió, Mozart, que sí inauguró una nueva época en la música (…). A Góngora, en cambio, le siguieron muchos pero no le sucedió nadie».
Como degustador de poesía, esa mezcla de curiosidad y fascinación, y mi sentido de la poesía como un arte estático, contemplativo, meditativo, no simplemente fraseabundo, hizo que me tomara siempre más en serio a Góngora que a Quevedo, y volviera una y otra vez a saltar de un romancillo a una octava real, de una letrilla a un fragmento de silva, encandilado con la versatilidad y tan restallante como contenida perfección de nuestro más grande poeta. Pero fue en 1998, con la publicación de Gongoremas, de Antonio Carreira, cuando mi afición de catador evolucionó a placer estudioso. Aquel deslumbrante manojo de estudios gongorinos me llevó a lo que Carreira llama los Antiguo y Nuevo Testamentos gongorinos, respectivamente los estudios de Dámaso Alonso y los de Robert Jammes, después de los cuales Carreira vendría a ser algo así como Santo Tomás de Aquino… Y a esos estudios monumentales siguieron los de Antonio Vilanova, Querol Gabaldá, Emilio Orozco, Sánchez Robayna, José María Micó, Matas Caballero, Mercedes Blanco y una lista que ha seguido completándose, además de con las imprescindibles ediciones de Carreira (sus Romances en Quaderns Crema, sus Obras completas en Castro, etc.), con la exposición del año 2012, La estrella inextinguible, que tuve ocasión de ver en la Biblioteca Nacional y cuyo catálogo sigue siendo una fuente de información crítica inagotable, gracias, sobre todo, a la bibliografía que preparó para la ocasión el propio Carreira.

De modo que la lectura de estos Nuevos gongoremas es un volver a territorio amigo, por más que sea un libro, a mi juicio, excesivo en el sentido de que deberían haber sido dos, uno de tono más filológico, el compuesto por los trece primeros estudios, y otro más dedicado a las reseñas críticas y, sobre todo, a la huella de Góngora en otros poetas menores, sobre todo hispanoportugueses. Cualquiera de las dos partes, sobre todo la primera, habría tenido la extensión y la enjundia de aquellos célebres Gongoremas, a los que no dejo de volver.

Entre las confusiones que entre ambos libros Carreira no ha dejado de aclarar está la de deslindar artificialmente lo que durante demasiado tiempo se ha llamado conceptismo y culteranismo, y que se debe, aparte de al desprecio que el siglo XVIII le dedicó a Góngora, a la fijación que Menéndez Pelayo («el montañés henchido por sus dogmas», dijo de él Cernuda) tuvo con el gran poeta, a quien no entendió o no tuvo paciencia para entender, acostumbrado como estaba a leerlo todo a toda velocidad. Góngora no es poeta de lecturas diagonales (ni siquiera horizontales, si me apuran) sino de una verticalidad consecuente con la «densidad, o concentración» de su lenguaje poético. Su conceptismo puede ir más allá, por la vía de la paronomasia, de la semejanza, de la alusión o de cualquiera otro recurso, que el de cualquiera de los tópicamente llamados conceptistas, y el supuesto gongorinismo no es más que una forma un tanto hipertrofiada de imitar (o de detestar) el conceptismo del cordobés.

Y de todo hubo. Del mismo modo que su humor tiende a lo jovial, no a lo esquinado (a lo epicúreo, no a lo neoestoico), a Góngora se le reprochó en su tiempo —Jaúregui en su Antídoto, por ejemplo, «porque dedica al paisaje y a la vida rústica todas las galas entonces reservadas para los temas sublimes» (p. 74)—, uno de los rasgos más sobresalientes, porque «lo difícil es hacer alta poesía con materiales deleznables; Góngora lo consigue, y en ello estriba buena parte de su modernidad, según notó Robert Jammes» (p. 62). De su modernidad, añadamos, y de su clasicismo, porque no en otra labor consistió la revolución poética de Virgilio en sus Geórgicas, libro que asoma una y otra vez por la obra de Góngora. Buena muestra es el estudio ‘El sentimiento de la naturaleza en Góngora’, que arranca con un una declaración del todo virgiliana: «Decía Unamuno que hay dos actitudes literarias ante la naturaleza: la primera consiste en describirla minuciosamente; la segunda, en transmitir la emoción que ante ella se siente» (p. 64). Estos paisajes virgilianos de Góngora son «fruto de su ausencia, de la nostalgia» (p. 68), como disfrutamos en el soneto «¡Oh fértil llano, oh sierras levantadas!». Y todo ello por no hablar de la estética del bodegón y del topos de la Cornucopia que el poeta desarrolló en el Polifemo y que por sí mismo constituye un género literario, el de los productos humildes que ofrece el pastor envueltos en la más alta poesía.

