21.8.23

El genio enfermo


Los fastos proustianos del año pasado —centenario de su fallecimiento— engalanaron las librerías con algunas ediciones y reediciones, por ejemplo la de Estela Ocampo de una selección de las cartas de Proust, de las conservadas, porque destruyó y pidió destruir muchas, que con todo suman, en la edición original, la friolera de veintiún volúmenes, de manera que las casi quinientas páginas de esta edición no creo que lleguen a un cinco por ciento de todas las que escribió. En todo caso, la edición está muy bien organizada, porque huye del punto tedioso estrictamente cronológico y las separa en temas (familia, amores, amistades, vida doméstica, política, arte, su propia obra) que, estos sí, están ordenados por fechas, y así damos unas cuantas veces un repaso a la vida entera de Proust, con el buen gusto de dejar para el final, para las cartas referidas la publicación de su obra, los trances más lamentables de su larguísima enfermedad y temprana muerte. No deja de ser cínico que le discutieran el premio Goncourt por demasiado viejo a quien murió con cincuenta y un años sin ser capaz de corregir las pruebas de los últimos volúmenes.

Pero el conjunto es una imagen bastante completa de la voz, o, por mejor decir, las voces de Proust, esa mezcla de señorito bien y de buena persona, lo uno amargado por su postración asmática y lo otro a pesar de su eterna pose aristocrática. Quizá tengan razón los que dicen que los verdaderos aristócratas son gente muy cercana, capaces de darse cuenta de que individuos de extracción muy humilde pueden escribir cartas «de gran escritor», un idea que se repite aquí y en En busca del tiempo perdido unas cuantas veces, y que se afila especialmente contra quienes «cometen el error de despreciar a personas no etiquetables como intelectuales». No es, en fin, una cuestión de aristocracia sino de inteligencia, por más que en este caso se refiera a Agostinelli, su amante y transcriptor, su gran amor, que murió, como Albertine, de un accidente inesperado.

En otras circunstancias, ese aristocratismo fluctúa entre lo extravagante y lo pesado. Las cartas a Reymaldo Hahn, por ejemplo, llenas de mensajes crípticos y plumas floreadas, resultan algo cargantes, pero no las que se cruzaba con su familia en la misma casa donde vivían todos, costumbre rara que debería ser común. Estas cartas las intercambia sobre todo con su madre, que murió con cincuenta y seis, a quien le reprocha, en pataletas de niño consentido, que no le deje dar más fiestas cuando no tiene que guardar reposo absoluto, pero también con su abuelo, en una de las más chocantes, a quien pide dinero para irse de putas porque no debe de ser muy recomendable que se masturbe tan a menudo. Estoy seguro de que el abuelo lo tomó como algo de lo más normal.

Vemos también al Proust comprometido, dreyfusista de primera hora, nada radical en todo lo que signifique prohibición, incluida la de enseñar, que afectó a las órdenes religiosas en general y a los jesuitas en particular, y, cómo no, al amante del salón, frecuentador de gente bien que ensaya diversos estilos de escritura según el refinamiento de su corresponsal, en los que se mezcla la molicie propia del bon vivant con «la fatiga de escribir frases y hacer acopio de los pensamientos» que le supone redactar sus, por regla general, bastante largas misivas. Nada, nunca, falso o impostado, por más que su sintaxis, sin llegar a los extremos de su obra literaria, sea perfectamente reconocible, porque para Proust «el estilo [no] es un embellecimiento que se añade, una especie de traje de fiesta. Y en cambio es inseparable del pensamiento y de la sensibilidad». Y siempre busca una cierta forma de verdad, porque «la insinceridad (…) es el comienzo de la banalidad».

Para las secciones sobre arte y literatura seguramente son más provechosos los artículos reunidos, también el año pasado, por Páginas de Espuma, en una edición de Mauro Armiño sobre la que hablaremos más adelante, pero sí resulta impresionante la última parte, la dedicada a su propia obra, a sus dificultades para editarla y para corregirla, a su empeño en sacarla a su propia costa (y no siempre anduvo bien de dinero), a su defensa encendida contra quienes no se molestaban siquiera en leerla con atención. El eterno enfermo que fue Proust no creía tanto en la libertad como en la disciplina, y trabajó concienzudamente (por paradójico que resulte) sobre la «memoria involuntaria» que por aquellos tiempos analizaba Bergson. Tampoco aceptó nunca que su obra fuera un roman a clef («en mi libro no hay un solo personaje en clave»), ni tampoco las versiones que se deban de su tratamiento de la homosexualidad. Para él, A la recherche era un libro «extremadamente realista» que trataba el fenómeno de la homosexualidad de la forma más objetiva de que era capaz, ni en contra ni a favor, algo realmente difícil de creer teniendo en cuenta que sus dos modelos homosexuales, el barón de Charlus y el marqués de Saint Loup, son ciertamente muy distintos, y todo lo que tiene Saint Loup de su querido Agostinelli lo tiene Charlus de un Montesquieu al que en el fondo despreciaba.

La parte final, como decíamos, sus desesperados intentos, ya muy enfermo, de dejar su obra lista para ser publicada, incluso de retrasar ciertos fragmentos que le podrían perjudicar su consideración pública, está teñida del amargor de una muerte cierta y asumida. «Yo, que a pesar de todo amaba muchísimo la vida, comprendo ahora que ‘la muerte es la única esperanza y nos da el valor para llegar a la noche’». Baudelaire lo había vislumbrado (Las flores del mal, CXXII) porque era un genio, pero Proust, ya casi ciego, incapaz de mantenerse en pie ni de escribir siquiera, dictando por encima de su creciente afasia, más muerto que vivo, es capaz de no perder la compostura ni la dignidad en esas últimas impresionantes cartas. Escribirlas había sido la tarea que ocupó toda su vida, su vínculo con una realidad y con un tiempo que la enfermedad no le permitió gozar, pero a cambio le permitió retratar como nadie lo había hecho desde Saint-Simon. No en vano dice alguna vez que la enfermedad es necesaria para que brote el verdadero genio. Él en eso era un experto.


Marcel Proust, Cartas escogidas (1888-1922), ed. Estela Ocampo, trad. José Ramón Monreal, Acantilado, 2022, 490 p.

1 comentario:

  1. Anónimo9:33 a. m.

    La muerte....
    "Más tiene de caricia que de pena"
    Escribía Quevedo en su celda de los dominicos en Infantes donde a los pocos días murió

    ResponderEliminar

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.