9.11.10

Pura pintura


Uno de los más felices hallazgos del modernismo teológico de la época de Henri Bremond fue el concepto de poesía pura, no en el sentido abstracto, estilizado, deshumanizado que vendría después de la eclosión de las vanguardias, sino como el resultado de un proceso místico de despojamiento y de abandono. Lo primero, el despojamiento, era una consecuencia de la contemplación, de la búsqueda en el objeto, de la eliminación de aquella parte de su presencia que enmascara su realidad íntima. Lo segundo, el abandono, era un método místico mediante el que el poeta, como fue al principio de la poesía, entraba en un cierto trance, se convertía en médium que traducía la voz de la divinidad a lenguaje humano. Es lo que los antiguos llamaban el vate, el intermediario, el revelador de secretos oscuros, instrumento de su propia creación, como si la realidad hubiera incubado en él y lo hubiera utilizado para nacer. El vate es alguien que se atreve a llegar al terreno de la creación para expresar lo inefable. Así, el poeta puro piensa y ve poéticamente, y eso no quiere decir que a todo le saque su porción romántica de belleza, sino que todo lo ve desnudo de otra cosa que no sea poesía.
Todas estas consideraciones las podemos aplicar a la poesía pura desde principios del siglo XX pero tendemos a planteárnoslas como algo general, como si el concepto poesía pura no estuviera incardinado en el tiempo y hubiera conseguido convertirse en categoría estética intemporal. No exige un determinado método poético, más allá que el de la metáfora y la búsqueda del conocimiento sensorial, completo, y por eso mismo no definido. Poesía pura se consolidó como una forma de hacer poesía y sólo poesía que retrospectivamente puede ser aplicada a determinadas formas poéticas de casi todas las épocas de la literatura.
En España el dueño del secreto, el vate de la poesía pura, fue Juan Ramón. Si en su época alguien hubiera hablado de poesía abstracta, nadie lo habría identificado con la poesía pura. Todo lo contrario. La abstracción es la materialización simbólica de una idea, y la poesía pura busca la expresión primigenia, inocente del ser humano. La abstracción deshumaniza lo que humaniza la pureza, podríamos decir. Lo que para unos eran manantiales de pureza, la poesía tradicional, para otros, más abstractos, más modernos, era lo superado, lo antiguo, lo muerto.
Pero esa suerte no la tuvo la pintura. Lo contrario de aplicado, circunstancial o meramente figurativo (o meramente abstracto) no fue la pintura pura, un ripio que no se suele pronunciar. Cuando murió Balthus, Xavier Valls le dedicó un obituario que se titulaba así, Pintura pura, donde dice algo que a Ramón Gaya le viene como de molde: “Quizá por el hecho de que su pintura se alejaba del surrealismo y que en aquellos años la no-figuración se iba extendiendo como única forma de la 'modernidad', su concepto de la pintura se distanciaba de las corrientes que imperaban”. Al propio Balthus, para quien Rilke fue lo que Juan Ramón para Gaya, se le tuvo siempre por una especie de místico, de oficiante, y siempre se insistió en la profundidad y el clasicismo como dos formas no comprometedoras de llamar a esa pureza.
Recuerdo todo esto al terminar la lectura de El arte como destino (pintura y escritura en Ramón Gaya), de Miriam Moreno, un acercamiento filosófico a la tarea creadora del pintor. Ramón Gaya se presta a la exégesis. Su literatura es densa, poética, prospectiva. Lo que, por puro divertimento, hice ayer con el “color caballo” es algo que puede hacerse de cada una de sus páginas y casi de cada una de sus frases. Tanto en sus escritos como en sus cuadros hay una realidad concentrada (eso que él llama extremosidad), un grado de contemplación tan completo que como presencia real, como ser vivo es una sensación que se prolonga y refunda los motivos de contemplación.
Miriam Moreno describe este proceso pictórico en unos términos que también podríamos aplicarlos al proceso poético, y se apoya en aquellos autores que, bien porque influyeran directamente en Gaya, bien porque formaban parte del mundo intelectual en el que se formó, mejor explican el alcance de su gnoseología. Las figuras de Nietzsche, Unamuno, Zambrano y Ortega le sirven para explicar o contrastar el fundamento filosófico de su pintura. Y sobre todo, a mi modo de ver, la de Juan Ramón Jiménez.
El platonismo orteguiano de María Zambrano le lleva a hablar del “pathos de lo oculto” en el proceso de conocimiento, “la condición visible que no agotándose en lo que ofrece, reclama, clama por ser revelada”, esto es, la aletheia que tanto usaran Ortega y Heiddeger. Esta búsqueda de la luz implica un camino de perfección. “El pintor se sacrifica, afronta el riesgo del abismo sin garantías de éxito”, aspira al arte natural, no al arte realista, al arte que no sólo está revelado por la naturaleza sino formado por sus propias leyes naturales, las de la propia pintura, no las de su agente intelectual.