Son muchos los pasajes en los que Carreira nos lo vuelve a recordar, pero baste con uno (p. 72). Hablando del momento en el que Polifemo asusta y espanta a Acis y Galatea y lo compara con el labrador que asusta sin querer a una pareja de liebres encamada, dice: «Góngora no solo era buen observador, sino también amante del campo y sus productos, como lo manifiesta ocasionalmente en su epistolario. Si lo evoca tan a menudo en sus mejores momentos es porque lo considera, como Lope de Vega, digno de figurar en lo más alto de la lírica: el ejemplo es para él, más que Horacio, Virgilio en sus Bucólicas y sobre todo en las Geórgicas». Y, más contundente aún, añade: 


«No hay en toda la poesía clásica española nada comparable a las Soledades, tanto desde el punto de vista formal como desde el pictórico, ecológico o como queramos denominar esa paleta que reserva sus colores más vivos, sus matices más delicados, para pintar cuadros de la naturaleza en la que viven hombres sencillos como los de la edad dorada. En este sentido Góngora es el Virgilio español, y las Soledades, sus Geórgicas. En la poesía posterior hay imitaciones, influencias, pero tampoco nada comparable, porque con Góngora ocurrió lo que con Cervantes: la literatura española tardó siglos en asimilar la novedad de sus creaciones». (p. 78)


Otra de las facetas de la falsa distinción entre lo conceptista y lo gongorino es el confundidor y artificial enfrentamiento entre Góngora y Quevedo, que Carreira desautoriza en dos de estos trabajos. Al menos uno de ellos, ‘Presencia de Góngora en la poesía de Quevedo’, debería leerse como aperitivo de cualquier incursión académica para no iniciados, para darse cuenta de que, primero, y por una sencilla cuestión de edad, los dos poetas no podían enfrentarse. Para Góngora, Quevedo no pasa de ser un neófito con puntas de pipiolo; para Quevedo, Góngora no puede dejar de ser un maestro sin igual. Y esa bandería de lo quevedesco-conceptista y lo gongorino-culterano, tan abonada por la impaciencia desdeñosa de don Marcelino, no solo no es cierta sino acaso del revés, como muestra Carreira en ‘El conceptismo de Góngora y el de Quevedo’. El propio Gracián saboreaba con delectación las sutilezas gongorinas, auténticos conceptos en cuanto a relación entre desemejantes, más fáciles (y demagógicos, como siempre) en el caso de Quevedo. Pero este es un asunto casi personal: conforme pasa el tiempo y se sigue agrandando la figura de don Luis, don Francisco, sin dejar de ser un gran escritor, es cada vez más falso y chapucero, más rastrero y ventajista, más solemne que profundo. Solo faltaba, para darle la puntilla, poner de manifiesto, como hace Carreira, que el recurso de entrelazar el sentido de los versos en los tercetos de Amor constante más allá de la muerte ¡también está tomado de Góngora!

La diferencia entre ellos llega lejos, más a lo incompatible que a lo enfrentado, pero no dejaron de practicar la misma estética de su tiempo. Dice Carreira (p. 392):


Góngora y Quevedo fueron muy distintos, todo lo distintos que pueden ser dos personas: Góngora, epicúreo y vividor, amante de la música, de los gustos y los colores, de cuanto el mundo ofrece de placentero. Quevedo, sombrío, amargado, ceniciento, obsesionado con la muerte, encadenado a la ortodoxia, despreciador del género humano y de la vida misma, al menos de labios afuera. Pues bien, hombres tan contrarios practicaban una misma estética: el conceptismo, una de cuayas vertientes es el llamado culteranismo, ya que las bases culturales de uno y otro eran comunes.


Una segunda parte de estos Nuevos gongoremas es la dedicada a cuestiones de ecdótica, de transmisión textual y canon poético, asuntos en los que Carreira es un consumado especialista. Su trabajo, por ejemplo, sobre la ‘Difusión y transmisión de la obra gongorina’, o, sobre todo, ‘Manuscritos y ecdótica: en torno al corpus de las décimas’, de abrumadura erudición, dan buena prueba de ello. De distinto signo son otros como ‘La musicalidad del Polifemo’, muy escéptico en cuanto a las tradicionales conjeturas sobre la coloración de los versos (y el ejemplo, que tantas veces hemos puesto, de infame turba de nocturnas aves le sirve a Carreira como prueba tan seductora como poco convincente), o dos, excelentes, sobre cuestiones históricas gongorinas. El primero, ‘Fuentes históricas del Panegírico al duque de Lerma’, aparte de subrayar la fidelidad de Góngora en su obra a la historia de su tiempo (salvo en las fábulas mitológicas o en la poesía sacra, naturalmente), rastrea las circunstancias en las que Góngora se planteó, desarrolló y dejó sin acabar el Panegírico, entre otras razones porque su destinatario, muy probablemente, no lo entendió, si bien las propias circunstancias del duque pudieron desanimar al poeta, siempre errado en su afán (poco afán) de idolatrar señores. 

