31.12.24

Unos kilos de más



Como diría un taurino, Tormenta de verano es una novela un tanto atacada de carnes, con bastantes más páginas de las necesarias, aunque ese es un criterio que en la época en que fue escrita (1962) no tenía la misma vigencia que ahora; ni que antes de entonces, todo sea dicho. Los manuales la consideran heredera directa del objetivismo de El Jarama, pero hay varios elementos que la separan de lo que pudiéramos llamar una panorámica ortodoxa, y otros que la hacen ciertamente importante para lo que estaba por venir.

    La separan, sobre todo, el lenguaje y el punto de vista. Las novelas sin acción sólo se sostienen por la suficiencia de la prosa con que están escritas. Si El Jarama es una grata y constante sorpresa por el oído finísimo de su autor, en Tormenta de verano encontramos una lengua un poco grasienta, con el insistente vicio de los posesivos para nombrar partes del cuerpo («metió sus dedos en mi pelo»), de los clichés de novela o cine norteamericanos («déjame que te vea», dicho como fórmula de saludo, cosa que en la lengua corriente aquí no ha dicho nadie nunca, por ejemplo, o el reincidente «hum», sacado de los tebeos, por no hablar del «accioné el conmutador» para el simple gesto de encender la luz), hiatos cacofónicos como «el viento hinchaba algunas persianas», «en las huertas atardecía aún», o expresiones tan difíciles como «el té regularizaba mis jugos gástricos», «con la cabeza doblada sobre un hombro, contemplé la espalda de Elena, corta y llena», «en la ventana persistía un coágulo de claridad», «me senté a contemplar el mar, que lanzaba unas pequeñas olas muy espumosas», «la otra tenía unas cortas piernas», «nos besamos durante unos segundos, los cuerpos apretados», «el olor de su carne me puso contento», «las adelfas rojeaban el verde de la planta», «proyecté esperar un cuarto de hora más», «verifiqué los botones del pantalón», unidas a una afición por el sudor y los malos olores que permea y humedece la novela entera, supongo que a propósito: «Un penetrante olor a sudor, a tabaco, a madera mojada, se mezclaba al perfume de Elena y al aroma de su cuerpo», «en la depilada axila de Elena se mantenían unas diminutas gotas de sudor», «sudábamos mansamente. Angus se lavó en el bidet», «me quedé con el olor de ella bien dentro», «se les veían más que a las mujeres las rodajas de sudor de los sobacos en las camisas», etc., etc. Con esta prosa maloliente no es de extrañar que Juan Benet despachase las novelas de García Hortelano diciendo que sus personajes no hacían otra cosa que ponerse un whisky y darse una ducha. Menos mal. Como eran amigos, Benet no aludió al aire de ceniza fría, a la tonelada de cigarrillos que se fuman sus personajes, a veces con una rapidez inverosímil, y eso que a uno le gusta el humo en las novelas, pero no la persistente sequedad en la boca de su personaje principal…

    No, la prosa por sí misma no sostiene la novela. No es que sea descuidada, sino que le falta oído musical y le sobra sebo léxico. Hay páginas enteras de diálogos que consisten en que los personajes se saludan o se cambian de sitio o se pasan a otra casa o se encienden un cigarro, y en este andar de un lado para otro sin hacer ni decir nada sustantivo se pasa el rato y uno no sabe si la sensación de hastío se transmite adrede o se consigue sin querer. Y no mejora las cosas el hecho de que una novela que emplea tan prolijamente los recursos del hablar por hablar propios del objetivismo esté contada en primera persona, lo que dificulta y no poco las exigencias técnicas, y que se empeñe en dar una visión, que es una forma suave de aludir a la novela de tesis de toda la vida. Los personajes son cuarentones con dinero que viven en una colonia privada y entretienen su spleen bebiendo como cosacos y fumando como carreteros. El protagonista está casado con una mujer que no se da cuenta de que su marido es amante de una amiga y vecina y de una prostituta pobre, un trío que sin embargo no termina de colmar sus ansias de huir de un entorno tan opresivo. Los hombres beben whisky y hablan de negocios, las mujeres preparan fiestas y toman el sol, todos y todas parlotean desustanciadamente en la veranda (palabra demasiado repetida) de sus chaletes de clase alta, y tratan al servicio y a los aldeanos del pueblecito pesquero con el suficiente desprecio como para que el lector capte la crítica social, mientras los niños, ay, van filtrando tanto desmadre en obsesiones insanas y morbosa soledad.

    Y sin embargo se mueve. Y sin embargo se sostiene. Lo importante de esta novela está en que tanto cigarro hablado va llenando ese mismo retrato social sobre el cenicero de un crimen sin resolver, que finalmente no es crimen y su resolución tampoco salpica a nadie porque los señoritos no pagan por sus caprichos. Por mucho que hablemos con cierta sorna de Tormenta de verano, no nos cabe duda de que la serie Carvalho de Vázquez Montalbán parte de esta idea de montar el realismo social en el chasis de una novela policiaca. De pronto se cuelan diálogos/interrogatorio y desde el principio hay un cadáver desnudo en la playa, y todos los elementos están minuciosamente desperdigados y hay un inspector empeñado en saber la verdad. Asistimos a los inicios de un culturalismo posmoderno en el que la novela popular es la percha donde se cuelga el realismo serio, o no serio, porque esa táctica llega hasta nuestros días y ha dado ingente cantidad de novela pseudonegra de ambiente pseudosocial. Mientras Luis Martín Santos hacía un Galdós pasado por Joyce, es decir, retrataba las distintas clases y ambientes de una ciudad y ajustaba el lenguaje a cada situación, García Hortelano fundía sus entretenimientos personales, la novela negra, con sus deberes profesionales, la denuncia social. Tiempo de silencio pasó a la historia como una gran novela, pero no tuvo verdadera continuación; de Tormenta de verano llegamos a sonreírnos, pero no solo contribuyó a una prematura moda del género como excusa, sino que sembró la semilla de grandes novelas como las que poco después habría de escribir, por ejemplo, Juan Marsé. La prostituta inculta y pobre, la Angus, la res marcada en la ingle, y también el mejor personaje de la novela, está ya en la onda de lo que luego nos deslumbrará con Pijoaparte.

    No sabemos qué habría dado de sí esta novela si se hubiese ajustado a las convenciones proporcionales del género policiaco que la estructura o si hubiera sido escrupuloso con el método neorrealista que la rellena. La mezcla no salió del todo bien, pero dio mucho de sí. 


Juan García Hortelano, Tormenta de verano, ed. Antonio Gómez Yebra, Castalia, 1989 (=1962), 433 p.

20.12.24

Ferlosio encadenado, 2



En la bernardina anterior me ocupaba de la introducción de Mario Crespo López a su edición de El Jarama en la editorial Cátedra, de lo que plantea y recoge, y de la proporción en que lo hace. En esta propongo algunas cuestiones que no encuentro tratadas con el detenimiento que a mi juicio merecían, y dejo para una última la parte que considero más floja de la edición, sus notas a pie de página. 
Creo que ya es hora de que nos deshagamos de tópicos epocales y veamos esta impresionante novela como un método narrativo que no  se reduce al tiempo en el que fue escrita ni desarrolla una técnica pasajera. Las interpretaciones historicistas, como comentaba en Ferlosio encadenado, elevan la novela a los altares pero la desecan como modelo narrativo del todo vigente. Se puede seguir escribiendo como en El Jarama, se puede aprender a mirar como miraba Ferlosio, y se puede, por encima de todo, aprender a escuchar.



La técnica del objetivismo


Ferlosio se sometió a esa técnica de la que ya hemos hablado y que consiste en que el autor no escribe nada que no sea dicho o pueda ser percibido por algún personaje. No hablamos solo de percepción auditiva o visual, de lo que se comunica en los diálogos o de esos maravillosos ejercicios de precisión poética que componen el otro lenguaje de El Jarama, el de las descripciones, de las que también hablaremos. Entra en la norma lo que resulta perceptible por cualquier sentido, por ejemplo el olor: «El humo no se veía; sólo sentía el olor» (415), y se equivocaba Goytisolo al decir que el verbo sentir, en la frase «Sentía todo el peso de la cabeza en el esfuerzo de su mano», era «un verbo inoportuno» con el que el narrador sólo consigue «imponer su presencia», y así lo cita el editor. Pero aquí «sentía» es un verbo que indica sensorialidad, tacto, sensación de peso, no sentimiento de ninguna clase. Por esa misma razón, también habría sido inoportuno decir a qué olían las comidas de los domingueros, y se dice, por ejemplo en «se sentía el acre olor del aceite quemado” (650), también con el verbo sentir, en cuya acepción de oír, por ejemplo, sigue siendo de uso corriente.

