10.9.10

111 cuentos

























La estructura de El maestro Juan Martínez que estaba allí divide la novela en 27 capítulos, y cada uno de ellos en varios fragmentos breves (no más de página o página y meida) que suman 111. Cada uno de estos fragmentos cuenta una anécdota, si bien todos los que forman parte de un capítulo son parte de la misma historia. De ese modo Chaves va engarzando el cuento breve, el relato corto y la novela en un mismo texto.
He nombrado la palabra anécdota un poco a la ligera. 111 anécdotas son muchas anécdotas, si no se quiere que sean tópicas ni vulgares, interesantes y significativas, ilustrativas y graciosas. Es decir, casi cada una de aquellas 111 anécdotas, y por supuesto cada una de las 27 historias, habrían dado en la novelística de hoy para una novela independiente. Es decir, Juan Martínez cuenta las historias con la economía de medios con que se cuentan las historias y sin perder en ningún momento el orden de los 111 acontecimientos, si bien es verdad que, en general, y a pesar de las diferencias de estilo, este orden respira un aire barojiano. El bailaor flamenco tiene algo de Luis Murguía.
En todo caso, esta, digamos, densidad narrativa es la densidad del relato breve, de lo que puede ser contado. Decía Tierno Galván que contar es empezar por el uno y seguir. El cuento es una cuestión de proporciones: alguien cuenta una anécdota para ilustrar una afirmación, y en eso, por curiosa o extraña que sea la historia, no lleva mucho rato, no más de un par de páginas, lo que se tarda en presentar a un personaje y verlo hacer algo, o en contar una carga de caballería, o lo que dijo su mujer cuando estaban más desesperados, o cómo se lo montaba un burgués en un sindicato del circo, y así hasta 111.
Pero, además de estar contando la Revolución Rusa, la novela, las historias continuadas, tienen algo de comedia, de ilusionismo. El propio narrador es un artista que se viste de flamenco para trabajar, del mismo modo que los habitantes de Kiev se vestían de mendigos o de bailes regionales o con la ropa de los domingos según estuviesen ocupados por los bolcheviques, por los nacionalistas ucranianos o por los zaristas. Hay algo en este libro realista que remite a las comedias de equívocos y a esa imagen del payaso que camina distraído a cien metros de altura, poniendo el pie sin querer en las vigas que pasan colgadas de una grúa y evitan que se precipite al vacío.
Leo a toda velocidad la novela y no para de asombrarme la honestidad narrativa de Chaves Nogales. En un doble sentido. En primer lugar, porque si pones a alguien a contar algo, debe contarlo así, y además es la forma más eficaz de transmitir. Estas no son unas memorias en las que si un martes no tienes ganas puedes reflexionar sobre la condición humana unas cuantas páginas. Esto es lo que un hombre contó. Y, en segundo lugar, porque lo realmente difícil es que lo contado tenga interés. Chaves cuenta en cada página algo que merece la pena, y con una capacidad de selección de los detalles que hace que uno se lo crea todo.
La literatura está en los detalles, sí, pero su dosificación nunca es la misma. Los realistas exhaustivos cuentan una anécdota cada 111 páginas, pero, insisto, los contadores de historias una en cada página. A mí me gusta Richard Ford, que es lo más exhaustivo que se conoce, pero sería inaceptable que nos hiciese pasar El día de la independencia como algo que está contando alguien. Esa dosificación, esa densidad narrativa de Chaves Nogales es la que le ha marcado el personaje para ser verosímil.
He escogido, un poco al azar, una de esas 111 anécdotas. Es igual de significa que casi cualquier otra de todo lo que quiero decir. Es el final de un capítulo, es una anécdota, es un cuento, y está contado, y además cumple escrupulosamente las normas de contar las cosas. Y dice algo. Y así hasta 111.
Un flamenco, ¿es un proletario?
El viaje a Kiev fue terrible, porque el tren soviético iba lleno de militares, es decir, campesinos a los que días antes les habían dado un fusil y la autorización para asesinar a los padres que se les pusiesen por delante, y aquella gente nos trató a baquetazos. Además, tanto los clowns, que nos acompañaban, como yo teníamos un aire inconfundible de burgueses con nuestros cuellos almidonados y nuestros hongos ingleses, cosa que nos convertía en el blanco de las iras de aquellas patuleas de desarrapados que iban en el tren o llenaban las estaciones del tránsito. En las paradas del convoy bajábamos a los andenes, según es costumbre tradicional en Rusia, para llenar nuestro chinik la tetera– con el agua hirviente del kipitok, que hay derecho a utilizar para ir haciendo el té en el departamento durante el viaje. En todas las estaciones el espectáculo era el mismo: manadas de tíos miserables que vociferaban y algún que otro judío enfundado en su largo abrigo negro dirigiendo aquella imponente batahola o presenciándola impasible. Aquella gentuza, en cuanto nos veía, empezaba a gritar contra nosotros desaforadamente. No parecía sino que éramos el espectro de la burguesía. En una estación estaba yo llenando de agua nuestra tetera, sin hacer caso de los gritos, cuando se me acercó un hastial, que de un manotazo me tiró el cacharro, y me dijo:
–¡Largo de aquí, cochino burgués!
–¡Largo, si no quieres que te arrastremos! –corearon diez o doce gandules que le seguían.
Me revolví furioso al verme atropellado tan injustamente.
–Pero ¿por qué?
–¡Porque eres un burgués asqueroso, y te vamos a colgar ahora mismo!
–Yo soy tan proletario como ustedes.
Me contestó una salva de carcajadas. Yo, realmente, con mi cuello almidonado y el gabancito corto que llevaba, debía de tener entre aquellos bárbaros, que lucían las ropas en jirones, un aire bastante ridículo.
–¡Yo soy tan proletario como ustedes! ¡O más! –grité exasperado.
–¡Mentira!
–¡Mentira!
–O demuestra ahora mismo que se gana la vida trabajando como un obrero o le arrastramos.
–¿Queréis que os pruebe que soy un proletario? –pregunté jactancioso.
–¡Como no lo pruebes no sales de nuestras uñas, canalla!
Hubo un momento de silencio. Les miré a los ojos retándoles y les grité con rabia:
–¡Mirad, idiotas!
Y les mostraba, metiéndoselas por las narices, las palmas de mis manos deformadas por dos callos enormes, cuya contemplación causó un gran estupor a aquellas gentes.
Eran los callos que a todos los bailarines flamencos nos salen en las manos de tocar las castañuelas.
Ellos me salvaron.

