19.2.11

Excursión a Sartoris

La buena literatura es aquella que para describir a una mujer tiene bastante con estas palabras: “La señorita Jenny incluyó también al anciano en la órbita de su voluntad como se recoge al pasar una prenda de vestir abandonada sobre una silla”. O que para dar una idea de cómo cambian los tiempos deja caer, en una conversación entre amigas, estas otras: “Un automóvil en el establo de Bayard Sartoris, fíjate bien, cuando el banco de su abuelo no presta dinero a nadie motorizado”. O cuando, para señalar cierta idea de familia, tiene bastante con describir una vajilla: “una delicada cubertería de plata tan desgastada por el uso que los mangos de algunas cucharas tenían la delgadez del papel en el sitio donde los dedos de sucesivas generaciones las habían empuñado”.

Las tres citas están sacadas de las cien primeras páginas de Sartoris, la novela de Faulkner a la que he decidido irme de excursión a mitad de la travesía de sus Cuentos reunidos. La razón es que, después de la tercera sección, la consagrada a los indios chickasaw y las andanzas del jefe Ikkemotube, viene otra de temas más crudos y contemporáneos en la que aparece ya el tema de la primera guerra mundial. Al leer Ad astra tuve la sensación de que estábamos abandonando el solecillo de Yoknapatawpha y me apetecía quedarme unos días más en el condado, lo que quiere decir que mi excursión no interrumpe la travesía sino que la travesía no interrumpe la incursión.

Escogí Sartoris por ser la primera de la serie, y la que el propio Faulkner señalaba como puerta de entrada al mundo de Yoknapatawpha, allí donde ya estaban todos los temas, y casi todos los personajes, que desarrollaría en sus posteriores y más famosas novelas. Según es sabido, la versión íntegra de esta novela, considerablemente más voluminosa, se publicó en los años 70, de modo que Sartoris, publicada en 1929, es unas 40.000 palabras más breve, o sea unas cien páginas, que Banderas en el polvo, escrita en 1927. En Estados Unidos Sartoris fue descatalogada cuando se publicó Banderas en el polvo; en España la publicó Seix Barral en 1982, y Sartoris se volvió a editar el año pasado con traducción de José Luis López Muñoz.

Estos cálculos no son ociosos. Faulkner era un año mayor que Lorca. El año que Faulkner funda su mundo privado, Lorca diseña su tablao de los desgarros. Si algún escritor español estaba llamado a representar lo mismo que Faulkner representó en Estados Unidos, al menos durante sus años de vino y laureles, supongo que era Ramón J. Sender, pero Sender tenía un desprecio ideológico por lo extremely well written, con ese inquietante primer adverbio cuando lo pronuncia un editor. Cuarenta años después, como es sabido, a finales de los sesenta, nuevas Yoknapatawphas surgieron en el español de uno y otro lado del océano, pero ya era un revisionismo literario, en el fondo una forma de preposmodernismo, valga el retruécano.

Por no creo que sea exacto hablar de retraso en la influencia de Faulkner. Todo lleva su tiempo. Faulkner fue descubierto como pudo ser descubierto Shakespeare, por ser ya un clásico, no por razones de contemporaneidad. El propio Faulkner, poco antes de que le concedieran el Nobel (cuando lo sacan los Coen en Barton Fink, borracho perdido y vestido de blanco), seguía sin conseguir un aprecio continuado del público, que había celebrado sus primeras novelas de Yoknapatawpha pero quizá no le había perdonado ni sus poco complacientes empeños narrativos ni su escasa aportación a Hollywood, si por escaso puede entenderse escribir El sueño eterno o Tener y no tener. Por eso el personaje de los Coen es tan interesante. John Turturro alucina con la figura de un guionista alcoholizado, sin demasiado predicamento, que sin embargo ha escrito una de las columnas vertebrales de la literatura del siglo XX y en su tierra sólo puede compararse con los grandes clásicos.

