26.4.21

Práctico y sombrío


No tiene ninguna trascendencia, pero me llama la atención que el novelista que mejor conoce nuestra lengua recurra tantas veces a las mismas dos palabras: ‘práctico’ y ‘sombrío’. La primera forma parte de ese lenguaje que dignifica lo trivial, y en el que Mendoza es, también, un maestro. Su dominio de las locuciones fraseológicas y de los verbos específicos es ya un placer en sí mismo, un tanto melancólico en un mundo en el que todo existe y todo se realiza, dos proformas odiosas (e incorrectas las más de las veces) que yo prohíbo a mis alumnos.
No es, en fin, el impostado estilo de sus novelas cortas (las del investigador demente), que aquí queda relegado a las cartas que una monja envía a Rufo Batalla, sino un castellano perfumado de precisión y empaque, con las suficientes incursiones en el terreno del coloquialismo para que la media sonrisa del lector no se disipe.

Un ejemplo tomado al azar:


La idea de Carol, tanto en lo referente a sus posibles orígenes biológicos como a mis pesquisas, me parecía absurda e incluso perniciosa, pero no me atreví a contrariarla. Por su temperamento, Carol era capaz de enfrentarse a situaciones extremas con una prontitud e irreflexión rayanas en la temeridad, pero cuando le asaltaba la incertidumbre o perdía la seguridad en sí misma era de una extrema fragilidad y, en su estado, yo quería evitarle todo lo que pudiera afectar a su equilibrio anímico. A todas luces la inminente maternidad había cambiado la noción de sus padres que había alimentado hasta entonces. Aquél era un terreno que requería ser andado con la máxima delicadeza.


Esto también podría decirse así, claro:


Lo que pensaba Carol de sus orígenes y de mis investigaciones me parecía que no tenía sentido y era peligroso, pero no le dije nada. En situaciones extremas, Carol actuaba sin pensar, pero luego le entraban las dudas y se volvía débil, y yo no quería que se desequilibrara. Iba a ser madre y ya no pensaba lo mismo de sus padres. Y yo tenía que ir con cuidado.


Pero así no tiene ninguna gracia, y aun con todo me juego algo a que en los talleres de escritura creativa lo bueno es el engendro de abajo, no la hermosura de arriba. Qué le vamos a hacer. En el catálogo de nostalgias que me ha brindado Transbordo en Moscú, no es la menor la de una lengua rica y transparente, que parte de la consideración de que cualquier cosa se puede contar como si fuera más importante de lo que a veces creemos que es. El lado bueno de la realidad no siempre es su expresión más cruda. Recuerdo que mi padre, cuando algún conocido suyo tenía una tienda, para él siempre había «abierto un establecimiento», que a mí me sonaba como algo más importante, a la altura de las ilusiones que había puesto el conocido y de la consideración con la que mi padre lo contaba. La prosa de un libro convence cuando después de cerrarlo uno puede seguir contándose su propia vida en parecidos términos, y tiene la sensación de que, así dicho, no es que lo que se cuente de sí mismo sea mejor, sino que está tratado con respeto no exento de ironía, con familiaridad y comprensión, pero nunca con esa mala baba, falsa y autoinculpatoria, de quienes juegan al malditismo.

La riqueza de una lengua sirve para eso, para dignificar lo mínimo. No para apiadarse de ello sino para considerarlo en los términos que mejor lo comprendan y más lo valoren. Mucha literatura de los oprimidos, mucha farfolla reivindicativa se pierde por ese agujero. Llevamos demasiados años en que los que escriben bien sueñan con casar palabras que nunca antes estuvieran juntas, e inflan las páginas de hallazgos, y tapan la novela con su persona. El lenguaje fraseológico, en cambio, puesto que se compone de unidades léxicas más amplias, agiliza la lectura y admite recursos retóricos que sin embargo no se van muy lejos de nuestra forma de hablar más natural, al menos, ay, de anteriores generaciones. La nuevas hablan un lenguaje lleno de existencias y realizaciones, pero sin ese sabor del giro, sin esa gracia del adjetivo exacto.

