5.8.08

OTOÑO RUSO, XIX


Capítulo décimo noveno
Lo inhóspito y lo desabrido


Tatiana Illínichna Tsetvínskaya está muy enfadada. Desde que salieron de Rusia quedó claro que aquello era un paréntesis, un modo de huir de los 10000 rublos que ganaba Mijaíl en la central lechera, cuando se los pagaban, o de los poco más de 8000 que ganaba ella. Los dos sueldos juntos no sumaban los 700 euros que cobra por cuidar a la vieja, algo así como 28000 rublos. Cuando el dueño de su piso de cuarenta metros les ofreció comprárselo, les pidió treinta millones de rublos, al mismo tiempo que Praskovia, amiga de toda la vida y madre de Luzmila, que fue al colegio con Kolia desde que supieron andar, dejaba el mismo piso siete plantas más abajo y se iba a una mansión a orillas del Baikal. Así ha pasado el hacha en Rusia la economía, así de caprichosa se mostró la fortuna con los emprendedores como Nikífor, el marido de Praskovia, que pasó de pastorear turistas por el lago a organizar safaris de caza mayor para europeos y americanos capaces de pagar lo que sea por posar junto a los cuernos de un venado gigantesco.


Pero ellos no tuvieron opciones. La muerte de Serguéi les había extirpado el entusiasmo, el arrojo mínimo para la aventura. El capitalismo entró en sus vidas como una lengua extraña que muy pocos entendían. Tatiana sólo encontraba razones para seguir luchando en Kolia y en su padre, porque Mijaíl se hundió desde el principio. A veces piensa Tatiana que decidió venirse a España para darle una oportunidad. No soportaba la idea de seguir con él cuando Kolia ya tuviese sus estudios, si es que tenían dinero para procurárselos. Mijaíl había entrado en una postración emocional inamovible. Se amparaba en un absurdo sentimiento de culpa por haber empujado a su hijo mayor a enrolarse en el Kursk, pero eso no era más que una justificación para pasar las horas tumbado frente a un televisor borroso, arrastrarse por su trabajo en la central lechera como un presidiario sin más futuro que el suelo de mierda negra que tenía que sacar con palas por las mañanas. Los días de fiesta se sentaba a ver partidos del Zénit y vaciaba lentamente una botella de vodka, hasta que se quedaba dormido. Ni siquiera bajaba al bar del barrio ni a la iglesia ni al antiguo centro social del sovjoz, ni mucho menos acudía a las reuniones del sindicato y de la asamblea de vecinos. Había renunciado a salir de su fracaso. Veía salir a Tatiana con los papeles para reclamar los sueldos atrasados de la lechería y la miraba con la frialdad sin alma de quien ha visto ya el futuro, adónde van a ir esos papeles y el fango por el que tras ellos han de arrastrarse sus vidas.


Pero todo eso habría sido soportable si Kolia hubiera sabido encajar la muerte de su hermano. Apenas era un crío de 8 años cuando aquellos horrorosos días de Vidiáevo, cuando nadie era capaz de ocultarle su horror. Aquellas tres semanas de angustia, mientras el gobierno mentía y retrasaba su intención primera, la de no acudir al rescate del submarino, los días en que naves extranjeras eran anunciadas a los padres desesperados como la prueba de que estaban haciendo todo lo posible, los gritos y los llantos de los padres en las reuniones en las que un oficial trataba de apaciguarlos con mentiras, todo eso tuvo que estallar en sus oídos cuando Tatiana y Mijaíl volvieron a Plíshkino, la aldea de su padre, a quien, a sus ochenta años, habían dejado al cargo del pequeño.


Desde entonces Kolia no volvió a sonreír más que con los labios. La mirada risueña, pícara, tierna, cómplice o traviesa que Tatiana había visto tantos días de fuerza y de felicidad se había quedado en un mirar entre asustado y recriminatorio, una mirada que parecía penetrarlos, compadecerlos, desnudarlos en una desdicha cada día más irreversible. El único que no cambió su vida, su mundo de conejos y abedules, sus paseos nocturnos por el bosque y su modo de vivir como un mujik de hace cien años fue su padre, el viejo Rodión. Esta misma mañana, cuando Bernardo los acompañó a buscar los sitios por donde anduvo en la guerra de España, Tatiana no era capaz de explicar que su padre ha pasado por el mundo como un animal del bosque, y gracias a ello ha salvado su alma. Incluso lo traicionó al final, cuando pasaron junto a aquella nave pintarrajeada que sumió a Tatiana en el más negro de los presentimientos. Su padre contó entonces cómo le había quitado las botas a un muerto, cómo cazó después a cuchillo una cría de jabalí y cómo la descuartizó y la envolvió en nieve junto al cadáver descalzo. Su padre contó eso y Tatiana improvisó una traducción estúpida, un tumulto de obsesiones sin sentido, algo que pudiese servir como prueba de que ni su padre ni el Ejército Ruso mienten cuando dicen que Rodión Íllich Nikoláievich Tsetvínski luchó en España con las Brigadas Internacionales. A ningún jurado histórico le serviría el recuerdo de su padre, quizá porque no es el recuerdo de los mapas que busca Bernardo ni de los libros que lee ni de las páginas que consulta, sino el de un hombre que lucha por sobrevivir. Tatiana siente que en cierto modo traicionó a su padre no traduciendo exactamente lo que dijo, de igual modo que Mijaíl no acepta que si en esa familia se ahorra es porque el viejo Rodión Íllich, a sus ochenta y nueve años, les garantiza el alimento igual que se lo proporcionó en los meses de la aldea, donde quizá debieran haberse quedado, aprendiendo a vivir como viven los animalillos en el bosque.


