20.1.13

Cicatrices y pintura roja



En Lincoln, que conforme pasa el tiempo me va gustando menos, había presupuesto para pelucas pero no para cicatrices. La esclavitud, que es el tema, solo aparece en fotografía, en las placas de cristal con las que juguetea el hijo pequeño del presidente. Una de ellas, celebérrima, la única que se distingue en la película, esta que cuelgo aquí, se tomó en Maryland, muy cerca de donde Lincoln destilaba las lágrimas de cocodrilo de varias generaciones. Pero su visión real habría sido excesiva para la pulcritud patriótica de Spielberg, que se limita a trasladar a su película las mismas dudas que se plantea el congresista radical, empeñado en decir que todas las razas son iguales, pero que se tiene que morder la lengua y decir, en cambio, que todos los hombres son iguales ante la ley, una y otra vez, para no alterar a los otros congresistas que no concebían la idea de que un negro fuera igual que un blanco. También Spielberg, tan detallista él, deja lejos de la pantalla las cicatrices, los bozales, los grilletes, las camas calientes, las torturas, las violaciones, los divertimentos salvajes, las luchas de mandingas, incluso el servilismo, tan bien retratado por Faulkner, de quienes se consideraban esclavos de un rango superior, con derecho a ir vestidos y a que no los azotasen con frecuencia. Y todo ese material macabro, toda esa ponzoña inconcebible, casi inverosímil, pero cruda y real como la pura verdad, es el material sobre el que Tarantino ha montado Django unchained, para mi gusto lo mejor que estrenado desde Jackie Brown.
               Pero Tarantino ha hecho algo más. No solo se ha servido del material más vergonzoso de la historia de su país, sino que lo ha usado para lo que sirve, para contar una historia falsa, de esas historias falsas que nos ayudan a conocer la verdad bastante más que las historias verídicas y documentales. Los discursos y las citas de Spielberg no tienen una pizca de la verdad que late entre los litros de pintura roja y las situaciones delirantes que acumula Tarantino en casi tres horas de diversión. Un personaje tan tremendo como el de Samuel L. Jackson no cabe en las impolutas historias reales de Spielberg, ni siquiera en aquel Corazón púrpura que no servía más que para lloriquear. Jackson hace de viejo criado del dueño de la plantación (gran Di Caprio), tullido por su ajetreada juventud, que ha nacido y crecido en la misma casa, con los mismos amos, y que desarrolla una fidelidad perruna, tan desagradable como comprensible. Fiel a su estilo, Tarantino aplica más humor precisamente allí donde todo nos parece más cruel, y el criado soplón, el personaje trágico, más que levantarnos odio nos causa gracia, pero no nos esconde, al contrario, ninguna de las causas por las que podríamos apartar la vista. Me molestan los autores que subrayan, sea con el violín o con la mala jeta de los malos. El subrayado es cosa del espectador; los mensajes se ven, pero no se oyen, y en eso Tarantino es un maestro. Su sentido del humor evita el sermón, lo sustituye por cine, como es su obligación, y ese patético bufón de setenta años es una composición, a mi juicio, mucho, pero mucho más difícil y mejor conseguida que la de Lincoln. Samuel L. Jackson, incalificablemente bueno, es un malo gracioso, pero también es una parte de la historia. El sadismo, la otra parte de la historia, hace que Di Caprio acceda al grado de personaje fascinante, quien con una sola escena, la de la calavera, nos explica lo que por aquellas fechas pensaban casi todos los blancos y algún que otro negro domesticado. Es entonces cuando Di Caprio pronuncia la breve frase que da sentido a todo: “¿por qué no nos matan?”
       Django es el héroe precisamente por eso, porque aprende a matar. El racismo norteamericano llegó a pensar que los negros se merecían ser esclavos porque no eran naturalmente capaces de rebelarse. Los mismos que consideran a Darwin un chiflado y un hereje conservan el cráneo de un esclavo que los vio nacer y los crió cuando eran niños, como si fuera la prueba de que los negros nacen naturalmente sumisos, como los perros. Esta brutalidad hallaba nido en la mayoría de los analfabetos blancos armados, incluido el propio amo, a quien Tarantino se cuida en pintar como un ignorante con dinero, como el millonario medio norteamericano. Dice Spike-Lee que esta película es racista. Ya lo creo: pocas veces se ha hablado tan descarnadamente de los blancos.
       Y, por encima de la idea, clara, sin sombras, en cuatro palabras, está la gran escena, marca de la casa. Di Caprio se ha enterado de la trampa que le están tendiendo y entra de nuevo en la sala completamente transfigurado. Ya no es el señorito vestido de lino que se entretiene con su harén de negras y su perrera de negros. Era solo un negociante, abducido por el dinero, pero cuando se entera de que lo quieren torear, enseña los dientes amarillos y entra en el salón con un maletín de verdugo en el que hay una bomba visual, un crescendo impresionante donde, pasada la verdad, la cruda y genial verdad, vendrá el cine simplemente divertido, de modo que los clímax visuales, de acción, se alternan con los clímax narrativos, de pensamiento, y todo es igual de interesante. Empezamos a ver la balasera encantados con el derroche de arte narrativo que nos ha llevado hasta ella, y así la disfrutamos como lo que es, como una gamberrada inteligente.
