19.7.24

El juego del horror



Hasta hace relativamente poco tiempo, El rojo emblema del valor era una novela del género infantil y juvenil, quizá porque, como nos recuerda Auster, para los estudiantes de high school de su generación había sido un clásico insustituible. Pero también nos dice que allí desapareció de las lecturas obligatorias, y en España permaneció en una traducción espantosa de la editorial Narcea que luego reeditó Anaya en formato de libro para niños, nada menos. El relato más crudo y más lírico, más intenso y desgarrador, más veraz e impresionante de lo que sucede en una batalla venía en un libro con ilustraciones llenas de monigotes. La traducción, impresentable (y tan desigual que parece retocada sólo en algunos capítulos), cuya única gracia consiste en que, pese a ser de 1971, parece escrita por un traductor de Google de primera generación, hacía del libro, ya de por sí radical en su verismo poético, un galimatías de versiones literales que bien poco podían atraer a un muchacho de los 70. Hoy ya contamos con varias traducciones buenas, entre ellas la de Jesús Zulaika. Lo digo porque la otra, a cargo de Micaela Misiego, sigue reeditándose en colecciones de bolsillo, y poco ha de disfrutar quien se trague semejante bacalá. Luego vas a una traducción en condiciones y la sensación de estar ante una obra maestra para cualquier lector sensible, tenga la edad que tenga, emerge de las primeras líneas y no desaparece hasta el punto final. 
La novela es una Ilíada moderna, a pesar de que «las luchas al estilo griego ya no existían», pero no es casual que conste de 24 capítulos, y que no narre más que una, eso sí, sangrienta batalla campal (veinte mil bajas entre muertos y heridos), seguramente la de Chancellorsville, entre abril y mayo de 1863, aunque en esto persistan las dudas, porque Crane no aporta más dato que el nombre de alguna carretera (de las muchas que hay así llamadas) o el hecho de que pasen por un río, no dice cuál. Porque lo importante es que esta batalla es cualquier batalla, o sea todas las batallas, el infierno alucinado con olor a pólvora quemada y a cadáver bajo el sol, y el escenario donde los instintos más elevados y más rastreros estallan como las granadas. 

Henry Fleming, «el muchacho», decide alistarse con el ejército de la Unión porque le da vergüenza quedarse ordeñando una vaca pinta con su madre mientras los jóvenes van a la guerra. Con la inconsciencia heroica que dibujan los uniformes y el brillo de las espadas en la imaginación de un niño, Henry se fue a la guerra como quien se va de excursión por las praderas de la gloria. Y allí se encuentra, entre otras cosas, consigo mismo, y sobre todo con el conflicto que le supone huir de la muerte segura mientras los otros soldados, aferrados a sus fusiles, siguen avanzando sin escapatoria. Se siente cobarde por no haber recibido aún ninguna herida pero también inteligente por haberlas evitado, miedoso pero también perspicaz, traidor pero también consciente de que los mandos utilizan a los soldados como a bestias para el matadero. Henry conoce a tipos detestables que en las peores circunstancias exhiben una dignidad admirable, cínicos altivos que se acaban comportando como los más generosos compañeros, y tiene tiempo de ver un auténtico catálogo de formas de morir, desde el amigo herido que se enfrenta a la muerte bailando un último rito de valor, al pobre hombre que agoniza en la obscena postura que nadie debería contemplar; desde el joven asustado cuyo rostro gris empiezan a comerse las hormigas, al veterano que empleó sus últimas fuerzas en no dejar el rostro al descubierto. Y siente la futilidad de la guerra pero también el ardor en el combate, la estupidez de una orden de ataque pero también el orgullo de alcanzar un objetivo. Ninguna noticia le alegra más que saber que fueron muchos los soldados que salieron desperdigados de la línea de ataque cuando las andanadas de los enemigos eran insoportables. Ninguna recompensa es más valiosa que no sentirse un cobarde, o por lo menos no más que cualquier otro soldado de su escuadrón. Y llega, incluso, al otro extremo, después de preguntarse cómo habrían podido matarle a él «que era el escogido de los dioses y destinado a la gloria»:



Recordó cómo algunos de los hombres habían escapado de la lucha. Y al recordar sus caras aterrorizadas sintió desprecio hacia ellos. Seguramente habían sido más precipitados y habían estado más enloquecidos de lo que era estrictamente necesario. Eran débiles mortales. En cuanto a sí mismo, él había huido con discreción y dignidad.