Y sin embargo han seguido adelante y Kolia tiene una amiga, y por la mirada de Kolia cuando hoy ha dicho que se iba con ella para un trabajo sobre un reloj o algo así, a Tatiana le ha parecido que le brillaban los ojos, que quería ir, y por eso le ha dolido tanto que su marido no lo presenciase, que se olvidara de su cumpleaños y hubiese vuelto a las andadas. Otra vez esas pintadas furtivas, esa estupidez del arte nihilista que a Mijaíl sólo se le ocurre recordarla cuando se emborracha. Todos están haciendo lo que pueden para empezar de nuevo. Ella tiene que soportar que la miren en el supermercado como si fuese a robar, que la vieja la mire como si fuese a quitarle las joyas, que Matilde le hable como si fuese a robarle el marido. A la condición de pobre se une la de extranjero, una continua inexistencia salpicada de sospechas. Tatiana soporta eso y está dispuesta a soportar mucho más si es verdad ese brillo que ha visto en los ojos de Kolia. En dos meses ha sido capaz de ahorrar ochocientos euros. Tatiana ha echado muchas veces la cuenta de lo que necesitaría para llevar a Kolia a Madrid a estudiar matemáticas, cuántas horas de desprecio son necesarias para pagar un colegio mayor, uno como esos de los que habla todos los días la vieja que van a llevar a su sobrina Julia.


Así que, al poco de irse Mijaíl, otra vez hecho una bestia, jurando por todos los santos no haberse llevado la botella de vodka, con la misma mirada de loco que la última vez que le dio por pintar una pared de la central lechera, con miles de hoces y de martillos, cuando Bernardo llega con el jeep y trae a su padre y le cuenta que Mijaíl se ha parado a cambiarle una rueda, Tatiana cierra los ojos y respira. Quizá he sido muy dura con él, piensa. No le he dado ni la mínima oportunidad de defenderse. Tiene un trabajo cómodo con las gallinas aristócratas de la provincia, podría ganar más, podría ser más útil y causar menos problemas, piensa. También podría ella quererlo más. Ha despreciado su ofrecimiento de bajarla a Teruel con la camioneta de las gallinas. Tatiana le ha dicho que no se preocupase, que ya se bajaba con Bernardo. Menos mal que no le dijo también que llevaba su mejor ropa para que no se le arrugue en la bolsa y que no quiere que se le pegue el olor a estiércol y a tabaco de la camioneta. Ni se le pasa por la cabeza que Mijaíl pueda estar celoso del tal Bernardo. Para ella es inconcebible que Mijaíl, después de todo, pueda dudar de ella. Sería otra ofensa, suficientemente grave como para pedirle que se vuelva solo a Rusia, a tumbarse en un sofá.


Y el caso es que, teniendo en cuenta lo primitivos y susceptibles que son los hombres sin distinción de razas ni de nacionalidades, Mijaíl tendría motivos para estar celoso. Tatiana no se fía de Bernardo, pero es muy difícil no fiarse de la única persona que te ayuda. También el lenguaje de la seducción es igual en todas partes. Bernardo le ha buscado los papeles de la nacionalidad y la ha contratado para cuidar a la vieja pero Tatiana sólo recuerda cómo le miraba las tetas cuando estaba pelando aquellos langostinos. Es muy amable con su padre, el domingo pasado se fue con él a por rebollones y trajeron una liebre y dos perdices, pero Tatiana sigue convencida de que se inventa trámites para estar con ella. No le gustó nada que intentase secretear con ella a espaldas de su mujer, que se le ve a la legua que está celosa perdida, y sus razones tendrá. Por eso Tatiana sonríe y contesta pero está rígida sobre el asiento y sólo mira la carretera, los muros de cal y los arbustos de acacia que jalonan el asfalto en la noche cerrada. Le agradece que la lleve a Teruel, pero teme que en cualquier momento le ponga la mano en la pierna. Claro que no es ningún gañán. Si es buen cazador, sabrá esperar a que la presa se le entregue. Pero Tatiana es hija y nieta de grandes cazadores y tiene olfato para las alimañas. Sabe que su cuerpo hace girarse a los hombres, que disimulan menos su salacidad en la medida en que se trata de mirar a una extranjera. La misma transparencia que parece condenarla a no existir es la que libera de cualquier remilgo a quien le mira el culo.