Hay mucho de místico en esta búsqueda, y así se consigna, hacia el final del libro, cuando la autora vuelve a la tradición de San Juan. Pero también hay algo muy del tiempo que tocó vivir a Ramón Gaya. En los primeros decenios del sigo tuvo lugar un violento reajuste del término distanciamiento. Cuando los modernistas jugaban al quietismo, en realidad estaban en una disyuntiva: o se planteaban el arte como algo exento, bañado en su condición artística, como una joya en una vitrina (con todo lo que ello implica de pensamiento cínico), o le daban un sesgo moral a esa distancia, esa frialdad fingidamente despiadada que ha ocupado buena parte de la estética del siglo, o bien se dedicaban a la contemplación prostectiva, indagatoria, activa. Llegados al año 25, con La deshumanización del arte, que Moreno aborda más por extenso, estos juegos teosóficos se convierten en una mirada ajena. La distancia ya no es la que necesita Velázquez para representar la realidad pura, sino la que necesitan las vanguardias para extrañarla, considerarla en términos abstractos pero no verla ni mucho menos acompañarla o comprenderla. La dialéctica entre despojamiento y abandono, es decir, por un lado, el camino de perfección, el rigor estético que requiere llegar a la fuente Castalia, un camino que, como decía Virgilio, es muy empinado y está lleno de piedras, y por otro la catarsis, el transporte poético, la hiperestesia total, el estado de gracia para conocer, no se prolongó en las vanguardias, que salvo raras excepciones se arrojaron a lo que yo llamo abandono y se despreocuparon de la rigurosidad, incluso la consideraron nociva, como considera nocivo un niño al padre que le enseña a no enjugazarse. Por eso Gaya dice muchas veces, y así lo recuerda Moreno, que el arte es labor apartada, fuego apartado, que diría el otro, y en ese apartamiento poco importan las épocas o la volátil modernidad, poco importan los tiempos efímeros, concretos, cortados, tasados, destruidos como decía García Calvo que destruimos el tiempo al mirar el reloj. El terreno del arte es otro, y su temporalidad solo depende del proceso de conocimiento de quien se arriesgue a tratar de revelarlo, pero eso no lo hace símbolo de ningún momento, ni mucho menos anula nada que pudiera haber sido creado antes o después, antes bien dialoga con ello igual que Ramón Gaya concibió sus homenajes, para charlar en un salón de pintura sin reloj.
Esa misma dialéctica del conocimiento místico, por así decir, despojamiento y abandono, tiene también una lectura nietzscheana. La poesía pura tiende a primar lo primero, por la sencilla razón de que muchas veces esa pureza entraña una profunda labor de simplificación que excede los márgenes del acto. Es la parte apolínea del conocimiento. Pero la parte nietzscheana es que se trata de un acto, de una obra en el tiempo, del antiguo método de la osa, de dar a luz en un estado de conocimiento caótico y luego lamer, revelar minuciosamente a las criaturas. Esa revelación caótica, el primer gran atractivo de Nietzsche para un poeta, en el ámbito de la pintura se extrema porque no hay tanta posibilidad de intervención. El pintor crea según sus vislumbres hasta que aparece la obra y está viva y ella misma se termina. Es la parte dionisíaca del acto de crear, aquello que debe exceder a la razón e investigar por medios sensoriales o espirituales. Ese abandono es la potencia inconsciente creativa de Nietzsche, el contrapunto que necesita para que la obra no se almidone en su perfección pensable, mensurable. Ya contaba Heródoto que los persas discutían las cosas borrachos y serenos, varias veces seguidas, hasta que llegaban a una conclusión. Esa es la parte dionisíaca del conocimiento místico a la que Juan Ramón hacía menos caso, me temo.
También está Nietzsche, según Moreno, en el hecho de que Gaya se pronuncie a favor “de una obra de creación que sale de un lugar primigenio y primitivo”. Es la ingenuidad prístina del arte, el eterno retorno como aspiración, como purificación. Sí, estaba en la época, y no todos lo interpretaban igual. Los surrealistas se quedaron con el primitivismo de lo inconsciente; los expresionistas, con el primitivismo del ürhmensh; los dadaístas, con el primitivismo de un bebé. Quizá todos podían en algún momento justificarse con Nietzsche, pero es verdad que este acto creador primitivo dentro de los límites del objeto creado, esta entrega al arte sin tiempo iba más allá de las ocurrencias deslumbrantes. No había que deslumbrar sino alumbrar. Nietzsche podría ser para Gaya un Diógenes que le recuerda que la historia del arte y del pensamiento no es ninguna gerontocracia del revés sino un mundo propio donde se respira “un grado extremo de percepción”, “una exquisita sensibilidad para percibir lo intangible”. Y quizá, en fin, sea también de raíz nietzscheana esa voluntad de creer, esa fe del vate en la luz ética, que Moreno ilustra con nuestro Miguel de Unamuno. Creer es crear. Y eternizarse, en uno de los rasgos de inmanencia modernista que llegaron a Unamuno y probablemente también a Gaya.
El libro da muchas pistas para entrar en ese momento, en cómo Gaya vivió esa disyuntiva, estupendamente bien planteada al hilo de la Carta a un cartelista, un extraordinario documento sobre teoría estética, y qué camino eligió desde el principio, cuando, con dieciocho años y la determinación irrevocable de ser pintor, marchó a París y quedó decepcionado por el mundo mercantil del arte, los cuadros por tamaños, y volvió al Prado, que es el verdadero mundo del arte. E hizo algo esencial, que Miriam Moreno relata en la primera parte de su ensayo. Cuado marchó a las Misiones Pedagógicas, tuvo que recrear algunos cuadros famosos para enseñarlos a ciudadanos abandonados de cualquier forma de cultura. Seguro que entonces fue consciente de que aquellos aldeanos no entenderían nada que no fuese pura pintura.

