2.1.20

Redención


Había muchos motivos para publicarlo en castellano, casi noventa años después de su aparición en Inglaterra, pero me pregunto cuál de ellos terminó de empujar a los editores a preparar un grueso volumen tan bien editado y agradable de leer. Pudiera ser —manda el mercado— que la versión cinematográfica de James Kent, que recibió buenas pero tibias críticas en tanto que cine brit, les hubiera granjeado un número de lectores impacientes por seguir viendo la película; o que son estos los momentos más oportunos para publicar un clásico del feminismo o del pacifismo; o que puede leerse como un drama bélico, como un novelón de hamaca. Hay dos razones, sin embargo, que por sí solas quizá no garantizasen su venta pero sí su permanencia. 
Testamento de juventud se publicó en 1933 y, según reza la solapa, «fue un éxito instantáneo». Eran las memorias de una enfermera voluntaria durante y después de la Primera Guerra Mundial. En esa misma época, en España escribían periodismo vivido mujeres tan interesantes como Magda Donato; pero si hemos tardado setenta años en descubrir a un coetáneo como Chaves Nogales y muy tímidamente damos a conocer la obra de Donato, casi es comprensible que una memorialista inglesa de los años 30 nos pasase del todo desapercibida. No es un caso de olvido injusto sino de simple desconocimiento.
De modo que una buena razón sería reconstruir para el lector español la generación posterior a Virginia Woolf o Katherine Mansfield: las entonces principiantes Jean Rhys o Stella Gibbons, por nombrar las que han trascendido hasta nosotros. Divierte pensar que se publicara el mismo año que la Autobiografía de Alice B. Toklas, cómo es posible que coincidan en el tiempo planetas tan diferentes, siendo como son dos libros importantes en la historia del feminismo europeo.
Aunque la mejor y la más duradera razón para publicarlo sería lo bien escrito que está. Vera Brittain narra una pasión, muerte y resurrección, la de una generación que se vio engullida por una guerra monstruosa que no solo fue la más mortífera y destructiva que hasta entonces se había vivido sino que sentó las bases de otra guerra todavía más cruel. Justo cuando se le están abriendo las puertas de la prohibitiva Oxford, su prometido, su hermano y sus amigos más queridos marchan a la guerra con una ingenuidad propia de otros tiempos. Vera, en la cada vez menos cómoda retaguardia, siente deseos de hacer algo, y se enrola en el ejército como enfermera voluntaria. La minuciosa reconstrucción, a través, sobre todo, de cartas, de esas cartas maravillosas que antes se escribían casi a diario, del horror de los hospitales, a donde van a parar escombros de la guerra sin ánimo para inflamarse con arengas patrióticas, y que abarca los dos primeros tercios del libro, es, sigue siendo, un admirable relato por su sentido de la disposición, por el equilibrio de los hechos y sus circunstancias, por la carga poética de lo narrado, por la delicadeza y el esfuerzo de comprensión en un mundo enfermo de delirio, por el detalle y la elegancia de sus descripciones y por la valentía de sus reflexiones. No solo se nos cuenta cómo la guerra destrozó tantas vidas, sino cómo, en medio del fango y los cadáveres, se va desarrollando la conciencia pacifista y el sentido de la dignidad de la mujer como elementos de transformación del mundo
Digamos que esa parte intensa y emotiva nos lleva en andas hasta la visita que Vera Brittain rinde al cementerio de Granezza, en Italia, después de que todos los desastres se hayan consumado, y donde, si el libro solo hubiese sido una novela, quizá debiera haber terminado. Porque la tercera parte, la resurrección, sus crónicas de los primeros torpes intentos de la Sociedad de Naciones por asegurar una paz imposible y sus intentos por salir adelante en el mundo literario, sus viajes por la Europa resentida y su vida como mujer independiente, resultan, quizá por comparación con el dramatismo realista de lo anterior, más propios de quien inventaría sus logros y recapitula con demasiada frecuencia que de la mujer que hurga en su amor y en su dolor para reconstruir aquellas vidas que se fueron.
Esa tercera parte, sin duda, tiene incluso más interés para quien va buscando testimonios históricos del naufragio de Europa y los revulsivos sociales que unas veces la desarrollaron y otras la aniquilaron, que las atrocidades de las dos primeras partes del libro, y no porque Brittain se cebe con el horror sino porque, sin llegar jamás a ser morbosa, sabe describir el ambiente que se crea dentro y fuera del campo de batalla.
Pero hay una virtud que lo une todo, que sobrevuela el libro entero y que instala al lector en un cómodo vagón de primera clase, y es ese aire culto y sensible que perfuma cada página. Uno siente cierta envidia melancólica por ese tipo de relaciones personales tan respetuosas como profundas, por esos sentimientos tan elevados como sencillos, y por una escritora que no busca justificarse ni engrandecerse sino devolver a la vida con su tarea narrativa todo lo que la vida le arrebató.
En más de una ocasión me he acordado leyendo este libro de la novela Expiación, de Ian McEwan, y no solo por ese propósito de redimir la vida que otros no pudieron disfrutar a través de su testimonio. McEwan introducía la culpa como motor. Para Vera Brittain es una cuestión de, digamos, amor perdurable. Pero no me extrañaría nada que McEwan la hubiera tenido presente. De momento, el otro día me preguntaron qué tal estaba y a mí se me ocurrió preguntar a su vez si habían leído Expiación. «Pues si esa novela te gustó», dije, «estas memorias te van a encantar».

Vera Brittain, Testamento de juventud, Periférica & Errata naturae, 2019, 847 pp.

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