Los lectores de Pombo, sobre todo a estas alturas, ya salimos entregados. Después de tanta prosa escolar y cursi que se nos vende últimamente como la repanocha literaria, abres un libro de Pombo y su resplandor te fascina como el del maletín aquel de Pulp fiction, como si hubieras encontrado un ansiolítico que al mismo tiempo fuera euforizante, con la tranquilidad y el entusiasmo de los placeres de verdad. Esa entrega previa, sin embargo, deslumbra pero no ciega. Cuentos autobiográficos I es un libro no sé si irregular o variado, con una mayor parte esplendorosa, la que se refiere, en primera persona biográfica, a su infancia y juventud, al mundo sobre todo de esa preciosidad que es Aparición del eterno femenino, un gozo deslenguado y santanderino al que aquí se añaden otros episodios que podrían haber formado parte de aquel libro —a su modo, traducidos al idiolecto de Ceporro— y otros que bastarían para, en ese mismo tono, con esas mismas historias, componer un libro hermosísimo. Pero hay, también, otra parte más sombría, más reescrita, de cuentos o partes de novela o narraciones por mitosis, en todo caso más cuento que autobiografía, más ficción que historia, más gris también, como de otras épocas más tristes y desesperanzadas. El contraste es tan intenso que una parte anega la otra con su belleza restallante, y la hace parecer algo pesada con su fulgurante brevedad.
Esos relatos tan buenos, tan puramente autobiográficos que son más de la mitad de los que componen el libro (aunque algunos de los otros son más largos), van de la figura lejana y antipática de sus padres a una carta final a la madre sobre la mutua imcomprensión, una carta que bien pudiera estar en ese inventario de papeles viejos que va sacando su ayudante Iñaiki y van dando forma al libro entero. La carta quizá sea antigua, pero los recuerdos se dictan (Pombo sigue dictando, afortunadamente para nosotros) «con la inequívoca certeza de la luz final que me ilumina ahora, incesante y benévola», y se buscan en fotografías antiguas, pocas, con las que el autor no sabe en realidad si tiene o no tiene que ver. Pero lo ve desde unos ochenta y tantos años que se notan en la claridad precisamente, en cómo cuenta sin rencor hacia sí mismo, como hecha ya la rehabilitación de su pasado, algo que se nota en otras narraciones escritas quizá cuando era un sexagenario unamuniano y cenizoso, en los tiempos de El cielo raso y por ahí. Eso quiere decir, pienso ahora, que la buena edad para el recuerdo son los últimos momentos, cuando todo es luz y perdón a uno mismo, cuando ya no cuentan los errores y uno se conforma con lo que fue. Si alguien espera de un autor tan laureado y prestigioso como Pombo que se pase el libro dándose pisto y hablando de que conoció a Fulano y a Mengano, que busque algo menos auténtico. Aquí solo importan los momentos verdaderos, y si en algún caso se incluyen nombres famosos es por complacer a un amigo, como la anécdota con Sabina —y Esperanza Aguirre—, o por una refrescante memoria del antifranquismo individualista, sin martirologios ni catecismos ideológicos, caso del Carnicerito de Málaga o, en el sentido opuesto, de José María Cagigal.
Esta memoria de primera persona, de tal y como contamos a un amigo para no hacernos pesados, tiene momentos definitivos que coinciden precisamente con esa desmitificación de la ortodoxia antifranquista. Cuando un policía se acerca a él por la calle y le escupe un «¡Usted es maricón!», a Pombo, que pasará tres días en los calabozos, no se le ocurre más que contestar con aplomo militar: «¡Sí, señor!». Esa anécdota dice mucho de cómo es él. El servicio militar le resultó placentero porque le gustaba la teatralidad absurda de la vida castrense. Su homosexualidad la vivía con realismo crudo: «La legitimidad de mis sentimientos era absoluta, y la declaración de ellos, inverosímil», y por eso se largó a Londres, y no a alternar con élites oxonienses sino a limpiar apartamentos, una época que cuenta con gratificante naturalidad, sin victimismo de ninguna clase: quejarse es de mala educación, y Pombo siempre ha sido un señor, el señor Pombo, como lo llamaba Juan Benet. Es más, cualquiera habría abusado ahora de la intensidad juvenil de aquellos años en Londres, mientras en España nos comíamos los mocos, pero Pombo no solo no presume de ajetreos ni frivolidades sino que declara —quizá desde su retiro casi monástico— que «la felicidad tiene que ser tranquila», y que al final de su vida, ya instalado en Madrid, ha descubierto que «una sosa, rutinaria manera de vivir es la mayor perfección posible». Nada de saraos institucionales, por favor.