La otra palabra que aparece mucho en Transbordo en Moscú, ‘sombrío’, dice mucho de su contenido. Este tercer volumen de las aventuras de Rufo Batalla está cubierto por un velo de desengaño. Los episodios históricos brillan con su implacable carácter habitual, pero también con un escepticismo que si no roza la misantropía es porque Mendoza sigue siendo un escritor muy majo. Los episodios humorísticos, aquí muy atenuados (como si el príncipe Tukuulu le hubiera dejado de interesar), divierten con la sonrisa un poco ladeada; son buenos, pero están anubarrados por una melancolía un poco tristona que no hace sino crecer con la novela. Aquí también se confiesa Mendoza lector del Tolstoi de Guerra y paz, cuyos últimos cientos de páginas se ensombrecen de enfermedades y de muertes, de inviernos y de abandonos. Los vaivenes de Rufo Batalla se entreveran con los de quien ha pasado por momentos dolorosos, como si el autor lo mirara con más cariño que ganas de juerga. El episodio de la isla de los piratas, en anteriores entregas, era de un desenfado contagioso; aquí, el de sus cuitas con los servicios secretos suena un poquitín manido, pero sobre todo se desarrolla en ámbitos húmedos y oscuros, llenos de gente vieja y mal alimentada, como un decorado de la decrepitud. Las mujeres ya no son Marichulis fascinantes y divertidas sino damas que huyen de sí mismas. Las relaciones de pareja, tinglados que tampoco merecen una lágrima cuando se vienen abajo, pero quizá sí una sonrisa cuando recobran su precaria estabilidad. A los hijos se los mira con distancia y, como diría el otro, con afecto y guasa; a los que fracasaron, con una palmada en el hombro, y a los que consiguieron lo que querían, con sincera satisfacción. Con la mujer del protagonista, Carol, se diría incluso que Mendoza ha mezclado a la Teresa de su querido Marsé con el Stuar Pedrell de su querido Vázquez-Montalbán. Más melancolía.

No lo digo como un pero. Es el encanto de esta tercera entrega, la cercanía de quien, para contar con gracia una vida insulsa, no ha querido sobreponerse a la tristeza con que la contempla. No, no es la más divertida de las tres novelas, pero quizá sí la más interesante. El gusto de leerla, que al final es lo que importa, sigue siendo el mismo de siempre.


Eduardo Mendoza, Transbordo en Moscú, Seix-Barral, 2021, 370 p.

25.4.21

Esos calcetines


De jovenzano, Francisco Umbral fue con un amigo a entrevistar a Jorge Guillén, que estaba de paso por Valladolid. Su retrato no tiene desperdicio: 


Guillén, por arriba, estaba como un poco americanizado con una dentadura alarmantemente perfecta y unas gafas de prestamista de Wall Street. Tenía la cabeza pequeña en relación a su buena estatura, esa cabeza de oficio que ya le viera Aleixandre. Guillén, por abajo, mostraba unos calcetines flojos, caídos y marrones que a mí me espantaron, y que no podía comprender en el creador de la belleza pura y absoluta, en el poeta instalado en la plenitud del mediodía.