Sí hay otros casos, muy pocos, en los que el narrador se salta sus propias y estrictas normas. En el hermoso microcuento lírico de su encuentro con la niña, se dice del personaje que «no le importaban los zapatos» (p. 259), a pesar de lo cual ya va a ser, durante toda la novela, el hombre de los zapatos blancos. Algo parecido sucede cuando se dice que «Sebastián no sabía qué contestar» (p. 480); aunque se pueda tomar como una actitud, imaginar su reflejo gestual, el narrador podía haberlo descrito sin recurrir al, fuera de los diálogos, prohibidísimo verbo saber. Y también cuando se marchan ya los parroquianos y Lucio quiere despedirse de Justina; ella está ya «tendida en la cama», y el narrador nos dice lo que oye, pero también que «no quiso levantarse» y que «sintió grima».

El narrador tampoco puede resumir ni aclarar. Una frase como «discutían en el grupo cercano de partos y de abortos» (p. 401) implica una reelaboración de lo escuchado, algo que sólo aquí sucede en toda la novela. Pero se trata de un caso aislado. Incluso cuando habla de «los otros cinco madrileños» (p. 530) y el editor anota que se trata de una intromisión del narrador, de saber más de lo que han dicho los personajes, en este caso sí se dijo, y el autor lo recuerda. Ocurre algo parecido con los nombres: sólo cuando son introducidos en el diálogo, el narrador empieza a utilizarlos fuera de ellos, como sucede con el impertinente Aniano (p. 299) o el bonachón Felipe Ocaña (p. 361).

Y eso por no hablar del registro, del cuidado que tiene Ferlosio de que nadie diga lo que no le corresponde. El único caso, y no estoy seguro, en el que percibo un error de registro es cuando el alcarreño , hablando de la muerte de Lucita, dice que ha dejado este mundo «en el momento más efervescente» (p. 690). Bien es cierto que el lenguaje popular madrileño abunda en cultismos, y ya se ocupó hace muchos años Zamora Vicente de estudiarlo respecto a Luces de Bohemia. En El Jarama hay unos cuantos casos entre los que quizá se encuentre este. Tan solo anoto que, a estas alturas, suena un poco raro.



La descripciones


El objetivismo es una estética de la precisión, una lírica del nombrar las cosas, del no le toques ya más, algo que Ferlosio sólo transgrede en algunas hermosísimas descripciones con metáforas, casi todas, animales, y la mayoría referidas al paso de la luz. Pero tampoco necesita de comparaciones para llegar a esa tersa poesía: «El sol traspasaba la entrerrama y se iban corriendo las sombras en el suelo» (p. 266).

En esta otra de la página 267, Ferlosio sólo incluye una comparación, «como piel de liebre», porque «ciego» es acepción, metáfora sobrevenida, y el resto es precisión descriptiva con recursos como la frecuencia de verbos a principio de frase o el impresionante ritmo del periodo:


Al otro lado no había árboles. Veían, desde lo tibio de la sombra, unos pocos arbustos en la misma ribera, y atrás el llano ciego, como una piel de liebre, calveándose al sol. El agua corría ya tan sólo por los ojos centrales del puente. Había dejado en seco los dos primeros tajamares, en la parte de allá. La sombra de aquellos arcos cobijaba otros grupos de gente, acampada en la arena, debajo de las bóvedas altísimas.


Ni que decir tiene que el fragmento acaba con un sonoro endecasílabo heroico esdrújulo.

Entre las más largas y hermosas (si es que hay unas más bellas que otras) destaca la que ocupa un fragmento completo (pp. 276-279), «Vagaba el humo por los campamentos…», que ha dado para mucho comentario y que el editor profusamente anota. Interesan, de esas anotaciones, el hecho de que Gullón contara «al menos 28 endecasílabos» en el fragmento, como ya habíamos comentado, así como el no muy marcado punto de vista de Daniel, quizá el más melancólico de los muchachos, pero también, por ejemplo, el análisis que Femenías hizo del uso del perfecto y del imperfecto, «una pugna silenciosa entre el pretérito indefinido, sobre el que progresa el relato, y el imperfecto, empeñado en sostener un gesto, una presencia antes de que el tiempo la borre…». En la novela no siempre es así, desde luego. A veces sí se distingue esa acción perfectiva/imperfectiva en una misma frase, por ejemplo en «Se atragantó a la último y se incorporaba» (265), «recogió la correa del perro y escapaba hacia el agua» (276), pero otras veces la contundencia del perfecto contrasta con el carácter más durativo del imperfecto, incluso para el mismo verbo: «—Pues claro —dijo Sebas—; eso es lo bueno. Todos a la vez. /—¿Ya estáis —les decía Miguel a los otros, que llegaban en ese momento». En otros casos esa alternancia enfrenta al diálogo (perfecto) y la narración (imperfecto): —Fíate tú —dijo Mely. / Pasaba Fernando nuevamente y dejaba en la mesa su vaso vacío. Zacarías volvía a llenar los de ellos. / —Pues allí en las Palmeras, el amo —comentó—… (p. 534). Y ello al margen de otros usos coloquiales, no estilísticos, del imperfecto, como en vez del condicional: «nos evitábamos» (p. 544). En este apartado, sin embargo, uno acaba por pensar que para el autor la eufonía es criterio más importante incluso que el aspecto verbal. 

Esta descripción, cómo no, ha dado pie a mucha exégesis guerracivilesca, como comentaremos cuando nos refiramos a las notas a pie de página en otra bernardina. Sí es cierto que incluye más elementos trópicos, metáforas, comparaciones, pero la fuerza poética sigue residiendo en la precisión descriptiva y en el ritmo. La hemos transcrito con los endecasílabos en negrita y los tropos en cursiva. En cuanto a los endecasílabos, no señalo tantos como Gullón porque sólo tengo en cuenta los que aparecen delimitados por signos de puntuación, pues hay, por ejemplo, casos de polisíndeton, que también refuerzan el lirismo del fragmento, dentro de los que podría distinguirse alguno que otro más («hervía densamente una paella», sin ir más lejos): 


Vagaba el humo por los campamentos. Se deshacía hacia las copas de los árboles, con un olor de guisos y de arbustos quemados. Hervía densamente una paella en el corro vecino y la mujer de negro se apartaba de las llamas y el humo que querían subirle a la cara. La veía Daniel afanarse, recogerse las puntas del pelo chamuscado. Le enseñaba las corvas, muy blancas bajo la tela negra igual que la sartén, cada vez que volvía a doblarse para hundir la cuchara en el espeso burbujeo. Llegó la niña, chorreando, con su traje de baño celeste. Le pasaba a la madre por el cuello aquel brazo delgado y brillante de agua y la besó el carrillo afogonado. «¡Ay, quita, hija mía; que me mojas…!» Y saltaron sus piernas desnudas por cerca del fuego. Recogió la correa del perro y escapaba hacia el agua. Los ojos de la madre la siguieron, sorteando los troncos, hasta que el flaco cuerpecillo se encendía, dorado, bajo el sol. 

Allí, en la luz tostada y cegadora que quemaba los ojos, multitud de cabezas y de torsos en el agua rojiza, y miembros instantáneos que batían la corriente. Hervía toda una dislocada agitación de cuerpos a lo largo del río, con la estridencia de las voces y el eco, más arriba, de los gritos agigantados y metálicos bajo las bóvedas del puente. Un sol blanco y altísimo refulgía en la cima, como un espejito oscilante. Pero abajo la luz era roja y densa y ofuscada. Aplastaba la tierra como un pie gigantesco, espachurrando contra el suelo relieves y figuras. Ya Daniel se había puesto bocabajo y escondía la cara. Luego un estruendo nuevo, un rumor imprevisto y asordante, llegaba a sus oídos. Levantó de repente su cuerpo entumecido, y en la luz que cegaba sus ojos entrevio a las personas del río agitando los brazos. Saludaban al tren. Retumbaba en lo alto del puente, por encima de todo, con un largo fragor redoblante, con un innumerable ajetreado tableteo, que cubrió toda voz. 