El otro artículo de asunto histórico es ‘El conde duque de Olivares y los poetas de su tiempo’, otro caso más de lo desalentador que tuvo que ser Madrid para Góngora y el poco caso que sintió que a pesar de todo se le hacía. Claro que, tratándose del conde duque, el hombre más ocupado de su tiempo (un Menéndez Pelayo de la política), era imposible abarcarlo todo, contentar a todos o siquiera saber quién se acercaba a sus dominios, por más que en ocasiones fuera tan cordial con el poeta. Carreira recorre, sobre todo, la biografía de Marañón, con quien discrepa en algún momento, y la de Elliott, y en todo caso deja claro que, a pesar del torbellino vital del conde duque, no se debe «acusar a Góngora de doblez e ingratitud con quien más lo protegió, le concedió mercedes y le mostró afecto. Si hubiera habido entre ellos la menor diferencia, don Antonio Chacón, amigo de ambos, no habría dedicado al prócer el precioso manuscrito que recoge la obra del poeta y que probablemente fue la mayor joya de su biblioteca desde 1628».

Completa esta primera mitad del libro un estudio de acaso menos fuste sobre los romances de Las firmezas de Isabela, pieza singular en la obra de Góngora que, por lo que dice Carreira, sigue sin estrenarse, y que incluso en su época era de obligada lectura previa (estudio incluso) si es que uno quería enterarse de algo, ya fuera la trama o el contenido de los versos. Con ella Góngora cumplió una de esas obras maestras imposibles que permanecen precisamente por su radical extravagancia, por su extremosa dificultad, teniendo en cuenta, como bien sabía Lope, que el teatro está hecho, por encima de todo, para ser escuchado y entendido, y no solo por los más cultos.

Hasta aquí (p. 274), una primera parte de tono estrictamente filológico, dicho sea en un sentido que viene a justificar el hecho de que la segunda sea, a mi juicio, contenido para otro libro. Carreira es ese tipo de filólogo científico que se ocupa de aclarar el sentido literal de los textos clásicos, buscar sus más fieles lecciones y explicar sus contextos históricos y literarios, es decir, presentar las obras limpias y ordenadas, que es el trabajo más difícil para un historiador de la literatura, porque lo otro, la interpretación, tiende a lo errante y peregrino si no se sustenta sobre bases estrictamente comprobables.

De manera que esta segunda parte se dedica sobre todo a la reseña de trabajos sobre Góngora, algunos admirados por Carreira, otros despreciados con tanta razón como poco rebozo. Entre los primeros están los dedicados a los «estudios complementarios» de Robert Jammes, para cuyo elogio no excluye Carreira sus disensiones; el de Mercedes Blanco, en uno de los últimos grandes libros sobre el poeta, Góngora o la invención de una lengua, sobre todo en lo que atañe al conceptismo de Góngora, sus manantiales clásicos, su sentido de lo popular (otra vez lo humilde en las alturas de la poesía) o cuestiones de más detalle, con frecuencia mal interpretadas, como la relativa a los obeliscos en Góngora; o, finalmente, a Sánchez Robayna, aparte de cuya Siva gongorina publicó unas Nuevas cuestiones gongorinas de las que se ocupa Carreira y que abordan temas relativos a la recepción, a la lectura personal, no cultural, de la obra del poeta, incluida la traducción o la puntuación, asunto este último que sigo considerando una asignatura pendiente de las ediciones gongorinas, incluidas las de Carreira, más pendientes muchas veces de señalizar la sintaxis que de desatascar el flujo de los versos. En otro sitio ya conté que, de la dedicatoria del Polifemo según la editó Alonso, sobran casi todas las comas sin que el sentido se resienta en absoluto.

No todo, sin embargo, son elogios. El divertido capítulo ‘Las Soledades y la crítica posmoderna’ es una sucesión de mandobles a todos esos críticos a la violeta (Beverley, McCaw, Chemris, Baena, Collins) que, casi siempre desde universidades norteamericanas, se han dedicado en las últimas décadas del siglo XX y primeras del XXI a la crítica gratuita, generalmente basada en prejuicios a cuya horma someten cualquier caprichosa interpretación. Lo que empezó siendo una lectura psicoanalítica, o marxista, o deconstructiva o de cualquier otro pelaje, no generó más que libelos cantamañaneros en los que todo cuadra menos el rigor de los datos con que se sustenta. Fue una plaga, ciertamente, y hoy en día el virus de la cancelación no creo que haga que flojee. En el caso que nos ocupa, aparte de lo divertido de los dardos que lanza Carreira, queda la duda de por qué tan excelente filólogo ha perdido el tiempo en leer libros tan malos. 