Sí, sí, «todo en el aire es pájaro» y por ahí. Pero esos calcetines… Algo así me pasa a mí con Luis Landero, en unos libros más que en otros. Uno disfruta de su repujada prosa, como si estuviera escuchando a un señor interesante y viajado, pero hay un tufillo que poco a poco se apodera de la reunión. Un dandy puede vestir como quiera pero debe cuidarse de que la corbata y los calcetines vayan a juego y sean de primera calidad. Landero es ese señor apuesto que de pronto cruza una pierna y se le ven los calcetines de espumeta gris, y ya deduce uno de dónde viene el tufillo. En la prosa de Landero, ese tufo son los rastros empalagosos del garciamarquismo, las frases terminadas en or, la manía de que cualquier nonada sea un prodigio, y cualquier mindundi un héroe con poderes mágicos, y cualquier picor cotidiano una desconcierto inevitable. Cuando publicó su segundo libro, Caballeros de fortuna, la gente se lo dijo: esto suena a la cantilena empalagosa de García Márquez. Él se refugió en Cervantes y escribió muchos y muy trabajados libros, pero ahora, según él mismo cuenta, se ha dejado llevar, sin partituras ni planificaciones, a lo que salga de la memoria, si es que, como él mismo reconoce, queda algo por salir. Y es posible que este dejarse llevar le haya devuelto el sonsonete de GGM, que mezclado con palabras intolerables (la rebusca, el moño, etc.) y poesía de circunstancias da una cosa que si no es cursi a veces le falta poco. Vemos a Landero encogido sobre la libreta de hule, laborando primorosamente, asomándole por un lado de la boca la punta de la lengua, en largas frases que son redobles de las primeras palabras, o que se curvan por mor de la concinnitas y uno espera con paciencia a que llegue la sílaba -or, que es cuando el ebanista limpia las virutas del papel y se levanta a tomar una manzanilla. La intensidad no es una sucesión de empalmes a lo Miranda Podadera, sino un brote incesante, un burbujeante manantial de palabras frescas. ¡Ay si Umbral hubiera sabido idear un argumento con la parsimonia con que se los piensa Landero! ¡Ay si Landero hubiera tenido esa impetuosidad, esa corriente de belleza viva, sin necesidad de detenerse tantas veces a consultar el diccionario!

Me lo decía, de otro modo, Félix Romeo, principios de los 90, tomando una cerveza en el VIP’s de Velázquez, que era la taberna más cercana de la Residencia de Estudiantes. Romeo iba entonces disfrazado de Verlaine, (aunque solo hablaba de Rimbaud), con su media melenita lacia, y lo habían metido en la habitación de Lorca a que escribiese un libro de poemas. «No escribo nada porque no tengo ordenador», me dijo, y a Landero, cuya primera novela había ganado todos los premios, lo despachó con un «escritor mesetario» que es a la geografía literaria lo que los calcetines de Guillén a su indumentaria poética.

Landero, tres décadas después, es uno de nuestros más prestigiosos novelistas, amén de redentor de profesores letraheridos, y los jóvenes de entonces estamos donde estábamos. Y Romeo ya ni está. Pero al leer su anterior entrega de memorias, Un balcón en invierno, quizá porque seguía más de cerca un tiempo primordial, el de su juventud, no tuve esta sensación de que muchas páginas están, más que escritas, decoradas, alargadas con hilos de oro y telas adamascadas del baúl de la abuela. Landero va y viene, de su niñez rural y mitológica (¡cómo le habría gustado escribir Las ratas, y qué bien lo habría hecho!) a sus años de profesor, sus primeros trabajillos o la modorra de no saber qué escribir esa mañana. Me gustan, al principio del libro, sus reflexiones sobre la pérdida de la memoria lectora, la disipación del gozo de haber leído, los bajones de autoestima y el triste gotear de la cisterna. A veces intenta ser gracioso con personajes más ridículos que extravagantes, como el vecino gordo que levitaba, otro agujero de los calcetines, la dignificación de lo esperpéntico, que daba ya desde el principio, a mi juicio, resultados un poco revenidos. Aquí es especialmente brillante cuando habla de su pueblo, de la silla de enea, de los hombres y las mujeres de entonces, por repetitivo y demagógico que resulte, por onetiano y pardobazánico que se ponga, cuando se centra en el esfuerzo de la nitidez descriptiva, no de la memoria fantaseada. Cuando los personajes son reconocibles por las calles de la infancia, no por los tebeos. O cuando se centra en los recuerdos de sus lecturas, en especial las páginas que le dedica al Lazarillo y a su sabia y escueta manera de manejar la mímesis, o a Faulkner y una novela que también admiro, El villorrio, a propósito de lo que podríamos llamar el erotismo de la fertilidad, o a Stendhal y un escalofrío que reconozco en madame de Renal.