Y pasaba de largo, dejándose atrás los adioses no oídos, los brazos levantados a los fugaces, incógnitos perfiles de sus cien ventanillas. El puente se quedó como temblando, tras el vagón de cola, recorrido por un escalofrío. Un silencio aturdido se poblaba de nuevo con las voces de antes. Veía Daniel a una mujer, en la orilla, las faldas remangadas por mitad de los muslos, enjabonando a un niño desnudo. Se iba desbaratando lentamente el ancho brazo de humo que el tren había dejado sobre el río.


Aparte de que en «querían subirle a la cara» el verbo querer tiene una acepción aspectual incoativa que desharía la metáfora, la mayor parte tiene como base metonímica la personificación de partes del cuerpo, «saltaron sus piernas desnudas», «los ojos de la madre la siguieron», «el flaco cuerpecillo se encendía», «multitud de cabezas y de torsos en el agua rojiza», «miembros instantáneos que batían la corriente», «hervía toda una dislocada agitación de cuerpos», «levantó de repente su cuerpo», «fugaces, incógnitos perfiles», y no incluyo «los brazos levantados» porque antes ya nombra a «las personas del río agitando los brazos». El humo, el sol, el fuego o el tren protagonizan otras personificaciones, algunas hiperbólicas, muy expresivas: «vagaba el humo», «las llamas y el humo que querían subirle a la cara», «la luz tostada y cegadora que quemaba los ojos», «la luz era roja y densa y ofuscada» (donde ofuscada es hipálage, porque la luz ofusca, deslumbra, no es deslumbrada), «aplastaba la tierra…», «dejándose atrás los adioses no oídos», «recorrido por un escalofrío», «un silencio aturdido se poblaba» (otra hipálage). Y las comparaciones, en fin, son pocas: «la tela negra igual que la sartén», «como un espejito oscilante», «como un pie gigantesco», «se quedó como temblando», y eso que la comparación es uno de los recursos más a mano del objetivismo cuando el narrador no quiere expresar el pensamiento de un personaje sino tan solo sugerirlo a partir de sus gestos o actitudes. 

Sin embargo, y aun tratándose del texto poético más largo de la novela, buena parte —más al principio que al final— sigue siendo descripción precisa y objetiva, pero merced al ritmo intensamente lírica. La descripción se abre con una escena muy hermosa, la de la madre («la mujer de negro» con las corvas blanquísimas) afanada en la paella, defendiéndose del fuego, doblándose para revolver el guiso, protegiéndose las puntas del cabello, a la que acude la niña, «con su traje de baño celeste», y besa a la madre, que finge un cariñoso enfado por estar mojándola al besarla; y se cierra, después de la descripción del sol cegador sobre los cuerpos de los bañistas, que hierven como la paella, y del tren que deja temblando el puente, con otra mujer «enjabonando a un niño desnudo», con lo que ya nos dice bastante sobre cómo están compuestas las familias, qué hacen y no hacen sus distintos miembros, cómo son. Daniel lo mira todo pero en un momento dado «se había puesto bocabajo y escondía la cara», inmediatamente antes del «estruendo nuevo» que tanto ha dado que hablar, como si sucediera dentro de su cabeza, en su recuerdo, en su conciencia lastimada. El paso del tren es un alarde aliterativo de tes y de erres, que copio señalando en negrita las consonantes y vocales que aliteran y marcando sus acentos rítmicos, que podríamos calificar de anapéstico, es decir con predominio de secuencias de dos átonas seguidas de una tónica: 


Retumbába-en lo-álto del puénte, por encíma de do, con un lárgo fragór redoblánte, con ún innumeráble-ajetreádo tabletéo, que cubrió toda vóz.


A partir de ahí, las consideraciones simbólicas del sol, del fuego, y del tren, que son las que han ocupado a los críticos, tampoco añaden mucho a la impresionante belleza de la descripción. Da la sensación, en esta y en otras, de que Ferlosio se desfogase en ellas de los estrictos requerimientos en la transcripción de los diálogos, que no pocas veces tienen, también, aliento poético. Pero lo que nunca abandona es la poesía de la descripción exacta: «Empujaban pesadamente el agua con sus rodillas» (306), dice de los bañistas, o cuando, hablando de los abejarucos, anota que «pasaban altos, recortados, con un rumbo indeciso, planeando con las alas inmóviles, por cima de los árboles. Chillaban ajenos» (402). En ocasiones, tan sólo un adjetivo se sale de la descripción precisa, pero aumenta, y de qué manera, la intensidad poética: «Desde la sombra de los árboles, cegaba los ojos el fulgor exasperante de la otra ribera, batida por el sol» (397). Pero la novela está llena de descripciones casi técnicas, como la del juego de la rana, los movimientos, las posturas (432, 459), o sencillos detalles narrativos que impresionan por su hondura poética: «Justina le arreglaba el cuello del vestidito y le quitaba una hoja seca de madreselva de entre el pelo» (459). Las más abundantes descripciones tienen como objeto el tiempo reflejado en la luz, que cae «sobre lo limpio y lo sucio, sobre lo nuevo y lo viejo»(442-3), o la espléndida de «Bajaba el sol…» (512). Otras cuantas descripciones se sustentan en la comparación del paisaje con animales, preferentemente con rebaños, como en la que comienza en «Valles abajo del Jarama…» (598), preciosa descripción, entre lírica y épica, en la que se compara el paisaje crepuscular con «un alejarse de grupas errabundas, gigantescos carneros de un rebaño fabuloso». Se apresura el editor a anotar la idea del «rebaño sacrificial», siempre pendiente de todo lo que pueda ir anunciando la tragedia. Pero resulta llamativo que no comente el hermoso alejandrino con el que se cierra la descripción: «Tito le puso a Lucita una mano en la nuca».

Hay, en fin, una muy curiosa descripción, también sobre cómo la luz se refleja en los objetos (p. 366) que a los muchos endecasílabos incorporta la novedad de los compuestos poéticos: «multiverde», «ultrametálico», «entrelucían», «rebrillando», «cuadrazules». Su inconfundible perfume homérico —aplicado a una comida campestre, lo que también resulta significativo—, nos lleva a una consideración biográfica que a falta de documentación más precisa tan solo se puede sugerir. Sí sabemos que Rafael Sánchez Ferlosio y Agustín García Calvo se conocían desde principios de los años 50, y que las traducciones de épica antigua de García Calvo, que culminaron años después con sus versiones íntegras de la Ilíada y de La naturaleza de las cosas, empezaron muy temprano, así como sus estudios de rítmica, entre los que, por cierto, hay un muy interesante análisis rítmico del comienzo de Dientes, pólvora, febrero. García Calvo insistió desde el principio en traducir los compuestos homéricos en compuestos castellanos, «retemblaba», «alticeñida», «cardibravíos», «terrinacidos», «belquilibradas», encuentro nada más abrir, al azar, su versión de la Ilíada, que con ser cuarenta años posterior a El Jarama, tiene que ver con los primerísimos estudios de prosodia de García Calvo, allá por el 54, y sus primeras traducciones rítmicas. No tiene mayor recorrido, pero ¿no podría ser esa breve descripción llena de compuestos poéticos una especie de broma entre amigos? Supongo que sí, pero también que no tiene la suficiente importancia como para ponerse a investigarlo.