Caso aparte, que tampoco se libra de las pullas, es el de la prestigiosa Margit Frenk, empeñada en afear la monumental edición de los romances gongorinos de Carreira sobre bases de tradición oral, no escrita. Carreira documenta que la transmisión musical es esencialmente deturpadora, y que no es lo mismo una variante que una errata. En resumen, para Carreira, «el trabajo de M. Frenk (…) tiene algunos puntos débiles: cree válidos para la poesía culta criterios que rigen en la popular, aplica a la poesía áurea conceptos más bien apropiados a la medieval, y atribuye a las versiones musicales un valor textual del que carecen» (p. 371), algo que se molesta en argumentar con la rigurosa minuciosidad que preside toda su obra filológica.

Saberse a Góngora de memoria tiene estas cosas, que no se le escapa detalle, por más que a veces, de tan abundantes, dé la sensación de que el objeto de su crítica es un pobre aficionado (y en ocasiones así es). Pero otras veces la virtud redunda en espectáculo de erudición. Carreira pasa el escáner gongorino por la obra de Pedro Espinosa, de Quevedo, de Francisco Manuel de Melo («el inventor nada menos que del verso libre en las lenguas romances», p. 419), sobre cuyo romancero español y portugués también se extiende el autor; de Antonio de Solís, de Ovando y Santarén, de Gregorio de Matos…, en una larga y documentadísima parte, tan amirable como agotadora, que traslada a Góngora al otro lado del océano, en convivencia con la lengua portuguesa.

Los últimos trabajos de Nuevos gongoremas nos acercan a la influencia de Góngora en los siglos XX y XXI, a través de una décima de Jorge Guillén, y la diferencia entre el Guillén gongorista y el gongorino, entre el estudioso y el emulador, y sobre todo del Poema del agua de Manuel Altolaguirre, uno de los asobrinaditos del 27 al que los propios del 27 tampoco tomaron demasiado en serio, siendo como era uno de los mejores, y este poema en concreto uno de los más decididos acercamientos a la poesía gongorina, porque lo demás, empezando por Alberti, no son más que pastiches (claro que, ¿alguna vez escribió Alberti algo que no fuera un pastiche?). Es cierto que, salvo la antología de Diego y los trabajos de Alonso, además de algún estudio de Cernuda y acercamientos como el de Altolaguirre (y eso sin hablar de Hernández), la conmemoración de Góngora fue más aparente que sincera, lo celebraron más que lo entendieron, Neruda el primero, pero también Lorca, y su influencia, como siempre, fue penetrando como el agua que humedece a pesar de que la tierra no ponga de su parte. 

El libro se cierra con dos trabajos bien distintos. El uno, a propósito de Cisne andaluz, la antología de Carlos Clementson de 2011, incide en los textos que no están pero deberían estar y en los que ni están ni deberían, aunque también alguno que aparece por los pelos. La nómina es abundante y da idea del profundo conocimiento que tienen Carreira de la poesía contemporánea (de la que en 2022 apareció una estupenda colección de estudios en la editorial Renacimiento), y también del mal genio que se le pone con los oportunistas y los cantamañanas, que son legión y están muy bien situados, desde los que traducen a lenguaje modelno versos manidos de Góngora hasta los que presumen de modernizar el Quijote, ignorantes, ay, de que «lo que está dicho de forma inmejorable no tiene sentido decirlo de nuevo» (p. 553).

Dejaría un poco en sombra semejante libro esta última sarta de despropósitos de aficionados si el colofón no fuera un breve texto sobre, esta vez sí, uno de los más grandes homenajes que se tributaron nunca a Góngora, el de Sor Juana Inés de la Cruz en su Primero sueño, editado junto a las Soledades en 2009 por Carreira y Alatorre, un ejemplo de hasta dónde llegó desde muy pronto el magisterio de Góngora cuando se topó con mentes tan lúcidas y tan sensibles.


Antonio Carreira, Nuevos gongoremas, Universidad de Córdoba, 2021, 605 p.

