11.9.22

Con afecto y guasa


Cuando Javier Marías publicó Los enamoramientos, escribí en este blog una reseña en la que explicaba por qué no me había gustado. En España hay mucho crítico forofo (y servil, que aún es peor) incapaz de hablar mal de un autor no solo popular o reconocido sino de quien otras veces haya hablado bien. Desde que, en el año 90, leí Todas las almas, creo que no hay un solo libro de Javier Marías que no haya leído, incluidos sus artículos de prensa y bastantes de sus traducciones. Forma parte de mi biografía lectora, de esa media docena de escritores que uno lee siempre, con el mismo entusiasmo con el que, por ejemplo, acudía puntual al estreno de una película de Woody Allen. Esa, digamos, familiaridad hace que, más que hablar mal de una obra, me entren a veces ganas de reñir a su autor. De mi querido Pombo he leído novelas muy malas, pero lo sigo leyendo porque el placer que me produjeros las buenas es un crédito que no se agota de buenas a primeras. Por eso (y porque por este blog solo se pasean cuatro conocidos que ya lo hacen por costumbre) hablé tan mal de Los enamoramientos, que encima fue un gran éxito, pero me sorprendió recibir comentarios airados e insultantes de un par de lectoras ofendidísimas. 
No eran comentarios sesudos, ni siquiera irónicos, más bien la invectiva de quien defiende a un ser querido. Demostraban no haber leído mi reseña con mucho detenimiento, e incluso haberla malinterpretado, pero aquella cólera menor, capaz de indignarse pero no de ser groseras o crueles, me produjo una cierta ternura, y me hizo volver a momentos memorables como los que escuché en la radio hace muchísimos años, en un programa que tenía Agustín García Calvo en Radio 3, en el que hablaba con su densidad característica con oyentes no cultivados que se expresaban como podían, y sin embargo, hablando idiomas diferentes, se entendían sin ninguna dificultad. Con Marías creo que ha pasado algo parecido: su prolijidad, tan especulativa, su sintaxis sinusoide, su uso constante de los verbos en conjugación completa, sus juegos de suposiciones que suelen meterse en berenjenales conceptuales, tan divertidos; todo eso, no muy habitual entre lo que suele consumir el lector común, sin embargo producía filiaciones inquebrantables entre lectores muy comunes. Me daba la impresión de que Marías gustaba con independencia de que se le hubiera entendido, como si fuera la música, el tono de su prosa, más allá de su contenido, lo que seguía seduciendo a tantos lectores. Entre quienes sí lo entendían y también disfrutaban de su contenido, la admiración iba siempre un paso por delante de la crítica, pero eso es algo que le puede ocurrir a cualquier escritor de culto, incluso a más de un clásico. Lo raro es lo otro, que se le lea por encima de sus excesos, como si el contenido se les estuviera transmitiendo más allá de sus palabras, o en un código entre líneas que solo con una entrega indesmayable se llega a comprender. Ser buen escritor es eso. Escribir bien está al alcance de cualquiera, pero gustarle a los que no te entienden o provocar simpatía entre quienes saben verte las costuras, eso no se consigue así como así.

Marías inventó una voz, un personaje, él mismo, y lo puso a deslizarse por una prosa grave y fluida, a veces gamberra y artificiosa, pero siempre atenta a esos detalles que casi todo el mundo, cuando los descubre en el transcurrir cotidiano, piensa que solo los ha visto él. Esa forma de complicidad es la de quienes en silencio, solo con mirarse, se dan cuenta de haber captado algo que a todos los demás allí presentes les ha pasado desapercibido, quizá porque no se fijan en ese tipo de detalles, o si se fijan no saben dotarlos de expresión, o ni siquiera de significado. Y esa complicidad habla un lenguaje común más bien silencioso, un bajo continuo que es lo que arma las novelas de Marías y las hace tan interesantes. Uno no abre un libro suyo en busca de una historia sino de una forma de ver la vida. Igual que las buenas memorias son aquellas que te invitan a contar en un tono similar tu propia vida, las novelas de Marías eran un modo de instalarse en una posición discreta desde la que observar curiosos comportamientos. En ese punto de vista se transige, incluso con regocijo, con esas situaciones inverosímiles y acartonadas que a veces salen en sus páginas, o esos personajes de tebeo que sin embargo, milagrosamente, no afectan a la verdad del relato. 

Hoy había críticos que volvían a las polémicas de los años 80 y principios de los 90, cuando el joven Marías decía que él no sabía qué iba a escribir antes de escribirlo, que iba con brújula, no con esquemas ni argumentos previos. La escritura es la que genera la historia, no los planes del autor, que no es demiurgo sino médium. Fue gracioso porque le lanzaban andanadas despectivas autores que hacían exactamente lo mismo, dejarse llevar por la voz que arrulla la novela, no por tramas ya pautadas. Eran polémicas inanes porque nadie las desarrollaba en serio, pero en aquellos años era importante que alguien se opusiera al cinematografismo de la novela, que había sustituido la imaginación y el poder autónomo de la palabra por su posible adaptación al cine. Marías no escribía guiones sino novelas, y cuando alguien quiso hacerlo con una de ellas (la familia Querejeta), el escritor montó en cólera. Supongo que se trataba de defender la independencia de la novela, su continuidad como género más allá de lo previsible, la única parcela virgen en la que podía seguir su desarrollo. La cosa se resolvió con insultos gaseosos (los angloaburridos de Umbral y todo eso) proferidos por quien no se estaba dando cuenta de que gente como Marías, además de despreciarlos por motivos de genealogía literaria, los estaba justificando. 

Aparte de sus títulos más celebrados, he propuesto en clase con frecuencia la lectura de un ensayo de Marías, Vidas escritas, un modelo, un poco a lo Strachey, de retrato, lleno, como él mismo escribe, «de afecto y guasa». Es así, unos le tienen afecto, a otros les despierta la guasa, pero ambas son, a fin de cuentas, las formas más inteligentes de mirar. Por lo que a mí respecta, el hecho de que haya muerto antes de tiempo implica la derogación de un rito, de una fidelidad a prueba de desencuentros, el ir a por la última de Marías y al día siguiente haberla ya devorado. Cosas que uno va dejando de hacer, avisos de fragilidad, sombras en el horizonte.

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