Los encinares


Puestos a lanzar hipótesis gratuitas, vaya esta otra: que algunos materiales que formaban parte de aquella novela previa, Los encinares, de la que formaba parte el cuento Dientes, pólvora, febrero, fueron reciclados para la parte de El Jarama que se ocupa de los aldeanos, del pastor, de Lucio, del alcarreño… El capítulo que sigue a la descripción que comentábamos, la entrada del algualcil y el carnicero y la conversación que sigue («Estábamos hablando de la vida», otro endecasílabo —p. 279—), sobre todo el pasaje en el que todos miran la «rueda de buitres en el cielo» (283) tiene todo el sabor de aquel maravilloso cuento y de lo que nos imaginamos que tuvo que ser, si es que fue, la novela Los encinares, de la que en El Jarama tendríamos unos membra disiecta cuyo hermosísimo lenguaje contrasta con los diálogos desustanciados de los muchachos, en una reedición del viejo tema del campo y la ciudad cuya evolución define bien el hombre de los zapatos blancos: «Antes éramos los de los pueblos los que íbamos a pasarnos las fiestas a las capitales. Ahora, en cambio, son los de las capitales los que se vienen al campo». Entre los muchachos, solo Carmen, cuyo papel es muy secundario, declara, en una de sus contadísimas intervenciones, que a ella los pueblos no le disgustan pero tanto Mely como Fernando se le echan encima: para Mely, conocerse todos debe de ser «el tostón número uno», y para Fernando es siempre lo mismo, «igual que el trabajo». Carmen resume el ideario: «Estás tranquila y a gusto con lo que tienes y se acabó», que es la verdadera clave que distingue a los dos grandes grupos de personajes. Sebastián, con su humor de hombre sano, lo resume de otro modo: «A mí lo que más me gusta de los pueblos son los higos chumbos».

Hay, es cierto, rescoldos de tremendismo, por ejemplo en la historia que le cuenta a Lucio el hombre de los zapatos blancos sobre por qué rompió la relación con su familia (378-9), lo que da lugar a un lúgubre y sentencioso pensamiento de Lucio: «Cuando uno sale torcido de su casa, con culpa o sin ella, torcido andará ya siempre por el mundo». O un cierto tono solanesco en algunos fragmentos, como uno de los episodios que protagoniza la coneja, que pasa de ser un animal simpático que contemplan los niños a un bicho al que maltratan los zánganos desalmados de los domingueros madrileños, que juegan con él hasta que la ventera los pone en su sitio, pasando por el desaprensivo punto de vista del cuñado de Ocaña («En pepitoria están mejor») cuando los niños se interesan por ella. Y es también algo solanesco el ambiente en el que el juez toma declaración a los testigos del ahogamiento de Lucita, la bodega de Aurelia, con esa mezcla de crudeza y naturalidad que había puesto en circulación otro discípulo de Solana, Camilo José Cela.

Pero hay frases que parecen sacadas de aquel célebre cuento: «Ya venían con el cuerpo por la parte somera y lo traían entre cinco o seis hombres, acompañándole a flote por el agua, como se empuja una barca hacia la orilla» (641), o el parlamento del pastor sobre el Jarama (697) en su conversación con Lucio, uno de los grandes personajes de la novela, que en cierto modo la domina sin levantarse de la silla. Lucio, represaliado republicano que pasó por la cárcel de Ocaña (razón por la que cuando nombran al taxista se resiente como si le tirase una úlcera), es el Séneca de la novela, pero un Séneca sin afectaciones, de un hablar melodioso, nítido, implacable. Se necesita tener alma de poeta involuntario para decir frases como esta: «No hay más que ver que en el invierno te restriegas la cara con nieve y se te pone en seguida igual que una amapola» (300). Lucio habla con retranca de campesino, como cuando se refiere al taxista (el que se llama Ocaña): «Este ya puede agarrarse al volante de firme, con esos cuatro lobeznos en casa pidiendo pan» (365), o hace reír a la concurrencia cuando dice que la férula del padre de Ocaña, cuando le duele, no da una en asunto de meteorología, o desprecia las corbatas: «La prenda más inútil. Ni para ahorcarse vale, por ser corta» (453). En su manera de hablar hay un deje que tiene también algo de celiano, en frases como «En todavía tengo yo la señal del muerdo que me atizó uno negro que tuvo mi cuñada», deliciosa observación que por su tono, por su claridad, por su hermoso castellano me recuerda una anécdota que contaba el hijo de Cela, de una vez que, en pleno sueño, había dicho, con toda claridad:  «Eso debe de ser que al niño le ha sentado mal una lata de escabeche en malas condiciones». Magnífico.

Pero Lucio es algo más que su espléndido castellano. Es algo así como la conciencia de la novela. Su reflexión sobre la juventud y la vejez tiene aires de sustancia: «—De lo que ya no andaría yo tan seguro —dijo Lucio— es de eso de que la vida les merezca más la pena a los jóvenes que no a los viejos…» (691), a propósito de que los viejos la desperdician menos, o tienen más conciencia de lo pronto que se acaba…



Personajes


Sorprende al releer esta novela la insistencia, desde Castellet hasta Mainer, desde que salió hasta nuestros días, en esos juicios sumarísimos que como pájaros negros y arbitrarios la reducen a un alegato desesperanzado, y hacen de sus personajes víctimas de una situación histórica que los ahoga y de la que no saben cómo salir. Sorprende porque hay poco de eso en la novela. La historia de El Jarama sucede cuando sucede, como es natural, pero sus personajes no están más influidos por la historia que por su edad y condición social, y esa influencia no es distinta en esencia a la de otras épocas más boyantes o liberadas. Los jóvenes tienen prisa y se quejan y se abruman, y no todos; los maduros se preocupan por el futuro, sobe todo ellas, e intentan divertirse lo que pueden, y los viejos saben de la vida lo bastante como para no desesperarse con lo que ven, antes bien practicar un estoicismo de aldea que les hace estar, si no contentos, al menos lo bastante tranquilos como para no querer empeorar la situación. Eso sucedía en los años cincuenta del siglo XX y en los veinte del XXI, con Franco y con la democracia, con ríos y con playas, con ventorros y con turismo rural. La incidencia explícita de las condiciones políticas se reduce a ciertas alusiones al inmovilismo de la jerarquía social y a una pareja de guardias que llaman la atención a una muchacha por ir en bañador, la misma a la que luego están a punto de multar cuando, tras la muerte de Luci, pierde los nervios y un amigo tercia por ella, porque las otras aprensiones morales (los dictados patriarcales, por ejemplo) no sólo no son exclusivos de la época sino que abundan los casos de mujeres que ya no están para obedecer al andoba de turno ni quedarse en casa con la pata quebrada.

Pero es que ni siquiera el resumen tradicional de la novela (una pandilla de jóvenes que vana a pasar un domingo al río) se corresponde con el contenido, que tiene tanto o más de los dueños de la venta y los parroquianos que acuden por allí, cuyas apariciones alumbran las páginas con su sabrosa y delicada forma de expresarse y con su sabia forma de entender la vida. Los críticos se han empeñado en reducirla a ese argumento y a que todo gire en torno a la muerte de Luci, que todo sean avisos y anticipos, símbolos y agüeros, como si la novela entera fuese un mero preámbulo para una muerte que, cómo no, ha merecido las más estrafalarias interpretaciones. Con razón se lamentaba Ferlosio de haber matado a Luci, y no solo porque se saltaba el proyecto panorámico de la novela, sino porque la convertía en alpiste para críticos miopes y cenizos.

El Jarama es un colosal ejercicio lingüístico, un herbario de sociolectos que hay que sistematizar de algún modo si se quiere presentar una edición crítica en condiciones, algo que no hace la que estamos comentando. Está el lenguaje más escueto y superficial de los jóvenes y el más amplio y sentencioso de los viejos, que coincide con los de los que vienen de Madrid y los que viven en el campo, de tal modo que las excepciones son las de aquellos que tienen motivos para pertenecer o aspirar al otro grupo lingüístico. Son los casos, entre los jóvenes que vienen de Madrid con Luci, de Sebas, el mecánico, el más sensato y optimista de todos, el menos flojo y quisquilloso, pero también el que, sin querer, o queriendo exprimir un poco más el jugo del domingo, dará pie a que se consume la tragedia; y también de Zacarías, el parlanchín, trasunto, en joven y apuesto, del viejo y tullido Coca-Coña, un curioso engendro de mala sombra y buen talante (cf. 508, o la escena en la que lo devuelven a la silla de ruedas). Coca-Coña encarna un tipo de trato que ahora resultaría escandaloso, tanto por cómo le hablan a él como por lo que él dice a los demás, por ejemplo al tuerto («ese ojo que tienes en la cara que parece un huevo cocido»). El insulto descarnado es una forma de confianza, aunque dé asco… Sebas y Zacarías comparten de algún modo el lenguaje de los parroquianos de la venta, los carniceros, el gran Lucio, viejo represaliado, o ese hombre triste que lleva los zapatos blancos. Pero los jóvenes que aparecen entre estos últimos, el que se molesta porque Lucio lo llama de tú, de nombre Aniano, o el novio de Justina, representante de botones, que se enfada con ella porque la muchacha —poco melindrosa y algo cervantina— está jugando a la rana, pertenecen a un grupo de descontentos más bien estúpidos, hasta el punto de que da la impresión de que esos dos grupos de edad tan definidos, y con tan pocas excepciones, se corresponden con la idea que el propio Ferlosio tiene de la ciudad y de la juventud en general. Todo lo tedioso y anodino de la novela tiene que ver con esos jóvenes tan característicos, me temo, como los de cualquier época, porque la gente curtida en el trabajo o en la vida (jóvenes como Sebas o como Justina, adultos como Mauricio o como el Chabarís, viejos como Lucio o como el pastor) representan la disposición y la experiencia, que muestran con un lenguaje mucho más rico que el de los aburridos o celosos o irascibles jovenzanos.