9.9.10

El maestro Juan Martínez que estuvo allí
























Los toros han quitado pocas vidas, pero han prolongado muchas. A Manuel Chaves Nogales, uno de nuestros mejores narradores, prematuramente muerto en 1944, a los 47 años, la cultura española lo olvidó de inmediato. Pero fue su extraordinaria biografía de Juan Belmonte la que lo mantuvo vivo, manoseado por aficionados a los toros, y así pasó, en ese limbo taurino, todo el franquismo y casi veinte años de democracia, hasta que, en 1993, la Diputación de Sevilla comenzó la publicación de su obra completa, a cargo de Isabel Cintas. Al año siguiente, andrés Trapiello, con toda justicia, le devolvía en Las armas y las letras al sitio que le pertenece, a la primera línea de quienes, además de ser buenos escritores, han escrito grandes libros.
En los últimos quince años ya no han dejado de gotear las reediciones de sus libros, varias del Juan Belmonte, por supuesto, pero también de sus otras dos piezas mayores, A sangre y fuego, de la que Trapiello hacía un encendido elogio, y El maestro Juan Martínez que estaba allí, que estoy leyendo con el entusiasmo con que se leen las buenas historias y la fascinación por un estilo superior.
Este libro es de 1934. Un año después, Sender ganaría el Premio Nacional con Mr. Witt en el cantón, con un jurado en el que, por lo que dice Trapiello, estaban Baroja y Machado. Estas dos novelas podrían haber puesto el rumbo adecuado para una novelística moderna, más atenta al qué que al cómo, consciente de que la retórica sirve para controlar la velocidad de la lectura, y que una novela es una pieza en varios movimientos; y consciente, como lo fueron los escritores anglosajones por aquella época, de que el ritmo de la novela moderna ya no admitía el regodeo en el casticismo. Pero Chaves murió y, de no ser por los toros, ya digo, habría sido pasto de la anécdota o del olvido, y Sender, que cumplió con su obra completa, en la que hay unos cuantos títulos sobresalientes, todavía no tiene un nicho fijo en nuestra literatura. Le sobró política, en el tiempo que le tocó vivir y en las novelas que quiso escribir. Pero hay pocos, poquísimos excelentes narradores en este siglo como para ir tonteando con los verdaderamente buenos.
El pasado mes de mayo Muñoz Molina atribuía a Manuel Chaves Nogales la invención de la novela de no ficción (“mucho antes que Truman Capote”, y mucho después, debió añadir, que Daniel Defoe), pero no hablaba de la mejor virtud novelística de Chaves, precisamente la que le falta a él. Se trata de que la narración esté contada en primera persona pero no por el autor sino por un personaje. Ese personaje no es el autor: es un personaje y habla como el personaje que es, pero es quien nos cuenta la historia. El subterfugio del personaje–testigo sirve solo para que autor y narrador sean la misma cosa. Pero esto otro es más difícil.
Así está escrito Juan Belmonte y también El maestro Juan Martínez. En ambos casos hay un prosista excelente, pero el autor se ha esfumado y ha dejado hablando al personaje. El maestro Juan Martínez es, todo hay que decirlo, anterior a Belmonte, ambos de antes de la guerra. El procedimiento ya lo habían usado en el 98, Valle con su Bradomín y Baroja muchas veces. De hecho Baroja tiene un capítulo en La lucha por la vida, el de “El hombre boa”, en el que don Alonso, un artista de circo viejo y venido a menos, va contando sus peripecias por medio mundo, todas lo suficiente exageradas para que parezcan mentira, pero con una forma de hablar que otorga al personaje toda la encarnadura que necesita. Por más que lo que diga suene estrambótico y exagerado, el personaje es real, absolutamente creíble, y por lo tanto, y en cierto modo, también todo aquello que dice. Siempre que paso por ese capítulo pienso que en ese par de páginas en las que habla (narra) don Alonso había una novela entera.
Supongamos que ese don Alonso, en vez de haberse contagiado de las hipérboles caribeñas, se hubiera ido a Rusia con su mujer, a bailar flamenco (“un flamenco pasado por Moscú”, dice el autor, y no era mal título), huyendo de la Primera Guerra Mundial, que le pilló en Turquía, y nada más llegar, cuando por fin encuentra buenos contratos, estalla la revolución soviética. Da igual que Juan Martínez fuese un personaje real o no y Chaves se limite a hacer con él lo mismo que con Belmonte. En este caso no es en absoluto relevante. La credibilidad de la novela salta de sus páginas, no de su prólogo aclaratorio. Oímos al bailaor, lo reconocemos, nos hacemos cargo de su desdicha, vemos la revolución como la vio él (como nos enseñó a verla Stendhal), no como sabe Chaves que ocurrió. Aunque el resultado sea parecido, el autor no está, y eso es lo que hace que el libro sea una novela, y además una buena novela.
Hay otro detalle barojiano que también utiliza Chaves. Al principio de la novela, nada más que el primer párrafo, habla el autor, en una prosa rica, castiza, barroca, en la prosa en la que siempre se supone que hay que escribir, hasta que el lector, en la página siguiente, descubre con entusiasmo que ese gran escritor pesado deja la palabra al interesantísimo personaje, que se expresa mucho mejor que él. Se va el autor y se va esa peste de la voluntad de estilo, ese estar más atento a las bellas palabras que a crear un mundo desde el principio.
Eso no excluye, claro, que haya un punto de vista, una tesis si usted quiere, que por cierto ahora resulta de lo más actual. Chaves (y nos lo recuerda Trapiello en la edición de Libros del Asteroide) siempre proclamó que la guerra civil no era entre demócratas y franquistas sino entre fascistas y comunistas, ambos igual de amantes de la tiranía, y que la gente que sólo quería vivir en paz no tuvo nada que decir. Pero esa visión ya está calcada de la que plantea en este libro a propósito de la Revolución Rusa, escrito, repito, antes de nuestra guerra. En este libro los guardias zaristas son negreros sanguinarios y los guardias bolcheviques unas fieras desalmadas, y en medio queda un mundo de gente sorprendida y aterrorizada que de tomar parte debería tomarla contra las dos facciones, y que lucha por lo que tiene más cerca, su mujer, Sole (qué gran personaje mudo), un contrato para bailar zapateado en las estepas nevadas, un poco de pan. Todo es juzgado por el narrador de acuerdo con la posibilidad doméstica de seguir vivo y tener un techo, no en términos poliorcéticos. Y eso, unido a una prosa que parece escrita esta mañana (prosa sin un gramo de polvo, ágil, dominadora de los tiempos, intensa cuando toca, épica cuando lo merece, divertida siempre, clara, sin retorcimientos de ninguna clase) hace que el libro sea una propuesta del todo vigente, un libro que podría escribirse ahora por primera vez. Eso es lo que hace que un libro merezca pasar a primera línea.
Después de la guerra este procedimiento del narrador que es personaje y no es autor se tuvo mucho más en cuenta. En términos estrictamente novelísticos, narrativos, lo mejor de Cela o de Delibes está escrito así. En los ochenta, a raíz de las novelas de Robert Graves, se puso de moda un falso yo que ha dado de comer al fraude. Se trataba del Yo, Fulano, en un estilo aséptico, sin alma, sin carácter, una serie de datos que venían en la enciclopedia y alguna que otra escena tópica para desensebar. Hoy en día la mayor parte de las mal llamadas novelas históricas se escriben así, pero todas escamotean la máxima dificultad del procedimiento, que el asunto no sea al final tanto lo que se cuenta como alguien contando algo. Lo importante de este libro no es la Revolución Rusa, que es de lo que se habla, sino el simpático Martínez, un hombre a ras de suelo que se dedica a faenas estrambóticas. Su instintiva repulsión hacia las salvajadas no son las del intelectual Chaves Nogales sino las de cualquier bailaor flamenco al que de pronto sorprendiese la Revolución Rusa en mitad de unas bulerías. Esa distancia, tan enriquecedora, no está al alcance de todos.
Es curioso este Chaves. Hablar de él es como hablar de lo que se debió haber escrito. Si nuestra posguerra hubiese sido como la de Francia o Inglaterra, Chaves habría sentado escuela. Esa Guerra y paz que no encuentra Trapiello debería haberla escrito Chaves Nogales, que habría sido nuestro Grossman. Pero bueno, dejó tres magníficas novelas, más que muchos que llegan al final con cientos de libros. Lorca había sido asesinado al mismo tiempo que la función social de la poesía, pero Chaves murió cuando estaba naciendo la novela contemporánea, y es seguro que le quedaban muchas cosas por decir.

