23.10.15

La sangre de Keats


La ley del menor empieza como Bleak house y termina como The Dead. No es extraño. Bleak house es algo así como la decana de las novelas de abogados, y The Dead un símbolo de la melancolía en la mujer adulta. Dickens metió en la historia de Esther el sistema judicial inglés, y Joyce pintó con delicadeza insuperable los sentimientos puros (y por eso perturbadores) que ocultan las esposas intachables. Entre uno y otro, otra excelente novela de Ian McEwan.
            Esta vez no tocaba el novelista extenso de El inocente o la espléndida Expiación, de la algo cargante Sábado (por exceso de exhaustividad a lo Richard Ford) a la muy divertida Solar, sino el intenso, que para mí empezó con la un poco alambicada Amsterdam y me cautivó por completo con Chesyl Beach, a mi juicio una obra maestra. Lo bueno que tenía Chesyl Beach, aparte de su elegante composición argumental, era que McEwan podía ser tan exhaustivo pero más concentrado, tan claro pero más eficaz que, por ejemplo, en Amor perdurable, con cuya primera parte tenía bastante que ver. El realismo preciso y transparente de aquella historia era suficiente para conformar una obra de arte. Y no era solo una cuestión de páginas, porque la poda necesaria está siempre llena de poesía. La prosa de McEwan, la traducción de Zulaika, pulida como el cristal, jamás desparramada, llena de precisión y naturalidad, tiene la tensión necesaria para que no tire ninguna sisa. Quizá sea lo que más me ha gustado, lo bien cortada que está.
            La ley del menor está tan bien trazada como Chesyl Beach pero además rivaliza en exhaustividad documental con cualquiera de sus novelas largas. Conserva la ligereza de lo breve pero es capaz de describir una parte tan verosímil como significativa del sistema judicial inglés. Es fugaz como las historias que ocurren a la gente demasiado ocupada pero está siempre en contacto con la realidad del mundo en el que vive. Una juez, Fiona, tiene que decidir si un chico de 17 años, testigo de Jehová, puede negarse a que se le trasfunda sangre para salvar su propia vida. Pero en ese par de líneas había mucho y muy complejo que contar. Como novela de juicios, todo está lleno de argumentos a contrario demasiado buenos para ser resueltos de inmediato, y todos reclaman la máxima urgencia. Hasta lo más evidente tiene una segunda lectura. Son las paradojas con que un escritor se encuentra cuando está decidido a comprender a sus personajes, en cierto modo a absolverlos.
            Es lo que más valoro en un novelista, que comprenda a sus personajes. Por eso me suelo aburrir con los implacables francotiradores, porque fluctúan entre el personaje plano y el sermón dominical (o de sábado por la noche, que viene a ser parecido). Aquí ya casi nos resulta simpático el marido de la protagonista, que yo le he puesto en la lectura la imagen del protagonista de Solar, el profesor que quiere saldar cuentas con la vida y es la vida la que salda cuentas con él, el calvo escarmentado, el pobre hombre que aquí tiene un papel ridículo pero también comprendido por el narrador. Nos hacemos cargo. Conocemos a muchos cincuentones dispuestos a gastar el último cartucho, a jugarse toda una vida por el precio de la carne joven. Dan pena pero son tantos y tan parecidos que más bien los vemos como víctimas de la condición humana. El punto de vista que tiene McEwan con respecto a este hombre, Mark, es el mismo que acaba teniendo Fiona. No perdonamos porque tengamos buen corazón sino porque reconocemos que podemos ser igual de impulsivos y de miserables, y luego arrepentirnos.
            El tema de la novela es delicado y esta comprensión de los personajes está miniada de respeto en el caso de Fiona y de Adam, el chico a punto de morir. Fiona es capaz de sufrir toda la inseguridad del mundo pero cuando se sienta delante de una sentencia elimina de su mente cualquier mota de sufrimiento. El dolor desconcentra. Fiona es de la gente aparentemente inconmovible, en parte como reflejo de su profesión, que sin embargo, por las noches y los fines de semana, sabe lo que significa ser frágil. Es un arquetipo femenino, una mujer según desea verla un hombre, pero las mujeres que conozco que han leído esta novela no lo han visto como algo tópico ni denigrante: realmente es así. El zángano del marido se pierde nada más abandonar la cueva, y la mujer tiene que ponerse a condenar y absolver a las ocho de la mañana, después del berrinche, y menos mal.
