24.3.11

Río viejo

Después de terminar La escapada, y teniendo en cuenta las noticias del Japón (con qué sencillez, con qué verosimilitud sucede lo nunca visto), me puse a leer El viejo, una de las dos historias que, barajadas en orden alternante, componen Las palmeras salvajes. Hasta allí me ha llevado la riada porque también sucede en un desbordamiento del río en Mississippi, algo como el Katrina, y porque me acordé, al ver, la otra noche, el final de True grit, del viejo presidiario acompañando a la mujer parturienta en medio de la ciénaga, entre cadáveres de mulas y cascotes de barcazas naufragadas, igual que nada más empezarlo a leer me viene la certeza casi absoluta de que sin esta narración de Faulkner Cormac McCarthy no habría escrito nunca La carretera.

Aprovecho, además, que el texto íntegro de El viejo viene recogido en The portable Faulkner para leerlo en inglés al tiempo que la traducción de Borges ahora reeditada por Siruela, no tanto para aclararme con lo que decía Faulkner como para saber lo que Borges a veces quiere decir. Estas traducciones deberían publicarse sin el nombre del traductor. Sólo de ese modo sabríamos si su presencia es inevitable con independencia de que sepamos de ella, porque así resulta imposible, en ocasiones, no leer a Borges en vez de a Faulkner; y en casi todas ellas, cuando me acerco a compararlo con el original, veo que en el flujo de sintaxis viscosa y potente de Faulkner se cuelan con demasiada frecuencia las apreciaciones típicamente borgianas, los adjetivos que sólo usaba él, las construcciones deliberadamente anglófilas, esa tendencia a la perfección serena y brillante que parece siempre quedarse así para siempre, como una larga sucesión de frases lapidarias, de versos pulidos y felices combinaciones. Parece el Borges que al describir la naturaleza la despoja de toda sombra de vida real y la barniza con sustancias abstractas. Sí, es un Faulkner poético y abstracto, con una prosa sin lamparones, planchada, inmaculada, la prosa de un experto de Naciones Unidas que acude a visitar el territorio devastado y lo mira todo con un rictus de úlcera sangrante. En Faulkner uno está metido en las aguas turbias y poderosas de la inundación, en el olor a naturaleza descompuesta. En Borges hay hallazgos léxicos, rarezas idiomáticas, interpretaciones perspicaces, giros oportunos, soluciones curiosas. O sea, en Borges, escriba, traduzca o respire, hay siempre mucho Borges.

Y entre sus peculiaridades una en particular que ha hecho mucho, pero mucho daño a la narrativa en español. Suele decirse que esta traducción de Las palmeras salvajes inició a muchos jóvenes escritores latinoamericanos en la degustación de William Faulkner. No me extrañaría: a algo tendrían que deberse las insoportables series de oraciones de gerundio yuxtapuestas que nos marearon en España de Luis Martín Santos en adelante. En inglés son, en efecto, largas ristras de subordinadas adverbiales que empiezan todas por un verbo en gerundio. En inglés ya suena excesivo (a los ingleses), pero en castellano resulta insoportable. Debería ser obligatorio sustituirlas por oraciones con conjunciones y verbos en forma personal o por oraciones de relativo, mucho más flexibles y menos monótonas que los dichosos gerundios.

Así que, cuando el presidiario con la mujer recién parida en la barcaza (el esquife) sube a bordo del barco lleno de gente que huye y se empeña en que los vuelvan a dejar por donde iban, en mitad de un río sin orillas, fangoso y lento, y se encuentra con un lugareño que habla en francés y le da cobijo y ropa limpia y le enseña a cazar caimanes, la prosa de Faulkner, en el más reflexivo y desgarrado, en el tono más lírico posible, enlaza frases como centellas que en la exquisita traducción de Borges se quedan en rastros de un arado donde crecieron curiosas especies botánicas.

Tiquismiqueces aparte, como diría mi amigo Enrique Romero, El viejo (que, en palabras de Cowley es, después de Huckleberry Finn, el mejor relato que se haya escrito sobre el río) desarrolla una anécdota que, como sucede a veces en Faulkner, podría incluso ser contada como un chiste: al presidiario que ha sufrido todo tipo de calamidades y que se ha negado una y otra vez a faltar a su palabra o perder la dignidad se le premia con diez años más de presidio. Si hubiera escapado, si no hubiese sido leal a la mujer embarazada, caballeroso –y tímido– con ella y compasivo con su criatura, si no hubiera querido devolver la barca que le prestaron; si hubiese sido, en suma, todo lo que la justicia dice que ha sido, habría quedado libre porque ya se le daba por muerto. Cualquier debilidad lo habría salvado. Su grandeza moral demuestra menos sentido común que el de las mulas, de las que, brevemente, se vuelve a decir lo mismo que se dijo de ellas en The reivers: que a sentido común solo las ganan las ratas, pero nunca los seres humanos.

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