15.5.24

Toponimia del atardecer


Melancólico mayo. Primero se nos fue Paul Auster y luego —en su versión traducida— se nos despide Frank Bascombe, el personaje de Richard Ford que me lleva acompañando también desde principios de los 90. Este tipo de coincidencias son también algo austerianas. La primera edición de El periodista deportivo que leí lleva fecha de compra de enero del 91. Desde entonces, aparte del resto de su obra traducida, fuimos leyendo, conforme salían, El Día de la Independencia (1998), Acción de Gracias (2008), Francamente, Frank (2015) y, ahora, Sé mía, que se acaba de publicar, con un Bascombe ya de setenta y cuatro años (quince más que yo, una generación por delante, por más que el lapso entre novelas se redujera más o menos a la mitad). En todo caso, y por lo que se ha podido leer en alguna que otra entrevista, no está previsto que Bascombe vuelva a las andadas, aunque nunca se sabe, porque superó con éxito un cáncer hace años y, salvo algún leve mareo y un par de ausencias sin mayores consecuencias, la verdad es que sigue en forma, se toma sus vodkas, hace sus pinitos sentimentales y es capaz de meterse en una caravana vieja y cochambrosa y cruzarse el Medio Oeste norteamericano, en medio de la nieve y a quince y veinte grados bajo cero, con su hijo Paul, de 47 años, enfermo de ELA, que cabalga por el abismo a tumba abierta y se agarra como puede con sus miembros muy disminuidos para no caerse antes de tiempo. Es como un viejo Anquises que llevase a cuestas al joven Eneas, el padre al hijo, a pesar de todo y sin sentirse por ello un héroe ni quejarse de su sino.
Porque eso es lo que siempre nos ha gustado más de Frank Bascombe, su capacidad para admitir las cosas como son, juzgarlas según su criterio pero también comprender los juicios de los otros. Siempre admitió el reproche de sus dos parejas, una cierta falta de implicación en la vida, eso que hay quien llama no entregarse. ¿Pero qué es entregarse? Se supone que hacer, por ejemplo, lo que hace en esta novela, llevar a su hijo Paul a la clínica Mayo de Rochester, Minnesota, y sacarlo de allí para emprender un viaje tan absurdo como interesante al monte Rushmore, en Dakota del Sur, esa inmensa escultura de cuatro presidentes de Estados Unidos que es una sublimación del gusto norteamericano por lo enorme y hortera. A Bascombe se le ocurre llevar a su hijo a la misma excursión a la que sus propios padres lo llevaron cuando era niño (y, una vez allí, discutieron gravemente), y pasar por edificios delirantes como el Palacio del Maíz, un gigantesco catálogo de toda la gama de chorradas que dan de comer al turismo de interior, y dormir en hoteles caros donde una abogada afroamericana pueda despreciar el servicio, y de paso al propio Frank, o moteles y negocios de alquiler de vehículos donde un catálogo de mideluésticas mozas, casi todas de armas tomar, supervivientes de los naufragios de otros, ya no son esas bobas que veíamos en Fargo en un concierto cutre de José Feliciano, sino gente conforme con su ropa estridente y sus pegatinas de Donald Trump, que compra packs de tarjetas de San Valentín y rifles de repetición para regalar a sus seres queridos. 

Padre e hijo atraviesan una América helada, inclemente y cerril, un más allá que es el más acá que no veían desde su cómoda New Jersey. Ford lo enumera con minuciosidad de atestado. La realidad se describe por lo que se ve desde la carretera, nombres de negocios, restaurantes, moteles, casinos, talleres, tiendas de cualquier cosa, nichos de cualquier mercado donde instalarse a llevar una vida de mala muerte, camiones de dieciocho ruedas, establecimientos profundos, llenos de orgullo interior, más algún complejo hospitalario como el de Rochester, lleno de científicos como astronautas que trabajan en su base espacial, y un horizonte inmenso y pelado. Todo lleva su marca, los coches, las parkas, las bolsas de cous-cous (o de risotto), las placas de identificación, los carteles de los desvíos a un lugar igualmente desolador. El realismo de Ford llega en esta novela a la apoteosis de la toponimia del atardecer. El lienzo se va llenando de un puntillismo de nombres y marcas que compone un cuadro tan espantoso como el mundo del que habla, sin necesidad de juzgarlo demasiado, tan solo con describirlo. No hay, creo, un solo momento en el que Ford diga que está pasando por un país habitado por una estremecedora mayoría de idiotas, pero tampoco que comprende que la gente funcione así en un sitio como ese, y sin embargo ambas sensaciones se respiran en el anticuado Dodge con semicaravana Windbreaker a bordo del que viajan padre e hijo. 

A Paul ya lo conocíamos de cuando estaba bien, si es que alguna vez ha estado del todo bien. Siempre fue un tipo rarito, pero ahora, gravemente deteriorado, su carácter lo forma esa mezcla de optimismo cínico y desesperación sin miramientos con que quizá se vea la muerte cuando está tan cerca. Tiene caprichos que inmediatamene desprecia, viste (cuando sale del hospital) del modo más chirriante, se empeña en comidas espantosas y souvenires marcianos, en llevarlo todo a un extremo que, por otra parte, es lo más natural en el mundo no menos marciano que le rodea. Con Frank es a menudo despiadado, con esa naturalidad con la que quienes ya se ven con un pie en el otro barrio tienden a perder la compostura con aquellos que se ocupan de ellos, con los únicos que se ocupan de ellos. Está también Clarissa, claro, la otra hija superviviente de Frank, lesbiana republicana (buena mezcla), con quien el padre no hila en absoluto y quien no lo cree capaz de ocuparse de su hijo.