Creo que el principal antecedente literario de La roja insignia del valor (como la traducen las versiones más recientes) no es, en efecto, la obra de Homero sino la de Stendhal, cuando, en La cartuja de Parma, Fabrizio va a Waterloo y no entiende nada, cuando presencia el absurdo de la muerte y el horror en una sucesión de escenas inconexas y cañonazos como latidos del tiempo que resta para morir. Desde entonces, ninguna batalla es heroica, y el hecho de dedicar una novela entera a un episodio bélico se convirtió (en buena medida por el impacto de la novela de Crane) en un género en sí mismo, y despojarlo del dramatismo artificioso de más estructura que la del espanto y la contradicción. Debe de ser, en efecto, difícil mantener la cordura cuando se transita por un infierno de proporciones insondables, y sin embargo mucho más pequeño de lo que parece, envuelto en el humo de los cañonazos y el polvo de las marchas contra el enemigo. Y mucho menos cuando se alcanza algo parecido a la victoria:


Al momento olvidaron infinidad de cosas con enorme rapidez. El pasado, desde aquel momento, no contenía ya escenas de error y de desilusión. Eran muy felices y sentían que, en su interior, tenían el corazón lleno hasta rebosar de afecto y agradecimiento hacia su coronel y hacia su joven teniente.


Es decir, hacia los mismos a los que horas antes habrían querido matar por llevarlos a una muerte segura, la de todos aquellos que no tuvieron la suerte de regresar.


Stephen Crane, El rojo emblema del valor, trad. Micaela Misiego, Narcea, 1971, 196 p.