8.9.10

El fantasma de John Keats, 2

No es muy frecuente salir decepcionado del cine, listo para olvidar, y acostarse pensando en otra cosa y a la mañana siguiente, cuando las imágenes han reposado, desandar los pensamientos, observar en la memoria la película como quien no admira pero se siente atraído, y no podérsela quitar uno ya de la cabeza como si le hubiese gustado mucho. Es lo que me ha pasado con Bright Star, aunque buena parte de culpa la tiene el poeta John Keats, claro.

Pero esa culpa ya la había yo expiado la misma noche de la película, cuando volví a casa y cogí el tomo de Odas y sonetos y escribí una bernardina tópica sobre por qué no me había gustado la película. Lo tópico es considerar que no han tratado bien a uno de tus poetas. Y eso hace que uno haya visto la película como de lado, como viendo solo la mitad de la pantalla en la que aparecía Keats, cuando la pantalla entera era de Fanny. “I finnaly wrote a screenplay of the love affair from Fanny’s point of view, entitled Bright Star”, dice Jane Campion, la directora de la película, en un prólogo que escribió para el libro So Bright and Delicate, una antología con cartas que Keats le escribió y poemas que compuso mientras duró su amor.

La cuestión es que Fanny tampoco podía ver, envuelta en gasas de amor, el poema que Keats estaba escribiendo con su vida. Las cartas son interesantísimas. Como un héroe griego que menta su destino con despreocupación juvenil, pero luego se cumple, en la primera carta ya entona, y al parecer todavía sin verdadero sentimiento, la sustancia de su tragedia: “Casi deseo que fuésemos mariposas y no viviéramos más que tres días, tres días contigo que yo iba a llenar de más felicidad de la que puedan contener cincuenta años de vida en común”. Estremece pensar que era eso exactamente lo que ocurría. Keats estaba siendo una mariposa que mariposeaba en torno a su amor durante los pocos meses que le quedaban de vida. La otra mariposa, Fanny, vivió cincuenta años más, y se casó y tuvo hijos. Keats fue para ella el gran amor de su vida, perfecto porque duró tanto como la breve juventud. Para Keats fue la inmolación, la pasión y muerte, porque la resurrección vendría cuando tiempo después empezase a ser reconocida su genialidad.

