28.12.22

Baroja sin obligación


Hace muchos años que Baroja no es lectura obligatoria. Muchos de los escritores que caminan en la cuarentena larga se declaran barojianos porque leyeron La busca o El árbol de la ciencia cuando estaban en el instituto. Aún hoy hay quien dice que a Baroja se le recuerda por nostalgia de la propia adolescencia, como si su elección hubiera sido una capricho arbitrario, pudiendo leer a otros… Pero está demostrado que, de los otros, hay pocos que reúnan las dos condiciones que reunía Baroja: que era un clásico indiscutible y que al adolescente le seguía interesando. El apartado de lecturas clásicas ha ido cambiando de nombre, y también el interés. Más allá del aluvión de lecturas juveniles, es decir superables, como si solo pudiesen ser leídas a determinada edad porque después parecen cosas de críos, los clásicos que han optado a ocupar el puesto de lectura recomendada u obligatoria eran textos consagrados, desde luego, pero no se ocupaban de ese tipo de preguntas que uno empieza a hacerse cuando es muchacho: el sentido de vivir, el azar y la justicia de ser como somos, la necesidad de proteger nuestra sensibilidad, la de descartar o aceptar, la de elegir. 
En Aragón, sin ir más lejos, en último año de Bachillerato, en el que las lecturas vienen dictadas, solo se leen libros que tengan que ver con la Guerra Civil. Se lleva décadas obligando a los estudiantes de último año de Bachillerato a leer Los santos inocentes. Es, desde luego, un hermoso poema en prosa, de una técnica envidiable; es breve, tiene una excelente versión cinematográfica, y además habla de un asunto histórico que todos deben conocer. Ahora bien: ¿habla de ellos?, ¿cuénta la vida como ellos la pueden pensar?, ¿está escrito en un lenguaje del que puedan olvidarse mientras leen? Uno es un gran admirador de Delibes y de su maestría para darle voz al campo, pero la España de Franco es la guerra de unos antepasados que ya no son los de nuestros alumnos. Los programadores mantienen la novela por simple pereza, los profesores saben que alguno la disfruta, y Televisión Española siempre la emite a principios de mayo. Todo invita a que el adolescente no se siente a leer.

Si Baroja se mantuvo tantos años en el candelero bachilleril fue porque no había otras novelas tan, digamos, completas en el panorama español del siglo XX. O tenían más virtudes ideológicas que literarias, o eran excepcionalmente livianas, o se parecían a Baroja. Tan solo Nada, de Carmen Laforet, una novela muy barojiana, ha cumplido con ese interés nuevo por la persona, más que por los hechos. Los alumnos llegan ejercitados en una literatura fantástica y lejana, muchos son hijos de Tolkien, pero hasta que no leen unas páginas de Salinger no perciben que la literatura también puede ser un espejo. Es él, Salinger, el que oficiosamente ha ocupado el puesto de Baroja. El guardián entre el centeno no es obligatoria pero entre los alumnos cunde, son ellos los que se la recomiendan, no solo el profesor. ¿Es Salinger literatura para adolescentes? ¿Lo es Baroja?

No solemos reparar en esta prueba de fuego sobre los clásicos contemporáneos: grandes obras que sigan entrando en las mentes de cualquier edad, también de la adolescencia y la primera juventud. Nada, Alfanhuí, A sangre y fuego, Pascual Duarte, El camino, Réquiem por un campesino español, El extraño viaje de Pomponio Flato… Esas son, no nos engañemos, las lecturas generales de las últimas décadas, porque Olvidado rey Gudú se lo leía solo una chica o dos, y La ciudad de los prodigios era para lectoras consumadas. De los 80 en adelante, nada tenía que ver con ellos, y La lluvia amarilla se puso enseguida demasiado amarilla. Últimamente, escritoras jóvenes como Elena Medel o Sara Mesa están ocupando con más eficacia ese lugar: en ambas el tema es un personaje joven en un ambiente familiar desesperante que trata de encontrar su sitio. Medel está más atenta a la poesía verbal, pero Sara Mesa cultiva una transparencia que alguno llamará desaliñada

Si Baroja se mantuvo tanto tiempo en esas listas de lectura no fue por el anquilosamiento de los planes ni porque fuera de antes de la guerra, sino porque su literatura se empieza a leer en ese momento, sus preguntas son entonces más universales, su desprecio de la retórica es mejor recibido, más inmediata su descripción de la fragilidad. Lo demás depende del encanto, esa facultad que Fernando Savater encontraba en Stevenson y que tan difícil es de mensurar. Baroja se mantuvo porque tenía encanto.