El caso, en fin, es que Sartoris se publicó mutilada y que, en cierto modo, de esa mutilación fueron creciendo muchas otras novelas. El Snopes que aparece en Sartoris es una mota de polvo comparado con el gran personaje de la trilogía con que iba a culminar su obra, pero la señorita Jenny es una moza vieja de las que ya hemos visto varias en sus cuentos, y el criado negro Simon es el patriarca de los esclavos igual que el Coronel Sartoris es el espectro que mantiene viva la familia, y en el nieto Bayard está también el pariente desarraigado, trastornado por la guerra y la velocidad, que acaba por los aires como el personaje de El tirón de la muerte o como los personajes de Pylon, su novela más aeronáutica. Tiene Sartoris, aun mutilada (sería una pedantería inadmisible decir que eso se nota; yo, al menos, no lo noto), esa rara condición de novela seminal, de huevo donde ya está escrito todo, o todo anunciado, de tal modo que insistir en ello nunca será repetir nada sino desarrollar algo. Sartoris crea un universo narrativo completo y al mismo tiempo abierto, y ese es, a mi modo de ver, el gran fallo de sus imitadores, que aspiraron a las novelas mole, cerradas, clausuradas, principio y final, en aras de un concepto de la obra de arte demasiado estático.

Para poner un ejemplo famoso, Cien años de soledad es una obra cerrada. Tenemos bastante con lo que sabemos a través de ella de sus personajes, por más que muchos hayan sido protagonistas de novelas cortas que suenan como estudios preparatorios de la gran obra de arte. Yo no sé si me habría apetecido leer después un monólogo de Amaranta, la Emily de los Buendía, o una batalla retrospectiva del Coronel Aureliano Sartoris. La condición prospectiva de las novelas de Faulkner, el hecho de que siempre haya algo más que saber sobre lo mismo, hace que uno, en el fondo, sea cuento, sea novela, esté leyendo siempre partes de una sola obra, no bocetos ni estudios ni acercamientos sino partes importantes de la totalidad.

Quizá la diferencia sea demasiado sutil para ser importante, no sé.

2 comentarios:

  1. Tú sigue leyendo que nosotros (hablo por mí, pero ahora soy ese nosotros encantado) seguiremos leyéndote los apuntes sobre Faulkner.

    Haces muy bien en quedarte en el tal condado/ sello de correos. El caso es que Faulkner no agotó el lugar. de ahí que hayan salido tantos preposmodernistas, como les llamas tú. Pero recuerda también que ese concepto de obra abierta e inabarcable, como un mundo paralelo y personajes saltando de una a otra novela, viene de Balzac. En España tenemos a Galdós, que sale también de don Honorato.

    Bien vista la conexión con Sénder. ¿Qué hacer con Sénder? ¿Leerlo? Y yo diría más: ¿quién coño era Sénder? Bueno, no me contestes ahora... como dicen los presentadores de Tv.

    Perdona por ocuparte tanto comentario. Yo te estoy imprimiendo los apuntes sobre Faulkner, maestro, para repasarlos con calma.

    Un abrazo.

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  2. Sí, sí, Mabalot, definitivamente. Por eso me gusta tanto Galdós, porque supo crear un mundo. Y sí, también, un mundo balzaquiano. De todas formas, hurgando un poco más, estas creaciones son un 'carmen perpetuum' como las Metamorfosis de Ovidio. El Olimpo, con todas sus genealogías mínicas, se creó en la mente de los poetas con esa misma fuerza imaginativa. También en Galdós el componente mítico es importante, porque no solo basta con meter y sacar personajes. Todos ellos, en sus andanzas, acarrean su destino trágico.
    Y a quien los lee también: no he podido evitarlo y he encargado la primera edición de 'The portable Faulkner', de 1946, a precio razonable en algún tabuco de Memphis, así como la biografía de Joseph Blotner. La curiosidad crece como el mundo recién creado. El autor, al crear su mundo, crea en sí mismo otro mundo en el que también quiere vivir el lector.
    Por lo que toca a Sender, también tienes razón. Es una lástima que 'Mr. Witt en el cantón' o la 'Crónica del alba' no tenga el lugar entre nuestros clásicos que les corresponde. Salud.

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