Y sin embargo Frank se ocupa. Lo saca del coche y lo mete, lo arregla, le ayuda a vestirse, le aguanta las amargas impertinencias, lo lleva, lo trae, sin más tregua que algún trago de vodka o de cerveza y unos leves descansos en la sala de masajes de una treintañera vietnamita que ahorra para llevar una vida un poco más normal, la única con la que siente la suficiente paz (salvo al final, quizá, ya en plena y sosegada claudicación) como para dedicarle el título de la novela. Frank resiste porque es lo que hay que hacer, sin más, y porque sería peor no hacerlo. Homero nos mostró dos tipos de héroe: el triunfador aventurero, Ulises, ansioso de conocimientos, saludable y seductor, sin máculas en el pasado ni motivos para el resentimiento, con la dentadura íntegra y la sonrisa fresca, y una mujer que lo espera con la pata quebrada. Pero también está Héctor, rey por obligación, guerrero por destino, que se hace cargo de la inconsciencia de su hermano Paris y se enfrenta a los griegos porque tiene que hacerlo, no porque quiera, y despide a su mujer sin desear nada que no sea quedarse junto a ella y su hijo Astianacte, y sabe que va a morir, pero no puede planteárselo. De Héctor sacó Virgilio a Eneas, el que se recorre el mundo para fundar una patria porque está mandado, no porque a él le apetezca, y lleva a su padre Anquises a las costillas hasta que el viejo no puede más. Y eso es lo que hace Frank, llevar a su hijo a las costillas hasta que ya no puede más, enseñarle un mundo perdido mientras comparten una vida que se acaba, la una por vieja, la otra por enferma.

Aparte de todos los atractivos de la escritura de Ford, esa extraña poesía que nace del inventario permanente, esa sensación intensamente física de estar donde está él, de ver y tocar lo que no hay duda de que ha visto y tocado, hay algo implícito en cada página que envuelve la emoción del lector como la buena calefacción del Dodge en medio del paisaje congelado. Quizá sea que se añade la conciencia de que seguramente sea la última entrega de Bascombe, o que de todos modos es el final de un camino lector que empezó hace más de tres décadas. Lector y autor hemos llegado a un final de cierta paz y resignación. No es como para estar dando botes de alegría, pero tampoco cabezazos de tristeza. La vida es así, ha sido así, y conforme te acercas al final y entiendes menos cómo evoluciona, lo normal es recogerse bajo aquellas mantas que al menos te hagan reconocer tu propio calor, aunque afuera todo siga cubierto de nieve y sean otros los que nuevamente hayan de ver las grandes praderas florecidas y los campos de maíz.


Richard Ford, Sé mía, trad. Damiá Alou, Anagrama, 2024, 393 p.

5.5.24

El éxito y la gloria


A pesar de su prestigio como narrador, de que se codeara con lo más granado de la literatura europea en general y de la intelectualidad inglesa en particular, y de que disfrutara una vida de ensueño en Londres, en la campiña inglesa o, sobre todo, en su adorada Italia, Henry James pasó la mayor parte de su carrera herido por la sombra del fracaso. Después de muerto le esperaba la gloria, pero en vida se le regateó el éxito: vendió pocos libros, no encontró la comprensión que él hubiera querido para la evolución de su estilo, y cuando decidió ganar de una vez dinero escribiendo para el teatro sufrió uno de los más humillantes fracasos que recuerda la alta cultura. Al mismo tiempo, presenciaba cómo autores de menos calidad que la suya triunfaban hasta extremos exagerados, o que otros, llevados de una banalidad brillante pero hueca, lo apartaban a empujones de la escena. A esta paradoja, la calidad superior que no encuentra la acogida del éxito, al menos en vida, está dedicada esta magnífica novela.

La llamo novela porque no hace mucho le escamoteaba el nombre a otro libro basado en hechos históricos, y este de Lodge, salvo unos pocos pasajes que puntualmente aclara en la nota final, está íntegramente basado en hechos reales. La diferencia es que, además de una pulcramente diseñada construcción dramática, el libro de Lodge avanza por escenas, situaciones y diálogos, se remansa en descripciones y se acelera en narraciones de episodios secundarios, y si no fuera porque la vida de Henry James ya fue de por sí una novela, cualquier lector lo tomaría por pura ficción, un poco en el tono en el que varios escritores contemporáneos han acudido a los finales del XIX y, sobre todo, los principios del XX para dejar en su catálogo una genuina novela de época, como es el caso de Ishiguro (Lo que queda del día), Banville (El intocable) o McEwan (Expiación), largas y exigentes piezas que, si salen bien, como son los casos, son una verdadera delicia.

Pero Lodge no nos cuenta la vida de James, tan solo —aparte de su muerte, que abre y cierra la novela— los cinco años que dedicó al teatro y el tiempo que le costó sacar de su mente un trance tan desagradable. El estreno de Guy Domville, la obra que definitivamente lo iba a consagrar como autor dramático, fue cayendo en picado desde su primer acto, en parte porque a la obra le faltaba brío y en parte porque una claque de reventadores medio borrachos del gallinero convirtieron el final en una bochornosa vejación, con la en apariencia involuntaria pero afilada colaboración del propio director de la compañía. 