Después de volar tan alto con Lluvia fina, Landero se ha puesto a planear. Quizás, en algunos pasajes, ha bajado la guardia como en aquellos Caballeros de fortuna, y los umbralianos de turno nos tiramos a degüello. Si el partido se juega en el territorio de la autobiografía no premeditada, no hay por qué quejarse del público. La diferencia entre las prosas bonitas, las frases rematadas, las palabras peregrinas, y la prosa deslenguada y viva es, quizá, tan solo que no se nota la lentitud al escribirlas. Pero aquí, en ocasiones, Landero se engolfa un poco en la frase profunda y vacía, en las enumeraciones innecesarias, en las exageraciones cantarinas, en ese hablar mítico de que no somos nadie. El propio Landero dijo, hace muchos años, que lo que no le gustaba de Ortega era que se comportaba como un cazador que al llegar a casa deja caer un gancho lleno de perdices sobre la mesa y dice: ¡Hala, ahí tenéis la caza de hoy! Me he acordado porque a veces uno ha sentido que Landero terminaba la frase y decía: ¡Hala, ahí tenéis la frase de esta mañana! Quizá formara parte del empeño, el exhibir combinaciones que normalmente van cubiertas por su incuestionable solidez narrativa. Quizá solo fuera carnaza para umbralianos.


Luis Landero, El huerto de Emerson, Tusquets, 2021, 240 p.

21.4.21

La edad de la ilusión


La editorial Caro Raggio ha publicado Ciudades de Italia, en edición a cargo de Carmen Caro, quien también publicó hace poco, en la misma editorial y con el título Con voz propia, un interesantísimo volumen de artículos de Carmen Baroja, fundamental para entender no solo la labor intelectual de la hermana de los Baroja sino su estrecha relación con los primeros trabajos de Julio Caro. En el caso de Ciudades de Italia, Carmen Caro ha hecho una estupenda labor de rastreo de las fuentes que utilizó don Pío: sus viajes a Italia (con itinerarios incluidos), las novelas italianas, sobre todo César o nada, para la sección dedicada a Roma, y El laberinto de las sirenas, una novela de la que al final de sus días Baroja se sentía satisfecho, más que los críticos que no la han tratado como lo que es, una de sus grandes obras maestras. Carmen Caro también bucea en los artículos y reportajes de Baroja que le sirvieron de guía, como es el caso de En los jardines de Bóboli, de 1906, o Florencia y Roma o la gracia y la fuerza, por un cronista iletrado, de 1910, un reportaje que también debió de ser del gusto de Baroja porque en 1917 lo volvió a publicar en la revista Cervantes, que Francisco Villaespesa dirigía cuando ya se había muerto Rubén Darío y Juan Ramón viajaba en barco para encontrarse con Zenobia y con la poesía conceptual. El modernismo como movimiento estaba concluido, aunque no como estilo. Lo que podía opinar Baroja del modernismo a esas alturas creo que queda claro en este divertido fragmento:


La dama de blanco corre la cortina, vacila un poco, lugo se decide, se quita el sombrero, la capa blanca y un bolero, corre la pantalla de la lámpara y se tiende.

Yo, en silencio, a la media luz que ha quedado en el vagón, admiro un cuerpo espléndido, un talle esbeltísimo, la curva soberbia de una cadera y los pies pequeños que salen por el borde del vestido.

Por una lógica asociación de ideas, de la contemplación de esta mujer hermosa, paso a mirar el timbre de alarma.


Es posible que La veleta de Gastizar, la novela que escribió Baroja en 1917, también fuera del gusto de aquellos viejos modernistas, una trama teatral y colorista, romántica y luminosa como El convento de Monsant, que había publicado en 1916. Quiero decir que a la altura de 1917 el modernismo de Baroja ha cristalizado en un tipo de novela pictórica llena de fantasía y metaliteratura, y en ese mundo cabe perfectamente su reportaje de 1910. Italia para Baroja es esa luz. «Me dejé llevar por la fantasía y por el humor», podría haber dicho Baroja, aunque quien lo dijo fue Julio Caro Baroja cuando comentaba Las veladas de Santa Eufrosina, ese precioso libro que en el fondo es una evolución del mismo género de El laberinto.

