15.11.25

La luz final


Los lectores de Pombo, sobre todo a estas alturas, ya salimos entregados. Después de tanta prosa escolar y cursi que se nos vende últimamente como la repanocha literaria, abres un libro de Pombo y su resplandor te fascina como el del maletín aquel de Pulp fiction, como si hubieras encontrado un ansiolítico que al mismo tiempo fuera euforizante, con la tranquilidad y el entusiasmo de los placeres de verdad. Esa entrega previa, sin embargo, deslumbra pero no ciega. Cuentos autobiográficos I es un libro no sé si irregular o variado, con una mayor parte esplendorosa, la que se refiere, en primera persona biográfica, a su infancia y juventud, al mundo sobre todo de esa preciosidad que es Aparición del eterno femenino, un gozo deslenguado y santanderino al que aquí se añaden otros episodios que podrían haber formado parte de aquel libro —a su modo, traducidos al idiolecto de Ceporro— y otros que bastarían para, en ese mismo tono, con esas mismas historias, componer un libro hermosísimo. Pero hay, también, otra parte más sombría, más reescrita, de cuentos o partes de novela o narraciones por mitosis, en todo caso más cuento que autobiografía, más ficción que historia, más gris también, como de otras épocas más tristes y desesperanzadas. El contraste es tan intenso que una parte anega la otra con su belleza restallante, y la hace parecer algo pesada con su fulgurante brevedad.
Esos relatos tan buenos, tan puramente autobiográficos que son más de la mitad de los que componen el libro (aunque algunos de los otros son más largos), van de la figura lejana y antipática de sus padres a una carta final a la madre sobre la mutua imcomprensión, una carta que bien pudiera estar en ese inventario de papeles viejos que va sacando su ayudante Iñaki y van dando forma al libro entero. La carta quizá sea antigua, pero los recuerdos se dictan (Pombo sigue dictando, afortunadamente para nosotros) «con la inequívoca certeza de la luz final que me ilumina ahora, incesante y benévola», y se buscan en fotografías antiguas, pocas, con las que el autor no sabe en realidad si tiene o no tiene que ver. Pero lo ve desde unos ochenta y tantos años que se notan en la claridad precisamente, en cómo cuenta sin rencor hacia sí mismo, como hecha ya la rehabilitación de su pasado, algo que se nota en otras narraciones escritas quizá cuando era un sexagenario unamuniano y cenizoso, en los tiempos de El cielo raso y por ahí. Eso quiere decir, pienso ahora, que la buena edad para el recuerdo son los últimos momentos, cuando todo es luz y perdón a uno mismo, cuando ya no cuentan los errores y uno se conforma con lo que fue. Si alguien espera de un autor tan laureado y prestigioso como Pombo que se pase el libro dándose pisto y hablando de que conoció a Fulano y a Mengano, que busque algo menos auténtico. Aquí solo importan los momentos verdaderos, y si en algún caso se incluyen nombres famosos es por complacer a un amigo, como la anécdota con Sabina —y Esperanza Aguirre—, o por una refrescante memoria del antifranquismo individualista, sin martirologios ni catecismos ideológicos, caso del Carnicerito de Málaga o, en el sentido opuesto, de José María Cagigal.
Esta memoria de primera persona, de tal y como contamos a un amigo para no hacernos pesados, tiene momentos definitivos que coinciden precisamente con esa desmitificación de la ortodoxia antifranquista. Cuando un policía se acerca a él por la calle y le escupe un «¡Usted es maricón!», a Pombo, que pasará tres días en los calabozos, no se le ocurre más que contestar con aplomo militar: «¡Sí, señor!». Esa anécdota dice mucho de cómo es él. El servicio militar le resultó placentero porque le gustaba la teatralidad absurda de la vida castrense. Su homosexualidad la vivía con realismo crudo: «La legitimidad de mis sentimientos era absoluta, y la declaración de ellos, inverosímil», y por eso se largó a Londres, y no a alternar con élites oxonienses sino a limpiar apartamentos, una época que cuenta con gratificante naturalidad, sin victimismo de ninguna clase: quejarse es de mala educación, y Pombo siempre ha sido un señor, el señor Pombo, como lo llamaba Juan Benet. Es más, cualquiera habría abusado ahora de la intensidad juvenil de aquellos años en Londres, mientras en España nos comíamos los mocos, pero Pombo no solo no presume de ajetreos ni frivolidades sino que declara —quizá desde su retiro casi monástico— que «la felicidad tiene que ser tranquila», y que al final de su vida, ya instalado en Madrid, ha descubierto que «una sosa, rutinaria manera de vivir es la mayor perfección posible». Nada de saraos institucionales, por favor.
Pero esta parte de autobiografía sin veladuras narrativas tiene sus puntos culminantes en la infancia santanderina, en dos cuentos antológicos como 'El chinchorro' y el espléndido 'La isla de los ratones', felicidad de infancia recuperada, de poesía refulgente, de música verbal, allá en la bahía, leyendo a Stevenson, jugando a pescar calamares, aguantando el bofetón de ver cómo se sustancia con la fuerza bruta lo que no eran más que sueños de literatura. Maravillosos, y no muy lejos anda 'Abundio', sobre la granja que tenían sus padres en un pueblo de Palencia, donde el adolescente Pombo echaba de menos los verdores cántabros con tanto paisaje abrasador y polvoriento, y de paso nos hace pasar un rato divertidísimo. 
Pero eran tiempos viejos, papeles viejos, y para completar un libro había que incluir otros que quizá digan más del Pombo pesimista de hace veinte años, o incluso antes, que del de ahora. Es el caso de 'La factura de la felicidad', sobre un pseudoamorío falto de sustancia que recuerda mucho a Los delitos insignificantes, esta vez en una improbable relación heterosexual, o de 'La vida cotidiana', con ese dramatismo un poco desaforado de quien se presenta en su despacho a pedirle cuentas, un esquema que ha utilizado más de una vez en sus últimas novelas. Es el caso, en el mejor de los sentidos, de 'La casona', que es como una visita a los ambientes de Donde las mujeres, muchos años después, llena de mustia melancolía, y es el caso, sobre todo, de 'El pésame', el más largo, soso y plomizo de todos los cuentos, cuya severidad ojerosa decepciona un poco después de una primera mitad tan encantadora. Menos mal que, con buen criterio, antes de cerrar el libro regresa a la luminosidad infantil, no de la bahía de Santander pero sí de los trigales castellanos y las gallinas leghorn, y cierra con una límpida y sincera carta de desamor.
No sé si es una crítica decir que se trata de un libro desigual, que sobran algunos relatos y nos quedamos con ganas de más de la otra clase, de la clase infancia y juventud, de la clase artista adolescente, de esa última luz que felizmente lo alumbra y esperemos que siga alumbrando muchas más entregas de este proyecto de autobiografía sin rencores ni contemplaciones. Solo cuando se es tan pombiano como soy yo se le pueden poner peros a un libro tan hermoso. La fidelidad absoluta siempre encuentra algún defecto. Son las cosas del placer.

