15.8.19

La estética del viento



Cuando se publica Los amores de Silvia, en 1864, hace casi cinco años que ha venido al mundo Madame Bovary, y con ella una multitud de mujeres vencidas por sus quimeras. No es el caso de Silvia, que, para empezar, no es imbécile (olvidamos con demasiada frecuencia que para Flaubert casi todos sus personajes lo eran), sino una mujer sobria y sin delirios a quien se le presenta un caso romántico tratado con extrema sensibilidad, sobre todo en la primera parte, y que se inflama en un final tremendo del que sin embargo deja huella la inagotable capacidad de análisis y comprensión que despliega Gaskell.
Visto en perspectiva, el problema de Silvia es parecido al de Carmen: tiene que elegir entre amor y conveniencia, entre un comerciante serio, cabal y respetable, al que quiere, pero no ama, y un marinero con fama de faldero, al que ama, a pesar de que no deba, o no le convenga. Lo primero que sorprende de esta novela es que ninguno de los tres es un pobre diablo flaubertiano, y el hecho de que Gaskell comprenda las actitudes de los tres. En Norte y sur, la protagonista es la hija concienzuda de un pastor; aquí, la niña frágil de un viejo campesino. En el fondo late la debilidad inteligente que describió Gaskell en su biografía de Emily Brontë, su sometimiento voluntario a un padre muy recto y muy justo, su firmeza a la hora de obedecer los impulsos de su corazón. 
La primera jugada maestra de Gaskell es que el lector tiene que admitir que Philip es el mejor candidato para hacer feliz a Silvia, pero que todo lo que se dice de Kinraid, el marinero, su fama de don Juan, no tiene por qué ser verdad, o al menos no tiene que afectar también a un amor tan noble como el de Silvia. El lector no sabe a qué carta quedarse porque ningún personaje es plano. Philip es un hombre bueno y seco. Kinraid es un tipo apasionado y volátil. Da la sensación de que lo uno deba formar parte de lo otro, pero sin ser mejor o peor. Esa duda es la que le da la vida a la novela, a cualquier buena novela, cuyo primer sistema de suspense es ese mismo querer saber más para distinguir mejor. 
Todo sucede alrededor de 1800, en una Inglaterra que secuestra a sus campesinos y marineros en levas forzosas para ir a guerrear por medio mundo, que condena y ahorca a quienes tratan de impedirlo y que trata como héroes y luego abandona a los mismos a los que arrancó de su familia. A Kinraid lo reclutan, y solo Philip sabe que está vivo y puede volver. Este pecado de amor, este faltar a la integridad moral por el impulso de preservar sus posibilidades con Silvia es el que desencadena toda la tumultuosa parte final, operística diría yo, con un romanticismo de melenas al viento, que por otra parte, y eso es algo común a otras novelas de Gaskell, dota al texto de una estética sobria y ventosa, de casas oscuras en el páramo, quizá herencia (y sin quizá: la misma Gaskell lo dice) de su reverenciada Emily Brontë, pero que ahora nos imaginamos con una estética entre el Wyeth de El mundo de Cristina y aquel fabuloso Breaking the waves de Lars von Trier. La prosa de Gaskell es amplia, melódica, pero sobria. Las descripciones están en su sitio, en su párrafo, en sus líneas, y todo lo demás es un drama psicológico lleno de detalles, un contar con calma y cierta frialdad unos hechos que arden desde el primer momento. 
Gaskell era esposa de un pastor y sus novelas aparecían por entregas, y ambos detalles indican que tenía que medir muy bien lo que escribía, pero no aquello sobre lo que escribía, que son temas universales narrados con exquisita perfección. No siempre somos acreedores de aquello que nos merecemos. Silvia amaba con amor campestre al marinero Kinraid, y con amor cerebral, el nacido del agradecimiento, a su primo Phillip. Phillip ama con todo el amor posible a Silvia, y eso se vuelve contra él, porque piensa que Silvia debe corresponder a un amor tan puro. Igual de puro que el que siente Hester, la muchacha que ama a Phillip como Silvia nunca será capaz de amarlo, y que, esa sí, se sacrifica por amor, es decir, renuncia a que sus sentimientos sean conocidos y hace lo posible porque crezca la felicidad de quien ni se ha fijado en ella. O tan auténtico como el de Kinraid, tan convencido de amar para siempre como de la oportunidad de pegar un braguetazo. Ya nos había convencido Silvia de que Kinraid era un buen tipo, y de que no podemos estigmatizar a un marinero pobre frente a un comerciante rico, pues igual de puras pueden ser sus intenciones. Luego resulta que no, pero eso ya sucede en la traca final.
La abnegada Hester encabeza un reparto de secundarios memorable. Ella y su madre, la libre y severa Alice (otro recuerdo de Brontë), o el viejo criado Kester, que desconfía de Phillip, o el gran Daniel, el padre de Silvia, el viejo que da su vida por luchar contra las levas de los jóvenes, ese padre basto y cabal que aparece tanto en las novelas de Gaskell.
La novela no deja de crecer en tensión desde las deliciosas primeras páginas, esa primavera de fiestas junto al mar, hasta que, por culpa de las levas, de los barcos que zarpan no se sabe con qué rumbo, en su último tercio hay un reventón de lances románticos que creíamos, hasta entonces, superado. Por un momento incluso podíamos leer más con ojos de lector de Hardy que de lector de las Brontë. Pero ese final de salvamentos bajo las balas, reapariciones fulgurantes, finales mendicantes y muertes a granel no es que nos parezca fuera de lugar, todo lo contrario, pues está escrito con indeclinable y creciente firmeza, técnicamente irreprochable; lo que pasa es que estábamos ya en una novela, digamos, posterior, escrita en una época que tanto tiraba hacia el realismo psicológico, esto es, hacia delante, como hacia el romanticismo desmelenado, esto es, hacia detrás. Norte y Sur no tenía tanto romanticismo de óleo histórico, y eso que la huelga que allí describe queda en la memoria como una espléndida escena de masas. Si leemos Los amores de Silvia como un novelón romántico, es una pieza maestra, pero también lo es si la leemos como un drama sin personajes imbéciles, como una novela que leyera Ibsen.

Elizabeth Gaskell, Los amores de Silvia, trad. Damià Alou, Penguin, 2017, 605 p.

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