5.11.25

Trágica y fecunda



Una trágica casualidad, la muerte de su único hijo, empujó al marido de Elizabeth Gaskell a proponerle que escribiera una novela para salir del insoportable abatimiento en el que se había hundido. Cuando la terminó tenía treinta y ocho años, que a mediados del siglo XIX no era precisamente una edad temprana, y Mary Barton se convirtió en la primera piedra de una extraordinaria carrera literaria que en solo quince años alumbró ocho magníficas novelas, otras tantas colecciones de cuentos, una biografía ejemplar, la de Charlotte Brontë, y una consideración literaria que desde entonces no ha hecho más que crecer.  Es célebre (jamás falta en los resúmenes de contraportada) el hecho de que Charles Dickens fichara inmediatamente a Gaskell para su revista Household Words nada más leer esa primera novela, y comenzara una amistad que dice tanto del olfato literario de Dickens como de su honestidad profesional y sentido de la utilidad social de la literatura.
Porque Mary Barton se publica en 1848, cuando los estragos de la revolución industrial han provocado que las condiciones miserables de los trabajadores de las ciudades entren a formar parte de novelas que sirven para denunciarlos y reclamar un poco más de humanidad. Dickens ya había escrito Oliver Twist y La tienda de antigüedades, y, como nos recuerda Jenny Uglow, la biógrafa de Gaskell, el tema de las espantosas condiciones laborales estaba siendo tratado por algunas otras escritoras de la época como Elizabeth Stone, quien, para escribir The Cotton Lord en 1842, ya se había basado en el asesinato de Thomas Ashton a manos de obreros en huelga, asunto que dio pie a la trama de Mary Burton. Es decir, por más que parezca muy temprana esta especie de protonaturalismo de denuncia de las condiciones de trabajo (sobre todo si lo comparamos con las piezas más célebres del naturalismo francés), la industrialización y una crítica severa de sus excesos, muchas veces con la Biblia en la mano, fueron fenómenos simultáneos. Si Dickens se tomaba en serio el escandaloso abandono de niños o las condiciones de miseria intolerable de sus padres, otros autores se enfrentaban desde la literatura a los abusos por parte de los patrones y reflexionaban sobre las soluciones propuestas por pioneros del socialismo como Owen. Gaskell puso el acento no solo en las condiciones laborales abusivas sino en la horrorosa vida que aguardaba a los obreros y a sus familias cuando salían de la fábrica.
En el caso de Mary Barton, esta siniestra contradicción queda plasmada, más que en la protagonista, en su padre, John Barton, y en el jefe de la fábrica de telas para la que trabaja, Carson. Por reciente que fuera el fenómeno industrial (la acción se desarrolla a mitad de la década de los 30, con los primeros trenes), las más recalcitrantes perversiones del sistema ya habían encontrado acomodo: los seguros solo amparaban a quienes podían pagarlos, y un incendio de una fábrica no representaba tanto perjuicio para su dueño (a veces incluso una oportunidad de negocio) como para los trabajadores que se quedaban en la calle sin nada de lo que ahora entendemos por subsidio. Ese es el caso de Carson, cuya fábrica se incendia, y de Barton, que pierde su trabajo igual que pierde a un hijo recién nacido por no tener qué darle de comer. Carson no sabe ni los nombres de los trabajadores que condena a morir de hambre, y Barton trata de asomar la cabeza en los primeros movimientos sindicales. Gaskell no duda de parte de quién está, si no la razón, al menos sí las consecuencias lógicas de la desesperación. Barton está herido de muerte desde el mismo momento en que no ha podido salvar a su hijo, y no puede librarse de su resentimiento ni aunque se deje caer en las blandas llamas del opio. 
Este es el entramado, digamos, moral que levanta Gaskell, el de una familia honrada de trabajadores que se ve condenada a la miseria por los fríos cálculos mercantiles de sus empleadores. Su hija, Mary, tiene que trabajar como una mula por poco más que la comida, y obsesionada con salir adelante se olvida de Jem, su pretendiente desde que eran niños, el marido que el destino le tenía reservado, para fingir ante sí misma que se encapricha de quien pueda ofrecerle algo mejor: el hijo de Carson. Las mejores páginas de la novela coinciden con una sucesión de dilemas trágicos: Mary acepta que la ronde el hijo de quien maltrata a los de su condición, y él mismo se mofa de los huelguistas que reclaman condiciones dignas. Cuando ella por fin ve la luz, cuando se da cuenta de que ni siquiera la consideran digna de ser otra cosa que un capricho, ya la tragedia se ha desatado: alguien mata al hijo de Carson. Su antiguo pretendiente, Jem, es acusado de asesinato porque se cometió con un revólver de su propiedad. Vuelan las páginas en las que desesperadamente Mary trata de buscar una coartada en el simpático marinero Wilson, uno de esos personajes que ventilan de aire fresco una novela cada vez que aparecen por la puerta. No, no fue Jem aunque la pistola fuese suya. Fue alguien que había caído a los abismos de la desesperación, y Mary se enfrenta a un nuevo dilema trágico de proporciones griegas: ha de salvar a su novio inocente, pero quizá eso cause la condena de su pobre padre culpable.
Leo también en el libro de Uglow que algunas reflexiones del último tercio, las relativas a la necesaria piedad entre dueños y trabajadores, fueron añadidas a instancias del editor por una simple cuestión de espacio: le faltaban palabras para rellenar el capítulo. Quizá eso explique ciertos alargamientos innecesarios, algunos incluso repetitivos, en la última parte de la novela, después de la trepidante búsqueda del marinero, verdaderamente buena, pero también la inclusión de subtramas de índole folletinesca que luego deben resolverse de forma expeditiva, por ejemplo la de Esther, la tía de Mary, que también confió en el hombre que no debía y se perdió en un callejón oscuro, o el solemne agón que mantienen casi al final, antes de un colofón al menos esperanzador, los dos viejos antagonistas, los dos padres destrozados por la muerte de sus hijos: uno, Barton, que lo perdió por la crueldad y la desidia del sistema; el otro, Carson, por los extremos perniciosos de una avaricia que en la época se daba por normal. Gaskell, quien lamentaría saber expresar con tanta hondura el dolor por la pérdida de un hijo, trata de comprender sin por eso mitigar la fuerza de su denuncia; ofrece una solución piadosa para una situación despiadada, pero no lo hace de modo que resulte ni lejanamente mojigato. Es una constatación y una propuesta, hechas ambas con tanto respeto al ser humano como amor a la verdad.
No es de extrañar, desde luego, que Dickens no dejara escapar la pieza. En posteriores novelas, Gaskell se cuidaría muy mucho de usar esos añadidos que ralentizan el ritmo sin que avance la trama, rebajaría ciertos excesos melodramáticos con los que se corre el riesgo de desdibujar la intensidad, precisamente por querer forzarla; llegaría a ser una verdadera maestra del fresco narrativo, con estructuras más holgadas, no tan férreas, aunque igual de sólidas. Pero nada de eso quería decir entonces ni ahora que Mary Barton no sea una estupenda novela. Lo que sí garantizaba es que lo bueno no había hecho más que empezar.

Elizabeth Gaskell, Mary Barton, trad. Miguel Temprano, Alba, 2012, 540 p.

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