15.5.24

Toponimia del atardecer


Melancólico mayo. Primero se nos fue Paul Auster y luego —en su versión traducida— se nos despide Frank Bascombe, el personaje de Richard Ford que me lleva acompañando también desde principios de los 90. Este tipo de coincidencias son también algo austerianas. La primera edición de El periodista deportivo que leí lleva fecha de compra de enero del 91. Desde entonces, aparte del resto de su obra traducida, fuimos leyendo, conforme salían, El Día de la Independencia (1998), Acción de Gracias (2008), Francamente, Frank (2015) y, ahora, Sé mía, que se acaba de publicar, con un Bascombe ya de setenta y cuatro años (quince más que yo, una generación por delante, por más que el lapso entre novelas se redujera más o menos a la mitad). En todo caso, y por lo que se ha podido leer en alguna que otra entrevista, no está previsto que Bascombe vuelva a las andadas, aunque nunca se sabe, porque superó con éxito un cáncer hace años y, salvo algún leve mareo y un par de ausencias sin mayores consecuencias, la verdad es que sigue en forma, se toma sus vodkas, hace sus pinitos sentimentales y es capaz de meterse en una caravana vieja y cochambrosa y cruzarse el Medio Oeste norteamericano, en medio de la nieve y a quince y veinte grados bajo cero, con su hijo Paul, de 47 años, enfermo de ELA, que cabalga por el abismo a tumba abierta y se agarra como puede con sus miembros muy disminuidos para no caerse antes de tiempo. Es como un viejo Anquises que llevase a cuestas al joven Eneas, el padre al hijo, a pesar de todo y sin sentirse por ello un héroe ni quejarse de su sino.
Porque eso es lo que siempre nos ha gustado más de Frank Bascombe, su capacidad para admitir las cosas como son, juzgarlas según su criterio pero también comprender los juicios de los otros. Siempre admitió el reproche de sus dos parejas, una cierta falta de implicación en la vida, eso que hay quien llama no entregarse. ¿Pero qué es entregarse? Se supone que hacer, por ejemplo, lo que hace en esta novela, llevar a su hijo Paul a la clínica Mayo de Rochester, Minnesota, y sacarlo de allí para emprender un viaje tan absurdo como interesante al monte Rushmore, en Dakota del Sur, esa inmensa escultura de cuatro presidentes de Estados Unidos que es una sublimación del gusto norteamericano por lo enorme y hortera. A Bascombe se le ocurre llevar a su hijo a la misma excursión a la que sus propios padres lo llevaron cuando era niño (y, una vez allí, discutieron gravemente), y pasar por edificios delirantes como el Palacio del Maíz, un gigantesco catálogo de toda la gama de chorradas que dan de comer al turismo de interior, y dormir en hoteles caros donde una abogada afroamericana pueda despreciar el servicio, y de paso al propio Frank, o moteles y negocios de alquiler de vehículos donde un catálogo de mideluésticas mozas, casi todas de armas tomar, supervivientes de los naufragios de otros, ya no son esas bobas que veíamos en Fargo en un concierto cutre de José Feliciano, sino gente conforme con su ropa estridente y sus pegatinas de Donald Trump, que compra packs de tarjetas de San Valentín y rifles de repetición para regalar a sus seres queridos. 

Padre e hijo atraviesan una América helada, inclemente y cerril, un más allá que es el más acá que no veían desde su cómoda New Jersey. Ford lo enumera con minuciosidad de atestado. La realidad se describe por lo que se ve desde la carretera, nombres de negocios, restaurantes, moteles, casinos, talleres, tiendas de cualquier cosa, nichos de cualquier mercado donde instalarse a llevar una vida de mala muerte, camiones de dieciocho ruedas, establecimientos profundos, llenos de orgullo interior, más algún complejo hospitalario como el de Rochester, lleno de científicos como astronautas que trabajan en su base espacial, y un horizonte inmenso y pelado. Todo lleva su marca, los coches, las parkas, las bolsas de cous-cous (o de risotto), las placas de identificación, los carteles de los desvíos a un lugar igualmente desolador. El realismo de Ford llega en esta novela a la apoteosis de la toponimia del atardecer. El lienzo se va llenando de un puntillismo de nombres y marcas que compone un cuadro tan espantoso como el mundo del que habla, sin necesidad de juzgarlo demasiado, tan solo con describirlo. No hay, creo, un solo momento en el que Ford diga que está pasando por un país habitado por una estremecedora mayoría de idiotas, pero tampoco que comprende que la gente funcione así en un sitio como ese, y sin embargo ambas sensaciones se respiran en el anticuado Dodge con semicaravana Windbreaker a bordo del que viajan padre e hijo. 