Álvaro Pombo, Cuentos autobiográficos, volumen I, Anagrama, 2025, 185 p.


5.11.25

Trágica y fecunda



Una trágica casualidad, la muerte de su único hijo, empujó al marido de Elizabeth Gaskell a proponerle que escribiera una novela para salir del insoportable abatimiento en el que se había hundido. Cuando la terminó tenía treinta y ocho años, que a mediados del siglo XIX no era precisamente una edad temprana, y Mary Barton se convirtió en la primera piedra de una extraordinaria carrera literaria que en solo quince años alumbró ocho magníficas novelas, otras tantas colecciones de cuentos, una biografía ejemplar, la de Charlotte Brontë, y una consideración literaria que desde entonces no ha hecho más que crecer.  Es célebre (jamás falta en los resúmenes de contraportada) el hecho de que Charles Dickens fichara inmediatamente a Gaskell para su revista Household Words nada más leer esa primera novela, y comenzara una amistad que dice tanto del olfato literario de Dickens como de su honestidad profesional y sentido de la utilidad social de la literatura.
Porque Mary Barton se publica en 1848, cuando los estragos de la revolución industrial han provocado que las condiciones miserables de los trabajadores de las ciudades entren a formar parte de novelas que sirven para denunciarlos y reclamar un poco más de humanidad. Dickens ya había escrito Oliver Twist y La tienda de antigüedades, y, como nos recuerda Jenny Uglow, la biógrafa de Gaskell, el tema de las espantosas condiciones laborales estaba siendo tratado por algunas otras escritoras de la época como Elizabeth Stone, quien, para escribir The Cotton Lord en 1842, ya se había basado en el asesinato de Thomas Ashton a manos de obreros en huelga, asunto que dio pie a la trama de Mary Barton. Es decir, por más que parezca muy temprana esta especie de protonaturalismo de denuncia de las condiciones de trabajo (sobre todo si lo comparamos con las piezas más célebres del naturalismo francés), la industrialización y una crítica severa de sus excesos, muchas veces con la Biblia en la mano, fueron fenómenos simultáneos. Si Dickens se tomaba en serio el escandaloso abandono de niños o las condiciones de miseria intolerable de sus padres, otros autores se enfrentaban desde la literatura a los abusos por parte de los patrones y reflexionaban sobre las soluciones propuestas por pioneros del socialismo como Owen. Gaskell puso el acento no solo en las condiciones laborales abusivas sino en la horrorosa vida que aguardaba a los obreros y a sus familias cuando salían de la fábrica.
En el caso de Mary Barton, esta siniestra contradicción queda plasmada, más que en la protagonista, en su padre, John Barton, y en el jefe de la fábrica de telas para la que trabaja, Carson. Por reciente que fuera el fenómeno industrial (la acción se desarrolla a mitad de la década de los 30, con los primeros trenes), las más recalcitrantes perversiones del sistema ya habían encontrado acomodo: los seguros solo amparaban a quienes podían pagarlos, y un incendio de una fábrica no representaba tanto perjuicio para su dueño (a veces incluso una oportunidad de negocio) como para los trabajadores que se quedaban en la calle sin nada de lo que ahora entendemos por subsidio. Ese es el caso de Carson, cuya fábrica se incendia, y de Barton, que pierde su trabajo igual que pierde a un hijo recién nacido por no tener qué darle de comer. Carson no sabe ni los nombres de los trabajadores que condena a morir de hambre, y Barton trata de asomar la cabeza en los primeros movimientos sindicales. Gaskell no duda de parte de quién está, si no la razón, al menos sí las consecuencias lógicas de la desesperación. Barton está herido de muerte desde el mismo momento en que no ha podido salvar a su hijo, y no puede librarse de su resentimiento ni aunque se deje caer en las blandas llamas del opio. 