Las mismas cartas empiezan con estos mariposeos conceptuales en los que Keats no demuestra ser del todo sincero. Incluso juega con la idea de haber descubierto el amor: que un poeta trascendente te diga “No puedo concebir ningún comienzo para un amor como el que yo te tengo salvo el de la Belleza”, a poca desconfianza que una tenga en las palabras, no debe de ser como para volverla loca de pasión.

Mucho más impactante resulta esa manera de insistir en su destino: “Tengo dos lujos que rumiar en mis paseos, tu encanto y la hora de mi muerte. Ah, si pudiera poseerlos juntos al mismo tiempo”, un deseo, por cierto, que se cumpliría sin cumplirse. Keats todavía estaba en su mundo, quizás en esa parte de su mundo que Fanny no amaba especialmente. Por eso, para amar ese mundo, Fanny necesitaba que Keats le enseñase poesía. Del mismo modo Keats se habría burlado al principio de un amor tan clásico. Y así, como en esos proemios realistas con que Keats describe lo que ve antes de trascenderloen poesía, el poeta habla en unos términos que, aunque sinceros, no parecen verdaderos. Es decir, en esas primeras cartas Keats todavía no ha salido de la voluntad de amar, de esa elección quijotesca para la que la persona amada es la encarnación de un deseo, la prueba física. El poeta decide amar la Belleza y escoge su encarnación. Él cree amar, pero yo no sé si quien ama de verdad es absolutamente sincero cuando dice: “Si fuese a verte hoy, se destruiría este cómodo resentimiento de que ahora disfruto en absoluta perplejidad”. O bien: “Soy un cobarde, no puedo soportar la pena de ser feliz”.

La película quizá debería haber hurgado un poco más en lo que puede pensar una mujer cuando lee eso. El defecto que recuerdo ahora es que el amor de Fanny es tan constante y claro al principio como al final, y que en el dulce rostro de Keats no cabían estas macanas de poeta. En su amor también hubo un preámbulo realista, un baile nupcial conceptuoso.

Esto es así, en las cartas, desde principios de julio hasta mediados de septiembre de 1889. En octubre, el día 11, aparece una carta sin retórica floreada, hecha con la convulsa parataxis del amor. “Hoy sigue siendo ayer. Pasé todo el día en una fascinación absoluta. Me siento a tu merced. Escríbeme aunque solo sea unas líneas y dime que nunca jamás serás menos encantadora de lo que fuiste ayer. Me deslumbras. No hay nada en el mundo tan brillante y delicado”. No es casual que esta hemorragia de amor sin idealismos hegelianos haya dado nombre a la antología.

Quizá es eso lo que no vi en el Keats de Campion, lo que andaba yo buscando en esa poca expresividad, demasiado atenta a la economía emocional británica. Otro asunto, dicho sea de paso, sería considerar que Jane Campion es australiana. Quizá por eso el ritmo es deliberadamente más tendido. No recuerdo claras las líneas de la tragedia. Es más, por un momento tuve la incómoda sensación de que ni se muere ni cenamos, y eso es fatal para una tragedia. En Keats siempre hay una intensidad que lucha por manifestarse con toda su desnudez. Por momentos pensé que la exquisita puesta en escena estaba tapando un poco las vértebras de ese amor-poema que Keats vivió en su vida-poema.

Quizá es eso lo que me fallaba, que la película no terminaba de ser un poema. Pero es del tipo de fallos que me animan a volver a verla. No sería la primera vez que vuelvo a ver una película porque no me ha terminado de gustar. Me falta Fanny, ver solo a Fanny, ver la película como en realidad está hecha. Yo solo vi una chica que se enamora de un poeta, y que una hora después se echa a llorar. Obviando a Keats quizá vea las cambiantes aristas del sentimiento, las muchas facetas que la hacen brillar.

5.9.10

El fantasma de John Keats

Cada vez que voy a ver un brit, una película inglesa que sucede en el siglo XIX, preferiblemente, o como mucho a principios del XX, antes de ir al cine ya he amortizado media entrada. Disfruto de los jardines y de los muebles, de los suelos de madera y de la indumentaria victoriana, de esa calidad de paño inglés que tienen estas películas. Bright star se anunciaba como un brit tipo Austen, aunque solo fuera por las coincidencias en el tiempo. Y ello garantiza emotivos paisajes nublados y unas cocinas maravillosas, pero también hermosos diálogos de exquisita educación, con todos los rodeos que necesita la ironía y la firme voluntad de que cualquier momento y cualquier conversación deben guardar las formas, esto es, ser hermosas.

Jane Campion no quería esto, a pesar de que haya prescindido casi por completo de indagar en las entrañas de Keats y haya optado por la parte más austeniana de su vida, el amor imposible que profesó por la joven Fanny. Esta es la historia de Fanny, de una chica que se enamora de un poeta pobre, que no puede casarse con él ni asistirlo en sus últimos días de Roma, donde Keats murió a los 25 años. Uno pronto se acostumbra, no obstante, a que el Keats que iba buscando no haya tenido demasiado interés para la directora. Aquel sublimador de paisajes, buscador del éxtasis y de la voz suprema, corroboró con su vida el condimento trágico de su objetivo. Porque uno de los rasgos de esa excelsitud, de esa elevación al rango de lo que la propia naturaleza pudiera decir, es su levedad, su fugacidad. Éxtasis fueron también sus odas, el momento de componerlas, los dos meses aquellos de locura poética que terminaron con su vida, que vista en conjunto parece una pasión del poeta inmolado en aras de la literatura. El romanticismo de su vida consiste en creer que esa consunción era necesaria, que semejante reventón de poesía como son las Odas no puede dejar tan fresco a quien media entre la naturaleza y las palabras.