A Paul ya lo conocíamos de cuando estaba bien, si es que alguna vez ha estado del todo bien. Siempre fue un tipo rarito, pero ahora, gravemente deteriorado, su carácter lo forma esa mezcla de optimismo cínico y desesperación sin miramientos con que quizá se vea la muerte cuando está tan cerca. Tiene caprichos que inmediatamene desprecia, viste (cuando sale del hospital) del modo más chirriante, se empeña en comidas espantosas y souvenires marcianos, en llevarlo todo a un extremo que, por otra parte, es lo más natural en el mundo no menos marciano que le rodea. Con Frank es a menudo despiadado, con esa naturalidad con la que quienes ya se ven con un pie en el otro barrio tienden a perder la compostura con aquellos que se ocupan de ellos, con los únicos que se ocupan de ellos. Está también Clarissa, claro, la otra hija superviviente de Frank, lesbiana republicana (buena mezcla), con quien el padre no hila en absoluto y quien no lo cree capaz de ocuparse de su hijo.

Y sin embargo Frank se ocupa. Lo saca del coche y lo mete, lo arregla, le ayuda a vestirse, le aguanta las amargas impertinencias, lo lleva, lo trae, sin más tregua que algún trago de vodka o de cerveza y unos leves descansos en la sala de masajes de una treintañera vietnamita que ahorra para llevar una vida un poco más normal, la única con la que siente la suficiente paz (salvo al final, quizá, ya en plena y sosegada claudicación) como para dedicarle el título de la novela. Frank resiste porque es lo que hay que hacer, sin más, y porque sería peor no hacerlo. Homero nos mostró dos tipos de héroe: el triunfador aventurero, Ulises, ansioso de conocimientos, saludable y seductor, sin máculas en el pasado ni motivos para el resentimiento, con la dentadura íntegra y la sonrisa fresca, y una mujer que lo espera con la pata quebrada. Pero también está Héctor, rey por obligación, guerrero por destino, que se hace cargo de la inconsciencia de su hermano Paris y se enfrenta a los griegos porque tiene que hacerlo, no porque quiera, y despide a su mujer sin desear nada que no sea quedarse junto a ella y su hijo Astianacte, y sabe que va a morir, pero no puede planteárselo. De Héctor sacó Virgilio a Eneas, el que se recorre el mundo para fundar una patria porque está mandado, no porque a él le apetezca, y lleva a su padre Anquises a las costillas hasta que el viejo no puede más. Y eso es lo que hace Frank, llevar a su hijo a las costillas hasta que ya no puede más, enseñarle un mundo perdido mientras comparten una vida que se acaba, la una por vieja, la otra por enferma.

Aparte de todos los atractivos de la escritura de Ford, esa extraña poesía que nace del inventario permanente, esa sensación intensamente física de estar donde está él, de ver y tocar lo que no hay duda de que ha visto y tocado, hay algo implícito en cada página que envuelve la emoción del lector como la buena calefacción del Dodge en medio del paisaje congelado. Quizá sea que se añade la conciencia de que seguramente sea la última entrega de Bascombe, o que de todos modos es el final de un camino lector que empezó hace más de tres décadas. Lector y autor hemos llegado a un final de cierta paz y resignación. No es como para estar dando botes de alegría, pero tampoco cabezazos de tristeza. La vida es así, ha sido así, y conforme te acercas al final y entiendes menos cómo evoluciona, lo normal es recogerse bajo aquellas mantas que al menos te hagan reconocer tu propio calor, aunque afuera todo siga cubierto de nieve y sean otros los que nuevamente hayan de ver las grandes praderas florecidas y los campos de maíz.


Richard Ford, Sé mía, trad. Damiá Alou, Anagrama, 2024, 393 p.