Lodge deja suelta la pista del boicot organizado, pero el problema de James era otro, tan antiguo como el teatro. Tampoco Terencio, culto y bien relacionado, con todo a su favor para ser la máxima celebridad, se explicaba cómo el populachero Plauto le quitaba los espectadores; ni mucho tiempo después le haría mucha gracia a Góngora que Las firmezas de Isabela no pudiera competir con el peor de los refritos de Lope de Vega. Es lo que le pasaba a James con Wilde, y siempre ha tenido la misma explicación: el teatro es del público, no de las editoriales ni siquiera de los críticos, y el público, cuando se trata de comer, prefiere los huevos duros a las perlas cultivadas.

Pero en esos años aún hay otra contradicción que, esta vez más disimuladamente, amarga la existencia de Henry James. Su amigo George du Maurier (¡qué gran personaje, cómo irradia su bondad para iluminar al adusto James!), dibujante profesional, sufre serios problemas de visión y decide meterse a novelista para sacar adelante a su familia numerosa. Él mismo es un pintor frustrado que supo adaptar sus limitaciones físicas a la práctica del dibujo, a lo que ahora sería un viñetista, pero con eso no le da para la tribu que mantiene. Du Maurier cuenta una historia a James que el escritor desdeña por demasiado vulgar, o quizá por tener demasiados parientes conocidos, como pudiera ser Naná o la Esther de Oliver Twist, sin ir más lejos, como para tomarla como punto de partida de una de sus creaciones.

La sorpresa, histórica sorpresa, es que Trilby, la novela que Du Maurier escribe con el tema que desdeñó James, se convierte en uno de los primeros grandes best-sellers de la historia, forra de dinero a su autor y lo sume en una marea de éxito que acaba por asquearlo. Su siguiente novela ya no tiene aceptación, y los dos amigos se resignan a que los caminos del azar mantengan tan alejados el éxito y la gloria. Lodge lo resume en sus justos términos (p. 444):


Ya estaba resignado a no ser nunca un autor realmente popular o a no producir un best seller, como el pobre Du Maurier. Algo había ocurrido en la cultura del mundo angloparlante en los últimos decenios, algún inmenso desplazamiento sísmico causado por una serie de fuerzas convergentes —la difusión y la reducción del alfabetismo, el efecto igualitario de la democracia, la energía rampante del capitalismo, la distorsión de los valores provocada por el periodismo y la publicidad— que hacía imposible que un practicante del arte de la ficción alcanzase a la vez la popularidad y la excelencia, como habían logrado en la flor de la edad Scott y Balzac, Dickens y George Eliot. Lo máximo que cabía esperar era un apoyo suficiente de lectores refinados para proseguir la interminable búsqueda estética.


Es decir, lo que le había pasado a James en el teatro no era producto de la excepcionalidad del género, porque cualquier forma literaria ya estaba sujeta a las mismas reglas de aceptación, no de calidad. James renunció a todo aquello que alegraba y llenaba y distraía la vida de Du Maurier, el amor, la familia, el trabajo agotador; él se había consagrado por entero a la literatura, y es posible que si no le hubiera dedicado tanto de sí mismo, acaso habría logrado, al menos en vida, mejores resultados.

El interés de la novela de Lodge, aparte de lo bien escrita que está (prosa culta y transparente, la que conviene al relato), radica sobre todo en cómo Lodge nos presenta al en apariencia distante James como un buen hombre que sobrelleva las exigencias de su egoísmo sin hacerle mal a nadie, excepto, quizá, a otro gran personaje, Clarence Fenimore, y nunca deliberada ni traicioneramente. Esta es una novela de relaciones humanas, de amistades, con Du Maurier, con Fenimore, con el criado Burgess, a quien Lodge le reserva páginas emocionantes. No hay gente retorcida en el círculo íntimo de James, y eso hace que comprendamos al personaje según las amistades que es capaz de hacer y el trato que mantiene con ellas. Y sale, ciertamente, muy favorecido.


David Lodge, ¡El autor, el autor!, trad. Jaime Zulaika, Anagrama, 2006, 495 p.

 