               Sí, claro, la película es violenta. Es muy violento ver que en aquella época era legal ir coleccionando cadáveres de prófugos y llevarlos empaquetados a la oficina del sheriff más cercana. Es muy violento ver las cicatrices de los esclavos, los bozales que les ponían, cómo los colgaban por los pies, cómo los hacían matarse entre ellos para diversión de la jauría fina. Lo demás es una traca valenciana, un anuncio de pintura roja. En esta era de Asperger confundimos los términos con frecuencia. No es violento planear un espectáculo trepidante con personajes tan bien hechos que naturalmente se convierten en mitos, en prototipos, en tópicos fundacionales, que son los únicos que merecen la pena. Difícil volver a imaginar al amo de una plantación sureña distinto del primero que aparece, rubio, sedoso, avaricioso y miembro del primitivo KKK.
               A todo esto, ¿cuál era el argumento? Ah, sí, que Sigfrido rescata a Brunilda. Uno lo pierde de vista, y eso que Tarantino lo cuenta en boca de un alemán, que lo sabe de buena tinta. Y lo pierde de vista porque en Tarantino no hay eso que los manuales llaman escenas de transición. Cada escena tiene la suficiente autonomía narrativa como para que su función argumental no excuse su flojedad artística. Eso produce un efecto de sucesión, más que de avance. Van pasando cosas. Sabes que el chico rescatará a la chica, que para eso le pagan, pero hasta entonces cada escena previsible desde el punto de vista argumental será imprevisible en el artístico. El hecho de que el cazarrecompensas alemán le proponga matar antes a unos cuantos forajidos es como aquella conversación en el pasillo de Samuel L. Jackson y John Travolta en Pulp fiction, cuando antes de entrar en una habitación y liarse a tiros deciden esperar un poco más. En esa espera la narración se desvincula del argumento, sigue su propio camino, las secuencias se desencadenan y se arman en torno a sí mismas. Y aun cuando la narración regresa al argumento, en la larga secuencia final, cada escena vuelve a desvincularse del todo para ofrecernos sus propias virtudes narrativas. Una narración es una historia de historias, como ha sido siempre. Los productores de guiones industriales solo creen en una historia, a la que se subordinan y con la que se justifican todos los empalmes tópicos. Los narradores de siempre no pueden parar: cada personaje es una historia; cada secuencia, una novela. Y los tópicos, salvo que sea para reírse de ellos, para refundarlos, están prohibidos.
               Me produce cierta nostalgia Tarantino. La imagen de una pantalla cubriéndose de rojo, al principio de Pulp Fiction, es un hito para cualquiera de mi generación. Esta semana pasada he ido a ver, con verdadero hambre, varias películas seguidas, algo que entonces sucedía cada dos por tres, y no porque entonces fuera uno más aficionado al cine sino porque abundaban las películas atractivas. Nos atraía de Tarantino ese cinismo descarado, ese no mentir y tomarse las cosas como a los biempensantes más les molestaba que se las tomase, con guasa. Él y los Coen sabían reírse de todo sin ocultar aquello de lo que se reían, y además nunca dejaban de tener en cuenta su condición de artistas. En términos literarios, eran la posmodernidad madura: seguían revolviendo en los géneros, en el arte dentro del arte, pero lo hacían con una perspectiva inteligente y ácida, y muy divertida.
               Y el género de los géneros, para Tarantino, era el spaghetti western. Yo creo que desde que estrenó Reservoir dogs lleva diciendo que quiere rodar un espagueti. Era un género clásico revisitado, tenía el prestigio épico del blanco y negro americano y el decadentismo autorreflejo de los italianos. Era un expresionismo libérrimo y abstracto, y siempre hablaba de lo mismo, del bien y del mal. En este ir y venir del arte, Sam Peckimpack encontró allí su lenguaje, pero Tarantino también le encontró la gracia. Y la gracia es esa: una estricta carpintería épica para una gran libertad narrativa. Por eso a una película histórica (¡esta sí es una película histórica!) le viene como anillo al dedo -dentro de la, como siempre, estupenda música que nos pincha Tarantino- algo como un rap, de absoluta coherencia artística porque a fin de cuentas el rap es el blues de hoy. Canciones para lamentarse. O, como en Django, para actuar. No en vano Django, Jammie Fox, se parece tanto al esclavo que veía el hijo de Lincoln como a Malcom X. Y eso, más que posmodernidad, es historia.

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