De todo esto, en la película, aparte de unos cuantos célebres poemas (la Oda a un ruiseñor cierra la película recitada sobre los títulos de crédito, como una garantía de que los espectadores van a salir del cine conmovidos), solo vemos a un poeta que parece un poco atontado, como más allá que acá, naúfrago de tormentas interiores para las que de poco sirve una historia de amor, que no hace más que empeorar las cosas; y junto a él a su amigo y hospedero Charles Brown, de un sorprendente parecido con Eric Cantona, empeñado en mantenerlo lejos de todo aquello que no sea escribir. Todo este personaje, zumbón, celoso del genio productivo y maleducado con las damas, parece sacado de las propias palabras de Brown, el real, cuando comentaba la composición de la Oda a un ruiseñor. Esas palabras son célebres porque nadie se las cree. Según Brown, a Keats le producía un placer continuo y sosegado escuchar a un ruiseñor que había puesto el nido en un árbol cercano. Una mañana sacó al jardín la silla de la cocina y se puso a escucharlo durante tres horas. Brown, que en la película siempre lleva el mismo pantalón a cuadros, dice que Keats vino, como transido, con unas pocas cuartillas que fue metiendo bajo la cubierta de algunos libros. Brown, cómo no, se arroga el haber buscado esas cuartillas y recompuesto las estrofas de aquella maravillosa oda.

Lo que dijo Brown es lo suficiente para caer antipático a la posteridad, que es lo que su personaje consigue desde la primera escena. Hay incluso un baño de barniz salieri en su trato con el gran poeta. Se podría decir que la película es ese proceso de composición, ese vía crucis para llegar hasta el ruiseñor y la esencia de su canto desde la naturaleza más tangible. Por algo Keats era desdeñado por algunos de sus contemporáneos porque lo veían demasiado realista.

No sé si era esta la intención de Jane Campion porque yo solo he visto un enamoramiento tan fulminante como paulatino desde los ojos de una muchacha cuya compostura me recordaba a la de El festín de Babette más que a las clásicas heroínas Austen. Keats está allí como de paso. Su pasión y muerte son otras, no comprendidas por la muchacha, que por eso le pide que le enseñe poesía. Esa escena se corta bruscamente y es lo que habíamos ido a ver, a Keats enseñando poesía. El drama recatado de la muchacha está bien, dice mucho del silencio obligatorio, del amor secreto, pero ese tema ya nos lo sabemos. Lo que muchos espectadores no saben es que el poeta es el intérprete de la naturaleza con la esencia de quien la contempla.

Pero, pese a la extrema lentitud del sentimiento femenino, lo que a la película le corresponde de brit está más que aprobado. Sin lujos pero con hermosas cocinas. Sin esos fluidos diálogos intrascendentes pero con un vestuario muy cuidado. Sin grandes carrozas, pero con bruma conseguida.


Esmeralda no está en París

Cerca de mi casa vive una familia de zíngaros. Llevan ya bastante tiempo instalados debajo de una pérgola franquista, y se asean en una fuente decorada con la estatua de Ramón Gómez de la Serna. De par de mañana salen de sus tiendas de campaña y en menos de media hora repliegan todo para que, cuando la policía municipal haga la ronda, tan solo queden, escondidos entre los aligustres, los cartones que usan para dormir. El resto, las mantas y los cacharros, todo lo que tienen, lo guardan en grandes bolsas de basura que meten en las bocas de las alcantarillas hasta que regresan por la noche. Más de una vez la policía se las ha quitado, o algún gracioso se ha entretenido en levantar la tapa de la alcantarilla y dejar esparcida su ropa por la calle. Los veo tomar un café en un vaso de plástico, sentados en un banco, o desfilar con sus carros de la compra rellenos de aquello que quizá no puedan guardar en las alcantarillas y exponerse a perderlo. También los pueblos nómadas tienen siempre algo que perder.

Van a la primera misa de la mañana en una de las muchas y ostentosas iglesias que pueblan el barrio viejo. Se sientan en el pórtico y mendigan, que es lo que se ha hecho en las puertas de las iglesias desde que construyeron la primera. Antes los mendigos nómadas podían llegar hasta San Pedro, a pedir misericordia, como una más de las muchas órdenes mendicantes con que casi todas las religiones han santificado la pureza espiritual. Ahora las órdenes están hacinadas a las puertas de Roma, y su alcalde se queja de que vayan también a venir todos los que Sarkozy quiere expulsar de Francia.

Poco a poco, el caso de los zíngaros se empieza a parecer al de los indios norteamericanos. Están en Europa desde antes que nadie, se dedican a lo mismo desde siempre. El mundo les ha pasado por encima y ahora son una excrecencia estética, algo que el liberalismo exquisito que nació del 68 no está dispuesto a tolerar. Se les reprocha que no trabajen, como si mendigar no fuese una actividad económica; se los identifica con los carteristas –no con los estafadores, que son más dignos–; se propala incluso que allá en su tierra (como si los zíngaros tuviesen tierra) construyen grandes palacios horteras con la explotación a que someten a sus criaturas. Uno lee los decretos de expulsión del siglo XV o los cargos que se les imputaban en la Alemania nazi y las cosas no son tan diferentes. Más hipócritas y menos salvajes, pero no tan diferentes.

