27.4.14

Inventario


Los lectores de Paul Auster nos sabemos su vida casi al dedillo. Sus libros de non fiction, sobre todo A salto de mata, explican al detalle sus tiempos de estudiante soñador, ese baño europeo que se dio en París antes de cumplir los treinta y que determinó, dice él, para siempre su escritura. El otro día, releyendo por enésima vez La metamorfosis para comentarla en clase, me acordaba de él constantemente, esa permanente sorpresa de lo cotidiano, que siempre es nuevo, inquietante, terrorífico incluso. Sólo con la inocencia con que abordó a Kafka, a Beckett o a Perec podía nutrirse su prosa de un aroma que lo alejaba del realismo exhaustivo norteamericano al tiempo que lo enriquecía. Para decirlo en términos flamencos, Auster es un escritor de ida y vuelta, alguien que tomó cantes europeos, los alimentó de cultura norteamericana y nos los devolvió nuevos, relucientes, originales.
            Todo eso lo sabemos por sus abundantes libros autobiográficos, y también por sus ensayos, en especial ese libro imprescindible que es El artista del hambre. ¿Hacía falta más? Informe del interior, su último libro publicado en España, es en realidad tres libros distintos, y solo el primero, el que se refiere a su infancia, nos resulta diferente, nuevo, otra vez, sobre todo por cómo se enfrenta a ella, a base de breves fragmentos, de recuerdos rescatados, de esos hilos de la memoria de los que uno estira con un esfuerzo de memoria, cuando la memoria empieza a amenazar con no hacer ya demasiados esfuerzos. Escribir sobre la infancia es más un acto de indulgencia que de sinceridad, sobre todo para aquellas personas, entre las que me incluyo, que tienen más memoria para lo malo que para lo bueno. Siempre se nos queda grabado aquello que nadie vio, que nadie supo, lo que podríamos haber borrado de nuestra vida sin que nadie se enterase, pero ahí queda, como una costra que nunca se termina de secar, en un lado invisible de nuestra persona. Auster no comete el error de reconstruir una infancia que no es más que la justificación del triunfo posterior. Sí, habla de que fue un lector precoz, y de que nadie creía que lo fuese de verdad, pero eso no le sirve para colgarse ninguna medalla sino para verse a sí mismo en la situación en la que muchos de sus lectores hemos estado, contarla con transparencia, con un esfuerzo de cercanía, ahora que ya no tiene que justificar nada. Quedan escenas íntimas: un premio de béisbol que deseó no haber conseguido, una meada en la cama durante algún campamento de verano, las orejeras que un niño se pone cuando ve que sus padres no se llevan bien, el despertar silvestre al eterno femenino, rasgos sin más dialecto propio que las circunstancias concretas, pero con un sentimiento comprensible para cualquiera que recuerde sin hipocresía qué fue de él cuando era niño.
            La segunda parte del libro es un ejercicio de estilo, la narración de dos películas, sobre todo una, El increíble hombre menguante, convertida en magnífico relato por los ojos de un niño a quien la ficción le penetra en la mente como si fuera un cuchillo de cortar la realidad. A mí me pasó con King Kong, y aún recuerdo al mono subido al Empire State con el terror de quien piensa que si ese gorila no estaba también en el tejado de mi casa era porque no le daba la gana. No es la primera vez que Auster nos cuenta una película. Incluso, en sus manos, puede hablarse de un género propio, el cine en la memoria, las imágenes en el espectador. La otra película, Soy un fugitivo, ya me interesa menos, sobre todo porque Auster apenas se aparta de la paráfrasis del guión, algo que con la primera película resulta interesantísimo, pero que en esta parece un resumen sin más.



