23.3.14

Rectificación

 

        En efecto, en Las veleidades de la fortuna se le había quedado a Baroja una historia sin narrar, precisamente esta, Los amores tardíos, breve, intensa y hermosa novela en la que las circunstancias vuelven a la misma situación que en la anterior entrega, con Pepita desairada por su marido, Fernando, que se ha vuelto a liar con la holandesa, y con Larrañaga, de anfitrión en Rotterdam, que ya no puede escaquearse más de sus obligaciones novelescas.
            La trilogía me sigue trayendo curiosas coincidencias cervantinas. Da la sensación de que Baroja, tras terminar Las veleidades de la fortuna, hizo examen de conciencia y se dio cuenta de que le había cometido algún que otro exceso. Baroja era en esa novela un curioso impertinente que no nos dejaba ver lo que tenía que pasar entre Pepita y Larrañaga, y había una considerable desproporción entre narración y artículo remetido. Así que el autor decidió no desparramar, dejarse de opiniones de café y desde luego no incurrir otra vez en ese truco que consistía en narrar como si nada lo que tenía que ser profusamente dialogado. Aquí hablan los que tienen que hablar y, sobre todo, de lo que tienen que hablar. Pepita ya no escucha como una pava, a ver si el primo se deja de maximalismos retóricos y se atreve. Esa novela anterior no solo era la historia de un amante medroso, sino la de un escritor que no quería meterse en figuras. Esta no. En esta, también muy cervantinamente, los personajes vuelven a la venta/hotel de Rotterdam, donde empezó la cosa, y allí, en ese escenario de vestíbulos y humos de puerto y nieblas de mar, Baroja demuestra a los críticos (o incluso a sí mismo) que habrá perdido energías para vivir, pero no para imaginar. Cabría decir incluso que Los amores tardíos tiene ese atractivo añadido, el de la reacción orgullosa del novelista, un dejar claro que si escribe de esa manera tan cuestionable como en Las veleidades no es porque haya perdido facultades sino porque le da la gana, y para demostrarlo ahí está esta estupenda otra novela, que se lee en un suspiro.
            La novela es la crónica de un sentimiento, el del cincuentón que se resiste a amar porque sabe que saldrá escaldado, y a pesar de todo se entrega, y es dichoso, y acaba escaldado. Pero también es la novela de la mujer que consigue lo que llevaba pretendiendo toda la novela anterior, vengarse de su marido, que sigue ausente con la holandesa rolliza, y lo que más a mano tiene es a su primo, de quien, sin embargo, sabe enamorarse, sabe olvidarse de su marido y anularlo, sabe salir del sentimiento que provoca el dolor, unos celos que la comen viva y que sin embargo reclama también de Larrañaga para sentirse más querida. Pepita deja de ser la que escucha y sonríe y suelta picardías, desde luego nada que ver con la marimandona de El gran torbellino del mundo, porque ahora ya es un personaje amado también por el autor. Baroja comprende a Pepita y eso eleva el rango de su personaje, lo hace más complejo, más cercano, y sobre todo más claro, porque Pepita representa la voluntad de amar. Cuando dice que desprecia a su marido es verdad, ha logrado sentirlo porque quería sentirlo, y esa es su principal diferencia con respecto a Larrañaga: a él se lo llevan los sentimientos, y por eso intenta protegerse de ellos, pero Pepita acude a ellos, y los abandona cuando le da la gana. La separación, en cambio, que ya sabemos desde antes de que empezara la trilogía, y que en esta tercera parte adquiere una vibrante condición dramática, no se produce por esa diferencia radical de caracteres, sino por otro tipo de cobardía y otra clase de sumisión. Pepita se vuelve a poner el anillo de casada poco menos que porque se lo ordena su padre, pero antes, muy teatralmente, a Larrañaga se le brinda la última oportunidad.
            Esa escena es tremenda. A Pepita ya se le ha acabado el juego y la venganza y lo que le queda ya solo es sentimiento. Están los dos en la venta de Rotterdam. Su hermana Soledad ha sido también rehabilitada como personaje, y protagoniza una deliciosa historia secundaria. Pepita, “exuberante y turbulenta”, sabe que ha llegado al momento de la decisión final, y que el limbo amoroso, esa arcadia de nieblas y barcazas, exige volver a la despejada realidad, aunque sea en Bilbao. Entonces escribe a su padre una carta en la que le cuenta lo que le hace el capullo del marido y, se supone, el amor que siente por Larrañaga, que también es empleado de ese ominoso padre que no aparece nunca pero lo maneja todo. Pepita le da la carta al ama de llaves, la señora Grebber, pero esta señora, en la más pura tradición del criado servil, se la entrega a Larrañaga. Larrañaga es un caballero, y no la abre. Pepita, cuando se entera de que la criada interceptó la misiva, le pide a Larrañaga que la abra y la lea, que violente las normas, que falte al respeto, que le demuestre que la quiere haciéndole la canallada de leer sus cartas íntimas. Larrañaga se resiste y Pepita hace pedazos la carta y la relación, y la tira por la ventana para que los trozos vuelen por encima de los tejados de Rotterdam.
