9.5.10

Fin del 98, 2

Todo lo dicho en la entrada anterior del libro de Mainer se refiere sólo al primer capítulo, Letras e ideas, y quizá peca de impaciencia por análisis que vendrán, espero, después, como es por ejemplo el hecho de que hemos etiquetado las distintas generaciones por aquello que hicieron en su juventud. Tanto el modernismo como las vanguardias, y muy especialmente la llamada Generación del 27, son actividades juveniles. Pero es una idea muy de la época la voluntad grupal de los artistas, la obsesión por los banquetes y los manifiestos, eso que luego llegaría daría lugar a cientos de fotografías con escritores cogidos del bracete. Un rasgo ideológico sería, por tanto, el que los escritores del primer tercio de siglo, cuando eran jóvenes, se pasaban el día redactando listas de invitados. Ha sido algo muy español este ir labrándose la biografía con sonrisas y homenajes, aun al precio de dejar su propia carrera descuidada. Modernismo y vanguardia fueron dos floradas para sendas primaveras. Lo interesante es lo que sus protagonistas hicieron después de que ya no tuvieran sentido las categorías. Pero dice mucho de la situación el hecho de que Ortega tuviera que cortarle públicamente la coleta a Azorín, que a su juicio estaba taponando el fluir de las generaciones y era urgente fundar otra distinta. Luego resulta que si quieres un ejemplo modélico de lo que fue la prosa modernista, el lugar más fácil para encontrarlo es un libro del propio Ortega, de Juan Ramón o de Gabriel Miró. No en vano, dice el propio Mainer, los ultraístas como Cansinos “procedían del modernismo y siguieron fieles a sus mañas”.

El propio Ortega, cuya Deshumanización del arte Mainer sigue considerando el eje alrededor del que circuló aquella estética, antes y después, abogaba por la supremacía del arte como herramienta epistemológica: “el arte es el más fino de todos los instrumentos (mucho más que la ciencia y el derecho) a partir de los cuales el hombre toma posesión del mundo y lo modifica, modificándose y haciéndose también a sí mismo. Y esa potestad no tiene límites…”. Por eso no creo que el nacionalismo sea un movimiento ideológico paralelo a la modernidad sino un síntoma de ella. ¿Qué diferencia hay entre las caminatas por Toledo de Baroja y Azorín a principios de siglo y la de Alberto Sánchez y Benjamín Palencia a Vallecas en 1927? Iban buscando lo mismo, “un arte que, a la vez, fuera moderno y telúrico, vinculado a la expresividad de la Castilla que mejor conocían”. La atracción de la estética rural es lo primero que mira quien empieza a estar ahíto de cartonaje: el mismo impulso que llevó a Valle–Inclán a ensartar abalorios preciosistas le arrojó luego al barro gallego, y el mismo impulso que llevó a García Lorca a juguetear con las metáforas le hizo ver que cante jondo se escribía con jota. El moderno redescubre los paisajes, los interpreta y, de vuelta, los caracteriza. Arniches se inventa un habla madrileña que Galdós desconocía, y García Lorca unos romances donde cobran carta de naturaleza imágenes que no tienen sentido. El artista toca todos los palos y por apuntarse, desgraciadamente, se apunta a un bombardeo.

El hermoso capítulo que dedica Mainer a los toros es una buena prueba de ello. Los toros eran demasiado importantes como para mantenerse completamente al margen de ellos. Los artistas querían posar en las fotos de banderilleros porque eran el colmo del extrañamiento estético, y al mismo tiempo censuraban su brutalidad porque la misma modernidad les exigía no ser salvajes, o ser salvajes sin sangre. En uno y otro caso la tauromaquia era para ellos un cuadro exento contemplado desde lejos (y desde arriba) por un tribunal de jueces estéticos. La relación de Valle-Inclán con el carlismo es otro ejemplo parecido.

En el fondo hay mucho romanticismo en todo esto, y también algo de lo que avisa Mainer desde las primeras páginas del libro: “En 1900 pasó algo muy parecido a lo que ha sucedido en las últimas dos décadas del XX con respecto al síndrome de la posmodernidad”. Exacto. También entonces proliferaban los centenarios y todo era recuperar autores olvidados. Al recuperarlos les otorgaban un significado previo. Eran ejemplos de sus propias ideas, cualesquiera que fuesen. Garcilaso servía para un roto y para un descosido, y no digamos ya Cervantes. El mero placer del descubrimiento que implica la ignorancia de quien no ha sabido valorarlo (todo el mundo) hace que se afine tanto con El Greco y se dé tantas vueltas a la mística sin terminar de leerla nunca. Sí, también aquellos señores padecían enciclopedismo literario. No se olvide que Machado abogaba por rellenar las páginas no escritas de nuestra historia literaria. La pregunta es si ese redescubrimiento centenarial y festivo es una labor intelectual, paralela a la de Menéndez Pidal con el Cid o Altamira con la Historia, o una visión de la historia como bazar de modelos y justificaciones estéticas, que es lo que significó la posmodernidad casi cien años después.

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