14.11.21

Libro de familia



La última vez que leí un libro de Muñoz Molina fue hace siete años, Ventanas de Manhattan, y me produjo algo entre el aburrimiento y la irritación, lo primero por su prosa tan monótonamente brillante, y lo segundo por ese exhibicionismo de triunfador, tan despectivo con el país que lo había enviado allí. Pero la otra tarde, en la librería, hice un par de catas aleatorias y compré Volver a dónde, que nada más leer ya he puesto en la biblioteca junto a Ardor guerrero, el otro libro que me gusta de Muñoz Molina. Del mismo modo que lo puse a caldo con La noche de los tiempos, debo decir que Volver a dónde es un hermoso libro que consigue lo que unas memorias o un dietario aspiran siempre a conseguir: que el lector pueda representarse su propio mundo del mismo modo que el autor cuenta el suyo, con esa misma perspectiva o con esa misma prosa. 

Volver a dónde es un libro de capítulos breves (228 para 343 páginas) en el que Muñoz Molina mezcla entradas de diario de cuando lo peor de la pandemia, la contagión que llamábamos aquí, y otras de mientras escribe el libro, un año después, en las que describe esta dudosa luz del día que pisábamos después del confinamiento, su vida hogareña y familiar, su esposa y sus hijos y su nietecita (un par de veces o tres aparece la abuela paterna de su nieta) , y su kioskero y su médico y su verdulero, además de otras dedicadas a contar su infancia, o más bien ese prólogo de las memorias infantiles que Baroja llamaba familia. Volver a dónde es, en efecto, un libro de familia, ahora que ya no sirven para nada. 

Esta estructura de collage funciona porque todo forma parte de un mismo sentimiento, el que mucha gente tuvo mientras estuvo confinada, esa detención del tiempo que casi naturalmente obligaba a mirar atrás con sorprendente nostalgia y adelante con inquietud. Muñoz Molina está entre su abuelo y su nieta, entre sus padres y sus hijos, él ya sexagenario inopinado (para sí mismo, como todos), concentrado en la austeridad de las obligaciones mínimas, regar las plantas y fregar los platos, protagonista de los aplausos a los sanitarios y testigo de las caceroladas ultra, desde una posición privilegiada (y ganada a pulso) en la que Muñoz Molina parece siempre deprimido. Él mismo dice que deja los antidepresivos por la bici, en un grado de desnudez autobiográfica que es como un ejercicio espiritual: no ahorrarse nada, ni la decoración de su tálamo siquiera.

Su punto de partida es una apuesta estética coherente, y la forma de plasmarlo, un cambio en su prosa que quizá venga de los años que llevo sin leer su libros, pero que, por lo que en algún artículo suyo he comprobado, seguía siendo esa prosa pleonástica y rosariera que se me caía de las manos. En Volver a dónde la frase se acorta, desaparecen los nexos que antes servían de bisagra para ondular las frases y alargarlas. Eso le aporta una intensidad que aquel fraseo desperdiciaba. Ya no se regodea en las enumeraciones, pero sigue limitándose a describir con una precisión que ilumina la frase, las acciones que ve, los objetos que contempla, las escenas que recuerda. Cualquiera sabe, pero me suena a ejercicio de contención, a ora et labora, al oficio de buscar la forma de describir exactamente lo que es, y si acaso luego sombrearlo de reproches, discretos —no mucho, sobre todo en el impactante ajuste de cuentas con su padre— por lo que toca a las cuestiones familiares, pero indiscutibles en lo que se refiere a la infame turba de políticos que padecemos. Su coherencia estética consiste en dejar constancia de lo que vio, de los hechos mínimos que sucedieron dentro de un desastre gigantesco, pero no por meticulosidad morbosa, que siempre es un alarde y nada más, sino por la obligación galdosiana de dejar constancia literaria de lo sucedido. La prosa rigurosa se somete a las mismas fructíferas limitaciones que la propia vida confinada y la obligación  de ser preciso. Quizá sea lo que, en general, más disfruto y más persigo en cualquier prosa, la precisión, que no tiene que ver con el realismo sino con la exactitud. Cuando está, como es el caso, al servicio de la realidad, su efecto, sin necesidad de adornos, tiene una intensidad poética que no nace de las bellas metáforas sino de la capacidad de observación y de formulación de lo observado. Para el escritor comprometido con la escritura quedan los detalles de la vida que no recoge la ciencia pero sí la historia. 

Bien es cierto que este libro son dos libros barajados (y barojados), su experiencia personal en el contagio y los recuerdos de infancia a la luz de sus padres, ella todavía viva y protegida, mientras los ancianos de las residencias mueren y ven morir. Es verdad que la enseñanza que nos queda es que con toda nuestra civilización a cuestas hemos asistido a un proceso crudamente darwiniano, seres débiles que mueren y seres fuertes que se van de botellón o berrean consignas idiotas, y en medio un tipo de ciudadano, tan anónimo como mayoritario, que es el que dio a Muñoz Molina el prestigio que tiene, porque su triunfo no consistió en lo bien que escribía sino en que se dedicaba a describir el mundo que veían sus lectores, y cómo lo veían. Sus recuerdos de infancia encajan en el libro por ese lado, como reflexión sobre los padres y abuelos que se van y que se quedan, esa conjetura tan habitual a partir de los cincuenta que consiste en pensar qué hacían nuestros padres a nuestra edad, si aún estaban vivos, cómo los veíamos, cómo nos ven los niños.

Sin embargo, y puestos a ponerle un pero, creo que las memorias infantiles son un género mayor que merecen siempre libro aparte. Muñoz Molina dejó largos fragmentos en El jinete polaco y escenas desperdigadas en los libros suyos que he leído, pero, que yo sepa, es esta la vez que más ha hurgado en su memoria de niño, y lo ha hecho con una deslumbrante precisión descriptiva, que es de donde nace la poesía, y sin desmadrarse en ningún momento ni apenas caer en la autocomplacencia. Muñoz Molina se ha entregado como un monje al nombre exacto de las cosas. Que sea tan sombrío y pesimista, teniendo la vida que tiene, ya es marca de la casa. Si un día se le ocurriera soltar una broma casi que sus lectores se lo reprocharíamos, como si hubiera dicho una palabrota.


Antonio Muñoz Molina, Volver a dónde, Seix-Barral, 2021, 343 p.

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