           Baja un poco esa segunda parte, que se despeña, para mi gusto, en la tercera y última, compuesta por fragmentos de las cartas que escribió a su novia entonces y primera mujer después (Lidia Davis) cuando Auster vivía en París, en el difícil equilibrio de librarse del servicio militar y de burlar esos mismos estudios que lo alejaban de la guerra escribiendo sin parar lo que uno escribe cuando tiene veinte años: comienzos apretados, obras informes, deslumbramientos diarios, depresiones instantáneas, y una prosa, y ahí está lo malo, que aún no es Auster y sí un empacho de Samuel Beckett. Uno se pone en la piel de Lidia Davis (hija de profesores eminentes, traductora ella de la mejor literatura francesa) y casi resulta más interesante la paciencia que algunas mujeres han tenido con las pedorreras mentales de sus novios escritores que lo que Auster escribe en páginas húmedas de fiebre, en esa época en la que cualquier letraherido, aunque no sea Paul Auster, siente la obligación de vivir la vida que ya vivió en las páginas de sus escritories más queridos, esa bohemia necesaria que a la larga no deja más que el recuerdo de la resaca. Al joven siempre le parece importante cualquier tontería, las ganas de escribir van más deprisa que su imaginación y, sobre todo, mucho más deprisa que sus lecturas. Alguien debería decirle al joven escritor que debe leer mucho, infinitamente más de lo que escriba, y que debe tirar mucho, casi todo lo que escriba. Pero ningún joven está dispuesto a aceptar una cosa así. Se necesitaría un régimen carcelario, un alcaide ominoso que nos examinase de toda la literatura que hay que leer antes de escribir Érase una vez. Los estudios universitarios de literatura están viciados desde su origen por su punto de llegada: la crítica. Cuando yo era estudiante, la gente de Hispánicas se sabía el manual de Historia y crítica de memoria, pero no encontraba tiempo de leer pacientemente los cien libros imprescindibles para saber en qué consiste la literatura.
            Pero bueno, no nos despeñemos también nosotros. Hay, de todas formas, un par de lugares en esta tercera parte del libro que me han llamado la atención. Uno no lo sabía, o no me acordaba: el extraordinario apoyo que le prestó su río Allen Mandelbaum, que no era un tío cualquiera: traductor de Virgilio, Dante, Homero, Ovidio, Ungaretti, Quasimodo, etc., etc., “sin duda el intelecto más brillante y apasionado que has conocido jamás”, según aclara en nota al pie, en segunda persona, como todo el libro, rasgo no menor del estilo porque es una de las pocas veces en que la segunda persona narrativa no se me ha hecho pesada. Cela la utilizó para dotar de agresividad (de más agresividad) a San Camilo 36, y desde entonces todos los ejemplos que recuerdo, como uno penoso de Juan Goytisolo en sus memorias, me parecen fuegos de artificio, el juego mentiroso de mirarse al espejo y acusarse, generalmente, de ser maravilloso. La sinceridad requiere transparencia, y ese era retórica vacía, opacidad. Aquí no lo es, desde luego, y quizá incluso se echa en falta en las cartas de la tercera parte, escritas, menos mal (pensemos en la novia) en primera persona.
            Digo que el tío aquel, Allen Mandelbaum, debió de ser el alcaide que todo escritor joven necesita, y la novia una buena estudiante que se va cansando un poco (no lo sabemos, son conjeturas mías) de un tipo que tiene a toda su familia detrás de él para que sea un buen escritor y él se empeña en jugar al malditismo parisino. Así formulado parece un buen tema de novela, pero en estas cartas fragmentarias no es más que un asunto menor, porque lo principal es esa metaliteratura de la que enferman los letraheridos, el hecho, no de escribir, sino de ser un escritor. El alcaide de mi escuela ideal obligaría a escribir todos los días una página, una miserable página, y todos los días la tiraría a la basura, y obligaría a escribir de memoria la misma página, una y otra vez, hasta que ya no pudiera podar nada de la memoria sin riesgo de destruir el sentido, cualquier sentido. El escritor debe ser cruel con su propia obra, no temblarle jamás la mano en quitarle lo que sobra, que muchas veces es todo. Y Auster siempre ha demostrado ser así de implacable con la poda. En algún libro suyo, seguramente en el primer libro de poemas suyo que se tradujo, Desapariciones, leí que había llegado a la novela a partir del núcleo duro de la poesía, como si escribir fuese ir agregando elementos a una estructura demasiado frágil como para no sobrecargarse con cualquier pleonasmo y venirse abajo. Desapariciones me gustó mucho cuando lo leí, y ahora me doy cuenta de que son poemas escritos en su mayoría en la época de la que hablan estas cartas que escribió a su novia, en las que, con una caballerosidad elemental por su parte, nunca roza siquiera las cuestiones sentimentales.
            El otro fragmento que me llamó la atención tiene que ver con la carta más larga de todas:  “Últimamente me encanta escribir a máquina… Menos vacilación, mayor fluidez, ejecución más rápida, que, a pesar de la mediación mecánica, parece aproximarse a la inmediatez de mis pensamientos”. Supongo que a algún estudiante de literatura norteamericana ya se le habrá ocurrido el tema para un trabajo: la diferencia, muy notoria, que hay entre esta carta larga y las otras breves (o fragmentadas) escritas a mano. Es otro escritor, o bien es ya el escritor, el poeta que ha tomado impulso en el carro de la máquina de escribir para volar hasta los confines de la novela. El fraseo se alarga, se flexibiliza. Con más frecuencia que en las cartas encontramos la construcción preferida de Auster, las cláusulas concesivas y condicionales antepuestas y construidas con sugerentes locuciones conjuntivas, lo que le da una sinuosidad muy característica, al tiempo que ese peculiar punto de vista de Auster, que siempre se toma en serio a sus personajes, los comprende, se acurruca junto a ellos, los describe como tapándolos de la intemperie, con esa pietas de la que quizá le habló su tío, mientras traducía a Virgilio.
            Así que esta tercera parte, que es la que menos me gusta, resultará para el crítico la más interesante, y no solo por la diferencia entre escribir a mano o a máquina sino con respecto al grado de máxima madurez de su prosa, que yo encuentro, más incluso que en las hermosas ráfagas de infancia, en el relato de El increíble hombre menguante, donde leo al Auster que más me gusta, al que me atrapó en La música del azar y me pareció magistral en El palacio de la luna y, sobre todo, en Leviatán. No es que esas cartas a Lidia Davis me interesen poco porque están peor escritas sino porque es el material sobrante, los retales, la lata de galletas con las fotos, aquello que no se explica por sí mismo sino solo si detrás tiene una obra contundente que lo justifique, como es el caso. El Auster que huye hacia la literatura son papeles de un amigo conocido. Muchos fragmentos de la primera parte, en cambio, son el Auster que vive en la literatura desde hace muchos años, y con otra esposa.

Paul Auster, Informe del interior, Anagrama, 2013, 328 pp.

1 comentario:

  1. Venir a este espacio, se deje o no huella, es aprender y disfrutar. Gracias, una vez más, por compartir lo mucho que sabes, Antonio.

    Un abrazo

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