2.2.25

Los poemas del buceador


Acababa de leer los Cuadernos de África, que me habían encantado, cuando, por una rara casualidad, tuve ocasión de charlar con uno de esos escritores profesionales cuyas ansias de gloria les amargan el carácter. Estábamos hablando de pintores que escriben, y yo dije que Barceló me parecía un buen poeta. «¿Barceló?», dijo, como si le hubiera insultado, algo que, retrospectivamente, y teniendo en cuenta cómo es el pájaro, me da un cierto malévolo placer. 

Pero sí, Barceló es un buen poeta, y este nuevo De la vida mía es un magnífico ejemplo. Ya el título es de Góngora, «Hermoso dueño de la vida mía», según cita completo, porque, si hay que tomar prestado, que sea del más grande. El libro, escrito en francés ("lo que escribo en catalán o en castellano me parece una mierda", le he leído en algún sitio) y profusa y gozosamente ilustrado, está compuesto por tres tipos de textos: escritos a propósito, largos de una página, no más, con un tema concreto, la infancia, los talleres, bucear. Luego están las transcripciones de los cuadernos, junto a dibujos y apuntes que podrían ser ya piezas acabadas y páginas escritas en letrajas grandes con textura de poema, igual que, en tercer lugar, los pies de foto. Se diferencian por la tipografía: regular en los textos más largos, y de dos cursivas diferentes en los otros, algunos de ellos inventarios de lugares, de autores, de peces. Cuenta Barceló que Patty Smith recitó en Nueva York fragmentos de sus Cuadernos de África, y se sorprende porque no eran más que «listas de cosas». Smith sabía que para esa lírica de inventario se necesita ser un buen poeta, y Barceló, que lo es, también nombra a Defoe entre sus lecturas. Pero no solo eso. Cuando hablo de poema me refiero, por ejemplo, a esto:


Había empezado una escultura de yeso de dos o tres metros que representaba una cerilla a medio quemar. Una mitad bien tiesa y derecha, la otra torcida. Mi hijo Joaquim me ayudaba. El yeso es agradable, se calienta y se seca muy rápido. En cierto momento me preguntó por qué modelábamos una cerilla. Le dije: mira, la parte quemada es el tiempo vivido, la parte intacta es el tiempo que queda por vivir. Tengo cuarenta y cinco años. Eso es. Segundos después vi que derramaba una lágrima.


Todo está escrito así, con esa naturalidad un poco desarticulada, de mezclas aparentes que disocian las frases hasta convertirlas en verso, imagino que como sucede con su pintura. Es prosa depurada, sin énfasis, sin ínfulas. Barceló ha depurado la prosa como, según veo en la exposición de la galería de Elvira González, ha depurado también su pintura, para que los nexos no interrumpan la secuencia de los objetos, con una claridad más tranquila, con una nitidez que se ha ido reposando en sus años de cultura dogón en Mali, en sus maravillosas acuarelas de Gao, tan simples, tan expresivas, o en sus investigaciones en la cueva de Chauvet. «Más que pintar lo que veo, veo lo que pinto», dice. O lo que una vez pintó, él o alguien que, como él, viajaba, miraba, buceaba.

Barceló se hizo famoso muy temprano. Recuerdo una foto suya, de la época de la Movida, con un desgaire petulante, muy glam, de chico moderno, rico y famoso. Pero eso se pasó pronto: cuando empezó la «danza de los marchantes» se largó del infecto mundo de la fama. Con Javier Mariscal se fue a Portugal, primero, y luego al Sáhara, donde descubrió, como Paul Bowles, el inagotable atractivo de la nada, y cambió los cócteles brillantes por una cabaña en Mali llena de termitas y de telarañas, y un tipo de vida en el que cualquier día un escorpión podía sacarle un ojo. A punto estuvo. 

Pero tampoco se detiene mucho en esos años. Le interesa más la infancia, de la que habla con entusiasmo, y con adoración en lo que se refiere a su madre, pintora también, de la que acaso heredara la necesidad del arte, una decisión irrevocable que tomó a la edad de los descubrimientos. «En realidad», dice, «no cambiamos, somos siempre los mismos», y sin embargo traza esquemas coloreados de su trayectoria vital. Va y vuelve a la infancia igual que regresa a las cuevas, incluso las construye, como horno, como estudio, como imagen. En las cuevas el artista se aísla y se refugia. La cueva es el lugar en el que se acurruca, donde sueña en posición fetal.