5 comentarios:

  1. "La abstracción es la materialización simbólica de una idea". ¿¿¡¡!!??
    Antonio, necesito una explicación imperiosa de esta frase que suena tan redonda. Llevo varios minutos dándole vueltas y me parece un cúmulo imposible de contradicciones (cuento hasta tres contradicciones ¡¡en cuatro palabras!!). ¿Abstraer = materializar? ¿Materialización simbólica? ¿De una idea?
    Como siga intentando entenderla me va a dar un jamacuco...
    "Abstraer" es precisamente todo lo contrario: es "separar", "quitar de", "poner aparte". Un ejemplo simple (de Aristóteles, creo): la esfera (abstracción) es una bola de madera a la que le quitas la madera.

    Y a mí que el "pensamiento sentido" de Ramón Gaya siempre me ha parecido absolutamente incompatible con la filosofía... (y ni falta que hace)
    Ahí está su encanto, creo yo.

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  2. Yo no veo tantas contradicciones como tú, Ernesto, sobre todo porque no hablo de filosofía sino de pintura. Un cuadro abstracto es una materialización en tanto que es visible. Otra cuestión es de dónde se abstrae el cuadro abstracto. En el contexto del que hablo, una cosa es abstracción a partir de la realidad, de la imagen de la realidad (lo que hacía Zóbel, por ejemplo) en un cuadro donde todavía se ve el proceso de abstracción, y otra cosa es la ausencia de referente real, de un origen completamente conceptual. Se han pintado millones de cuadros abstractos a partir de la idea de equilibrio, o de profundidad, o de desasosiego, qué sé yo. A veces, metáforas disfrazadas de ideas (algunas lo eran) han sido el punto de partida. Y al camino que va entre esa idea y una disposición de las formas que la represente yo lo llamo símbolo. Creo que era Pierce el que decía que un retrato no es la señal de que la modelo está cerca, sino una representación de ella, un símbolo.

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  3. OK, gracias, ya entiendo, la pintura abstracta. Me temo que ahí la confusión terminológica ya está codificada, así que no podemos hacer nada.
    Según lo veo yo, si el pintor parte de la realidad sí puede abstraer. Pero si parte de una idea lo único que puede hacer es "concretizarla" en unas manchas, colores, trazos...

    Intentaré pasarme por las conferencias: http://ramongaya.blogspot.com/2010/10/jornadas-sobre-ramon-gaya-en-la.html
    Será un buen momento para ver el contacto de Gaya con la filosofía. Lástima que no pueda ir a las que me parecen más interesantes porque son por la mañana.

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  4. Tanto es así que muchos pintores conceptuales consideran la pintura abstracta como una forma más de realismo figurativo, porque les da igual que la figura, la imagen extraída del natural, esté en el cuadro o fuera de él, sea su copia o su modificación o su abstracción. La misma noción de concepto tiene en literatura un significado más abigarrado, más de reunir que de abstraer, de condensar sentidos que de depurarlos.
    Estaré, si no se tuerce nada, en alguna de las sesiones vespertinas de esos encuentros. Sería estupendo encontrarnos allí.

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  5. Es demasiado bueno para un blog.
    Rodolfo López Isern

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