Pero Baroja compone sus Ciudades de Italia en 1949, cuando estaba rematando sus memorias, aunque da la sensación de que se transporta a aquellos años de El laberinto de las sirenas porque «la edad más romántica, más cándida, más llena de ilusiones para el hombre son los cincuenta años». En efecto, las novelas de 1923 están llenas de lances amatorios, igual que este ensayo de 1949; lances barojianos, se entiende, llenos de damas cosmopolitas y misteriosas con las que, por ce o por be, las cosas no terminan de cuajar.

Tras esa brillante primera parte, La Riviera, Baroja se deja llevar por una erudición pictórica y geográfica sazonada de anécdotas curiosas y juicios tajantes. Baroja amaba la pintura con la que «no se necesita reflexionar nada ni consultar con un pedante profesor de estética», porque «son obras que se imponen». Y no tiene rubor en declarar que le gustaban más los realistas alemanes del XIX que las «mixtificaciones aparatosas» de Picasso o de Juan Gris, algo lógico en un amigo de Regoyos, de Echevarría o de Arteta, amistades que subraya Carmen Caro. Para Baroja el arte es sensación, no alarde ni magnificencia. Ni tampoco se corta en admirar a Botticelli o a Rafael tanto como en desdeñar a Miguel Ángel, «un buen hombre que no sabía pintar», en palabras de El Greco que, según Baroja, le costaron el destierro a Toledo. 

Son opiniones conocidas: su repulsión hacia D’Annunzio (ese extremo de modernismo amanerado con el que nunca comulgó), su desprecio por el fascismo, pero sobre todo su búsqueda del carácter de los lugares. No le gusta el colosalismo, Venecia le parece «pomposa y teatral», y le molestan las grandes plazas abiertas junto a catedrales góticas que requerirían un ámbito más recoleto. En todo caso, le gusta la gente, los tipos, los paseos, los flirteos, nada que tenga que ver con el turismo.


Yo, la verdad, mejor que hacer este recorrido prefiero estar con un poco de catarro en la cama. Un paseo así es para quedarse medio tonto, o medio lelo. O no se fija uno en nada, que puede que sea lo más prudente, o si se fija se arma un batiburrillo en la cabeza que no hay manera de aclararlo.


Afortunadamente para el lector, porque sus congeries de tipos que ve por la calle son magníficas. Los personajes, como decía Julio Camba, se suben y se bajan del libro como si fuera un tren, en este caso literalmente, al menos con algún cura contumaz con el que Baroja nos divierte un rato, o con damas (algunas reales, como la duquesa de S., Demetria) que le dan para una conversación de galantería barojiana tomada de El laberinto de las sirenas.

Sobre esta novela se cimenta la sexta parte de Ciudades de Italia, la dedicada a Nápoles, deliciosamente descrita por Baroja y minuciosamente contextualizada por Carmen Caro. Estas cincuenta y tantas páginas son extraordinarias, el verdadero núcleo de ese, digamos, sentimiento italiano de los Baroja. Nápoles es «un paraíso modesto», «el más perfecto caos étnico de Europa». En aquellas espeluncas de Capri o en la Puerta Capuana Baroja desata su impresionante capacidad descriptiva, siempre tan pictórica, tan aficionada al bullicio dicharachero de la gente común. Dice, en fin, que ese viaje a Nápoles fue el año 23, aunque hay documentos que avalan que el 14 de diciembre del 22 llegaba en barco a Barcelona. 