No, no es buen momento para bromear con Tatiana, ni mucho menos para tirarle cañamones. Bernardo es muy ceremonioso y muy atento. El jeep huele a cuero fino y a plástico caro, en el salpicadero hay números y agujas que sólo necesitan los ricos. Sólo para ellos es imprescindible un GPS, por muy cartógrafos que sean. Ella vive en una masía vieja a varias verstas del pueblo y se orienta perfectamente. Bernardo habla más relajado, no como el cobarde que le dio aquellos papeles en el patio, sino con la voz una octava más grave, voz de cantante de barco, piensa Tatiana, y se acuerda de Dimitri, un antiguo novio, que se ganaba la vida cantando piezas populares en los restaurantes del Baikal. Tatiana entiende ya todo en castellano, pero aun así Bernardo habla con sílabas despaciadas, como rebajando su expresión para que la entienda ella, y sonríe. Dice maravillas del marido, que menos mal que le ayudó a cambiar la rueda, que él es un poco inútil, todas esas cosas que dicen los que presumen de no perder el tiempo en vulgaridades. Luego habla de la hermosa tierra roja de este pueblo, de los montículos de arcilla con crestas de cal, y baja todavía más la voz para decir que durante mucho tiempo Alfambra le pareció un lugar inhóspito, pero que cada día le gusta más, que si por él fuera se vendría a vivir aquí.


-¿Qué es inhóspito? -dice Tatiana, como aprovechando la única mínima oportunidad que se le brinda de mostrar su ira.


Bernardo mueve mucho las manos para contestar.


-Inhóspito es que... Inhóspito es que hace mucho frío y hay poca gente. Lo que nosotros llamamos desabrido. ¿Sabes, desabrido?


Tatiana todavía duda un momento antes de contestarle. No fiarse de alguien también implica no fiarse de cómo va a encajar los golpes.


-Desabrido es que no lleva sal, ¿no? –dice Tatiana.


Tatiana lo estudió la semana pasada en su libro de castellano. Siempre sospechó que era un libro anticuado, lleno de palabras que ya no se usan, de textos clásicos que un español actual tardaría en entender. Pero de pronto, como todo en Rusia, resulta que no es tan inútil.


-Sí, sí, es verdad. Pues eso, saborío, je, je. –dice Bernardo, como saliendo del jardín.


-Para los rusos la sal es muy importante. El pan y la sal. Es un gesto de hospitalidad –dice Tatiana. Está seria y sonriente, algo que en ella no implica contradicción. Bernardo calla. No vuelve a decir nada hasta Peralejos. A Tatiana le asaltan las dudas. Es ella y su condición de extranjera, es su estado de extrema susceptibilidad, pero Bernardo, salvo mirarle las tetas con disimulo y la escenita del patio, no ha hecho nada malo. Pero Tatiana no puede quitarse de la cabeza a Mijaíl.


-¿Y qué tal tu hijo? –dice Bernardo, casi ya en Cuevas Labradas.


-Bien –dice Tatiana -. Tiene un amiga en el pueblo.


-Dos –puntualiza Bernardo, satisfecho de lo que va a decir-. Mi hija también es amiga suya. Esta tarde la he dejado en casa de Pascual, un amigo mío de la infancia, porque me ha dicho que tenía que hacer no sé qué trabajo con su hija y con el tuyo. ¡Vamos, digo yo que será tu hijo, no creo que haya muchos rusos en Alfambra, ja, ja!


Tatiana sonríe lo imprescindible. Kolia sólo le ha hablado de Esther. Está tan recelosa que no se alegra tanto como cuando Kolia le contó que iba a ir a casa de Esther, la primera vez en muchos meses que Kolia no hablaba sólo con adultos y se negaba a hacer nada en el instituto, la primera tarde que al llegar a casa Tatiana lo sorprendió estudiando castellano.


-Kolia está bien, está contento–dice, mucho menos tensa, mucho más simpática.


-Mi hija Julia dice que es muy tímido.


-Sí, pero ya es un poco menos.


-¿Cómo era antes?


Tatiana duda, para contestar a esa pregunta necesitaría abrirse en canal. Y no quiere. Forma parte de su orgullo no pasear nunca sus miserias, no emplear la memoria de Serguéi para salir del paso en una conversación incómoda. Sería fácil contar el episodio del Kursk. Incluso habría sido necesario podérselo contar a alguien otra vez, expulsar cada cierto tiempo la corrosión que sigue produciendo su recuerdo.