            Fiona nos gusta porque sabe cómo es. Recuerdo un pasaje en el que se dice que nunca pudo tocar jazz al piano con soltura. Las partituras difíciles de Mahler son pan comido para ella, porque todo son notas, pero un pasaje afortunado de Thelonius Monk ya es harina de otro costal. Y aun así sólo puede interpretar a Mahler con la debida soltura cuando está llena de emociones, más incluso que de conocimientos, como si las manos tocasen solas. Fiona se ha enfrentado a la emoción de que el marido la abandone con sentimientos conscientes, pero también ha de enfrentarse a otro tipo de emociones, y la exquisita precisión y la minuciosa delicadeza con que MacEwan lo plantea son terreno bueno para crezcan las emociones también en el lector. Las escenas del hospital, más incluso que las del castillo, son de una ternura sobrecogedora.
            Las novelas breves tienen la virtud de que no pueden no jugársela. El relato entero descansa sobre una escena, sobre un párrafo que si no funciona es que nada funciona. La escena del castillo (no doy más detalles) es la que sujeta la novela entera, es arriesgada pero no excesiva, se nutre de la gran lección de verosimilitud que viene dando el autor desde el principio, pero aun así podía resultar, más que inverosímil, increíble. En esos abismos, en esas soluciones tan comprometidas es donde una novela se la juega, porque a partir de ahí ya todo tiene que ser por eso, y el tono y el ritmo se aceleran en un sentido no narrativo sino emocional.
            Durante la lectura puse una señal a lapicero en el momento en que McEwan dejó un señuelo para desviar las previsiones del lector. El chico, Adam, ha viajado de incógnito y bajo la lluvia hasta el castillo británico y brumoso, para darle las gracias a la mujer que le salvó la vida. Sí, es así de romántico, y está muy bien. Fiona, por supuesto, le dice que informe a su madre de dónde está, y entonces uno siente como si McEwan hubiera puesto un cartel con letras mayúsculas para indicar al lector cómo va a acabar todo eso, por culpa de los teléfonos de los huevos. Creo que se ve demasiado el señuelo, porque uno no se espera que se vuelva a repetir la historia de siempre, pero tampoco se espera el magnífico final. Cuadra entonces todo en un realismo poderoso, en cómo lamentablemente son las cosas, pero también abstracto, construido de símbolos, literario.
            El personaje de Adam, el chico, no era fácil. Al romanticismo de la edad se le suma la abducción religiosa. Sus padres, patéticos, son una ajustada descripción del tipo de ser humano que se mete en esos fregados religiosos. Saben, como dice Adam, “nadar y guardar la ropa”. Pero esos son los padres, elementos secundarios, perfecto ejemplo del pobre hombre que como no puede pagarse una clínica de desintoxicación se mete en una secta. El complicado es Adam: cómo la inteligencia puede salvar o perder a un joven más que si fuera de una sensibilidad mediana. Qué le habría pasado a Keats si hubiera sido testigo de Jehová: no habría dejado de ser el genio que sería, pero quizá tampoco se le habría dado a ver otra realidad en la que proyectarlo. La hiperestesia, la excesividad de Adam tiene que acomodarse al único mundo que ha vivido, un universo de perdones y agradecimientos, de prohibiciones y malos augurios, de fantasías apocalípticas y mentes frágiles que han encontrado en la superstición una forma de dignidad. Era difícil encajar una construcción metaliteraria, un joven romántico de reglamento, con una construcción realista como la de la juez Fiona. Era difícil, supongo, no caer en un zoco de tentaciones. Y sin embargo, como siempre, la mejor solución es ser consecuente hasta el final.

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