            El broche final es precioso. Su regreso a la aldea vasca, con la geórgica correspondiente, a esperar una señal para saber si Pepita sigue atreviéndose, su conversación postrera con el jesuita amigo de la infancia, escueta, medida, dolorosa, hacen de esta novela una de las más acabadas de Baroja, precisamente porque Baroja no cuenta más que esto. No hay nada más aparte de él y Pepita. Rotterdam no es un sitio donde buscar librerías de viejo sino donde pasearse con su amada. No aparecen personajes como setas que dicen algo y se van, y si aparece alguno, como es el caso del joven marinero ruso, es un personaje extraordinario que en ningún momento se entromete ni dilata la historia de amor que noveló Baroja; todo lo contrario: la explica, la enriquece.
            Este ruso protagoniza otro gran hallazgo narrativo, porque se trata de un Baroja joven, de un Luis Murguía de San Petersburgo. Trabaja en uno de los barcos de la naviera familiar, la del padre de Pepita, de la que Larrañaga cobra. Los marineros no lo quieren porque se pasa la vida leyendo y no participa de las costumbres marineras. Cuando lo echan, Larrañaga se apiada de él, pero no hace nada. El que sí hace es don Cosme, un empleado patológicamente bondadoso, que lo recoge y se lo lleva a su casa, algo que Larrañaga, en el fondo buen burgués, le critica por incauto, por buenazo, por ignorante. Pero este ruso, Nicolás Barssof, resulta ser otra alma pura, como de una raza que solo se reconoce entre sus miembros, razón por la que Soledad se enamora de él. Baroja procede con esta histora secundaria a una rehabilitación completa, como decíamos, del personaje de Soledad, que en la anterior novela había abandonado, y de paso fija el modelo de lo que es un amor limpio, sin miedos ni venganzas, sin nostalgias ni rencores, sin cálculos ni tempestades. Él está metido hasta el cuello en una historia que no supo controlar y que en el fondo, comparada con la del ruso y Soledad, le parece incluso insana, por más que los arrebatos de Pepita sean del todo naturales. Su historia sana fue la que, paradójicamente, tuvo con Nelly en El gran torbellino del mundo, que tampoco fue lo pura que es ahora la del ruso y Soledad.
            Es fascinante el juego de espejismos y subtextos (perdón) que hay en esta novela. Larrañaga es aquel Luis Murguía de La sensualidad pervertida, pero Baroja ya ha leído a Proust. En Las veleidades ya me llamó la atención que se citase a Proust un par de veces, siempre en el tono desdeñoso que cabría imaginar, pero aquí vemos a Baroja discurrir sobre los “celos retrospectivos” que siente Larrañaga por un novio inglés que tuvo Pepita. Y ese hurgar en los sentimientos, en sus motivaciones, sus claudicaciones, sus pequeños éxitos, sus gestos, sus colores, sus aguas claras y sus aguas turbias, ese colmo del petrarquismo que significó Proust tiene en este libro su traducción al mundo barojiano. En ninguna otra novela de Baroja me he encontrado semejante intensidad, tal minuciosidad a la hora de escrutar los más leves cambios de temperatura del amor. Me acordaba leyéndola, curiosamente, de Álvaro Pombo, tan lejos de Baroja, pero tan amigo de esa especulación sentimental.
            Y luego está la prosa, claro. Cada capítulo sigue presidido por un fragmento del tal Joe, el supuesto autor, donde Baroja aprovecha para llevar la novela al terreno de la poesía. Y ahí encontramos espléndidas acuarelas de la campiña holandesa (la del campo de Harlem parece pintada por Van Gogh), o reflexiones macabras, llenas de latines (el célebre “vulnerat omnes, ultima necat”), o aforismos cenizos, o lamentaciones amorosas. Todo lo que no es la historia, el asunto, la trama, está encapsulado en esos breves párrafos, generalmente reflexivos, casi siempre emocionados. En esta novela solo hay esta novela. Baroja no regatea ni remete y divaga. Más que especular, hace un constante, admirable ejercicio de comprensión, y la prosa, intensa, fibrosa, no se remansa un momento, crece dramáticamente y con solo nombrar emociona.
            “Lo que puede haber de experiencia vital de Baroja en esta parte quedó oculto para sus más íntimos”, dice Julio Caro. “Pero en el análisis de los sentimientos amorosos de sus primas, no solo Pepita, sino también soledad, no cabe duda que recogió profundas confidencias femeninas”. Es verdad, lo mejor de esta novela es su impresión de verdad. No es Baroja opinando de mujeres, son las mujeres mismas, vistas desde ellas y sus motivos y lo inútil de juzgarlos. Pepita se explica y crece en múltiples facetas que la hacen adorable y peligrosa. Baroja tira de estilo indirecto libre para instalarse en el corazón de las mujeres, al viejo estilo, y el resultado es que el viejo estilo sigue estando vigente. A lo mejor me acordaba de Pombo por eso.
            Esta novela tendría el lugar altísimo que se merece en la obra de Baroja si se traicionase a su autor. Así son las cosas. Si un editor le quitase a El gran torbellino del mundo sus primeras cincuenta páginas y le añadiese Los amores tardíos prescindiendo casi por completo de Las veleidades de la fortuna, el resultado sería una de las mejores novelas de Pío Baroja. Así, después de disfrutar de la primera te tienes que tragar los excesos opinatorios de la segunda para llegar a esta espléndida tercera, que a su vez necesita de la primera para cobrar sentido.
            Los barojianos dirán que eso es un sacrilegio, que Baroja es así, y yo diré que sí, que es verdad, que es muy barojiano, de un Baroja muy tardío, eso de meter una guía turística y unos cuantos artículos inflamados y hacerlo pasar por novela, pero también que, si hubiera prescindido de lo que sobraba, ahora Los amores tardíos tendría el prestigio de La sensualidad pervertida, si no más.

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