-Bueno –dice-, los rusos somos muy serios. En general.


Bernardo habla un poco de su hija. Se la está presentando como una niña modelo, nada que ver con los calificativos que le dedicó Kolia cuando contó a su madre lo del trabajo del reloj. También la niña rica quiere solidarizarse con los inmigrantes. Pero Tatiana prefiere a Esther. La ha visto. La ha mirado a la cara y ha visto un rostro limpio. Tatiana sonríe.


Ya han encarado la Ronda de Ambeles. Queda bajar hasta el Óvalo y subir por la calle Nueva para girar a la derecha luego, a la calle de las Murallas.


-Si no te importa –dice Bernardo, cuando están en el paso de cebra de la Glorieta-, te dejo aquí. Es que me viene mejor y...


-Sí sí –se apresura Tatiana, y se pasa la correa del bolso por el hombro y despliega el anorak para ponérselo nada más bajar del coche-.


-Es que... –insiste Bernardo-. Bueno, te parecerá ridículo. Pero es que...


Tatiana no está dispuesta a escuchar más. Hay coches esperando. Da las gracias a Bernardo y se va.


-¡Pues no se lo que vas a comprar a estas horas, maja! –le dice la tía Angelita, nada más entrar Tatiana, desde su sillón al lado de la ventana.


Tatiana saluda y se mete en su cuarto para cambiarse de ropa. Es como cuando se ponía la cofia y las botas de goma para entrar en la central lechera. Durante las próximas horas se centrará en las cuestiones mínimas de su trabajo y vestirá su pensamiento con un impermeable soviético. La vieja insiste. Hay cena de sobras, pero insiste. Tatiana está sentada encima del camastro. Todavía no se ha quitado el traje chaqueta. Saca el teléfono y le escribe un mensaje a Mijaíl: “Ven a recogerme cuando vuelvas. Dejo este trabajo. Me vuelvo a Alfambra. Te quiero. Os quiero”.


Tatiana se levanta y sale al comedor.


-Voy a hacer la cena –dice, en el mismo tono neutro de siempre-. Voy a dejar también comida para mañana, y cena. Me voy a marchar esta noche. No puedo quedarme más tiempo. Se lo digo por si quiere llamar a su sobrina Matilde.


La abuela está despeinada. No puede subir bien el brazo derecho y su peinado parece un dulce de algodón a medio comer. Ha ido apretando el morro y abriendo los ojos conforme hablaba Tatiana. Al final, después de un momento de mirar a Tatiana como si fuera un bicho raro, su mirada cuando algo no le cuadra, la vieja explota.


-¡Pero bueno! ¡Pero cómo que te vas! ¿Es que tú no sabes que las cosas en este país se avisan con antelación?


-Lo siento. Es una urgencia.


-Uy urgencia, urgencia, ¿pero cómo que urgencia? ¿Pero tú qué te has creído? Ah, no, no, rica, no. En este país estamos civilizados, aquí las cosas no se hacen así de buenas a primeras. Tú tienes un contrato.


Tatiana desprecia mucho más a Matilde y a Bernardo que a su estruendosa tía. En ellos las palabras son amables y las miradas furtivas, y en ella las palabras son basura permanente pero tiene un mirar cercano que a Tatiana no le desagrada. Por eso no la manda a la mierda.


-Angelita, me tengo que ir. Mi familia me necesita. Yo también tengo familia.


-¡Yo no tengo familia! –dice la tía Angelita, y se asusta un poco y todo de haberlo dicho, pero sus facciones ya no son capaces de recobrar el gesto agresivo de hasta entonces. A Tatiana Illínichna casi le corre un sarpullido de rubor cuando la vieja cambia el tono de voz y la mira y le dice:


-¿Es que te he tratado mal? ¿Le digo a Bernardo que te ingrese más dinero?


-No, Angelita. No me ha tratado mal. Pero tengo que volver a Alfambra. Soy madre, hija y esposa. Hay tres hombres que me necesitan. Tenemos que trabajar mucho y estar juntos. Necesitamos estar juntos.


La tía Angelita ha vuelto a la calle la mirada, pero sigue sin cerrar la boca. Tatiana está por acercarse a consolarla, pero prefiere recoger sus cosas. No quiere que le llore, no quiere que la convenza. La decisión está tomada. Cuando termina de hacer la bolsa, se mete en la cocina para preparar la cena. Entonces oye que la vieja la llama. Tatiana vuelve al comedor, pero no pasa de la puerta.


-Dígame.

-¿Y si yo me voy a vivir a Alfambra, a la casa de Bernardo?

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