Los sociolectos, por supuesto, no se quedan ahí. Ferlosio borda los de las madres parlanchinas (la mujer de Ocaña y la dueña de la venta), incluso con acentos peculiares (la cuñada catalana), además de la polvorienta retórica del guardia o el lenguaje judicial del atestado, registros lingüísticos que retratan a sus usuarios mejor que cualquier etopeya. Y eso por no hablar del bajo continuo del lenguaje poético de las descripciones, nacido de la extrema precisión, pero también de la imagen luminosa.

El objetivismo no es una desaparición del narrador ni mucho menos una eliminación de la omnisciencia, algo sencillamente imposible desde el mismo momento en que un escritor elige una palabra, una escena, un personaje, y no otros. En este, digamos, enfrentamiento lingüístico entre el campo y la ciudad que supone El Jarama no es difícil saber lo que piensa el autor de unos y de otros, de la sabiduría de Lucio y la idiotez de los domingueros, ni distinguir la comprensión e incluso afecto con que trata al hombre de los zapatos blancos de la distancia con que trata al irritable Fernando, o la gracia que le hace el extravagante Coca-Coña y la antipatía que siente hacia el joven Aniano, o bien cómo toma partido entre dos formas de independencia femenina, la más directa y sencilla de Justina o la flatosidad inconformista de Mely. Y ya hemos mencionado que eso sucede hasta en la forma de hablar, hasta en la longitud de los periodos, más largos, precisos y rítmicos en el caso de los aldeanos, más breves, telegráficos incluso, pero también triviales de los chicos de ciudad, y más hondos, irónicos y sentenciosos los de los personajes viejos que los de los jóvenes, por supuesto.

La forma de presentar a los personajes es paulatina, vinculada siempre a un detalle, en diferentes planos de protagonismo, y sin entrar en otras consideraciones físicas que las de Coca Coña, la deformidad de cuyo cuerpo es minuciosamente descrita, la cabeza incrustada en el tórax, la mandíbula de rana, cuando no es el propio Coca-Coña el que describe a los otros parroquianos, como al tuerto, de cuyo ojo malo dice que parece un huevo cocido… Pero, al igual que al melancólico hombre de los zapatos blancos no le agrega más descripción física que la de algún gesto, a la parlanchina y simpática mujer de Ocaña la llama gorda sin más miramientos, y a Justina nos la imaginamos por cómo tira los tejos, o al pastor por cómo cuenta las cosas como mirándolas de lejos, o por esos arranques que hablan de su espíritu sumiso (p. 596) o sus pensamientos sombríos (682); o al bueno de Ocaña por cómo discute sobre educación con su mujer (el clásico, universal reparto de papeles entre la madre exigente y el padre consentidor) o por cómo, sin resultar desagradable y desde su experiencia como taxista, habla de un detalle que dice mucho de toda una época: «Ese debe de ser de los que pasan hambre en casa, con tal de ir bien vestidos por la calle», algo que no era del todo infrecuente. Cualquiera de los que pasa el domingo bebiendo vasos de vino entiende el verdadero problema de los jóvenes que vienen a pasar el día, que viven, como dice Macario, en «la edad de lo inconsciente» (679), lo que no sólo explica el comportamiento de los domingueros madrileños sino el que ha provocado la muerte de Lucita.

En todo caso, y no sólo en la venta, es inútil buscar a un villano. Puede haber idiotas como Ananio, algún pobre hombre como el novio de Justina, voceras como Fernando, pero hay una comprensión general, el narrador no se ensaña con nadie, por más que alguno haga el ridículo. Ferlosia practica lo que podríamos llamar un realismo comprensivo, porque la realidad se encuentra en la constatación más que en el juicio.

Esta presentación de los personajes a diferentes nivelas y a propósito de algún detalle que los va identificando es muy clara en el caso de los jóvenes bañistas. Ya desde el principio vinculamos a Daniel con el alcohol (el «alcol», como se escribe en la novela), a Luci con sus secretillos e inseguridades, y a Mely con su carácter insolente. Pero Ferlosio aguarda a incluir más identificaciones, y así páginas después vendrá la del carácter pendenciero de Fernando (326) en su riña con Tito, por más que luego, cuando Mely se ponga chula con los guardias, se muestre de lo más prudente… El resultado de esta primera entrega de caracterizaciones es que Luci, Tito y Daniel se acaban destacando como los más descarriados, quizá por eso acaban bebiendo juntos. 

Más tarde sale a escena Miguel, que sube al bar a por las fiambreras, donde un «acérrimo del cante» lo sobrevalora por las dotes que mostró el año anterior, y poco después Sebas, que adquiere, junto con su novia Paulina, auténtico protagonismo. Sebas tiene «manos duras como herramientas» (366), y su sentido práctico es proverbial: «¿La navaja de Sebas? ¡Qué preguntas! Ese trae más instrumental que el maletín de un cirujano» (369). Sebastián sale a escena por su buen humor, aparte de porque es el único que lleva moto. Es como Lucio de joven: limpia la navaja con el labio («Aquí no se pierde nada») y se le ocurren mejunjes repugnantes pero nutritivos: «¿Y qué tal estaría el mantecado, con el aceite éste de las sardinas en conserva?». Su novia, Paulina («¡Cochino!») se pone negra (370-371). Es, sin duda, la pareja más simpática de la novela, lo que dice mucho de las querencias del autor. El sentido práctico de Sebas le lleva a rebelarse contra el aburrimiento: «Esto está muerto. Hay que animarlo de alguna manera» (409) Cuando está hablando con Miguel y Alicia (474-5) sobre su posible boda, en una de las pocas conversaciones de intervenciones extendidas entre los jóvenes, Sebastián muestra no creer en cumplidos familiares, ante la idea de que casarse es dejar de aportar a la familia. Su actitud es incluso temeraria: «El chiste está precisamente en arriesgarse» (480). Y es él el que propone un último baño, cuando ya ha oscurecido (600), aunque también es él el que, cuando se da cuenta de que Luci está en apuros, se desase de Paulina, que no quiere que vaya, y acude nadando a socorrerla. Páginas después, en el atestado del juez, sabremos que los otros bañistas que acudieron, buenos narradores, le dijeron que se saliese porque apenas sabía nadar (729), y lo veremos exhausto en la orilla, a punto de haber caído él también. Esa escena, con Paulina tratando de impedir que se juegue la vida, es intensísima. La misma Paulina es quien antes (265) ha dado la clave que arruinará toda la jornada: «Parece que no podéis pasaros sin beber» 

Mely, junto a Sebas el otro personaje qué más protagonismo adquiere, es irritable y presumida («Tenía las axilas depiladas» (377), dicho en endecasílabo), y su filosofía de vida es algo frenética: «Yo siempre tengo prisa de que se pase el tiempo» (376). Fernando la ilustra sobre las leyes cuarteleras (450): «Todo el que está debajo anda buscando siempre alguien que esté más debajo todavía», cuando comentan el amago de multa que casi le ponen a Mely, quien se muestra independiente y levantisca: «Yo no me dejo pagar ninguna multa de nadie». El monólogo sobre su padre contrasta con el que poco después, en la venta, pronuncia el alcarreño sobre el mismo tema. Es un buen momento para contrastar los lenguajes de los jóvenes de ciudad y los viejos de pueblo (588-90 y 595, respectivamente). Cuando muere Luci y llegan los guardias, Mely pierde los estribos (648 ss.): «¡Gentuza!», los llama, mientras otro, «el de Medicina», intenta que el guardia no tome nota para denunciarla. La actitud de Mely no parece que sea contestataria sino arisca, con peor genio que conciencia política.