5.5.24

El éxito y la gloria


A pesar de su prestigio como narrador, de que se codeara con lo más granado de la literatura europea en general y de la intelectualidad inglesa en particular, y de que disfrutara una vida de ensueño en Londres, en la campiña inglesa o, sobre todo, en su adorada Italia, Henry James pasó la mayor parte de su carrera herido por la sombra del fracaso. Después de muerto le esperaba la gloria, pero en vida se le regateó el éxito: vendió pocos libros, no encontró la comprensión que él hubiera querido para la evolución de su estilo, y cuando decidió ganar de una vez dinero escribiendo para el teatro sufrió uno de los más humillantes fracasos que recuerda la alta cultura. Al mismo tiempo, presenciaba cómo autores de menos calidad que la suya triunfaban hasta extremos exagerados, o que otros, llevados de una banalidad brillante pero hueca, lo apartaban a empujones de la escena. A esta paradoja, la calidad superior que no encuentra la acogida del éxito, al menos en vida, está dedicada esta magnífica novela.

La llamo novela porque no hace mucho le escamoteaba el nombre a otro libro basado en hechos históricos, y este de Lodge, salvo unos pocos pasajes que puntualmente aclara en la nota final, está íntegramente basado en hechos reales. La diferencia es que, además de una pulcramente diseñada construcción dramática, el libro de Lodge avanza por escenas, situaciones y diálogos, se remansa en descripciones y se acelera en narraciones de episodios secundarios, y si no fuera porque la vida de Henry James ya fue de por sí una novela, cualquier lector lo tomaría por pura ficción, un poco en el tono en el que varios escritores contemporáneos han acudido a los finales del XIX y, sobre todo, los principios del XX para dejar en su catálogo una genuina novela de época, como es el caso de Ishiguro (Lo que queda del día), Banville (El intocable) o McEwan (Expiación), largas y exigentes piezas que, si salen bien, como son los casos, son una verdadera delicia.

Pero Lodge no nos cuenta la vida de James, tan solo —aparte de su muerte, que abre y cierra la novela— los cinco años que dedicó al teatro y el tiempo que le costó sacar de su mente un trance tan desagradable. El estreno de Guy Domville, la obra que definitivamente lo iba a consagrar como autor dramático, fue cayendo en picado desde su primer acto, en parte porque a la obra le faltaba brío y en parte porque una claque de reventadores medio borrachos del gallinero convirtieron el final en una bochornosa vejación, con la en apariencia involuntaria pero afilada colaboración del propio director de la compañía. 

Lodge deja suelta la pista del boicot organizado, pero el problema de James era otro, tan antiguo como el teatro. Tampoco Terencio, culto y bien relacionado, con todo a su favor para ser la máxima celebridad, se explicaba cómo el populachero Plauto le quitaba los espectadores; ni mucho tiempo después le haría mucha gracia a Góngora que Las firmezas de Isabela no pudiera competir con el peor de los refritos de Lope de Vega. Es lo que le pasaba a James con Wilde, y siempre ha tenido la misma explicación: el teatro es del público, no de las editoriales ni siquiera de los críticos, y el público, cuando se trata de comer, prefiere los huevos duros a las perlas cultivadas.

Pero en esos años aún hay otra contradicción que, esta vez más disimuladamente, amarga la existencia de Henry James. Su amigo George du Maurier (¡qué gran personaje, cómo irradia su bondad para iluminar al adusto James!), dibujante profesional, sufre serios problemas de visión y decide meterse a novelista para sacar adelante a su familia numerosa. Él mismo es un pintor frustrado que supo adaptar sus limitaciones físicas a la práctica del dibujo, a lo que ahora sería un viñetista, pero con eso no le da para la tribu que mantiene. Du Maurier cuenta una historia a James que el escritor desdeña por demasiado vulgar, o quizá por tener demasiados parientes conocidos, como pudiera ser Naná o la Esther de Oliver Twist, sin ir más lejos, como para tomarla como punto de partida de una de sus creaciones.