Este es el entramado, digamos, moral que levanta Gaskell, el de una familia honrada de trabajadores que se ve condenada a la miseria por los fríos cálculos mercantiles de sus empleadores. Su hija, Mary, tiene que trabajar como una mula por poco más que la comida, y obsesionada con salir adelante se olvida de Jem, su pretendiente desde que eran niños, el marido que el destino le tenía reservado, para fingir ante sí misma que se encapricha de quien pueda ofrecerle algo mejor, nada menos que el hijo de Carson. Las mejores páginas de la novela coinciden con una sucesión de dilemas trágicos. Mary acepta que la ronde el hijo de quien maltrata a los de su condición, y él mismo se mofa de los huelguistas que reclaman condiciones dignas. Cuando ella por fin ve la luz, cuando se da cuenta de que ni siquiera la consideran digna de ser otra cosa que un capricho, ya la tragedia se ha desatado: alguien mata al hijo de Carson. Su antiguo pretendiente, Jem, es acusado de asesinato porque se cometió con un revólver de su propiedad. Vuelan las páginas en las que desesperadamente Mary trata de buscar una coartada en el simpático marinero Wilson, uno de esos personajes que ventilan de aire fresco una novela cada vez que aparecen por la puerta. No, no fue Jem aunque la pistola fuese suya. Fue alguien que había caído a los abismos de la desesperación, y Mary se enfrenta a un nuevo dilema trágico de proporciones griegas, porque ha de salvar a su novio inocente, pero quizá eso cause la condena de su pobre padre culpable.
Leo también en el libro de Uglow que algunas reflexiones del último tercio, las relativas a la necesaria piedad entre dueños y trabajadores, fueron añadidas a instancias del editor por una simple cuestión de espacio: le faltaban palabras para rellenar el capítulo. Quizá eso explique ciertos alargamientos innecesarios, algunos incluso repetitivos, en la última parte de la novela, después de la trepidante búsqueda del marinero, verdaderamente buena, pero también la inclusión de subtramas de índole folletinesca que luego deben resolverse de forma expeditiva, por ejemplo la de Esther, la tía de Mary, que también confió en el hombre que no debía y se perdió en un callejón oscuro, o el solemne agón que mantienen casi al final, antes de un colofón al menos esperanzador, los dos viejos antagonistas, los dos padres destrozados por la muerte de sus hijos: uno, Barton, que lo perdió por la crueldad y la desidia del sistema; el otro, Carson, por los extremos perniciosos de una avaricia que en la época se daba por normal. Gaskell, quien lamentaría saber expresar con tanta hondura el dolor por la pérdida de un hijo, trata de comprender sin por eso mitigar la fuerza de su denuncia; ofrece una solución piadosa para una situación despiadada, pero no lo hace de modo que resulte ni lejanamente mojigato. Es una constatación y una propuesta, hechas ambas con tanto respeto al ser humano como amor a la verdad.
No es de extrañar, desde luego, que Dickens no dejara escapar la pieza. En posteriores novelas, Gaskell se cuidaría muy mucho de usar esos añadidos que ralentizan el ritmo sin que avance la trama, rebajaría ciertos excesos melodramáticos con los que se corre el riesgo de desdibujar la intensidad, precisamente por querer forzarla; llegaría a ser una verdadera maestra del fresco narrativo, con estructuras más holgadas, no tan férreas, aunque igual de sólidas. Pero nada de eso quería decir entonces ni ahora que Mary Barton no sea una estupenda novela. Lo que sí garantizaba es que lo bueno no había hecho más que empezar.

Elizabeth Gaskell, Mary Barton, trad. Miguel Temprano, Alba, 2012, 540 p.

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.