Los otros jóvenes se mantienen en un plano más discreto. El narrador no cae en la trampa del melodrama cuando Tito no hace mucho caso a Luci, si bien esa decepción quizá sea la que la lleva a beber luego con él y con Dani. Tito es, primero, víctima de Fernando; luego, compasivo con Dani, y finalmente compañero de borrachera de Luci. Muy avanzada la novela (p. 558) sabemos que trabaja como dependiente en un comercio, y lo sabemos porque lo dice él, cuando dice que, si tuviera fantasía para escribir novelas, no tendría el trabajo que tiene.

Carmen y Santos son los más desdibujados. De Santos sólo sabemos que le divierte ver cómo se pelean los niños (375), y de Carmen que le gustan los pueblos. Pero Santos sí es el encargado de aludir claramente a ese desánimo que según los críticos tiñe la novela entera, cuando los muchachos hablan de adónde se irían si pudiesen. Santos solo piensa en ir a Astorga, que es lo que se podría pagar. «La fantasía no paga billete», le dicen, en una conversación en la que hablan todos pero Ferlosio apenas indica quién interviene, lo que también es una forma de juzgarla…

Los otros jóvenes, los que organizan un bailongo con la gramola o se divierten maltratando a la coneja, y quizá como reflejo de la pastosidad reinante, casi únicamente entablan diálogos de besugos, muy elocuentes pero que no ayudan a la fluidez del relato. Con ellos, con su juerga desganada, es con los que llega el verdadero tedio. No es la situación, son ellos. Aunque tiene gracia, en fin, que Zacarías, el único joven que habla por extenso, algo que de continuo hacen los adultos y los viejos de la venta, lo hace porque se acaba de fumar un porro de kifi (y de paso el lector se pregunta si el largo monólogo de Mely sobre su padre no será efecto de que le ha dado también alguna que otra calada…). Pero cuando los madrileños la emprenden con la coneja, Faustina, la mujer de Mauricio, les echa una bronca y los retrata: «¿Qué le parece los niños estos malcriados?». Y aún después les tiene que llamar la atención porque ponen los pies encima de las mesas y no tienen respeto a nada: «¡Pues buena la que me ha caído a mí esta tarde de tener que andar a cada momento de niñera con ustedes, vamos!» (635). Cuando una de las chicas se emborracha, Lolita, encontramos el único ejemplo de lo que pudiéramos llamar stream of conciousness en la novela, que Ferlosio reduce a media docena de líneas porque, pese a que lo borda, no es ese el lenguaje que le interesa. Es más difícil hablar como el viejo Lucio que quitarle las comas a una melopea.



La escritura fonética


Tampoco se ha parado el editor en un detalle estilístico que a mi juicio es de la máxima importancia. Ferlosio sabía que si reproducía la lengua de los personajes acudiendo a su transcripción fonética iba a salirle un engrudo ilegible, aparte de que atentaría contra la dignidad de esos mismos personajes. Imitar el acento (y más aún ponerle comillas o cursivas) es siempre degradante y no tiene ninguna gracia. Al mismo tiempo, sin embargo, quería dar cuenta cabal de cómo hablaba la gente, y vaya si lo consiguió. Un detalle significativo es la casi total ausencia de participios en -ado en los diálogos, no así en las descripciones o en los fragmentos narrativos. Pese a que en Madrid no se relaja tanto la intervocálica sonora, en los pueblos sí, y los clientes de la venta y vecinos del lugar lo más lógico es que así lo hicieran. La mejor manera era que no los usasen, salvo en algunos casos como insultos: «¡Alobao!», «jodía rana» (473), «chalao» (495), y en algunas locuciones o apotegmas: «un sitio tirao» (593), «Lo pasao pasao» (535), «Gandhi clavao» (393), cuando están hablando del taxi de Ocaña, en una escena ciertamente divertida. También lo usan los vendedores cuando gritan, tanto el de manises: «¡Qué rrricos! ¡Tostaos!» (345), como el de helados:  «¡Mantecao helao!» (370) Pero no hay más participios sin la -d- intervocálica, ni siquiera en una locución adverbial como «en todavía» (297) que no nos habría sorprendido sin esa -d-. Y cuando el Chamarís, que para decir adiós dice «Tamañana» (663), dice una frase hecha como «que le quiten lo bailado», más tarde lo repite y añade: «¿verdad, usted?». Es obvio que en este caso se trata de una hipercorrección del habla un tanto remilgada del Chamarís, lo que de paso sirve para caracterizarlo. Claro que la respuesta amarga de Lucio no tiene ningún remilgo: «¡Que me devuelvan lo bailado!» (622).

Aparte de «tamañana», hay algunos otros casos de aféresis: «Taluego» (336), dicho en labios de una niña; «Amos, calla» (369) o, en general, elisiones, siempre justificadas. Petra dice «A qué tó» en un contexto que contrasta con el idiolecto algo más refinado de su cuñada catalana, Nineta. Cuando el guardia Gumersindo, en una escena tan lograda como graciosa, a pesar de las circunstancias, e ilustrativa de cómo eran entonces las comunicaciones y las relaciones jerárquicas, se dirige al Secretario por teléfono,«¡Bien, Srsecretario!», dice. Y aún hay otros dos casos en los que la escritura literal habría resultado casi inverosímil, como «alcol» por 'alcohol' (337), que luego se repite, o «Coperativa», como dice Carmelo (690). Ambos casos casi han especializado su significación según se usen con elisión o sin ella, y por supuesto según su registro idiomático.

Hay muy pocos casos más. De hecho, en las correcciones de ediciones posteriores, Ferlosio sustituía, por ejemplo, «¿A míi?» por «¿A mí?», prueba de que dejaba la escritura fonética para casos estrictamente necesarios, algunos de los cuales merecían una explicación del narrador, como en «—Faustiná —la saludaba el nuevo carnicero, cargándole un aento de confianza en la última A”.

Y salvo un caso de onomatopeya, cuando el hombre de los zapatos blancos se refiere a un relámpago («fsss…» —688—), hay otros dos pasajes en los que el narrador también justifica por qué reproduce la desviación: el castellano deficiente del alemán Esnáider y la dificultad para pronunciar las erres de Macario. En el primero, el narrador reproduce los errores morfosintácticos, no así los fonéticos; en el segundo, transcribe la forma de hablar de Macario porque Coca-Coña lo imita, pero no porque lo diga Macario, quien sin embargo (672) sí dice «para alante», y cuando Coca-Coña lo agarra por las solapas para que diga un trabalenguas lleno de erres, sí dice «¡Que no lo digo, no te empeggues!» (676). A veces es el autor el que aclara cómo pronuncia Macario (692): «Me gustaría a mí verlo, nada más por el ojo de una cerradura, la vidorra que se tiene que pegar por ahí por esas capitales —ceggadura decía, y vidogga—», poco antes de que sea el propio Macario el que lo diga (693): «si no tienen cabida el chismoggeo ni la intriga».

No he encontrado más casos. Anotar las cuestiones relativas al español coloquial daría para un libro entero, porque El Jarama es un tratado imprescindible sobre cómo se hablaba en España a mediados del siglo XX. No obstante, llamaremos la atención sobre algunos rasgos al hablar de las notas a pie de página de esta edición, pero eso será en otra bernardina.