Pero llamarlos mendigos no es exacto. Estamos acostumbrados a ver mendigos harapientos, enfermos mentales que nadie cuidó, alcohólicos que todo el mundo ha rechazado, excluidos de nacimiento que exhiben sus amputaciones. Esta familia de zíngaros va razonablemente bien vestida y no se la ve pasar hambre ni torturas psicológicas. Nunca los he visto beber alcohol ni montar grescas nocturnas. A veces, viéndolos desfilar por la mañana o sacar los cartones de los arbustos por la noche y freír tiras de tocino en el infiernillo, tengo la sensación de que sólo los diferencia de ciertas familias el hecho de no tener paredes. Los padres se sientan en las iglesias importantes, él con un rictus miserabile permanente y ella con pañoleta anudada en la barbilla, grandes sayas hasta los pies y una especie de toquilla, como vestían las mujeres humildes en España hasta hace no más de cuarenta años. Los hijos se apostan en los comercios. Son ya mayores, todos de veintitantos años, uno casado incluso, y en su modo de mendigar se nota que son de otra generación. Los padres componen el rostro medieval del mendigo, ese rictus de quien empieza a llorar, pero los hijos están sentados en su sitio viendo pasar a la gente o mirando al suelo. La hija, una muchacha de ojos luminosos, se sienta en la puerta de la panadería. No pide, saluda, y más de un parroquiano se queda un momento a charlar con ella, no para pensar en la explotación y el analfabetismo zíngaro sino para ver qué tal le va la vida. Es guapa y está bien alimentada. Mira pasar la gente con curiosidad, aunque se ve también en ella un velo de tristeza, o es eso lo que queremos ver. El hermano pequeño es más circunspecto, y el mayor, el que peor me cae, por las mañanas se dedica a rascarse y a fumar mientras su mujer recoge los enseres y carga con ellos. Eso ocurre en muchas casas, pero no todas están a la intemperie.

Con ellos no ha habido broncas, y mira que algunos vecinos paseados por sus perros ya lo han intentado. Les molesta, si acaso, que se comporten como si estuvieran en el campo, algo que ignoran las parejas de enamorados cuando se tumban a darse besos en el césped que los zíngaros tienen detrás de su campamento. Pero el tiempo hace entender su sencillo funcionamiento nómada. Ellos nunca han dejado de hacer lo que hacen. Somos nosotros los que, con el tiempo, nos hemos ido mostrando más y más intransigentes. Sarkozy ha abierto la veda. En Roma se frotan las manos. El Vaticano ni lo pisan. En España pronto alguien los señalará con el brazalete negro de la alarma social. Y se perderá ese recordatorio permanente a la puerta de las iglesias, ese resumen tan perfecto de lo que sigue siendo Europa desde hace más de mil años.

4.9.10

Los toros en invierno

Y celebraremos también la salida al ruedo del toro Pocapena subiéndolo en formato issu. Está en la barra de la izquierda.
Modelo sin dolor

Esta novela (pincha en el título para ver su contenido, o bien en la barra de la izquierda si prefieres el formato issu) fue escrita, creo recordar, en el año 2000. Algún bernardino que la ha leído me sugería que la colgase aquí.