14.7.24

Herencia para once


Hasta 1980, con setenta años cumplidos, Torrente Ballester escribió diez novelas, y desde 1980 hasta su fallecimiento en 1999, otras quince, entre ellas este Filomeno, a mi pesar que había quedado en mi biblioteca intonso y amarillo, por una mezcla de prejuicios de los que ya hablé a propósito de Los gozos y las sombras, a los que en este caso se añade que con esta novela ganara el premio Planeta en el 88. Y la verdad es que tampoco lo lamento mucho, porque ha sido muy gratificante leerla por primera vez y pensar en todas aquellas novelas suyas que aún me faltan por leer.
    Esta grata sorpresa de Filomeno, a mi pesar también tiene que ver con que sea una de sus novelas, digamos, realistas, siempre y cuando distingamos imaginación y fantasía con el fielato de la verosimilitud. Aquí se trata, como dice el subtítulo, de las memorias de un señorito descolocado, escritas antes de cumplir el narrador los cuarenta años y que coinciden, más o menos, con la vida del autor hasta que publicó sus primeros libros. No se trata, en absoluto, de una biografía. Hay en ella demasiada literatura, demasiada imaginación como para pensar que Torrente Ballester contase algo de sí mismo; sin embargo, teniendo en cuenta la época en que se publicó, la novela, además de ser un relato entretenidísimo y una delicia de escritura, encierra más de una respuesta no muy subliminal a la literatura que se llevaba entonces, sobre todo en dos sentidos: la eclosión del autobiografismo, que nunca fue otra cosa que falta de imaginación, y el también inacabable tema del guerracivilismo, casi siempre desde el lado de los vencidos. Con la estructura de una novela de iniciación, Filomeno va pasando por países y mujeres sin abandonar una indefinición entre desapasionada y liberal: se aparta por igual de los exaltados y de los ingenuos, de los hombres de acción y de los antihéroes, por más que lleve una existencia de lo más interesante y variado. Vive entre Galicia y Portugal, entre Madrid y Londres y París, en pazos antiguos y casas solariegas, hoteles cosmopolitas y patronas extranjeras. Disfruta de amores infantiles (su nodriza Belinha), de amantes en el frente (la trágica Ursula), de femmes endemoniadas (la parisina Clelia), e incluso de un personaje (María de Fátima) que por aquellos años empezaba a colonizar las telenovelas de sobremesa, aquellas niñas Chole de exótico nombre y acento brasilero, o de la clásica madama carpetovetónica, Flora, la dueña de un prostíbulo que vive rodeada de estampas de santos. En cada mujer, en cada viaje, en cada circunstancia histórica Torrente desarrolla una buen relato, siempre desde el desapego de quien no cree que merezca la pena dar la vida por lo que no ha de cambiar. Filomeno es un señorito al que nunca le falta el dinero ni las posesiones, y quizá por eso desconoce la rabia nacida de la injusticia cuando es uno el que la sufre. Sus amigos, desde el sabiondo Sotero al infeliz Magalhaes, desde sus eternos tutores, el maestro y la miss, hasta el señor Pereira, que se ocupa de las cuestiones prácticas, son todos buenas personas que no serían capaces de abusar de su autoridad o tratar mal a nadie por su condición social, lo que en Filomeno es una consecuencia, más que de su ideología, de su temperamento tranquilo y su sentido común, de su indecisión y su incapacidad para llevar a efecto sus pretensiones, por más que sean las circunstancias las que decidan por él y lo hagan corresponsal de guerra o ganadero de vacuno sin pretender una cosa ni la otra ni hacer el menor esfuerzo. Los héroes y los personajes trágicos son los otros, sus amigos, sus amantes, pero no él, que ve pasar la vida con la discreción del hombre inteligente, salvo acaso al final, cuando se decide a dar la nota en su pueblo natal, Villavieja, y organizar tertulias intelectuales en una casa de putas, quizá su primera y última demostración de heroísmo que se salda con un dulce exilio en su pazo portugués, lo que tampoco es un precio demasiado caro. Filomeno forma parte de una tercera vía liberal sin el compromiso de un Chaves Nogales, pero con puntos de vista parecidos. En aquellos 80, quienes vivieron la guerra, les fuera como les hubiera ido en ella, estaban más cerca del A sangre y fuego que de los panfletos doctrinarios, por más razón que les asistiera.

La prosa de Torrente Ballester es un dulce fluir galaico que no tiene nada que ver con aquello que Umbral despreciaba por poco exquisito, una prosa clara y elegante, armónica y sencilla, sin ninguno de los requiebros prescindibles que también se llevaban tanto entonces, y lo bastante concisa como para que pueda más la narración que su expresión, pero esta sea siempre una delicia. Torrente cuenta en el sentido de que mide. Son muchas, muchísimas las cosas que pasan en esta novela, pero ninguna se atropella con la otra, de ninguna nos quedamos con ganas de más o de menos, ni siquiera, como sucede al final, de las que nos parecen como salidas de las novelas de Fernández Flóres (estoy pensando en Los que no fuimos a la guerra), que sin embargo se rematan con una escena tan bien narrada como la del entierro de la madama. 

En la cabecera del libro, Torrente nombra a sus once hijos, en una dedicatoria que, a estas alturas, deja entrever su punto de ironía. Él ya era viejo y el Planeta un buen dinero para legarlo a su abultada prole, y eso que aún no había publicado la Crónica del rey pasmado ni otras muchas novelas que al final de su vida, y en lo más vigoroso de su potencia creadora, le reportaron pingües beneficios. Y eso sin contar lo que dio de sí a otros autores, porque cualquiera que haya leído El hereje, publicada un par de años después, levanta las cejas cuando, en la página 322 lee que un chambergo con el que Filomeno se abriga en el pazo «a lo mejor había pertenecido a mi bisabuelo Ademar, aunque ignoro si en su tiempo existían ya las zamarras».

