17.9.13

Clasicismo y melopea


Otra definición de clásico: aquel al que vuelves cuando los modernos te saben a poco. Es lo que me pasa con Faulkner. Leo una novelilla irrelevante, bien escrita (y ya molesta decir que una novela está bien escrita, como si al juzgar un edificio lo alabásemos porque no está torcido, como si felicitásemos al hortelano que cava rectos los caballones aunque no sea capaz de criar un jodido tomate), pero nada más, y lo malo es que si la siguiente lectura es igual de inconsistente uno se instala sin querer en ese nivel, y la condescendencia se funde con la aceptación y a veces supura incluso agrado, de modo que, no por aferrarse a ningún canon sino por pura intuición, por sed lectora (igual que cuando uno sufre una hipoglucemia siente necesidad de beber cocacola por más que deteste su sabor u odie su significado), uno vuelve a tipos como Faulkner, sobre todo si queda algún libro suyo que no ha leído o que no supiese que ha sido traducido al español, que es lo que me ocurrió con Intruso en el polvo.
               La estoy terminando y la verdad es que no solo no me importa dejarme arrastrar ahora por su sintaxis de pocas comas sino que me resulta un ejercicio tan gratificante como el de la propia lectura. El problema es que, sobre todo en España, lo que más ha calado de Faulkner ha sido eso, la ausencia de comas, y torticera o ingenuamente se ha creído que Faulkner es un modo de escribir deprisa, nada más, y de dejar que fuesen los dedos los que pensasen. Pero lo que asombra de Faulkner son los detalles, lo que pertenece al territorio de la lentitud, de manera que da la sensación de que Faulkner escribiera dos veces sus relatos y sus novelas enteras, una para descubrir la novela y otra para barnizarla de mímesis. Muchos de esos detalles pueden parecer innecesarios para la trama, pero dan la sensación de que el narrador conoce esa trama tan profundamente que casi sin querer le brotan minucias de parentescos, distancias, objetos, edificaciones, alimentos, olores, sabores y destellos visuales que son los incisos que suele meter en la narración oral quien sabe mucho de algo y todo está pasando por su mente cuando lo cuenta como le pasaba la realidad por delante a Funes el memorioso, salvo que en el caso de Faulkner, y con la frescura que proporciona la apariencia de intuición, de improvisación, esos detalles no han brotado por sí solos, han sido, o parece que han sido, meticulosamente destinados al lugar que ocupan, escogidos con esmero, lo cual no casa mucho con la irrefrenable torrencialidad de su prosa. Pero todo es natural, todo parece escrito a toda mecha en la Underwood que llevaba encima de un carretillo mientras trabajaba en la granja de Mississippi.
               Y esa naturalidad, por más que nadie hable como el narrador de Intruso en el polvo, por más que muchas veces (sobre todo en las filigranas de las acotaciones) sea, cómo decirlo, poco natural, como una deliciosa naturalidad artificiosa, sin embargo se rige por los mismos criterios que el contador de historias de toda la vida, ese a quien nombramos cuando contamos algo que en nuestros labios no tendría la gracia que tuvo en su momento, y entonces decimos Fulano lo cuenta muy bien, y con eso nos referimos sobre todo a que da los detalles precisos, a que no es abrumador ni tampoco soso ni superficial.
Por ejemplo: cuando Lucas Bauchamp ya está en la apestosa cárcel del condado, antes de que los blancos se reúnan a las doce en punto para quemarlo vivo sin dar tiempo a que lo juzguen y él, sereno y distante, tumbado sobre un catre sin colchón, espera que venga un abogado (tío del muchacho desde cuyos ojos se narra la historia), Faulkner de pronto abre un paréntesis de veintitantas líneas para contarnos un morcillo divertido que no tiene, en principio, nada que ver con lo que nos está contando, un por cierto que narra maravillosamente la historia del borracho alegre que empotró el coche contra un escaparate y en vez de irse a un hotel a dormir la mona se empeñó en pasar la noche en el calabozo. Tiene y no tiene que ver, porque el hombre era blanco y estaba borracho de champán, y si eso mismo lo hubiera hecho un negro con una carreta, si –pongamos por caso- el negro se hubiera emborrachado con whiskey casero, lo más seguro es que nadie le hubiese invitado a dormir la mona en el hotel, y desde luego que el mejor sitio para despejarse habría sido entre rejas que lo protegiesen del dueño del escaparate y sus antorchas encendidas. El caso es que lo en apariencia poco relevante para la narración, lo traído por los pelos, por capricho narrativo, resulta ser la argamasa sobre la que se edifica sin un gramo de grasa el sólido edificio del relato. Y todo esto, sobre todo gracias a esa ausencia de comas, parece hecho sin premeditación de ningún tipo, en esa vertiginosa lentitud con que Faulkner cuenta las cosas y distribuye los detalles (el mondadientes de oro de Lucas Bauchamp, su sombrero despectivo), esa presión que el desbordante conocimiento de la trama ejerce sobre el relato y lo llena de tensión sin repetir nunca nada ni hacerse pesado ni dormirse en la suerte.