Ideologías literarias, y 3
















Y también como en Guerra y paz hay en Las armas y las letras ese “sombreado final”, que decía José María Valverde, con la narración de algunas muertes que van apagando la luz de la novela, si es que eso fuera posible. En el caso de Trapiello, el final, tras interesantísimos capítulos llenos de nombres y de datos, de exhumaciones y de aquilataciones, lo forman cuatro sonoros, emotivos capítulos que suenan un poco a los cuatro cohetes potentes con que terminan las buenas sesiones de pirotecnia, y que de paso resuelven aquella ingenua pregunta que me planteaba un par de días atrás: ¿quiénes serían los siete magníficos de la izquierda que vivió la guerra?
Al hablar de la derecha, la pregunta era bastante fácil. Nombré entonces a Baroja, Cunqueiro, Pla, Gómez de la Serna, Solana, Torrente y Foxá. Me refería a autores a los que admiro en mayor o menor grado y cuya importancia, digamos, estilística me parece incuestionable. En el caso de Baroja, sin embargo, no me parece bien que Trapiello lo haya incluido en esa nómina de escritores afectos a la causa franquista. Si no incluyó a Unamuno, e hizo bien, no sé por qué metió allí a Baroja, aun a pesar (a pesar poco) de que cuestionase el libelo de Giménez Caballero, ese de Judíos, masones y demás ralea, interesada y torticera maniobra del corta y pega que cogió a Baroja por los pelos. Baroja y Unamuno merecían estar fuera por igual, del mismo modo que a Valle–Inclán lo sacó la muerte de este libro siete meses y doce días antes de que estallara la guerra. Los tres son otra cosa.
No es este el caso de Machado, el primero de esos cuatro pasajes finales con que redobla este magnífico libro de Trapiello. Machado (“uno de los más grandes poetas de todos los tiempos”, ya lo creo) recibe una despedida de discípulo, que si no es más exaltada es por no ser menos machadiana, y que se perfecciona en la hermosa unión de los dos hermanos cuando Manuel se entera de la muerte de Antonio y de su madre y acude desde Burgos a Colliure para llorar sobre su tumba. No faltan las collejas a Ian Gibson, por cierto, algo que siempre regocija al lector, que ya se sonrió bastante con el repaso que le da Trapiello a propósito de otro muerto enorme, Lorca. En el caso de Machado, aparte de intentar, con mimo, como sin estorbar en el duelo ni en la admiración, la reconstrucción de aquellos momentos finales, Trapiello se enfrenta a algo que va más allá del ensayo, a la visión emocionada, a ofrecer al maestro sus mejores armas, sus mejores letras.
Curioso es que, inmediatamente después, Trapiello se guarde al que en el fondo considera el mejor de los de la derecha, Sánchez–Mazas. El libro viene de un repaso a los escritores brigadistas, Orwell, Auden, Koltsov, etc., y a los otros escritores catalanes, de entre los que Trapiello, buen catador de literatura, por encima de cualquier otra consideración, saca lustre a las figuras de Sagarra o Carner. Para mí que en el gusto literario de Trapiello todavía laten aquellos ochenta neomodernistas, cuando después de mucha grisalla porguerrera Pere Gimferrer volvió a desideologizar el aristocratismo estético, como en su momento había hecho Valle–Inclán.
La cuestión es que el libro termina sus exhaustivos repasos con buenos escritores británicos y norteamericanos y un repaso a los buenos escritores catalanes de uno y otro lado. Un pelín frío lo noto al hablar de Rodoreda. Se limita a constatar la importancia de su obra, pero yo creo que en la reedición de 2010 merecían citarse las palabras de García–Márquez, que vino a señalar en ella la primera novela española de posguerra que le interesó. Sus palabras no eran solo una boutade, sino un aviso a navegantes del océano de los papeles, como enunciar un tema de historia de la novelística que nadie se ha parado a tratar. Yo creo que Trapiello habría sabido ver por qué Rodoreda fue tan importante para García Márquez.
El caso, digo, es que después de una nómina de brigadistas internacionales y catalanes de distinta implicación, y de comenzar el final por Machado, lo continúa con Sánchez–Mazas. La vida nueva de Pedrito Andía, novela que, o se me ha pasado, o creo que no cita Trapiello en el cuerpo del relato, es su gran aportación a la literatura, una de esas novelas de las que dices que “está bien”, como si le cupiera un honor inmediatamente mayor al de “no está mal”. Pero nada más.
Pero un escritor como Sánchez–Mazas no fue tampoco frecuente en la derecha. A nadie como a él le cabe un reconocimiento a la nobleza del personaje. Trapiello resume su novelesca resurrección en unas pocas líneas que a mí particularmente ya me parecen suficientes. Todo lo demás que cuenta Cercas en Soldados de Salamina resulta redundante para ensayo e impertinente para novela. A Cercas le cae, también es verdad, un poco de desprecio del que había usado en abundancia para con Max Aub, uno de esos autores polvorientos, sermoneantes y exageradamente narcisistas al que se suele dejar siempre para otro momento. Muñoz Molina lo adora, no sé por qué será. Trapiello, desde luego, no.
La contrafigura de Sánchez–Mazas es otro poeta de izquierdas al que intentó ayudar el padre del grande Ferlosio, Miguel Hernández. La mera curiosidad que nos hizo pasear por Sánchez–Mazas es ahora necesidad de que queden claras ciertas cuestiones. La primera, un extraordinario gesto de buen gusto por parte de Trapiello, la opinión que dio Juan Ramón Jiménez del joven poeta Miguel Hernández. Es de cuando publicó, en 1936, en el periódico El Sol, la Elegía a Ramón Sijé y unos pocos sonetos más, de los que Juan Ramón dijo: “Tienen su empaque quevedesco, es verdad, su herencia castiza. Pero la áspera belleza tremenda de su corazón arraigado rompe el paquete y se desborda, como elemental naturaleza desnuda. Esto es lo excepcional poético, y ¡quién pudiera esaltarlo con tanta claridad todos los días! Que no se pierda en lo rolaco, lo “católico” y lo palúdico (las tres modas más convenientes de la “hora de ahora”, ¿no se dice así? Esta voz, este acento, este aliento joven de España”.
La cita es magnífica, a pesar de ese extraño palabro, rolaco, una definición exacta no solo de la poesía de Miguel Hernández sino de la fuente Castalia, que es la fuente de la poesía. Y también es estupendo el último ajuste de cuentas con la vaya pareja que formaron Rafael Alberti y María Teresa León. Se merecen quedar al final del drama como el malo que se escabulle, el vergonzoso perdedor en la batalla de las letras. En la de las armas, los suyos habían perdido, pero él no: ya había vivido “los mejores años de nuestra vida”, como dijo la León, y viviría de las rentas federicas el resto de su vida. Ya sólo le quedaba a Alberti quedar como un traidor. La visita de Miguel Hernández al palacio de Heredia Spínola donde Alberti y señora se dedicaban a darse banquetes es un resumen definitivo no sólo de las dos clases de escritores que vivieron la guerra, los consecuentes y los aprovechados, sino del lastre que nunca se sacudirá la cultura española, siempre más atenta a la vida literaria que a la literatura.
Y el final, un poco largo, como si insistiera demasiado Trapiello en llegar a la formulación más cabal de lo que quiere decir y ello redundara en aproximaciones prescindibles, está dedicado a Manuel Azaña, un escritor sin lectores, sí, pero de quien, esta vez sí, exaltadamente reivindica sus diarios. Aquí el autor yo creo que barre un poco para casa, no porque no sea verdad cuanto dice de Azaña, una especie de torero que borda los naturales pero antes del paseíllo y desde el burladero está muerto de miedo, sino porque la buena literatura sólo pudo torearla de salón, en su casa, en su diario íntimo. Trapiello lo compara con Pierre, de Guerra y paz, “aturdido, alucinado, colérico ante la estupidez del mundo, tanto como conmovido por el dolor de los pobres y la tragedia de los desposeídos”. Rescata también Trapiello unas palabras suyas que muchos años después tradujo en versión libre aquel político culto y retorcido que se llamó Arzalluz. Azaña había dicho que si, cosa improbable, ganaban los republicanos, al día siguiente los simplemente demócratas tendrían que hacer las maletas. Arzalluz le echó un poco de sal a la cosa: “Si ganasen los abertzales”, dijo una vez, “los de la patera seríamos nosotros”. Azaña da mucho de sí a quien se toma la molestia de leerlo.
Llego al final del libro agradecido por esa mezcla de ciencia y literatura tan escasísima en nuestros pagos. “Un libro de ciencia”, decía Ortega, “debe ser de ciencia, pero también debe ser un libro”. Este lo es, desde luego, porque tiene la honestidad científica de aportar siempre datos de primera mano, de desenterrar valiosos autores olvidados y de distinguir, mal que le pese algunas veces, la ideología de la literatura. Pero es también un libro porque sabe narrar los datos y, llegado el caso, elevar las emociones. Está aquí el gran prosista del Salón de pasos perdidos, pero también, y solo cuando toca, el buen poeta.
La pregunta, en fin, queda sin responderse. Entre los autores de derechas uno puede siempre espigar sus propios hallazgos, o defender a quien empezó a leer cuando aún no sabía nada de su ideología, pero entre los de izquierdas uno tiene que elegir entre Machado, Juan Ramón, Miguel Hernández, Lorca, Cernuda… Lo incontestable de su grandeza deja por detrás esos otros autores equivalentes, acaso no mayoritariamente apreciados, pero sí muy importantes: Ramón Gaya, Merçé Rodoreda, Chaves Nogales, Sender… A ver quién quita a unos y pone a otros. Con la derecha estas cosas siempre son más sencillas.

