21.4.21

La edad de la ilusión


La editorial Caro Raggio ha publicado Ciudades de Italia, en edición a cargo de Carmen Caro, quien también publicó hace poco, en la misma editorial y con el título Con voz propia, un interesantísimo volumen de artículos de Carmen Baroja, fundamental para entender no solo la labor intelectual de la hermana de los Baroja sino su estrecha relación con los primeros trabajos de Julio Caro. En el caso de Ciudades de Italia, Carmen Caro ha hecho una estupenda labor de rastreo de las fuentes que utilizó don Pío: sus viajes a Italia (con itinerarios incluidos), las novelas italianas, sobre todo César o nada, para la sección dedicada a Roma, y El laberinto de las sirenas, una novela de la que al final de sus días Baroja se sentía satisfecho, más que los críticos que no la han tratado como lo que es, una de sus grandes obras maestras. Carmen Caro también bucea en los artículos y reportajes de Baroja que le sirvieron de guía, como es el caso de En los jardines de Bóboli, de 1906, o Florencia y Roma o la gracia y la fuerza, por un cronista iletrado, de 1910, un reportaje que también debió de ser del gusto de Baroja porque en 1917 lo volvió a publicar en la revista Cervantes, que Francisco Villaespesa dirigía cuando ya se había muerto Rubén Darío y Juan Ramón viajaba en barco para encontrarse con Zenobia y con la poesía conceptual. El modernismo como movimiento estaba concluido, aunque no como estilo. Lo que podía opinar Baroja del modernismo a esas alturas creo que queda claro en este divertido fragmento:


La dama de blanco corre la cortina, vacila un poco, lugo se decide, se quita el sombrero, la capa blanca y un bolero, corre la pantalla de la lámpara y se tiende.

Yo, en silencio, a la media luz que ha quedado en el vagón, admiro un cuerpo espléndido, un talle esbeltísimo, la curva soberbia de una cadera y los pies pequeños que salen por el borde del vestido.

Por una lógica asociación de ideas, de la contemplación de esta mujer hermosa, paso a mirar el timbre de alarma.


Es posible que La veleta de Gastizar, la novela que escribió Baroja en 1917, también fuera del gusto de aquellos viejos modernistas, una trama teatral y colorista, romántica y luminosa como El convento de Monsant, que había publicado en 1916. Quiero decir que a la altura de 1917 el modernismo de Baroja ha cristalizado en un tipo de novela pictórica llena de fantasía y metaliteratura, y en ese mundo cabe perfectamente su reportaje de 1910. Italia para Baroja es esa luz. «Me dejé llevar por la fantasía y por el humor», podría haber dicho Baroja, aunque quien lo dijo fue Julio Caro Baroja cuando comentaba Las veladas de Santa Eufrosina, ese precioso libro que en el fondo es una evolución del mismo género de El laberinto.

Pero Baroja compone sus Ciudades de Italia en 1949, cuando estaba rematando sus memorias, aunque da la sensación de que se transporta a aquellos años de El laberinto de las sirenas porque «la edad más romántica, más cándida, más llena de ilusiones para el hombre son los cincuenta años». En efecto, las novelas de 1923 están llenas de lances amatorios, igual que este ensayo de 1949; lances barojianos, se entiende, llenos de damas cosmopolitas y misteriosas con las que, por ce o por be, las cosas no terminan de cuajar.

Tras esa brillante primera parte, La Riviera, Baroja se deja llevar por una erudición pictórica y geográfica sazonada de anécdotas curiosas y juicios tajantes. Baroja amaba la pintura con la que «no se necesita reflexionar nada ni consultar con un pedante profesor de estética», porque «son obras que se imponen». Y no tiene rubor en declarar que le gustaban más los realistas alemanes del XIX que las «mixtificaciones aparatosas» de Picasso o de Juan Gris, algo lógico en un amigo de Regoyos, de Echevarría o de Arteta, amistades que subraya Carmen Caro. Para Baroja el arte es sensación, no alarde ni magnificencia. Ni tampoco se corta en admirar a Botticelli o a Rafael tanto como en desdeñar a Miguel Ángel, «un buen hombre que no sabía pintar», en palabras de El Greco que, según Baroja, le costaron el destierro a Toledo. 

Son opiniones conocidas: su repulsión hacia D’Annunzio (ese extremo de modernismo amanerado con el que nunca comulgó), su desprecio por el fascismo, pero sobre todo su búsqueda del carácter de los lugares. No le gusta el colosalismo, Venecia le parece «pomposa y teatral», y le molestan las grandes plazas abiertas junto a catedrales góticas que requerirían un ámbito más recoleto. En todo caso, le gusta la gente, los tipos, los paseos, los flirteos, nada que tenga que ver con el turismo.


Yo, la verdad, mejor que hacer este recorrido prefiero estar con un poco de catarro en la cama. Un paseo así es para quedarse medio tonto, o medio lelo. O no se fija uno en nada, que puede que sea lo más prudente, o si se fija se arma un batiburrillo en la cabeza que no hay manera de aclararlo.


Afortunadamente para el lector, porque sus congeries de tipos que ve por la calle son magníficas. Los personajes, como decía Julio Camba, se suben y se bajan del libro como si fuera un tren, en este caso literalmente, al menos con algún cura contumaz con el que Baroja nos divierte un rato, o con damas (algunas reales, como la duquesa de S., Demetria) que le dan para una conversación de galantería barojiana tomada de El laberinto de las sirenas.

Sobre esta novela se cimenta la sexta parte de Ciudades de Italia, la dedicada a Nápoles, deliciosamente descrita por Baroja y minuciosamente contextualizada por Carmen Caro. Estas cincuenta y tantas páginas son extraordinarias, el verdadero núcleo de ese, digamos, sentimiento italiano de los Baroja. Nápoles es «un paraíso modesto», «el más perfecto caos étnico de Europa». En aquellas espeluncas de Capri o en la Puerta Capuana Baroja desata su impresionante capacidad descriptiva, siempre tan pictórica, tan aficionada al bullicio dicharachero de la gente común. Dice, en fin, que ese viaje a Nápoles fue el año 23, aunque hay documentos que avalan que el 14 de diciembre del 22 llegaba en barco a Barcelona. 

Un epílogo sobre Milán y Génova cierra el libro, del que quedan, sobre todo, las bellísimas estampas napolitanas, y un catálogo de idilios de hotel y tipos femeninos sobre el que Carmen Caro también se centra en su introducción. De las 724 mujeres que, según Francisco Bergasa, aparecen en la obra de Baroja con papel relevante, habría que añadir las que Baroja rememora en este libro, sobre todo cuatro mujeres que, como concluye la editora, «presentan el mismo perfil: sofisticadas, de mundo, con criterio, que viven la vida», además de valientes y generosas. Aún habrá quien siga hablando de la misoginia de Baroja sin tener en cuenta dos aspectos de su insobornable libertad de juicio: que creía en los individuos más que en los tópicos de género, y que muchas veces son sus personajes los que, en el contexto en que las tratan, opinan sobre ellas. Aquí, desde luego, salen muy bien paradas. El que opina es el Baroja que las conoció.


Pío Baroja, Ciudades de Italia, edición de Carmen Caro, ed. Caro Raggio, 2020 (=1949), 244 p.

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