Ignoro si los centenarios y los centenarios y medio sirven para rehabilitar los planes de estudio, o solo dan a conocer al clásico entre quienes ya lo conocían. Pero en los muchos artículos que se han escrito a lo largo de 2022 se habla de un Baroja canónico, escolar. Rara vez se menciona una novela posterior a 1920: es el Baroja de La busca, Zalacaín, El árbol de la ciencia, Las inquietudes de Shanti Andía y, en todo caso, La sensualidad pervertida. Ese es nuestro Baroja, con independencia de otras cincuenta y tantas novelas, algunas de ellas extraordinarias. 

Este problema se observa incluso en la crítica académica. Se escriben libros enteros sobre Baroja con el apoyo de tres o cuatro novelas, las más famosas, eso cuando el autor no se ceba en un momento de su vejez sobre el que sale gratis elaborar conjeturas. La última obra de conjunto es la de José Carlos Mainer, que por su propio diseño no se detiene a desenterrar y comentar títulos ocultos o poco valorados. Su ensayo biográfico es de 2012. Antes, tenemos que remontarnos a 1998 para encontrar estudios de conjunto con piezas poco conocidas como el de Ascensión Rivas. El extraordinario último volumen de sus Obras Completas, un empeño hercúleo de Juan Carlos Ara, es una fuente abundosa para ese estudio de la evolución de Baroja que topa con un primer inconveniente: hay que manejar cerca de cien libros del autor. Pero Baroja es todo. Baroja es obra en marcha, no media docena de novelas.

Las editoriales, por su parte, van a lo seguro. Fuera de esos cinco que he mencionado, es difícil encontrar un título a la venta. Caro-Raggio, la editora familiar, lleva tiempo publicando piezas poco conocidas o que incluso formaban parte de otros libros incluidos en otras series, como es el caso del muy didáctico El convento de Monsant, un breviario del Romanticismo, o novelas escondidas como La venta de Mirambel (no El crimen de Mirambel, como algún plumilla ignaro la citaba esta mañana), que sin embargo tienen su público. El camino es este: delicias como El diario de Pepe Carmona o El viaje sin objeto permanecen ocultas bajo un rimero de títulos. El escuadrón del Brigante, Los pilotos de altura, El gran torbellino del mundo…

Baroja sigue siendo un armario medio cerrado. Continúa empaquetada buena parte de su obra. Solo disfruta de régimen abierto esa media docena de novelas, pero dentro hay de todo lo que uno necesita para hablar de literatura, y algo de lo que ningún otro contemporáneo suyo podría presumir, que su prosa parezca escrita esta mañana, que su voz sea la de un amigo con el que vas paseando, un tipo perspicaz, con sorna, austero y sentimental, que describe los pasajes de la vida sin adornos ni componendas, empeñado en la más alta empresa literaria: nombrar las cosas como son. Ningún otro artista del XX se ha convertido como él en un modo de ser más allá de las limitaciones ideológicas. Nadie tiene un modo de vida lorquiano, ni mucho menos unamuniano. Nadie puede llevar una rutina valleinclanesca, es difícil adaptarlos a la vida real y a los universales que la igualan en el tiempo. Baroja sí, y eso quizá sea lo más digno de celebración, que podemos pasar una mañana barojiana, que podemos charlar o viajar barojianamente, o pasar las horas solitarias con una manta y una boina… Todos podemos ser personajes de Baroja, usar su máscara para ir tirando. En días como hoy, más que leer un libro suyo, formo parte de la trama. 

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