1.5.24

Una última calada


Leo a Paul Auster desde hace treinta y tres años, desde que, a principios del 91, Alfonso, el dueño de una caseta de la Cuesta de Moyano, un hombre grande y afable, me recomendó La música del azar, que acababa de salir en castellano. Desde entonces, anterior o posterior, en inglés o en castellano, no creo que me haya dejado por leer ningún libro suyo, desde la edición de Trilogía de Nueva York en la editorial Júcar, que compré en la librería Paradiso de Gijón, hasta la última, Baumgartner, que leí en inglés antes de que apareciera traducida. Novelas, cuentos, ensayos, guiones, memorias…, todo ha ido cayendo a medida que se publicaba, con añadidos como ediciones especiales (la deluxe de la Trilogía que editó Penguin) o incluso una lata de Schimmelpennicks, los cigarrillos-puros que Auster fumaba y que algo habrán tenido que ver, ay, en el cáncer de pulmón que se lo ha llevado a la tumba. 
Hace unos meses supimos que estaba enfermo y muy desmejorado, pero el optimismo es la primera condición de la supervivencia, propia y ajena, y no pensábamos que la cosa fuera tan fulminante, a una edad, 77 años, a la que aún le quedaba, a su ritmo, un puñado de historias que contar. Celebro que haya tenido una carrera tan extraordinaria, sobre todo en un país en el que su forma de narrar implica ir un poco a contracorriente y no llegar al gran público, y sobre todo celebro que sus dotes, digamos, europeas, hijas del extrañamiento, hayan arraigado, y de qué manera, en esta parte del globo. Incluso celebro que haya tenido tiempo de hacerse viejo, no mucho para los tiempos que corren, ciertamente. Lo que lamento es algo propio, personal, egoísta, otra costumbre que desaparece, otro decorado de la vida que se esfuma, otra estantería que ingresa en el mundo de los muertos, de los que leíamos cuando éramos jóvenes y estábamos vivos, y eran lo bastante jóvenes como para acompañarnos toda la vida. Se acaban ellos, más pronto o más tarde, y su muerte es el preludio de otros finales. Son pocos los novelistas vivos que uno lee siempre, escriban lo que escriban, McEwan, Pombo, Ford, Houellebecq, y el que no ha brincado los ochenta no para de fumar, a veces las dos cosas, de modo que pronto (si no soy yo el que se adelanta, claro), mi biblioteca se habrá teñido entera con la penumbra de los clásicos, escucharé con mis ojos a los muertos, pero ya no habrá nada nuevo que esperar de ellos, ni tampoco tendré ganas de afiliarme, por así decirlo, a la obra nueva de algún joven escritor. Cada cual es hijo de su tiempo, hasta para sus lecturas imprescindibles.

Pienso ahora, el día que me desayuno con su muerte, qué fue lo que me atrapó de aquella primera novela, La música del azar, y me convenció para no dejar de leer a Paul Auster. Supongo que era el aire kafkiano de la historia, lo verosímil inquietante, la prosa tensa como el cordel que sirve para medir y para estrangular, sin frases de relleno, sin filigranas ni apósitos sentimentales. Cuando publicó en castellano su primer libro de poemas, Desapariciones, escritos todos en los años 70, dijo, además de nombrar a Paul Celan como su maestro, que su relación con la escritura había ido creciendo de la condición mínima y seminal de un poema breve a la más larga y compleja de un relato, pero que el método seguía siendo el mismo, es decir, entiendo yo, que Auster nunca se dejó llevar a ver qué pasa, dejando que fueran sus dedos los que hablasen o buscasen una trama mientras rellenaban páginas, sino que sus libros, todos, eran como esa muralla que se ve obligado a levantar Sachs, el atónito protagonista de La música del azar, piedra por piedra, juntura por juntura, con columnas que cada cierto tipo se repiten para dar al conjunto la debida consistencia, del mismo modo que en la vida es el azar el que nos va repitiendo y nos sirve de rima. 

Pero en Auster este azar no era el mismo azar casual de Anthony Powell, del que se reía Julian Barnes, sino un azar siempre metafórico, significativo. Recuerdo un relato en el que el protagonista cuenta que su padre se había comprado un coche nuevo antes de morir a los 63 años, creo. Durante el velatorio, el hijo bajó a la cochera y se sentó al volante del coche, todavía oloroso de plástico nuevo, y miró el cuentakilómetros, que también marcaba 63. Este tipo de rimas del tiempo me han servido como material de clase más de una vez, por ejemplo con las historias de El cuaderno rojo, casualidades inquietantes de cuando el autor era niño, notas dispersas en los hilos de la luz que componen una sinfonía coherente. 

Durante años, no obstante, cuando me preguntaban por una sola novela de Paul Auster, dudaba entre El palacio de la luna y otra que me revolucionó, más como aficionado a la literatura que como ciudadano con conciencia política, Leviatán. La primera era el mundo extraño y cotidiano al mismo tiempo de Auster, verosímil y fantasioso, raro y posible; la segunda, una desgarrada huida hacia delante de quien se siente preso de su propia coherencia. Las dos, y todas las demás, compartían esa prosa tensa y clara, ese deslumbramiento de lo que los demás vemos pasar como si nada, el acercarse a las cosas y escucharlas, y sobre todo, sobre todo, el tratar a los personajes con el máximo respeto si es que quieres que tengan algo interesante que contar.

No todas me han fascinado, desde luego. Por lo que leo, debo de ser de los pocos que acabó cansado de 4321, o que, cuando iba un palmo más allá de lo verosímil (Mr. Vértigo), sentía que su juego ya no funcionaba. Pero daba igual, era una apuesta de vida, el amigo que uno se hace un día en una librería, porque alguien de fiar te lo presenta y porque al leerlo sientes lo mismo que los colegiales cuando encuentran a sus primeras amistades duraderas, que tienen la sensación de que ya lo entienden, de que ya lo han leído, de que ya lo conocen, aunque no recuerden de qué.

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