No estoy al tanto de la biografía de Torrente, pero sí de que pasó algún año en una universidad norteamericana, uno de estos campus donde se mezclan los ocres de las hayas y las mozas que leen poesía, donde conviven profesores pagados de sí mismos y estudios gratuitos que sin embargo justifican su trabajo. Pero la novela de campus suele tirar bien hacia la novela negra, bien hacia la sentimental, géneros que en el caso de La isla de los jacintos cortados se reabsorben en lo que podríamos llamar la novela profesoral. Aquí el crimen, la pesquisa, es un genuino macguffin, la hipotética invención del personaje Napoleón Bonaparte, un asunto que suele aducirse como tema de la novela y que al final resulta ser bastante secundario, hasta que aparece ya en los estertores de la obra, en una reunión en la que fantasean figurones como el almirante Nelson, Metternich, Chateaubriand. Junto a ellos, y en tono de novela galante picantona, están el bello Nicolás, que salta de cama en cama, y un Ascanio cuyo papel nació para protagonista pero queda cubierto por la hojarasca histórica, y que es quien ordena cortar los jacintos que, quietos en sus macetas, no han participado en el movimiento revolucionario. El elenco se equilibra con algunas damas de nombre menos célebre (Flavariosa, Agnesse…) que, además, llevan la representación alegórica cervantina a su extremo erótico más dieciochesco. Entre todos, en fin, le toman prestado el nombre a un camarero italiano y de ahí se sacan a Napoleón, pero esto sucede en media docena de páginas, después de casi cuatrocientas en las que el tema no era ese sino sus aledaños. El primero, el profesor que lanza la hipótesis de la invención histórica, un francés impotente que sin embargo tiene enamorada a la clásica estudiante griega, Ariadna, para desesperación —moderada— del narrador, que puede convivir con ella en su casita del bosque pero no tener conocimiento bíblico. Este lado de la novela suena a mañanas tranquilas viendo caer las hojas desde el despacho asignado en la universidad, imaginando que todas las estudiantes con gafas redondas caen rendidas ante sus tutores en las visitas que rinden a sus despachos, y allí se aman entre libros viejos. Tiene, también, algo de ese estar sentados en el suelo, frente a la chimenea o la enciclopedia histórica, al que solo le falta que al mismo tiempo esté sonando una pieza selecta de jazz, mientras profesor y alumna fuman y se aman. En todo caso, y para darle un aire más informal, el narrador «pone en el magnetófono una cinta de Joan Báez», casi nada.
El otro desvío, la otra ruta napoleónica, es un ejercicio de culturalismo tan deslumbrante como desconcertante. El narrador mira las llamas de la chimenea y reinventa la historia con el expediente de instalarse en ella, igual que la bruja «veía en los espejos lo que la vida había depositado en ellos», en lo que pensaron o vieron hacer sus protagonistas, reunidos todos, a modo de apoteosis teatral, en una isla mítica, Gorgona, donde se celebran banquetes y se aparean personajes de la mitología clásica y de la no menos mitológica historia occidental. Allí todo es presente, porque «no es imposible que personajes de una historia irrumpan en otra que no es la suya», y se mezclan los hechos y los tiempos, que el narrador, cual Sherezade infructuosa (porque cuando se hace de día su amada, después de escucharlo, se larga con el otro), va mezclando en una melopea por momentos agotadora en la que se da más información de la que el lector tiene tiempo de ir ordenando, si es que —se pregunta muchas veces— merece la pena ser ordenada. Por allí desfilan parodias y homenajes, ejercicios de estilo y paisajes fantásticos, todo ello contado con un lenguaje que pocas veces en Torrente alcanza semejante grado de lirismo, versos entre coma y coma que suenan como música para clavecín dieciochesco improvisada como en un piano del siglo XX.
Porque ese, el lenguaje, el impresionante lenguaje, es el verdadero protagonista de la novela. Hasta el lector menos paciente, si se deja llevar por su sensibilidad, continuará con la lectura por más que su contenido le resulte cargante o peregrino. No estamos ante una de esas novelas que se miden según el equilibrio de su estructura o el desarrollo de sus personajes. Era muy de la época (la novela se publicó en 1980 y fue Premio Nacional de Literatura en el 81) el alarde verbal que despreciaba las convenciones narrativas, la sota, el caballo y el rey del argumento, los episodios y los personajes, y en su lugar lo fiaba todo a la yuxtaposición de frases deslumbrantes, largas pero no liosas, con frecuentes guiños coloquiales que, en medio de tan exquisito caudal, saltan vivos y brillantes como los salmones. El Torrente que había demostrado (y seguiría demostrando) dominar el realismo entretenido como quien lava, ahora se propone un denso y brillante ejercicio de erudición literaria en el que muchas veces da la impresión de que la historia nace del diccionario, de cómo colocar las palabras de modo que vayan generando situaciones, en el puro juego de un ritmo que deslumbra y acaricia, y en el que hay que entrar «como los niños, que creen en la verdad de lo que saben que es mentira». Y así la prosa es una música «a la que a la que se acomodaban mis palabras, que, por cierto, me parecieron dictadas o escuchadas, no sacadas de mí», dice el narrador, en una de las frecuentes poéticas que va insertando a lo largo de la novela. «Con esto de que todo suceda al mismo tiempo», por ejemplo, «empiezo a armarme bastante confusión, y ya no sé lo que fue antes, ni lo que vino después, conforme el cómputo ordinario». Y, entre tanto, el supuesto asunto, Napoleón, se sigue retrasando hasta que el lector/Ariadna se lo llega a reprochar, que se divierta tanto con las delicias de La Gorgona y no deje de desviarse del tema, quién y por qué inventó a Napoleón, hasta que por fin Chateaubriand nos explique que lo primero es el nombre, porque «la historia la hacen los héroes, y los héroes son, a fin de cuentas, nada más que nombre y facha, que palabra y retrato».
Terminada la novela, uno se levanta de la butaca como si el concierto hubiera sido un poco largo, y entre aturdido y deslumbrado también con esa cadena de apoteosis con que la va cerrando. Pero el propio Torrente decía que cada novela exige un estilo determinado, en consonancia con su contenido, y si su gran trilogía reclamaba una narración decimonónica, esta era terreno para la filigrana. Después de escribir su novela, el profesor español marcharía del campus norteamericano. Las Ariadnas quedarían en sus mitos y en sus amoríos, pero él se llevaría un buen libro bajo el brazo, como para amortizar doblemente su año de profesor invitado.
Gonzalo Torrente Ballester, La isla de los jacintos cortados, Alianza, 2019 (=1980), 427 p.
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