6.12.24

Ferlosio encadenado


Una casualidad ha hecho que vuelva a empezar la lectura de El Jarama justo el día en el que Rafael Sánchez Ferlosio habría cumplido noventa y siete años, pero de eso me he dado cuenta luego, cuando decidí dejar un denso tratado sobre Juan Sebastián Bach para leer algo más íntimo y reconfortante en una fecha para mí tan melancólica como es el 4 de diciembre. Y aproveché para meterme con la edición crítica, a cargo de Mario Crespo, que Cátedra publicó el año pasado, con cerca de dos centenares de páginas de introducción, abundante bibliografía y un total de 1993 notas a pie de página, de las que he leído resignadamente las que se correspondían con la introducción pero ha sido la propia novela, el mismo discurrir del río, el que me impide salirme cada cuatro líneas de la plácida corriente para leer una definición de diccionario. Estas líneas que escribo ahora son únicamente sobre esa introducción.
    Nos cae simpático Sánchez Ferlosio, entre otras muchas razones, porque él detestaba a los simpáticos. Un texto suyo, entre el pecio y el relato, Cuatro colegas, distingue las cuatro posibilidades de ser simpático o antipático según se sea educado o maleducado, y desde luego que prefiere la del antipático educado, pone a un nivel parecido al simpático educado y al antipático maleducado, y «a enorme distancia» al despreciable simpático maleducado. En otro lugar dice que, en el supuesto de que uno viaje en tren en un compartimento junto con un individuo serio y callado y un simpático dicharachero, no cabe la menor duda de que, si ocurre algún percance, si el tren descarrila o surge algún peligro, de quien hay que fiarse es del antipático, porque el otro, lo más seguro, huirá de la quema o se descuajará de miedo. De modo que Ferlosio es de esos antipáticos bien educados que nos caen simpáticos y de cuyos libros nos fiamos para cuando vamos en un tren. Leyendo sus pecios es difícil, a veces, contener la risa, y eso que —leo ahora—, los podó de humoradas y sarcasmos, algo «muy castellano» que a él no le gustaba nada. Y quizá por esa actitud sobria, también muy castellana, no abundan sus perlas biográficas, más allá de los quince años que pasó encerrado en una habitación, entregado a la gramática y a las anfetaminas, una vez que el éxito de El Jarama lo abrumó y lo disgustó hasta el punto de guardar silencio durante casi tres décadas. De aquella época gramaticosa (que compartió en cierta medida con García Calvo, otro que tal), viene la frase que le dedicó a su entonces todavía compañera, la escritora Martín Gaite: «Carmen es una viuda que tuviera el muerto en casa». 

Pero aparte de cuestiones familiares y sentimentales (sus amores con Demetria Chamorro y la muerte de sus hijas, una poco después de venir al mundo, otra en la epidemia ochentera de las jeringuillas), o de datos que a mí me resultan más interesantes como su colaboración con el ingeniero turolense José Torán en los años 60, me quedo con dos cuestiones literarias y una, digamos, moral. Las primeras se refieren a aquellas novelas que Ferlosio tenía empezadas y que el torrencial éxito de El Jarama (aparte de su carácter hipercrítico) dejaron metidas para siempre en un cajón. Una era Los encinares, de la que, sugiere Crespo, el arranque sería ese relato impresionante que tantas veces he alabado y he dado a leer, Dientes, pólvora, febrero, y ahora pienso que, puesto que el relato es anterior a la redacción de El Jarama, bien pudiera ser que algún que otro fragmento de la novela, por ejemplo el monólogo del pastor, pudieran haber pertenecido a esa otra novela nonata, e incluso que muchos de los materiales allí recogidos sirvieran para decorar el mundo de los aldeanos de El Jarama o estuvieran en el germen de relatos como El reincidente, Y el corazón caliente o Carta de provincias, que tengo no solo entre lo mejor de Ferlosio sino entre lo más hermoso que yo haya leído jamás.

A la altura de 2023, cuando se publicó esta edición crítica, Ignacio Echevarría, quien poco tiempo atrás se había ocupado de reunir y editar su obra ensayística, estaba «ordenando los cuadernos barcialeos de Ferlosio», es decir, esa también mítica (en el doble sentido de narración de contenido fabuloso y de obra mitificada por los lectores de Ferlosio, ninguno de los cuales tiene que ver con lo que ahora se entiende por mítico, que no va más allá de lo vagamente memorable) Historia de las guerras barcialeas de la que El testimonio de Yarfoz no era más, parece ser, que una pequeña muestra. Claro que tampoco el Yarfoz le gustaba, en este caso porque cometió la «metedura de pata» de inventarse demasiados nombres que despistan al lector, algo en lo que, después de gozar de su lectura, quizás haya que darle la razón. Las razones por las que simplemente daba por pasable la preciosa Alfanhuí y detestaba sin paliativos El Jarama eran de otra índole que quizá comentemos aquí.

Pero la otra cuestión, la moral, es algo que Ferlosio repitió en alguna entrevista y aquí transcribe el editor: 


Me da mucha vergüenza hablar de ciertas cosas. Soy muy tonto, y lo he sido más. No me gusta mi juventud, ni mi madurez. No tengo buenos recuerdos. El sentimiento de vergüenza, de ridículo, que se tiene a esa edad al recordar lo de ayer es muy fuerte.


Anota el editor que en El Jarama un personaje incide en la misma idea: «¡Pero cuánto hemos hecho el ridículo en toda nuestra vida!», y eso no tiene que ver con ninguna forma de condescendencia histórica sino con una sensación que comprenderá cualquiera que se ponga a pensar un poco en serio en su pasado, y que es de las que más me acercan a Ferlosio, de las que más hacen que me caiga tan simpático.

Pero no sólo eso. El Jarama, y esta edición crítica es buena prueba de ello, ha sido pasto de la no menos ridícula insistencia en el arte deliberado, en la escritura con plantilla, en el ingenio relojero del que Ferlosio se apartaba como de las culebras y del que, a pesar de todo, no hizo excepción con la novela. Para Ferlosio, «todo lo que encontramos de realmente feliz en una obra literaria nunca ha sido producto de invención y elaboración deliberada, sino instantánea flor de ocurrencia sobrevenida»; ítem más: «Casi siempre lo mejor de la literatura son las ocurrencias que le sobrevienen al escritor después de haberse puesto a escribir». Por eso no era Ferlosio precisamente amigo de los usos y costumbres de la crítica, porque «se falsea y se destruye cualquier cosa, simplemente nacida al tratarla como si fuera fabricada», esa crítica que no entiende cómo es posible que sin ser Ferlosio «un escritor cerebral» (sic), El Jarama sea una novela «hecha cálculo infinitesimal», en palabras del crítico Mauro Muñiz.

Es cierto, como documenta el editor a partir de los testimonios de Fernando Quiñones, quien le ayudó a pasar a limpio la novela, que Ferlosio discutía cada coma, cada preposición, que repasaba veinte veces cada frase, y que utilizó un sistema en principio extravagante pero que suele dar buenos resultados: en vez de ir incorporando el habla coloquial a la narración, fue tejiendo una narración para el habla coloquial de la que había reunido cientos de ejemplos mientras hizo la mili, en listas para las que luego creaba frases, y con ellas escenas. Es decir, que la palabra fue anterior al hecho, que el verbo se hizo carne… ¿Es eso creación deliberada? Si lo fuera, El Jarama no sería una obra maestra, y no es deliberada precisamente porque un sistema tan minucioso es otra forma de apartarse de la deliberación, de que sea el lenguaje, la palabra misma, la que vaya creando lo que ocurre, que la ocurrencia sea ajena a los manejos del autor, desde el momento en que sólo se ocupa de que aquello suene como tiene que sonar, no que signifique lo que tiene que significar. Y hace falta genio, ya lo creo, porque se necesita ser un genio para sacar tanto partido del servicio militar...

Lo que sí era producto de la deliberación es aquello en lo que casualmente, según el propio Ferlosio, vino a equivocarse. Él quería una novela «panorámica», una estampa, y por eso varias veces nombra La pradera de San Isidro, de Goya, ejemplo de estampa en la que no debería interferir ningún hecho grave, y no se cansó de repetir que la muerte de Lucita «se carga la novela», en la medida en que lo excepcional entra en el fluir de lo habitual y el caballo novelesco chapotea en las aguas mansas de la narración y arma un escándalo de mil demonios que silencia el rumor de las orillas. El problema, visto desde ahora, es si El Jarama habría sobrevivido sin la muerte de Lucita. El propio Delibes, que no dijo más que muy atinadas palabras sobre la novela, creía que esa muerte poco menos que sobraba, con el posterior atestado del juez y todo lo demás. Pero cabría preguntarse si El camino sería lo mismo sin la muerte del Tiñoso, o si el público, entonces y ahora, aceptaría una novela en la que, violentamente o en la cama, no hubiera alguna muerte que lamentar (o que celebrar). 

