29.1.19

Cuarteto virgiliano


Mientras Elizabeth Gaskell escribía esta novela, una de sus últimas obras —murió a los cincuenta y cinco años—, Barbizon, el pueblecito junto al bosque de Fontainebleau, se llenaba de artistas que pintaban las labores del campo con parecido realismo poético. La pastoral victoriana hizo de la sensibilidad un tratado de sutileza y buenas maneras. A veces (Middlemarch) el entorno geórgico acompaña, pero no protagoniza. Y La prima Phillis es cercana como un cuadro de Julien Dupre, sin las grandiosidades de su compatriota Constable.
La prima Phillis parece escrita como ejemplo del género. La vida en el campo no es solo el ambiente sino el personaje principal, y la novela parece construida con ese propósito antes que ningún otro: el paso de las estaciones, las labores del campo, las inclemencias del tiempo. Y un detalle, nada más que un detalle, un gesto fallido de buena voluntad, que precipita el drama y redondea la novela.
Pocas veces disfruta uno de esa sensación de pieza bien construida, esa satisfacción global que producen las novelas que van apartando cuidadosamente cualquier tentación de desmelene. A veces se critica de la novela victoriana su contención, como si fuera lo mismo que la hipocresía, cuando es una de sus principales virtudes. El arte vibra en los momentos de quietud, que no tiene nada que ver con la morosidad. El artista se distancia de los tópicos y de la historia misma para verla en lo que es. En este caso, Gaskell tiene el acierto, otro, de narrarla desde un personaje secundario (lo primero que hace es renunciar a ser protagonista) que sin embargo es quien, como consecuencia de un impulso de generosidad, provoca un dolor que no es fatal pero ya es para toda la vida. 
La joven Phillis, a sus dieciséis años, vive apartada en la campiña inglesa (la del Norte, por cierto, que es más dura), con un severo y bondadoso padre, pastor de almas, y una madre muy delicada. No es difícil imaginarse a Phillis en el cuerpo de la joven Charlotte Brönte. En su biografía la describe de forma bastante parecida: amante de los libros, firme y frágil, enfermiza y llena de vida. El narrador, un tipo simpático, un Adolphe sin tremendismos, prefiere ser amigo de Phillis que pensar siquiera en ser su novio: es más alta que él, más culta, y además sabe latín. El primer y previsible flechazo entre ababoles se solventa en una amistad duradera, la misma que (O Ana, soror) abre la puerta de la desgracia. 
Porque luego aparece el hombre interesante, el que sabe latín, el que ayuda a Phillis con el italiano de Dante, y embelesa a una mujer que piensa que toda esa belleza es lo que hay más allá de los campos de amapolas. No reventemos nada. El motivo, la decepción, el amor que huye, es un clásico, y sobre todo es un clásico de Virgilio, que es el otro gran protagonista de la historia, y no solo porque Holdsworth y Phillis vivan, a su modo, la historia de Dido y Eneas, y Eneas se va al otro mundo y se queda con Lavinia, y Dido se deja caer el cabello por encima de la cara, y si no hace ninguna barbaridad es por no disgustar a sus padres ni a su querido amigo el narrador. El pastor, ese hombre escrupulosamente bueno, demasiado estricto en su bonhomía —como si hasta los sentimientos que le inspira la naturaleza fuesen los que está obligado a sentir—, cita con frecuencia las Geórgicas de Virgilio, que se sabe en latín, y su propia vida es un ejemplo de epicureísmo piadoso, por más que a los otros pastores Virgilio les huela "a cháchara insustancial y paganismo impío".
El drama, ay, es, como siempre, la inocencia. Irrumpe el dolor sin que nadie lo convoque, por un desliz. No hay en nadie maldad deliberada. Ni siquiera se permite Gaskell pintar a los rudos lugareños como los pintaba en la biografía de Brönte o en Los amores de Sylvia. No. Nadie tiene mal corazón ni una piedra en la cabeza. Todo es armonía y buenas intenciones, y sin embargo… En la vida real abundan estos crímenes involuntarios, estos excesos de ilusión. Comparado con el prototipo Bovary (la novela de Flaubert apareció en 1857, y la de Gaskell en 1863), Phillis se consume pero no se vuelve loca, ama pero no desprecia, lee pero no pierde los papeles, y además no es estúpida. Lejos de eso, Gaskell busca en la fascinación consciente, en el valor emocional de la cultura, no en los delirios de grandeza ni el desparrame autodestructivo. Phillis está victorianamente contenida, en un ambiente idílico que permite las tormentas pero no los desbordamientos. 
Porque, además, es lo más natural. Las desilusiones suelen ser devastadoras, pero no tanto como para perder la compostura. La historia de Phillis es así, una historia casi secreta, la historia de una decepción monumental, algo que solo los más íntimos conocen, y todos comprenden, y a todos les aflige. El realismo suele despeñarse por el vacío de sus propios extremos. Por muchas tonterías que haga (y no se cansa) los sentimientos de Madame Bovary no son más fuertes que los de Phillis, pero Phillis los ahoga frente al fuego bajo y aviva su llama con libros en latín, y pese a que todo es tan premeditadamente geórgico hay una verdad que lo ilumina, la de los sentimientos escondidos.
Gaskell compone un cuarteto de música pastoral: el pastor-fagot, grave y circunspecto; el oboe melancólico de Paul, el narrador; el clarinete intempestivo de la madre, y la flauta dulce de Phillis. Es ella la pastora con mal de amores, y el narrador, Paul, el Títiro que canta sus penas. No falta detalle. El ritmo de las descripciones y de las escenas en la era, recogiendo heno, se va sucediendo como una melodía clásica, tenue, por momentos poderosa, pero siempre en un non troppo que permite disfrutar mejor, en medio del disgusto, del canto de los pájaros. 

Elizabeth Gaskell, La prima Phillis, trad. Marta Solís, Alba, 2009, 171 pp.

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