18.2.21

El retrato de Augustine


Balzac es un monumento que todos conocen y pocos visitan. Por lo que a mí respecta, con Papá Goriot, Eugenia Grandet y Las ilusiones perdidas me he dado durante muchos años por satisfecho. Su enormidad, los 89 títulos de su Comedia humana, era una montaña demasiado poco accesible para una simple excursión. Pero en los últimos años la editorial Hermida decidió publicarla completa, en 17 volúmenes estupendamente bien editados, con traducción de Aurelio Garzón del Camino. Así que me ha dado por asomarme al primer tomo, y el viaje no ha podido empezar mejor. Salvo Las ilusiones perdidas, que ocupa un volumen entero, las novelas de Balzac son breves y, sobre todo, rápidas. El lector que le hinca el diente a La casa de «El Gato juguetón», la novela que inicia el ciclo, se amosca un poco con la detallada descripción inicial de la casa donde vive la familia del comerciante de paños Guillaume. Si todo es así, piensa uno, el camino se hará largo. Pero da la sensación (qué gusto da leer sin prejuicios académicos a un gran clásico) de que el primero en cansarse fue el propio Balzac, porque de inmediato la novela coge una velocidad extraordinaria, como si el autor se saltara las escenas intermedias y las descripciones innecesarias, y su prosa ubérrima se centra en el análisis de los personajes, más que de las acciones, de las que nos da unos pocos ejemplos breves, tres o cuatro conversaciones en momentos culminantes. ¿Hace falta más? Pues, terminada la novela, la verdad es que no.

La historia se centra en Augustine (en la novela se castellaniza el nombre, pero en la última edición se volvió a dejar como es), hija menor del pañero, que como todos los pequeños burgueses de la época, primer tercio del XIX, soñaba con casar a sus hijas con algún mozo solvente. La mayor, Virginie, ama al perfecto heredero del negocio, que sin embargo bebe los vientos por la pequeña, quien, a su vez, se encandila con un artista (“todos los artistas son unos muertos de hambre”, sentencia el padre). Un planteamiento tan molière solo puede resolverse con un regreso al orden, expediente que Balzac ventila en muy pocas páginas, porque resulta que el artista, el pintor Sommervieux, no es ningún mindundi, tiene dinero y además, ah, pertenece al gran mundo, se codea con aristócratas y se riza el pelo a lo Calígula. Y es ahí donde Balzac se olvida de las comedias de salón para centrarse en el retrato de Augustine.

La idea (la tesis, podríamos decir) es que los matrimonios interclasistas siempre fracasan. En un par de páginas Balzac los casa y los desgracia. Sommervieux es un artista, rodeado de modelos desnudas y amante de mujeres aristocráticas, sobre todo una, la duquesa de Carigliano, a la que regala el retrato al óleo que pintó de Augustine. Y ahí está el drama de la muchacha: engañada por un fanfarrón, Augustine se siente despreciada; acude a sus padres, que, sobre todo el padre, se huelen la tostada y la empujan al divorcio. Pero ella quiere recuperar a su marido, lo que da lugar a la estupenda escena cumbre de la novela. Augustine visita a la duquesa de Carigliano y, con humildad enamorada, le expone la situación. Y la duquesa, espléndida, la comprende y la ayuda, sobre todo porque para ella Sommervieux es lo mismo que Augustine para su marido, y también lo sustituye por un joven aristócrata de usar y tirar. Si uno se encontrara con los parlamentos de la Carigliano en las páginas que Proust le dedicó a la duquesa de Guermantes, tardaría en darse cuenta del cambiazo, igual que si los encontrara, más próximos, en los de la duquesa de Sanseverina de La cartuja de Parma. 

La Carigliano castiga al pintor devolviendo el retrato de Augustine, pero él sospecha que se lo ha regalado al petimetre que lo sustituye, lo que le hace montar en cólera y destrozar el corazón de su mujer. Balzac ya ha contado lo que quería. Stendhal habría seguido, pero él factura un final precipitado con el hundimiento y muerte de la pobre Augustine. La novela queda, así, en una escena, en el resumen de una trama que habría dado mucho de sí, pero también en la esencia de lo que habría que recordar. Porque, a fin de cuentas, no es lo mismo disfrutar de una novela que recordarla. Gozamos de un mundo, pero recordamos una escena; admiramos una trama, pero se nos queda una imagen, un retrato, una voz. Es como si Balzac supiera qué es lo que va a quedar de su novela, la mujer que se rebaja para reconquistar a su marido adúltero, un tema que luego ha dado y sigue dando mucho de sí. En términos pictóricos, La casa de «El Gato juguetón» es un cuadro a medio hacer del que solo emerge una figura (dos) y lo demás queda difuminado, resuelto en pinceladas rápidas, apenas esbozado y rematado en cuatro trazos. ¿Y no es moderna esa forma de pintar? Particularmente me cansan esas novelas que se empeñan en mantener hasta el final las mismas proporciones, el mismo ritmo y la misma densidad. El caso de Balzac es justo el contrario: el planteamiento (el pintor observando desde fuera la casa del pañero) es moroso y pacientemente hilado; la escena cumbre, de perfectas hechuras; el final, un apaño cosido de cualquier manera. Lo bueno es que se nota que, al escribirla, el autor ha empezado con esmero y parsimonia, que se ha lanzado al encontrar la entraña de su personaje, y que luego ha tenido prisa en terminar, y eso confiere a la novela un carácter más vivo y orgánico que si todas las piezas hubieran merecido el mismo empeño, la misma dedicación y el mismo espacio. Es en esa imperfección donde la novela consigue la vitalidad. Acabar de cualquier manera es lo que hacemos cuando hemos entregado todo lo que queríamos dar. 


Honoré de Balzac, 'La casa de «El Gato juguetón»', La Comedia humana, I, traducción de Aurelio Garzón del Camino, Hermida editores, 2015, pp. 33-105.

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