Son simples conjeturas, pero lo cierto es que a Ferlosio le parecía fatal y que, para esa idea del objetivismo que representa El Jarama, la tragedia de Lucita era un tanto contradictoria, ¡como si la muerte por  accidente no fuera algo objetivo! Lo que pasa es que Delibes, por ejemplo, tenía especial interés, y así se recoge aquí, en deslindar el objetivismo del realismo de la berza, heredero este último de una especie de naturalismo popular, de tremendismo folletinesco y moralista que vulgariza todo lo que toca.

Pero en términos de conductismo y toda esa cháchara de manual tampoco hay mucho más que decir que no sea el feliz hallazgo del procedimiento, esa forma de encadenarse a un método para crear una obra de arte. Cito con frecuencia la definición de arte, una de ellas, que dio Nietzsche, «un bailar encadenado», y El Jarama es eso, la imposibilidad de decir nada que no pueda verse u oírse. Como ya dije en otro sitio, la poesía nace de los límites, en este caso de los límites del lenguaje: «Me preocupaba», dice Ferlosio, «sobre todo la invención de las frases, el diálogo, cómo se decían las cosas más que lo que se decía». Más allá de eso, al autor le atraía, del neorrealismo, «la importancia de los 'pequeños motivos' y la 'estilización emotiva de los objetos'». Pero pocos críticos se han dado cuenta, por ejemplo, de que la primera frase del primer diálogo de la novela, «¿Me dejas que descorra la cortina?», es un endecasílabo heroico impecable, y a este le siguen, entremetidos en el diálogo y esa otra octava parte descriptiva, una porción de versos redondos, «Y en eso le doy toda la razón», «Refulgió en los estantes el vidrio vanidoso», «sus cuerpos de tortugas transparentes», «Suerte que lo dejó huérfano a tiempo», «¿Cuándo la arreglarán definitivo?», «Que lo calen a uno en algún sitio», «A ver si te reciben como aquí», «si luego no lo llevas a la práctica», etc., etc., y eso por hablar tan solo del primero de los casi cincuenta fragmentos que componen el libro, todos ellos, salvo el hermoso alejandrino, endecasílabos bien buenos, tanto del lenguaje lírico, propio de Los encinares con que Ferlosio describe el ambiente, las sillas, el río, como del habla purísima de los habituales del ventorro (no «taberna», como dice el editor), y ese otro no menos sonoro y bien ritmado de los muchachos que han ido a pasar el día. Desde luego que hay diferencia entre los dos, el lenguaje del campo y el de la ciudad, el habla «expresiva y creativa» de la venta versus el «coloquialismo impersonal» de la juventud, como destaca el editor entre las «oposiciones binarias» que, a su juicio, buen juicio en este caso, estructuran la narración. Y sí se hace mención a las dos narraciones que se enfrentan y conjugan, «una superficial, con la narración de las actitudes y los diálogos de los personajes, y otra más profunda con los elementos fundamentales, las descripciones del río y del transcurso del tiempo». Delibes, en todo caso, lo resumió a la manera de Azorín, que a su vez es la más clásica posible: «En El Jarama se hace poesía de lo vulgar».

Sin embargo no es este lenguaje esencial ni estos recursos poéticos lo que más se trata en el estudio introductorio; comparado con otros asuntos, casi incluso como de pasada, y a veces con contradicciones como decir, en la página 134, que «en las partes descriptivas predomina el pretérito indefinido» y, en la 135, que «en las descripciones, vacías de personajes y con un innecesario tiempo propiamente narrativo, predomina el imperfecto». ¿En qué quedamos? Y todo por no hablar del uso flaubertiano que hace Ferlosio del imperfecto, o de su celo en distinguir las acciones que ocurren (u ocurrieron) de las que transcurren (o transcurrían). Aunque quizá lo más llamativo sea el poco caso que se hace a los recursos del habla, por más que luego, en el cuerpo de la novela, se anoten profusamente los giros y las locuciones. El mero hecho de que ni siquiera se cite a Werner Beinhauer, el primer gran estudioso de estos temas en El Jarama, ya da idea de la importancia que el editor les da. Sí aparece, como cita de segunda mano, en una nota al pie, pero no en la bibliografía, ni desde luego en el deficiente análisis lingüístico de la novela.

A lo que sí se le da importancia, y muchas más páginas de las necesarias, es a la matraca historicista que empezó con la misma publicación de la novela y ha seguido hasta la fecha. Los dos lenguajes, las dos generaciones, se convierten, por ejemplo, según el facundo y amainerado Jordi Gracia en dos grupos de personajes, «los primeros abrumados por su pasado y los segundos anquilosados en un presente sin más porvenir que envejecer y morir», y son pocas las páginas en las que no aparezca el odioso adjetivo 'anodino' para referirse a los personajes, sus vidas, sus diálogos, sus existencias, como si unos muchachos trabajadores de aquella época, o de cualquier otra, tuvieran que emplear los domingos en discutir sobre Jean Paul Sartre o conspirar contra el gobierno. Esta manía compasiva nace del señoritismo con mala conciencia (Gil de Biedma dixit) que no veía más que a seres desgraciados a su alrededor. Y no: si algo se disfruta de El Jarama es cómo el propio lenguaje redime a sus hablantes de los infortunios que les ha tocado vivir, y de los que no tienen por qué fustigarse permanentemente, y menos si son jóvenes y tienen el día libre. No son más anodinas las conversaciones de El Jarama de lo que puedan serlo en cualquier década y en cualquier río, piscina, playa o pantano, desde entonces hasta ahora, y para comprobarlo basta con sentarse en cualquier terraza y ponerse a escuchar. Otra cosa es si Ferlosio veía en el habla de su generación una forma de degradación del espléndido castellano de los viejos aldeanos, sobre todo del pastor, que pululan por la novela. Yo mismo no sé valorar el castellano de las generaciones jóvenes actuales, y cuando leo Lectura fácil, de Cristina Morales (interesantísima novela) añoro la lengua de mis padres, que es la de la generación de los jóvenes que se bañan en las aguas del Jarama. Nada de lo cual, en medio de la prédica politizante de tanto crítico severo, se aborda en los estudios al uso de la obra maestra de Ferlosio. Hay una presuntuosidad redentora en esta forma de juzgar a los personajes, gente corriente como la de toda la vida, porque la crítica, y esta edición que comentamos no la contradice, juzga a los ciudadanos representados en la novela, pobres víctimas de ideas superiores, cuando debería limitarse a lo que hace Ferlosio: escucharlos, oír la poesía que sale de sus labios, la fatalidad vencida por sus propias ganas de vivir, no sermoneada por los dictámenes de la crítica santurrona. 

Decía Marsé (y aquí se cita), que «El Jarama ha agotado el sistema objetivo hasta el punto de hacerlo irrepetible». Es verdad que tuvo mucho imitador, y también que los panegíricos profesorales provocaron lo que, por ejemplo, le dijo a Ferlosio Demetria Chamorro, con quien conviviría muchos años, el día que se conocieron, que El Jarama le parecía un tostón. «Luego la leí y me encantó», ha dicho, y así le ha sucedido a mucho lector que no tenía ganas de calzarse los culos de vaso de los dogmas críticos y sí de pasar un buen rato. Lo que queda de El Jarama, o podría quedar, es el método, esa arqueología del presente que le llevó a rescatar las distintas formas de habla de su época, separadas por entornos y generaciones, el habla vieja del campo y el habla joven de la ciudad. Y queda la posibilidad del encadenamiento a una forma de narrar en la que el narrador no explica ni aclara ni recuerda, que se limita a mostrar, y que no es exactamente lo que pudiéramos llamar escritura cinematográfica, siempre, y cada día más, esclava de los tópicos y las reacciones, y aun así hay que ver lo bien que suenan esas películas de actores naturales en las que el director deja que fluya el habla cotidiana de la gente. Claro que faltaría en sus palabras el aliento con el que Ferlosio les da vida, esos versos que se dicen sin querer…


Rafael Sánchez Ferlosio, El Jarama, ed. Mario Crespo, Cátedra, 2023, 758 p.

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