6.2.08

ERUDICIÓN


En el lugar donde escribo, justo encima del secreter, hay un libro cuyos lomos veo cada vez que levanto la cabeza. Se trata de los dos gruesos volúmenes de Las fuentes y los temas del Polifemo de Góngora, y está escrito por Antonio Vilanova, que acaba de morir. A menudo abro ese libro porque Góngora es un vicio de por vida, uno de los pocos escritores que ha dado varias obras maestras de la crítica. Conseguí una primera edición de ese festín de Vilanova gracias a internet, y gracias también a internet se está restaurando el amor por los conocimientos prescindibles, por ese laberinto de saberes que se relacionan o se explican, o se desmienten, o se certifican; ese mundo aparte que es como un infierno placentero, un inmenso cementerio de lápidas curiosas y tesoros escondidos. Vilanova, además de erudito, ha sido un sabio hasta su muerte, sesenta años después de escribir, con veinticinco años, esa obra impresionante.
La erudición pasiva es un placer voluptuoso. Los consumidores de este tipo de literatura estamos al asalto de cualquier novedad, porque ya no abundan los humanistas entregados a la investigación de un tema muy concreto y peregrino para el que se necesitan conocimientos oceánicos. Estos eruditos abundan en los armarios cerrados de las facultades, claro está, pero muy pocos trascienden a la condición de obra maestra de la cultura, y aún menos pisan el terreno público. Cuando murió Claudio Guillén, otro navegante de altura, los periódicos dieron escueta noticia, y ahora que se muere Vilanova ni siquiera lo gradúan en la sección cultural, tan solo en la de obituarios, y no todos.
No, no abundan los sabios, y sin embargo se recurre más que antes a obras extranjeras, algunas publicadas hace varias décadas, que son el placer definitivo de quienes se enganchan a la novela histórica y cada vez son más exigentes. Las editoriales pescan estos tratados de saberes profundos porque en ellos funciona todavía mejor que en las novelas el objeto último del arte: la creación de un mundo privado. Se acaba de reeditar con éxito una vieja historia de Alejandro Magno que es un banquete para eruditos, y junto a Ken Follet se vende un voluminoso tratado sobre las cruzadas de Christopher Tyerman en el que el placer un poco borreguil de la novela se sustituye por el hecho de transportarse a la Edad Media a través de un millón de detalles. Es el punto en el que la academia confluye con la plaza, el terreno del humanismo.

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