Pero esta parte de autobiografía sin veladuras narrativas tiene sus puntos culminantes en la infancia santanderina, en dos cuentos antológicos como 'El chinchorro' y el espléndido 'La isla de los ratones', felicidad de infancia recuperada, de poesía restallante, de música verbal, allá en la bahía, leyendo a Stevenson, jugando a pescar calamares, aguantando el bofetón de ver cómo se sustancia con la fuerza bruta lo que no eran más que sueños de literatura. Maravillosos, y no muy lejos anda 'Abundio', sobre la granja que tenían sus padres en un pueblo de Palencia, donde el adolescente Pombo echaba de menos los verdores cántabros con tanto paisaje abrasador y polvoriento, y de paso nos hace pasar un rato divertidísimo.
Pero eran tiempos viejos, papeles viejos, y para completar un libro había que incluir otros que quizá digan más del Pombo pesimista de hace veinte años, o incluso antes, que del de ahora. Es el caso de 'La factura de la felicidad', sobre una relación falta de sustancia que recuerda mucho a Los delitos insignificantes, esta vez en una improbable relación heterosexual, o de 'La vida cotidiana', con ese dramatismo un poco desaforado de quien se presenta en su despacho a pedirle cuentas, un esquema que ha utilizado más de una vez en sus últimas novelas. Es el caso, en el mejor de los sentidos, de 'La casona', que es como una visita a los ambientes de Donde las mujeres, muchos años después, llena de mustia melancolía, y es el caso, sobre todo, de 'El pésame', el más largo, soso y plomizo de todos los cuentos, cuya severidad ojerosa decepciona un poco después de una primera mitad tan encantadora. Menos mal que, con buen criterio, antes de cerrar el libro regresa a la luminosidad infantil, no de la bahía de Santander pero sí de los trigales castellanos y las gallinas leghorn, y cierra con una límpida y sincera carta de desamor.
No sé si es una crítica decir que se trata de un libro desigual, que sobran algunos relatos y nos quedamos con ganas de más de la otra clase, de la clase infancia y juventud, de la clase artista adolescente, de esa última luz que felizmente lo alumbra y esperemos que siga alumbrando muchas más entregas de este proyecto de autobiografía sin rencores ni contemplaciones. Solo cuando se es tan pombiano como soy yo se le pueden poner peros a un libro tan hermoso. La fidelidad absoluta siempre encuentra algún defecto. Son las cosas del placer.
Esos relatos tan buenos, tan puramente autobiográficos que son más de la mitad de los que componen el libro (aunque algunos de los otros son más largos), van de la figura lejana y antipática de sus padres a una carta final a la madre sobre la mutua imcomprensión, una carta que bien pudiera estar en ese inventario de papeles viejos que va sacando su ayudante Iñaiki y van dando forma al libro entero. La carta quizá sea antigua, pero los recuerdos se dictan (Pombo sigue dictando, afortunadamente para nosotros) «con la inequívoca certeza de la luz final que me ilumina ahora, incesante y benévola», y se buscan en fotografías antiguas, pocas, con las que el autor no sabe en realidad si tiene o no tiene que ver. Pero lo ve desde unos ochenta y tantos años que se notan en la claridad precisamente, en cómo cuenta sin rencor hacia sí mismo, como hecha ya la rehabilitación de su pasado, algo que se nota en otras narraciones escritas quizá cuando era un sexagenario unamuniano y cenizoso, en los tiempos de El cielo raso y por ahí. Eso quiere decir, pienso ahora, que la buena edad para el recuerdo son los últimos momentos, cuando todo es luz y perdón a uno mismo, cuando ya no cuentan los errores y uno se conforma con lo que fue. Si alguien espera de un autor tan laureado y prestigioso como Pombo que se pase el libro dándose pisto y hablando de que conoció a Fulano y a Mengano, que busque algo menos auténtico. Aquí solo importan los momentos verdaderos, y si en algún caso se incluyen nombres famosos es por complacer a un amigo, como la anécdota con Sabina —y Esperanza Aguirre—, o por una refrescante memoria del antifranquismo individualista, sin martirologios ni catecismos ideológicos, caso del Carnicerito de Málaga o, en el sentido opuesto, de José María Cagigal.
