Creo que era en El sueño eterno donde los guionistas, entre ellos
Faulkner, tuvieron que llamar a Raymond Chandler porque se habían perdido con
el argumento, aunque creo que ni el autor pudo sacarlos del atolladero. La
película pasó a la historia como una de las más enrevesadas, aunque cuando uno
la ve, quizá prendido de los personajes, a eso no le da mayor importancia, y en
todo caso quedó más clara de lo que dice el mito. Pero si comparamos el cine
negro de los 40 y 50 con el que se hace ahora, aquellas viejas películas
resultan mucho menos complacientes con el espectador que las actuales.
Sencillamente, daban por hecho que estaría atento.
Ahora ya no se da nada por hecho. Un personaje resume el argumento cada pocos minutos,
y las informaciones importantes se repiten varias veces para que nadie se
pierda. Ni tanto ni tan calvo. Una película tiene que ser comprensible, pero un
espectador no tiene que ser tonto. Y digo esto porque el principal defecto de Los odiosos ocho me parece que es ese, el esfuerzo
excesivo porque todo quede claro, que obliga a los personajes a perder
demasiado tiempo resumiendo su papel y el de los otros y repitiendo
machaconamente los datos de interés. Esa excesiva condescendencia con el
espectador se come la sustancia de los diálogos, la mayoría narrativos,
referenciales. Nadie se sale de la historia y todo son presentaciones, o
revelaciones, algunas tan deus
ex maquina como la que acaba
con una buena parte de Samuel L. Jackson. No hay un solo diálogo como aquel
célebre de Jackson y Travolta montados en un coche, completamente ajeno al
argumento, tanto como necesario para entender la película. Había oído que Los odiosos ocho era más bien una obra de teatro,
un diálogo constante en una habitación cerrada, y me frotaba las manos porque
Tarantino es uno de los mejores dialoguistas que se conoce. No me esperaba que
a estas alturas de su carrera considerase que los espectadores medios ya no
tienen cerebro para entender lo que dice si sus actores dicen sus papeles a
demasiada velocidad.
Es ese tempo, esa demasiado lenta velocidad de las acciones y de los diálogos
el que me produce un desajuste entre el ritmo de la película y el ritmo al que
uno disfruta ese tipo de películas. Pulp
fiction, otra vez, era perfecta en ese sentido, y no se le ha olvidado porque Django desencadenado también lo fue, y Kill Bill, e incluso Jacky Brown, una de mis favoritas.
Es como si, al extender la pantalla a un cinemascope tipo Ben-Hur, hubiera extendido también
los diálogos, que tienen algo de cámara lenta, de más puesta en escena que
expectativas de diversión. Hasta tal punto que, cuando llega la tomatina final,
uno tiene la sensación contraria, la de que todo va innecesariamente rápido,
sobre todo porque hay personajes que esperábamos ver desarrollados y que apenas
abren la boca reciben un balazo. Es
el caso del poeta Michael Madsen, que se queda sin
papel, o de la propia Jennifer Jason, que después de aguantar la pobre lo que
aguanta podría haber volado en algún giro imprevisto.
Por lo demás, Tarantino sigue implacable en su visión cínica y comprometida del
racismo, que en Django
desencadenado convirtió en
uno de los más objetivos documentales sobre las condiciones de vida de los
esclavos que, dicen, se haya podido ver. La traición es la otra cara de la
lealtad en el sentido de que siempre la acompaña. Los buenos sentimientos arrastran
una carga de crueldad que los invalida como justificante. El viejo confederado
busca a su hijo y se encuentra con quien lo mató en venganza por haber, el
padre, matado negros sin conocimiento, pero quien venga a esos negros también
mató a otros tantos blancos, y a pesar de la carta que le acompaña su actitud
no es justiciera sino vengativa, como un Django viejo que hubiera reducido sus
principios morales al blanco y al negro. Todo muy interesante, como siempre, y
bastante divertido, como siempre también, y convenientemente rebozado de sangre
y de sesos en el manto blanco de la nieve, como era también de rigor. Pero hay
un regodeo, un dormirse en la suerte, que dicen los taurinos, un hablar más
lento de lo que se escucha, que, en medio de la tormenta, me dejó algo frío.
Los acentos hipertrofiados, al estilo Coen, el humor guarro (esa piltrafa de
carne que le cae al sheriff de los agujeros de los dientes), unas
composiciones excesivas que se bastan, sin necesidad de que el diálogo nos
encandile.
Los odiosos ocho también es, quizá, la película más auto-referente de
Tarantino. Hay cosas de Reservoir
dogs, sobre todo, pero también de Unglorious
Bestards y una especie de
colección de anécdotas que pudieron sobrar de la espléndida Django unchained. Juega Tarantino,
y eso se ha dicho con razón en las críticas, con el método Agatha Christie,
pero no por lo que nos pueda recordar a Diez
negritos sino porque quizá
sea esta la película más claramente escrita del revés de todas las que ha hecho
Tarantino. En Pulp fiction,
y gracias precisamente a esos largos y divertidos interludios en las que se
hablaba de tonterías, la película daba la sensación de ir avanzando por sí
misma. Se veía la sorpresa en la cara del guionista. Aquí no. Tarantino es más
demiurgo que nunca, y eso, aunque lo haga con la solvencia de siempre, al cabo
de tres horas pesa un poco.
¿Qué quieres que te diga?...pasarse a las serifas, pues vale, pero yo al cuerpo le subiría un par de puntos. Por las personas mayores, más que nada.
ResponderEliminarUsté perdone. El caso es que yo escribo en una IM Fell English preciosa, pero me temo que hay que tenerla instalada.
ResponderEliminarNo, si llo la tengo instalá, lo que pasa es que en los internés las palo seco quedan como más resultonas. Otrosí digo: ¡No te imaginas el putadón que me gastó con el Hateful de marras la taquillera del Acteón!¡Está viva porque justo enfrente hay un puesto de policía! Y un poco acojonao que es uno.
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