La sorpresa, histórica sorpresa, es que Trilby, la novela que Du Maurier escribe con el tema que desdeñó James, se convierte en uno de los primeros grandes best-sellers de la historia, forra de dinero a su autor y lo sume en una marea de éxito que acaba por asquearlo. Su siguiente novela ya no tiene aceptación, y los dos amigos se resignan a que los caminos del azar mantengan tan alejados el éxito y la gloria. Lodge lo resume en sus justos términos (p. 444):


Ya estaba resignado a no ser nunca un autor realmente popular o a no producir un best seller, como el pobre Du Maurier. Algo había ocurrido en la cultura del mundo angloparlante en los últimos decenios, algún inmenso desplazamiento sísmico causado por una serie de fuerzas convergentes —la difusión y la reducción del alfabetismo, el efecto igualitario de la democracia, la energía rampante del capitalismo, la distorsión de los valores provocada por el periodismo y la publicidad— que hacía imposible que un practicante del arte de la ficción alcanzase a la vez la popularidad y la excelencia, como habían logrado en la flor de la edad Scott y Balzac, Dickens y George Eliot. Lo máximo que cabía esperar era un apoyo suficiente de lectores refinados para proseguir la interminable búsqueda estética.


Es decir, lo que le había pasado a James en el teatro no era producto de la excepcionalidad del género, porque cualquier forma literaria ya estaba sujeta a las mismas reglas de aceptación, no de calidad. James renunció a todo aquello que alegraba y llenaba y distraía la vida de Du Maurier, el amor, la familia, el trabajo agotador; él se había consagrado por entero a la literatura, y es posible que si no le hubiera dedicado tanto de sí mismo, acaso habría logrado, al menos en vida, mejores resultados.

El interés de la novela de Lodge, aparte de lo bien escrita que está (prosa culta y transparente, la que conviene al relato), radica sobre todo en cómo Lodge nos presenta al en apariencia distante James como un buen hombre que sobrelleva las exigencias de su egoísmo sin hacerle mal a nadie, excepto, quizá, a otro gran personaje, Clarence Fenimore, y nunca deliberada ni traicioneramente. Esta es una novela de relaciones humanas, de amistades, con Du Maurier, con Fenimore, con el criado Burgess, a quien Lodge le reserva páginas emocionantes. No hay gente retorcida en el círculo íntimo de James, y eso hace que comprendamos al personaje según las amistades que es capaz de hacer y el trato que mantiene con ellas. Y sale, ciertamente, muy favorecido.


David Lodge, ¡El autor, el autor!, trad. Jaime Zulaika, Anagrama, 2006, 495 p.

 

1.5.24

Una última calada


Leo a Paul Auster desde hace treinta y tres años, desde que, a principios del 91, Alfonso, el dueño de una caseta de la Cuesta de Moyano, un hombre grande y afable, me recomendó La música del azar, que acababa de salir en castellano. Desde entonces, anterior o posterior, en inglés o en castellano, no creo que me haya dejado por leer ningún libro suyo, desde la edición de Trilogía de Nueva York en la editorial Júcar, que compré en la librería Paradiso de Gijón, hasta la última, Baumgartner, que leí en inglés antes de que apareciera traducida. Novelas, cuentos, ensayos, guiones, memorias…, todo ha ido cayendo a medida que se publicaba, con añadidos como ediciones especiales (la deluxe de la Trilogía que editó Penguin) o incluso una lata de Schimmelpennicks, los cigarrillos-puros que Auster fumaba y que algo habrán tenido que ver, ay, en el cáncer de pulmón que se lo ha llevado a la tumba. 
Hace unos meses supimos que estaba enfermo y muy desmejorado, pero el optimismo es la primera condición de la supervivencia, propia y ajena, y no pensábamos que la cosa fuera tan fulminante, a una edad, 77 años, a la que aún le quedaba, a su ritmo, un puñado de historias que contar. Celebro que haya tenido una carrera tan extraordinaria, sobre todo en un país en el que su forma de narrar implica ir un poco a contracorriente y no llegar al gran público, y sobre todo celebro que sus dotes, digamos, europeas, hijas del extrañamiento, hayan arraigado, y de qué manera, en esta parte del globo. Incluso celebro que haya tenido tiempo de hacerse viejo, no mucho para los tiempos que corren, ciertamente. Lo que lamento es algo propio, personal, egoísta, otra costumbre que desaparece, otro decorado de la vida que se esfuma, otra estantería que ingresa en el mundo de los muertos, de los que leíamos cuando éramos jóvenes y estábamos vivos, y eran lo bastante jóvenes como para acompañarnos toda la vida. Se acaban ellos, más pronto o más tarde, y su muerte es el preludio de otros finales. Son pocos los novelistas vivos que uno lee siempre, escriban lo que escriban, McEwan, Pombo, Ford, Houellebecq, y el que no ha brincado los ochenta no para de fumar, a veces las dos cosas, de modo que pronto (si no soy yo el que se adelanta, claro), mi biblioteca se habrá teñido entera con la penumbra de los clásicos, escucharé con mis ojos a los muertos, pero ya no habrá nada nuevo que esperar de ellos, ni tampoco tendré ganas de afiliarme, por así decirlo, a la obra nueva de algún joven escritor. Cada cual es hijo de su tiempo, hasta para sus lecturas imprescindibles.