Esta memoria de primera persona, de tal y como contamos a un amigo para no hacernos pesados, tiene momentos definitivos que coinciden precisamente con esa desmitificación de la ortodoxia antifranquista. Cuando un policía se acerca a él por la calle y le escupe un «¡Usted es maricón!», a Pombo, que pasará tres días en los calabozos, no se le ocurre más que contestar con aplomo militar: «¡Sí, señor!». Esa anécdota dice mucho de cómo es él. El servicio militar le resultó placentero porque le gustaba la teatralidad absurda de la vida castrense. Su homosexualidad la vivía con realismo crudo: «La legitimidad de mis sentimientos era absoluta, y la declaración de ellos, inverosímil», y por eso se largó a Londres, y no a alternar con élites oxonienses sino a limpiar apartamentos, una época que cuenta con gratificante naturalidad, sin victimismo de ninguna clase: quejarse es de mala educación, y Pombo siempre ha sido un señor, el señor Pombo, como lo llamaba Juan Benet. Es más, cualquiera habría abusado ahora de la intensidad juvenil de aquellos años en Londres, mientras en España nos comíamos los mocos, pero Pombo no solo no presume de ajetreos ni frivolidades sino que declara —quizá desde su retiro casi monástico— que «la felicidad tiene que ser tranquila», y que al final de su vida, ya instalado en Madrid, ha descubierto que «una sosa, rutinaria manera de vivir es la mayor perfección posible». Nada de saraos institucionales, por favor.
Pero esta parte de autobiografía sin veladuras narrativas tiene sus puntos culminantes en la infancia santanderina, en dos cuentos antológicos como 'El chinchorro' y el espléndido 'La isla de los ratones', felicidad de infancia recuperada, de poesía restallante, de música verbal, allá en la bahía, leyendo a Stevenson, jugando a pescar calamares, aguantando el bofetón de ver cómo se sustancia con la fuerza bruta lo que no eran más que sueños de literatura. Maravillosos, y no muy lejos anda 'Abundio', sobre la granja que tenían sus padres en un pueblo de Palencia, donde el adolescente Pombo echaba de menos los verdores cántabros con tanto paisaje abrasador y polvoriento, y de paso nos hace pasar un rato divertidísimo.
Pero eran tiempos viejos, papeles viejos, y para completar un libro había que incluir otros que quizá digan más del Pombo pesimista de hace veinte años, o incluso antes, que del de ahora. Es el caso de 'La factura de la felicidad', sobre una relación falta de sustancia que recuerda mucho a Los delitos insignificantes, esta vez en una improbable relación heterosexual, o de 'La vida cotidiana', con ese dramatismo un poco desaforado de quien se presenta en su despacho a pedirle cuentas, un esquema que ha utilizado más de una vez en sus últimas novelas. Es el caso, en el mejor de los sentidos, de 'La casona', que es como una visita a los ambientes de Donde las mujeres, muchos años después, llena de mustia melancolía, y es el caso, sobre todo, de 'El pésame', el más largo, soso y plomizo de todos los cuentos, cuya severidad ojerosa decepciona un poco después de una primera mitad tan encantadora. Menos mal que, con buen criterio, antes de cerrar el libro regresa a la luminosidad infantil, no de la bahía de Santander pero sí de los trigales castellanos y las gallinas leghorn, y cierra con una límpida y sincera carta de desamor.
No sé si es una crítica decir que se trata de un libro desigual, que sobran algunos relatos y nos quedamos con ganas de más de la otra clase, de la clase infancia y juventud, de la clase artista adolescente, de esa última luz que felizmente lo alumbra y esperemos que siga alumbrando muchas más entregas de este proyecto de autobiografía sin rencores ni contemplaciones. Solo cuando se es tan pombiano como soy yo se le pueden poner peros a un libro tan hermoso. La fidelidad absoluta siempre encuentra algún defecto. Son las cosas del placer.
Álvaro Pombo, Cuentos autobiográficos, volumen I, Anagrama, 2025, 185 p.

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