14.12.13

Baroja revolucionario


La familia de Errotacho, primer volumen de La selva oscura, contenía dos historias que en realidad eran una sola, porque las dos encajan en el episodio del complot de Vera de Bidasoa: la primera, Gastón el contrabandista, sin salir del aldea, era una historia que recordaba los tiempos de Zalacaín; y en la segunda, La aventura de Cashcarin, se contaba, con mano maestra, la ejecución de los implicados en aquella sedición.
               Esa novela tendía los hilos en los que colgar las siguientes cinco historias que compondrían El cabo de las tormentas, también escrita en 1931: las conversaciones de Fermín Acha con el matrimonio aventurero de Anita y Míchel, cuando no con el doctor Arizmendi o incluso con un marqués cenizo y divertido, y, cómo no, la reaparición de Margot, el oscuro objeto de deseo de Arizmendi, convertida en enfermera y asistenta de una marquesa vieja.
               Las crónicas son independientes pero la historia es la misma, es decir, las excursiones, meriendas y cafés en las que Fermín Acha (Baroja) o alguno de sus contertulios (un general que se encuentran en un restaurante yendo a Guadarrama, o el revenido marqués) cuentan ante la sombra femenina de Anita y de Margot, que otra vez vienen a formar un dúo como aquel de María y Natalia en La ciudad de la niebla, es decir, una mujer sonriente y civilizada y adaptada a su tiempo como es Anita, y la cashera o la modistilla vivaz, racial, la Lulú, la Anthoni. En este caso es como si la Anthoni hubiera salido del caserío para estudiar enfermería en Madrid y pensara seriamente en convertirse en médico. Si la novela entera habla de procesos revolucionarios, el de Margot es el mayor de todos.
               La primera de estas cinco historias, Bautista, el sublevado, parte también de uno de los personajes de Errotacho, pero se centra, sin dejar apenas margen al relato, en la crónica de la sublevación en Jaca de Galán y García Hernández, según el método de Leandro Acha que nos gustó tanto en el primer volumen: la técnica de la reconstrucción de los acontecimientos a través de unos diálogos que muchas veces suenan a interrogatorio, como en las novelas de detectives. Es verdad que Baroja afila aquí la pluma contra curas y borbones y ni se preocupa por ahondar en los ideales sediciosos ni tampoco en darle a la ficción las riendas del relato. Baroja (Fermín Acha) no se disfraza:

El revolucionario no puede asustarse de matar en la lucha, y el que conserva el orden, tampoco; pero matar en el patio de una cárcel es una cosa cobarde y repugnante. Uno de los motivos de antipatía que tengo por nuestro momificado Borbón es que ha dicho que el suplicio del garrote es un suplicio benigno, porque no hace sangre. ¡Qué miserable hipocresía! ¡Qué espíritu de sacristán demuestra esto! Como si al que ejecutan le importara mucho que corriera o que no corriera su sangre. Se ve que nuestro Borbón, además de hipócrita, es tonto.
              