Un epílogo sobre Milán y Génova cierra el libro, del que quedan, sobre todo, las bellísimas estampas napolitanas, y un catálogo de idilios de hotel y tipos femeninos sobre el que Carmen Caro también se centra en su introducción. De las 724 mujeres que, según Francisco Bergasa, aparecen en la obra de Baroja con papel relevante, habría que añadir las que Baroja rememora en este libro, sobre todo cuatro mujeres que, como concluye la editora, «presentan el mismo perfil: sofisticadas, de mundo, con criterio, que viven la vida», además de valientes y generosas. Aún habrá quien siga hablando de la misoginia de Baroja sin tener en cuenta dos aspectos de su insobornable libertad de juicio: que creía en los individuos más que en los tópicos de género, y que muchas veces son sus personajes los que, en el contexto en que las tratan, opinan sobre ellas. Aquí, desde luego, salen muy bien paradas. El que opina es el Baroja que las conoció.


Pío Baroja, Ciudades de Italia, edición de Carmen Caro, ed. Caro Raggio, 2020 (=1949), 244 p.

3.4.21

El aire de un globo


Marías ha partido de una idea clásica: qué hacer cuando tienes que matar a alguien para evitar males mayores. Y cita un par de casos, los dos de gente que tuvo a Hitler a tiro, aunque podría haber recurrido a Stephen King, sospecho que no uno de sus escritores favoritos. Y así se pregunta qué habría pasado si su Tomás Nevinson tuviera el encargo de eliminar a una mujer que puede formar parte de la logística de ETA o del IRA. Y qué pasaría si tiene que averiguar cuál de las tres mujeres cuyas fotos le han pasado metidas en un sobre es la que puede colaborar con un nuevo y sangriento atentado. Hay, pues, un punto de partida y un ambiente general, el del terrorismo de los 90, que nos asustaba o indignaba según sea la cantidad de sus víctimas, la espectacularidad de sus atentados o la brutalidad de sus ejecuciones, pero que olvidamos más pronto que tarde.

El tema y la idea sostienen una magnífica primera parte, plagada de posibilidades. Los versos de Macbeth y de Eliot, en ritornellos muy armónicos, nos avanzan la hondura de cuanto se divisa, y la firme mano que los dibuja. Cuando, varios cientos de páginas después, el narrador se desplaza a «una pequeña ciudad del noroeste» para empezar con sus pesquisas, el lector de Marías no puede estar más entregado. Es el Marías de siempre, sí, pero es eso lo que te esperas y lo que agradeces.

Sin embargo, una vez que Tomás Nevinson llega a Ruán se produce un cambio en un doble sentido: el narrador abandona su especulativa lentitud, desinfla sus abstracciones y vuelve a la frase corta, de novela policíaca casi convencional, pruebas que no significan nada, actos fallidos, informantes, todo eso. Si algo nuevo tiene esta novela, es que Marías no había usado antes de manera tan ortodoxa los esquemas de las novelas negras, ese ir difiriendo los detalles definitivos, aquellos que podrían haberse dicho en la primera página. La novela entonces va rápida, más rápida, y es fácil jugar a ver cuál de las tres es la mujer que busca el protagonista, para denunciarla o para matarla, a pesar de que solo una sea, desde el principio, la más obvia sospechosa. Pero eso que podríamos llamar la compensación se sustentaba en la primera parte con la sintaxis reticular y el lenguaje entre poético y preciso (si no es la misma cosa) que despliega Marías; en este segundo tercio, sin embargo, a falta de reflexiones Marías introduce unos cuantos secundarios inverosímiles, monigotes de risa floja, gente vestida de colorines, con peinados extraños y costumbres bárbaras, que habla una parodia del lenguaje soez. En Marías esta inverosimilitud es también una marca de agua. Aquel espadachín con coleta goyesca de Tu rostro mañana, si no recuerdo mal, o el propio Trupa en Los enamoramientos, eran secundarios de comedia burlesca, igual que aquí los maridos o acompañantes de las tres mujeres en cuestión.