Filomeno Freijomil es el lado comprensivo y nada ostentoso del señorito cuya parte descansada corresponde a Ademar de Alemcastre, su abolengo portugués, una mezcla de tronío y sensatez que, a lomos de la incansable imaginación de Torrente, quizá se deje criticar por los incondicionales de la definición ideológica y los buscadores de carroña biográfica. El lector, el buen lector, se limita a disfrutar.  


Gonzalo Torrente Ballester, Filomeno, a mi pesar. Memorias de un señorito descolocado, Planeta, 1988, 442 p.

8.7.24

Elitismo popular


Tuvo que ser en agosto de 1983 cuando Felipe González, de vacaciones en Doñana, dijo que estaba leyendo Memorias de Adriano, libro de 1951 que había publicado Edhasa en el 82 y cuya sexta reimpresión, la de marzo del 83, acabo de releer. La fama, tardía en España, no solo le vino por González sino porque la traducción era de Julio Cortázar, quien por esas fechas estaba librando en París su última batalla. Tanto la novela histórica por sí misma como la traducción al castellano se convirtieron a partir de entonces en arquetipos clásicos, los editores se pusieron las botas de vender ejemplares y una obra tan densa y poética como esta, tan poco accesible en más de un sentido, se convirtió en todo un best-seller de obligada lectura. Cuatro décadas después, uno se pregunta cuántos de aquellos lectores, incluido Felipe González, leyeron este libro hasta el final. 
La elección de González (o de quien se lo recomendara) fue, en todo caso, muy astuta. Escrita desde el vestíbulo de la vejez («me sofoco, y tengo sesenta años») como una carta a Marco Aurelio, quien, Antonino Pío mediante, sería emperador, y desde esa atalaya triste de quien está enfermo y sabe que su futuro, aun incierto, no será largo, Adriano repasa en ella su aprendizaje como gobernane, su equilibrio inestable entre las convicciones transigentes y las exigencias de la crueldad, entre su vida de «catador de belleza», que lo llevó a enamorarse locamente del prototipo de joven hermoso, Antínoo, y sus actitudes necesariamente insensibles, no solo con su esposa legítima sino con quienes pudieran cuestionar su liderazgo. Adriano define su naturaleza como «formada a partes iguales de instinto y de cultura», a pesar de que su primera patria fueron los libros, y su lugar de nacimiento, por así decirlo, la lengua griega.

Pero eso no lo convirtió en un emperador escondido en su biblioteca ni blando con sus enemigos ni pacato en sus placeres. Políticamente, sobre todo en los primeros capítulos del libro, muchas de sus enseñanzas consisten en dividir los problemas en sus unidades mínimas, junto al descubrimiento de que «podía ser despiadado». En sus guerras contra los judíos, por ejemplo, intentaba el diálogo sabio hasta que se imponía la extrema crueldad. No podía entender cómo «Israel se niega desde hace siglos a no ser un pueblo entre los pueblos, poseedor de un dios entre los dioses», lo que, escrito en 1951, se prestaba a interpretaciones delicadas. Al mismo tiempo, estaba convencido de que «toda ley demasiado transgredida es mala», así como de que un cierto margen de libertad obra en favor de quien la concede o de que, como se diría siglos después, la tierra es para quien la trabaja. Pero tampoco ve con malos ojos deshacerse de los conspiradores, ni le atormenta demasiado haberle sacado un ojo al golpear con un estilo metálico a un secretario demasiado puntilloso, mientras recorre el imperio de parte a parte, bebe de las cráteras inmundas de los bárbaros y se siente «responsable de la belleza del mundo». Aunque quizá la más útil de sus enseñanzas políticas sea la de escuchar a todo el que ha conseguido acercarse hasta él y mirarlo cara a cara, con la atención de quien se toma en serio lo que le están diciendo, por más que lo esté olvidando a medida que lo escucha, porque solo esa atención ya resuelve la mitad del problema. Uno se pregunta si González llegó a leer esos pasajes. 