               Con respecto al héroe del relato, Bautista, una vez prestados sus servicios como testigo de los acontecimientos, Baroja lo manda, literalmente, a la Conchinchina, un recurso que emplea varias veces en estas historias y que tiene de malo que también lo emplea con Margot.
               La segunda historia, El contagio, procede de forma parecida. Cuenta la historia de Juanito Vélez, “un muchacho inteligente”, que, forzado por las circunstancias, acepta presentarse a unas oposiciones a policía y, llevado por su peculiar sentido común, acaba como agente doble, de la policía y de los revolucionarios de Barcelona. Su historia se sumerge en el descarnado relato del pistolerismo barcelonés y de la sanguinaria represión de monstruos como Martínez Anido, que es lo que a Baroja le interesa contar. En cuanto uno se mete en esta narración veloz, llena de tiros y de salvajadas y con una actriz famosa y un agente doble algo atontado, es imposible no acordarse de La verdad sobre el caso Savolta, que trata de lo mismo. Uno se sonríe cuando recuerda la de veces que ha leído que la técnica de Mendoza para contar el episodio consiste en la aportación algo desordenada de diferentes materiales y una narración lineal para terminar. Tema, método y, casi siempre, punto de vista es el mismo en las dos novelas, pero en la de Baroja es más crónica que novela, más argumento que relato. Mendoza tenía aquí un hilo del que estirar, aunque tampoco sería el único.
A veces da la sensación de que Baroja desguazase una idea general de novela en la que, por ejemplo, habría cabido sin problemas esta historia y la siguiente, La protección del Negre, para mi gusto la mejor de todas, quizá porque se centra más en el personaje. Pero el sistema es igual: en una excursión a Guadarrama de Fermín y Leandro Acha con el doctor Arizmendi, se cuenta la historia de un cura que, a su vez, cuenta la historia del Negre, aunque antes cuenta también un relato breve que es una de esas muchas joyas que uno se encuentra leyendo a Baroja: el empleado que fue condenado a muerte porque una redada lo cogió en el pueblo al que había ido a ver a su amante. Uno de los revolucionarios pidió que lo librasen, porque no no tenía nada que ver en el asunto, pero el pobre hombre, pensando en la que le armaría su mujer y en la que a su amante le armaría su marido, pidió ser ejecutado. “El juez, inmediatamente, puso en libertad a este hombre”.
El Negre es un pistolero revolucionario que recoge del orfanato al hijo de su compañero de lucha Oriol, y lo lleva de escondrijo en escondrijo hasta que ya ve cerca su propio final, lo manda a un colegio y le encomienda su cuidado al mismo cura al que le contó esta historia. Como retrato del anarquista cansado, el relato es magnífico, y yo creo que, bien mezclado con la historia anterior, habría dado mucho de sí. La selva oscura, es decir, todas las novelas cortas juntas, me está resultando un libro extraordinario, y forma parte de su interés la constante pregunta de por qué Baroja atomizaba las historias si los mismos materiales, dispuestos de otro modo, habrían dado una única novela monumental. Así por lo menos da la sensación de que lo entendió Mendoza.
La cuarta historia, Silencio, silencio, la más sencilla de todas, inventa un jesuita detective para investigar el crimen de Baizama, después de que unas señoronas aristócratas le presionasen para que se dejase de hablar de él en la prensa y de que él visitara a los encartados, pobres campesinos que sin embargo se negaban a defender su inocencia. El retrato antropológico de unos y otros es marca de la casa, pero la historia, quizá por su condición de crónica, se queda en nada, sin que se sepa qué demonios sucedió, estrangulada por la necesidad de silencio de los amos y la anuencia perruna de los esclavos.
Y en la última volvemos al principio, a Margot y sus pretendientes. Margot tiene que decidirse entre sus varios pretendientes. Uno es el hijo enfermo de la marquesa para la que trabaja, un buen chico en quien, por estrictas razones de eugenesia, Margot no ha puesto su mirada. Le tiene afecto y sería compañera suya, como dos hermanos que vivieran tranquilamente en algún hotel de París, como César y Laura en Roma, pero no como marido y mujer. El segundo, el pretendiente formal, es un estudiante de medicina valenciano, entusiasta de Blasco Ibáñez y de Sorolla, es decir, y para Baroja, un fatuo. Margot no lo quiere, pero supone que es el mejor casorio que puede hacer. El tercero, el imposible, es el cirujano para el que trabaja, un hombre desgraciado en su matrimonio, entusiasta de la medicina, con el que Margot habría sido feliz si hubiera sido posible divorciarse. En todo caso, es una quimera, y Margot, tan realista ella, y al mismo tiempo tan instintiva y racial, tan ibseniana de pueblo, se termina casando con Martincho, un amigo de cuando eran niños y jugaban en la arcadia de Errotacho, con el que se marcha a vivir a América.
Toda esta historia de Margot, tan interesante, ocupa el cañamazo de la crónica de la proclamación de la República, excepcionalmente contado, a pie de calle, viendo cómo arden los conventos, cómo la gente lleva notas antimonárquicas en la cinta del sombrero, cómo se asustan unos y se envalentonan otros, con una extraordinaria intensidad que, mucho más exprimida y con un gusto más tétrico y más bárbaro, Cela bordaría en San Camilo 36, aunque aquí me ha recordado mucho más a La defensa de Madrid, de Chaves Nogales. La descripción del tumulto, de las escenas de masas, de la confusión y de los gritos contradictorios no es un género fácil. Al leer Historia de dos ciudades yo me quedaba maravillado de cómo Dickens, con pocos personajes, podía mover a tanta gente y trasladar un carro atiborrado de acontecimientos, de rumores, de falsas alarmas, de gratas sorpresas, de tristes certezas.
Baroja (Acha) remata el libro juzgando con dureza tanto la monarquía de la que se ha pasado el libro mofándose ante el marqués y de la república que viene ahora. No cree en la democracia, al menos en las democracias a la española:

A mí el sistema representativo siempre me ha parecido una farsa, hecho, al menos, como se hace. Si cada dos o tres mil personas tuvieran un representante en unas Cortes regionales o comarcanas, eso podría ser algo; pero cada cincuenta mil personas un diputado, excluyendo mujeres, niños, militares y curas, eso no es nada.


               A más de un crítico pazguato habría que recordarle estas palabras. Baroja es otra clase de revolucionario. La revolución es que haya hombres viejos como Acha y mujeres jóvenes como Margot, que haya médicos como el prestigioso operador, no como el estudiante valenciano, que desaparezca la brutalidad y la incultura, y el despotismo de la demagogia, que el hijo de Oriol que cuida el Negre tenga derecho a un hogar y a una educación, que los campesinos de Baizama sepan defenderse y que no dejasen salir de la jaula a bestias inmundas como Anido. Baroja, como Dickens, quería una revolución basada en la piedad y el sentido común, pero Acha, como Baroja, sabía que eso en España era imposible.

1 comentario:


  1. El cabo no una de mis favoritas, aunque reconozco que leo a Baroja a una velocidad de crucero excesiva. ¡Excelente la colección Caro Raggio! Me cuesta leerlo en otra editorial. Ahora estoy con Sylvestre Paradox, en la órbita de los Pickwick Papers y Bouvard et Pecuchet. El capítulo XIV del Sylvestre, la representación piano-canto-zarzuelera en el 75 de la calle del Pez es de lo más divertido que conozco. Que no decaiga. ¡Viva Baroja todo el año!

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