7.6.20

Un paseo hasta los cines Ideal


La modestia es siempre falsa, sin excepciones. Su reverso, la petulancia, obedece al mismo mal: la hipocresía. Entre ellas hay un espacio de sinceridad que va de la naturalidad a la crudeza, adobado por dos virtudes altamente higiénicas: no ser devorado por la culpa, por la gran culpa, y no quejarse, que es de mala educación.
Quien tenga por suculentos todos esos ingredientes se va a dar un festín con la autobiografía de Woody Allen. Quien siga la máxima de don Quijote, yo sé quién soy, encontrará en el libro la imagen de un tipo al que no se le puede reprochar que haya sido un referente cultural para varias generaciones. Al contrario, es incluso más interesante que esos tirillas angustiados que tanto placer nos han dado en la pantalla. Allen empezó vendiendo chistes con 16 años y casi setenta años después sigue sentándose a trabajar por la mañana y disfrutando de la buena vida por las tardes. Podía haberse quedado (es un decir) en un gran monologuista, y ahora no estaríamos hablando de él como nunca hablamos de sus otros colegas (algunos, según afirma rotundamente, mucho mejores que él), o como es posible que generaciones venideras no hablen nunca de Louis C. K., hoy en día la gran estrella de los monólogos, de no ser porque Allen ha sido lo bastante inteligente como para saber de quién se tenía que fiar, en su caso del agente Jack Russell, capaz de aconsejarle, cuando Allen era un veinteañero que ya ganaba dinero a espuertas, que rechazara un contrato formidable y siguiera un par de años más picando piedra en un garito de segunda fila, o que no se centrara en un solo género si lo que quería era desarrollarse como artista.
Por cierto, da envidia que hable de un mundo en el que los agentes aconsejan bien, los artistas se apoyan y se alegran de los éxitos del otro, los periódicos prestan atención a desconocidos y los productores poderosos tienen siempre tiempo para escuchar qué tiene que decirles un novato. Sin todo ello es muy poco probable que Allen fuera quien ha llegado a ser, y así lo reconoce sin tapujos, el producto de un sistema que funcionaba bien. Nada de lo que él hizo en sus inicios es siquiera verosímil en nuestro mundo de idiotas y farsantes, de los que él, como todos sabemos, también ha sido víctima. No sé si en el delirante país donde vive ya se ha publicado su autobiografía, pero sí que debería ser un libro de consulta obligatorio para las nuevas generaciones de artistas, siempre y cuando estén dispuestos a creer en sí mismos, claro. Pero no para esas inacabables remesas de eruditos en la ciencia de mover la cámara o utilizar eso que Allen desprecia, el material de apoyo, sino para quienes piensan que lo más importante de una película es una buena historia y unos buenos actores, no ese enciclopedismo que genera mucha copia ilustrada y pocas obras memorables.
El arranque, el primer acto de esta autobiografía es, pues, divertido y aleccionador. Allen es un escritor estupendo: su brío indeclinable, sus inteligentes cambios de registro, el tono directo, los chistes genuinos, casi todos basados en la hipérbole irónica, que nunca falla. El agua fluye con su caudal transparente y delicioso y uno no encuentra el momento de salir, por más que se le arruguen las yemas de los dedos. La historia de su familia es un festival de ingenio y buen humor. Allen sabe traslucir el afecto por detrás de la chirigota, de modo que nunca queda meloso y nunca racanea con aquellos a los que quiso de verdad.
