9.10.05

Postura


Estoy leyendo Ana Karenina. Entro en el libro cada tarde como quien se mete en la cama y se acurruca en la idea de que durante las próximas horas no va a suceder nada desagradable. Hay una escena, mediada la novela, en que Levin, un personaje que debió fascinar a Unamuno, hace un comentario sobre alguien al que apenas conoce, un tal Turovzin, un tipo que ríe las bromas más groseras y se le caen los espárragos de la boca. La prometida de Levin, Kitty, le prohíbe que piense eso, y le explica que Turovzin es un señor muy bueno. “No volveré a pensar mal de nadie”, termina diciendo Levin, que está con Kitty que se le cae la baba. Cuando Kitty se va, vuelven a Levin las dudas, los tormentos y los prejuicios, como si fuesen un defecto físico que se activa en soledad.
Muchas páginas después, caigo en la cuenta de que en esa escena minúscula está encerrada toda la técnica de Tolstoi para crear personajes. Oblonsky es un petimetre irresponsable que termina siendo el mejor amigo posible. Karenin es un tipo egoísta y engreído hasta que se vuelve un santo. Ana es una mujer aburrida que enferma de amor como se puede enfermar del hígado, y con ella pasamos de la admiración a la compasión a una velocidad que no nos permite sujetar el sentimiento. La queremos antes de juzgarla. No es que todos los personajes acaben siendo bellísimas personas, sino que, al presentárnoslos con caras tan distintas, y con la posibilidad de que unas se conviertan en otras, o al menos convivan, los comprendemos a todos, nos hacemos cargo de ellos, los compadecemos por tener que tomar las decisiones que toman, porque nosotros no lo habríamos hecho mejor y habríamos sufrido lo mismo.
Tolstoi los mira con distancia comprensiva, como nos gustaría mirar a los demás, y desde luego mirarnos a nosotros mismos. La verdad es que, de las setecientas páginas que llevo leídas, no recuerdo a ningún personaje que me parezca la encarnación del mal, aunque sí a muchos que encarnan defectos bastante comunes. A lo mejor Tolstoi se pasa de bueno, pero es que, cuando te metes en una novela como si te metieses en la cama, cuando sabes que en las próximas horas no vas a tomar decisiones ni tampoco a padecerlas, esa bondad tan convincente ayuda a coger la postura.

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