Pienso ahora, el día que me desayuno con su muerte, qué fue lo que me atrapó de aquella primera novela, La música del azar, y me convenció para no dejar de leer a Paul Auster. Supongo que era el aire kafkiano de la historia, lo verosímil inquietante, la prosa tensa como el cordel que sirve para medir y para estrangular, sin frases de relleno, sin filigranas ni apósitos sentimentales. Cuando publicó en castellano su primer libro de poemas, Desapariciones, escritos todos en los años 70, dijo, además de nombrar a Paul Celan como su maestro, que su relación con la escritura había ido creciendo de la condición mínima y seminal de un poema breve a la más larga y compleja de un relato, pero que el método seguía siendo el mismo, es decir, entiendo yo, que Auster nunca se dejó llevar a ver qué pasa, dejando que fueran sus dedos los que hablasen o buscasen una trama mientras rellenaban páginas, sino que sus libros, todos, eran como esa muralla que se ve obligado a levantar Sachs, el atónito protagonista de La música del azar, piedra por piedra, juntura por juntura, con columnas que cada cierto tipo se repiten para dar al conjunto la debida consistencia, del mismo modo que en la vida es el azar el que nos va repitiendo y nos sirve de rima. 

Pero en Auster este azar no era el mismo azar casual de Anthony Powell, del que se reía Julian Barnes, sino un azar siempre metafórico, significativo. Recuerdo un relato en el que el protagonista cuenta que su padre se había comprado un coche nuevo antes de morir a los 63 años, creo. Durante el velatorio, el hijo bajó a la cochera y se sentó al volante del coche, todavía oloroso de plástico nuevo, y miró el cuentakilómetros, que también marcaba 63. Este tipo de rimas del tiempo me han servido como material de clase más de una vez, por ejemplo con las historias de El cuaderno rojo, casualidades inquietantes de cuando el autor era niño, notas dispersas en los hilos de la luz que componen una sinfonía coherente. 

Durante años, no obstante, cuando me preguntaban por una sola novela de Paul Auster, dudaba entre El palacio de la luna y otra que me revolucionó, más como aficionado a la literatura que como ciudadano con conciencia política, Leviatán. La primera era el mundo extraño y cotidiano al mismo tiempo de Auster, verosímil y fantasioso, raro y posible; la segunda, una desgarrada huida hacia delante de quien se siente preso de su propia coherencia. Las dos, y todas las demás, compartían esa prosa tensa y clara, ese deslumbramiento de lo que los demás vemos pasar como si nada, el acercarse a las cosas y escucharlas, y sobre todo, sobre todo, el tratar a los personajes con el máximo respeto si es que quieres que tengan algo interesante que contar.

No todas me han fascinado, desde luego. Por lo que leo, debo de ser de los pocos que acabó cansado de 4321, o que, cuando iba un palmo más allá de lo verosímil (Mr. Vértigo), sentía que su juego ya no funcionaba. Pero daba igual, era una apuesta de vida, el amigo que uno se hace un día en una librería, porque alguien de fiar te lo presenta y porque al leerlo sientes lo mismo que los colegiales cuando encuentran a sus primeras amistades duraderas, que tienen la sensación de que ya lo entienden, de que ya lo han leído, de que ya lo conocen, aunque no recuerden de qué.

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