Pero el libro, decíamos, es denso, más de lo que recordábamos, con esa tentación tan francesa de los retruécanos abstractos y una prosa lentificada por la ausencia de elementos que hagan fluir el discurso en favor de frases inevitablemente redondas, como si después de cada punto y seguido se terminara un párrafo: «Pero solo yo podía medir cuánta acritud fermenta en lo hondo de la dulzura, qué desesperanza se oculta en la abnegación, cuánto odio se mezcla con el amor». Y en este plan. Ese aire de construcción meticulosa, frase a frase, sin tener en cuenta el caudal de las palabras, el discurso, hace que la brillantez empañe la naturalidad que por otra parte uno esperaría del carácter de Adriano. Los pasajes más hermosos, sin duda, son los que tienen que ver con su amante, el joven Antínoo, no solo por el lujo poético que despliega sino porque solo en él la narración va más allá de la frase. Episodios como la caza del león o la muerte del muchacho tienen la misma hermosura y la misma profundidad que el resto del libro pero además son una verdadera narración.

Quizá no fuera esta la intención de Yourcenar, sino más bien la de encajar todos los temas que la historia asocia a la figura de Adriano, por ejemplo su trato con el cristianismo. Aun partidario de la intolerancia con los fanáticos, siente sin embargo curiosidad por la figura de Jesús, «que murió víctima de la intolerancia judía», pero en el fondo tenía el mismo reproche que hacerles a los cristianos que a los judíos, su obsesión por negar la libertad de culto y la coexistencia de otras religiones «que no imponen al hombre el yugo de ningún dogma, se prestan a interpretaciones tan variadas como la naturaleza misma y dejan que los corazones austeros inventen si así les parece una moral más elevada, sin someter a las masas a preceptos demasiado estrictos que enseguida engendran la sujeción y la hipocresía». La intransigencia de unos y otros condujo a una drástica resolución cuyas consecuencias aún se dejan sentir: «Judea fue borrada del mapa y recibió, conforme a mis órdenes, el nombre de Palestina». Hebreos y filisteos estaban muy lejos de terminar su sangrienta enemistad.

Las reflexiones sobre la enfermedad y la sucesión al frente del imperio («no tengo hijos, y no lo lamento»), así como la muerte de los más cercanos, Lucio, Plotina, van ensombreciendo el final del libro. «Todo enfermo es un prisionero», se queja el emperador, que quisiera retirarse a una intimidad solitaria donde esperar la muerte con tranquilidad. «La hora de la impaciencia ha pasado; en el punto en que me encuentro, la desesperación sería de tan mal gusto como la esperanza. He renunciado a apresurar mi muerte».

El libro se completa con unas anotaciones sobre las muchas vicisitudes por las que pasó la redacción del libro durante varias décadas y una también densa y copiosa bibliografía que explica en cierto modo la meticulosidad con la que cada frase está esculpida más que escrita. Leo con nostalgia condescendiente las frases que subrayó entonces un jovencísimo lector que sentía la obligación académica de leer este libro, y que tienen poco que ver con las que subrayo ahora que tengo casi la misma edad que Adriano al, imagino, dictarlas en la mente de Yourcenar. De todas formas, y por mucho que la pana socialdemócrata la pusiera de moda en los 80, las Memorias de Adriano no dejaban de ser un best-seller elitista, el libro culto y francés que tantos españoles colocaron en la estantería del comedor. Otra cosa es que lo leyeran.


Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano, trad. Julio Cortázar, Edhasa, 1982, 273 p.

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