Su madre ha bordado muchas pinturas suyas, y Barceló habla con una mezcla de orgullo y placer de esa relación que todavía mantiene con ella, casi centenaria ya. No fue lo mismo con el padre, con quien, salvo a última hora, no se llevó bien. En algún lugar del libro dice que hay que escribir sobre los padres. Puede ser liberador, o placentero, o un tormento, pero aquí a Barceló no se le ve con ganas de sufrimientos innecesarios. Y es gratificante que sea su madre (y alguna mención esporádica a gente como el ciclista Timoner o artistas como Curro Romero o Camarón, de quienes cuenta sendas anécdotas preciosas) uno de los pocos personajes que aparecen en el libro. Alguien como Barceló podía practicar el odioso name dropping que alicata de celebridades las memorias de los personajes célebres. Aquí no. Aquí el importante es su «hermano mayor» en Mali, gente común e importante, artistas sin gloria, cuaranderos de la tribu: personajes que bullían en su pintura como los peces o los calamares, mientras buceaba en ella. Y, sobre todo, sus perros, porque ellos son los que marcan las etapas de una vida, y eso lo sabemos todos los que hemos convivido con ellos. Los nombra en torno a la foto de un perro nadando, visto desde dentro del mar, con ese elegante avanzar sobre la nada. La letra de Barceló, al glosarlo, es como su pintura, como los trazos de sus acuarelas, irregurlar, trémula, un tanto infantil, la letra de quien anota lo que ve, no la de quien escribe lo que piensa. O quien apunta lo que ve su pensamiento, antes de que se apague su fulgor.

Al margen de esos pocos personajes, el libro habla de pintura y de su relación con la pintura. Varias veces explica por qué pinta desde dentro, con el lienzo en el suelo, paseando por él, dejando, como Pollock, que vayan cayendo cosas, porque Barceló cree en la condición orgánica de la pintura, en su ir haciéndose. Así el pintor bucea en la pintura, la llena de elementos cambiantes, putrescibles. Repite un par de veces que Keats tenía un cajón lleno de manzanas podridas que olía de vez en cuadno, y Barceló hacía lo mismo con una mezcla de calamares podridos, petróleo y no sé qué más. Para llegar a esos olores, para llegar a sí mismo, Barceló tuvo que exiliarse en el país de la pintura. Cuenta con alegría cómo suele zambullirse en el mar cuando aún va lleno de pintura (de haberse zambullido en un cuadro) y ve los pegotes disolverse o flotar entre bancos de peces. «El cuadro en el suelo es como un fondo marino, entro y salgo». 

Como pintor, se deja llevar: «pinto con rapidez, en el tiempo que media entre un golpe y el dolor que produce». Es decir, no premedita. Mira, vive, respira, actúa. No deja que sea su pensamiento el que tiranice a su sensibilidad. Por eso se fue a vivir al mar, al desierto, a la pintura. En vez de pensar, pinta. En vez de meditar, bucea. Su fetichismo con los talleres de sus pintores preferidos (Picasso, Pollock…) tiene que ver con ese sentido de la pintura como inmersión en un mundo aparte.  Necesita una iglesia entera abandonada, y embardurnar las luminarias con arcilla, y dibujar con esgrafiado sobre ellas, que la luz sea también la luz de la pintura, del mismo modo que bajo el agua la luz con que se ven los peces es la luz del agua.

A veces, con el frío, con el calor, la arcilla se cuartea o se hace más flexible. Las circunstancias (la época, el lugar) intervienen en la obra mientras está siendo creada, y se supone que también después, cuando pase el tiempo y su proceso de composición/descomposición siga su curso. «La pintura es siempre una cuestión de transumptio», una metamorfosis de pintura en carne, de imagen en luz, o en aura, como cuando pinta con lejía. Para Barceló evolucionar es recurrir a nuevas tácticas, ancestrales o inventadas, artilugios para conseguir el efecto imaginado, como cuando trabajaba en la capilla de Palma viendo el resultado a través de una pantalla, o montó el cirio que montó en Ginebra con un cañón de pintura, como si estuviera construyendo un techo de coral, metido en su escafandra. «Quizá todos mis cuadros sean sopas. Arros brut (arroz sucio), con un poco de todo. Un mundo comestible». Será por eso que le gusta tanto el pintor de bodegones Luis Egidio Meléndez, «el Messi de la pintura», un virtuoso lleno de granadas reventonas y ojos de besugo.

Una de esas sopas, quizá la que más orgulloso le hace sentirse, es la capilla de la catedral de Palma, a la que dedicó un precioso libro, La catedral bajo el mar. Supongo que es la pieza en la que, finalmente, pintura, escultura y cerámica llegaron a ser la misma cosa, el mismo arte, un todo indistinto. Tiene gracia que fuera el obispo, Teodor Úbeda —quien puso la paciencia y el ánimo suficientes e incluso pidió ser enterrado en ella— el que le propuso el tema, la multiplicación de los panes y los peces, que a Barceló venía como anillo al dedo. Su pintura es, en cierto modo, ese milagro.


Miquel Barceló, De la vida mía, trad. Nicole d'Amonville Alegría, Galaxia Gutenberg, 2024, 263 p.


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