Los dedos se arrugan del todo cuando llega el segundo acto, la tenebrosa Mia Farrow. Toda la historia de sus falsas acusaciones (bastaría con fiarse de Allen, de su esposa Soon Yi o de su hijo Moses, pero la cosa ya fue juzgada por partida doble en su momento) es minuciosamente relatada con una prosa que, sin perder jamás la fuerza, se nota medida con un calibrador de relojero, no para no decir la verdad, sino para no dar más carnaza a los sabuesos del clan Farrow, siempre atentos a cazar un hueso del que cuelgue alguna mínima piltrafa. Uno asiste a la truculenta historia y se plantea un par de cosas: ¿cómo es posible que un tipo tan inteligente como Allen no tenga olfato para detectar a psicópatas como Farrow?, y, por lo mismo, ¿cómo se dejó anegar por un alud que suena tanto a millonarios pasados de rosca? Pero vaya, esto es América, el paraíso de la extravagancia desquiciada, donde se ruedan películas sobre el macarthysmo mientras sus actores son amenazados por otra caza de brujas igual de demoníaca.
Este segundo acto es como el juicio de las películas de juicios, lleno de testimonios fiables y apreciaciones exactas, rematado, muy a lo Woody Allen, con un final romántico y feliz, su matrimonio con Soon-Yi. Y la tercera parte vuelve a sus películas, una por una, lo que para sus admiradores tiene algo de guía de nuestra propia vida. Durante muchos años, mientras yo vivía en Madrid, era un rito ineludible, cada otoño, pasear con Inma hasta los cines Ideal, en doctor Cortezo, encontrarnos allí con buenos amigos, casi siempre Nuria y Pedro, y ver la película de Woody Allen, antes, durante y después de que su triste historia tuviera lugar y se reprodujese al cabo de muchos años, cuando Allen pasó directamente a ser un apestado y en su país solo unos pocos tuvieran valor para salir en su defensa. Las productoras norteamericanas (y mucho actor cobarde) le dieron la espalda, lo que, curiosamente, redundó en beneficio de sus admiradores europeos. Rodajes en Londres, Roma, París o Barcelona, o en Oviedo y en San Sebastián, ciudades de las que no escatima elogios, como tampoco de aquellos españoles (Penélope, Almodóvar y Bardem, sobre todo este) que no se dejaron llevar por el populismo fariseo.
La vida de una estrella tiene un precio que pagar: es muy difícil, por muy buen escritor que sea, no convertir algunas páginas en un listín telefónico. Se ha amado a tantas mujeres, se ha conocido a tantas figuras y se ha trabajado con tantos nombres famosos que cualquier nómina honesta resulta, en ocasiones, un poco cargante; en pocas, ciertamente, porque de todas ellas Allen tiene algo curioso que decir, alguna anécdota jugosa, alguna broma marca de la casa. Destellan sus amigos de siempre, la fascinante Diane Keaton a la cabeza, pero también un surtido de actores, sobre todo actrices, para quienes ha tenido que hacer malabares si no quería repetir los adjetivos eminentes. Todos son maravillosos. A los idiotas, como dijo el otro, que los nombre su madre.
Me queda, tras la lectura rápida y gozosa, la idea de un cineasta que nunca ha terminado de quedar del todo satisfecho con nada. No le duelen prendas en señalar cuáles son los defectos de algunas de sus películas, pero tampoco en defender las que él considera buenas películas incomprendidas. A mí me gustan casi todas, pero en especial me satisface que considere Manhattan mistery murder una de las mejores, precisamente por su levedad, por su carácter en absoluto pretencioso, por el sencillo placer que produce verla. Él dice que, contrariamente a lo que indican sus gafas, no es ni ha sido nunca un intelectual. Bueno, digamos que es un intelectual de la levedad, que, a fin de cuentas, es la forma más inteligente de ser intelectual.

Woody Allen, A propósito de nada. Autobiografía, trad. Eduardo Hojman, Alianza, 2020, 439 p.

5 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. Qué buenos ratos Antonio disfrutando de sus películas y de esas cervezas después comentándolas en vuestra compañía...un placer.
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  3. Dichosos años aquellos......¡cuánto os echamos (todavía) de menos!
    Pedro

    ResponderEliminar
  4. Todo se andará, que al Woody le queda mucha cuerda y por estos pagos te la dan doblada (la película).

    ResponderEliminar
  5. Autor de muchas frases ingeniosas.

    "Si los seres humanos tuviésemos dos cerebros, seguro que haríamos el doble de tonterías"

    ResponderEliminar

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.