Así sucede, más o menos, en las primeras dos terceras partes de la novela, hasta que a Faulkner le da un ataque Faulkner y los detalles precisos dejan paso a las lucubraciones, a esas melopeas narrativamente gratuitas que es lo que luego más caló en España, seguramente porque es la faceta de Faulkner que exige menos sabiduría narrativa. Treinta años después de esta novela, que es del 48, aquí solo se imitaban las audacias en materia de puntuación, pero no de trama. Se creía que el método generaba el contenido, que la melopea producía sus propias metáforas, y su sombra se extendió tanto que pronto –en los 80- ya se podía hablar en España de una tercera generación de imitadores, es decir de escritores que en vez de imitar a Faulkner directamente imitaban a alguno de sus imitadores, sobre todo a Onetti y a Benet, y del primero aprendieron que a una novela barata se la puede dotar de intensidad épica y del otro que un argumento confuso admite mejor las hipertrofias narrativas y los rollos macabeos.
Intruso en el polvo tiene algo de los dos (es decir, tiene algo de lo que los dos imitaron por separado de su autor). Es un western sureño, bastante despojado de vericuetos argumentales, de trama clásica y sencilla: Lucas Bauchamp es un anciano negro al que ven junto al cuerpo recién asesinado de uno de los gemelos Gowrie, el más joven de una familia de muchos hermanos blancos y salvajes que se dedican al negocio de la madera. Charlie, el chico blanco de dieciséis años a través de quien se narra la historia, se siente en deuda con él por haber contribuido al desprecio general de Lucas en la cantina, cuando le arrojó al suelo unas monedas. Quiere enmendar su error y se acerca a llevarle tabaco a la casa del alguacil, donde está esposado a la espera de que venga el sheriff y se lo lleve de Jefferson o bien vengan antes los hermanos Gowrie seguidos de una masa de gritos y antorchas para lincharlo, en una época en que linchar a un negro estaba penado con la obligación de cavar su tumba, nada más. El caso es que Lucas, sin dar más explicaciones, dice que él no ha sido, y pide al chico que abra la tumba del fallecido, Vinson Gowrie, y sabrá la verdad. Aparecen por allí una encantadora ancianita, la señora Habersham, que no duda en sumarse a la expedición profanadora en recuerdo de un familiar de Lucas Bauchamp que fue niñera suya, y otro muchacho negro que obedece y come en la cocina y oye ruidos y teme que si son descubiertos el peor parado va a ser él.
Hasta aquí todo está impecablemente narrado. Hasta aquí la ausencia de grasa. Pero luego resulta que en la tumba no está Vinson sino Jake Montgomery, y que cuando por fin llega el sheriff ni siquiera está dentro el cadáver de Jake Montgomery, aunque pronto descubren que Jake está enterrado un poco más allá y en una deducción que dura bastante menos que las, en ocasiones, un poco cansinas parrafadas lucubrantes, llegan a la conclusión de que Vinson está debajo del puente, en las arenas movedizas, y en un santiamén deducen que fue el otro gemelo el que mató a Vinson y sobornó a Jake para que le ayudase a sacar a su hermano de la tumba (de modo que nadie descubriese que no lo había matado con la pistola de Lucas) y después del trabajito le machacó la cabeza con una piedra y lo metió en la tumba de su hermano, etc. Se sabe eso y se sabe que todo era por estar robándose la madera entre los propios hermanos. Lo malo es que todo eso se sabe en medio de un monólogo entre alucinado y sermoneante (pero un poco a la manera de su imitador de tercera generación Sánchez Ostiz en Bayona bajo los porches, es decir, dando toda la pinta de estar diciendo mucho más de lo que realmente se dice) que es como si se hubiera derramado una taza de café sobre un mantel hasta entonces perfectamente hilado. Ya sé que los faulknerianos de pro se extasían con esas melopeas, y no digamos sus imitadores, pero es tan bueno el escritor que narra a la manera clásica los dos primeros tercios de esta novela que cuando irrumpe como un general sudista el renovador de la novela, el sureño lúcido, el mecanógrafo veloz, uno echa de menos la perfección arquitectónica de que había disfrutado hasta entonces, los magníficos diálogos, las brillantísimas descripciones, y tiene la sensación de que, a esas alturas de la novela, la taza derramada no era de café sino de whiskey. Soy más de Sartoris que de Absalom, qué le vamos a hacer, y esta novela tiene un poco de los dos. Creo que si hubiera sido parecida solo a una de ellas, a la que fuera, pero solo a una, me habría gustado todavía más.

1 comentario:

  1. Estupenda reseña, Antonio.
    Bueno, pensándolo mejor, tu entrada va mucho más allá de la mera reseña...
    Invita a leer la obra.
    Un abrazo

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