Esta segunda parte, en fin, es bastante floja porque Marías frecuenta territorios que no le gusta cómo son. Una novela de espías es todo carne, y en esta novela las primeras 500 páginas se pueden resumir en una sola. Y está bien que una novela pueda resumirse en un párrafo sin saltarse ningún episodio importante…, pero no tanto si es de espionaje. Por más que el autor recurra a episodios reales, algunos que vienen a cuento (el asesinato bestial de Miguel Ángel Blanco) y otros no tanto (la mafia londinense de los años 60), malo es que el lector espere no aquello a que lo conduce el autor sino aquello que el autor debería haber probado. Por ejemplo: el espía vigila, al estilo Hitchcock, a dos de sus tres presuntos objetivos; las graba, presencia sus intimidades, pero no recurre a las conversaciones telefónicas, que es lo primero, antes de buscar hotel, que debería estar garantizado, y sí a unas notas elocuentes que es como ir dejándose el carné por el lugar del crimen. El espía necesita pruebas que incriminen a una de las tres, no sabe cuál, y por muchas máximas británicas del MI5 y el MI6 que despliegue el narrador, hay una fundamental: cuando no hay pruebas para demostrar lo que en todo caso hay que dar por hecho, lo mejor es crearlas, poner un cebo, esperar una reacción, tender una trampa, algo. Pero el repetitivo y un poco pusilánime Tomás Nevinson piensa más en formulaciones distintas de lo mismo (el pasado se desdibuja, se olvida y se acaba reinventando) que en pillar a su bella durmiente con las manos en la masa. Todo es un dilatadísimo planteamiento inicial, una situación que no arroja mucha luz, sobre todo con la desesperante pasividad del espía, que se limita a consignar, lucubrar, imaginar, y más que llegar al fondo del asunto se pasa el libro en las musarañas. La documentación libresca queda bien, pero desentona con la falta de documentación práctica: si, por ejemplo, un espía trata así a un camello de cocaína, más vale que lo echen del cuerpo antes de que sufra un accidente… Y en todo caso hay algo propio de esas novelas de Agatha Christie, la misma que el narrador desprecia sin disimulo: utilizar personajes de paja, figurantes que alargan la trama sin llevar a ninguna parte.

En el segundo encuentro con Tupra, en Londres, el avión comienza su descenso. El ultimátum de Tupra es un abróchense los cinturones. Vale de personajes grotescos y situaciones prescindibles. Es como si, en vez de a Tomás Nevinson, se lo estuviera diciendo a Marías: «hala, majo, venga, que se nos hace tarde, decídete de una vez, haz aquello que hace que una novela de espías sea un género difícil, que hay que encontrar mucha información y reportarla con solvencia, sin digresiones extemporáneas ni detalles irrelevantes».

A ratos he pensado si no ha jugado Marías a El aire de un crimen, el escritor importante que hace una excursión por la novela de policías y ladrones. La misma ciudad de provincias, Ruán, suena leonesa, benetiana, aunque su caricatura sea un tanto tópica. Al lector que disfrutó de Negra espalda del tiempo le parecerá un pastiche como los que hacía en sus inicios, y al que leyó sin cansarse Tu rostro mañana, una frivolidad demasiado poco exigente; pero al lector de novelas policíacas le parecerá, más que un perro inflado, un libro aerostático. Salvo el principio muy Marías y un final entre demagógico y decepcionante, pero, este sí, muy bien narrado (si pasamos por alto los guiños cinematográficos, que nunca indican otra cosa que falta de imaginación), lo demás deja la sensación de que Marías piensa pero no se detiene, alarga cuando aún no se atreve, demora por el mero prurito de mantener la cadencia y las proporciones, y se repite.

Es curioso que uno disfrute de leer una novela y al terminarla tenga muy claro que no es buena. Es lo que pasa con Marías. Su prosa sigue siendo culta y absorbente, y precisamente por eso no necesitamos que se meta en faenas que requieren de más podas profundas y menos añadidos documentales, que aquí funcionan como apósitos las más de las veces. Una vez escribí una reseña no muy complaciente de Marías y varias de sus admiradoras se me tiraron al cuello. Las amantes de su prosa sinusoide toleran que cometa excesos narrativos o abuse de lo inverosímil, igual que Berta Isla, aquí en segundo plano, sigue amando a Tomás Nevinson a pesar de sus largas ausencias y su costumbre de no dar explicaciones.


Javier Marías, Tomás Nevinson, Alfaguara, 2021, 680 p.

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