El cielo de Madrid, 3

2.9.10

Las Bugonias

Me he encontrado con este puñado de ilustraciones de Juan Carlos Navarro para la serie Las bugonias, otro puñado de artículos que publiqué en el Diario de Teruel hace doce años, inmediatamente después de las Miniaturas del 98. Os sugiero que pinchéis en ellas para verlas con detalle.






















Ideologías literarias, 2

















“Pero ¿qué ha pasado entonces para que tan pocas novelas de ese tiempo nos parezcan verdaderas y por qué de las que nos parecen verdaderas casi ninguna resulta aceptable?”, se pregunta Andrés Trapiello al final del penúltimo capítulo de Las armas y las letras. Lo hace, de distinta forma, varias veces, algunas recurriendo a una frase que utilizó profusamente cuando presentaba esta estupenda reedición: “En España no ha habido una Guerra y paz”. En efecto, no la ha habido, y las causas creo que están bastante claras.
Tolstoi, como dice Trapiello, no escribió sobre una guerra civil sino sobre una guerra contra el invasor, y lo hizo, recuerdo yo, sesenta años después de que sucediesen los hechos que narra. Tolstoi no vivió aquella guerra, y eso es fundamental para que su novela fuera la gran obra que es. Cuando el autor ha visto de cerca el conflicto, o incluso ha participado en él, pueden salir grandes libros como el de Mijail Koltsov, el Diario de la guerra de España, grandes relatos como A sangre y fuego, de Chaves Nogales, o incluso títulos determinantes como el Homenaje a Cataluña, o memorias tan valiosas como las de Morla Lynch, o incluso piezas tan importantes para la historia de la lengua castellana como el San Camilo, por más que Trapiello lo moteje de “tosco”. Pueden incluso aparecer novelones populares como La forja de un rebelde, en el lado izquierdo, o Los cipreses creen en Dios y los otros dos tomazos de Gironella. Puede, en último término, decantarse alguna pequeña obra maestra como el Réquiem de Sender. Dejando al margen los meros ejercicios de estilo, ninguna de estas novelas, por más aparatosa que resulte, son la Guerra y paz que añora Trapiello.
La primera respuesta vino a darla el propio Gironella, muchos años después de su gran éxito narrativo: “Yo creía que era como Dostoievski, pero pronto me di cuenta de que no”. Ni tampoco Tolstoi, claro. Esta humildad tan rara en un escritor, si además es español, indica que, para empezar, no había material. Alguien puede decir que si no la hubo fue porque nadie podía escribirla. No porque ya estuviese escrita, como después demostró Vasily Grosman. Koltsov es, para el gusto moderno, el mejor con diferencia, pero entonces esa novela habría sido poco española, en la medida en que Guerra y paz es absolutamente rusa. Es, además, una novela sobre Rusia, escrita con la frialdad de un ruso, pero también con sus frecuentes debilidades sentimentales.
Lo que Trapiello pide exigiría una novela que, además de servir para explicar la guerra, sirviese también para explicar España. El baile de Natacha sería en esa novela una especie de jota ecuménica, o más bien el de unas cuantas Natachas malavenidas. Debería haber tenido esa novela la fluidez de Baroja, la honestidad de Chaves, la imperturbabilidad de Solana, la pasión de Sender.
Como ya explicamos en estas bernardinas por extenso, Muñoz Molina lo intentó con La noche de los tiempos y le salió un churro. (Creo que Almudena Grandes también lo está intentando pero leer su basta prosa me produce una pereza invencible, aparte de que tampoco leería una novela escrita por María Teresa León, anda ya…) La razón de la churrería también puede explicarse en términos tolstoianos. Tolstoi amaba el pueblo que vivía en su novela, y si un escritor empieza una novela con ánimo judicial, ya no está en condiciones de acceder al tuétano de lo que cuenta. Tolstoi, quitándose de en medio (reservando sus apariciones para compactos sermones prescindibles), ascendió a la categoría de supremo narrador, pero en las novelas de entonces, de cuando la guerra, el testimonialismo forzoso las invalidaba como novelas y en las de ahora, la de MM por ejemplo, la necesidad de ser juez además de novelista deja la empresa en nada.
Este testimonialismo, la inmediatez de los hechos, el protagonismo compartido, la autobiografía disimulada, es lo primero que hace imposible una Guerra y paz. Tolstoi creaba personajes para cada una de las actitudes del alma rusa. Pero se guardaba muy mucho de que todos tuvieran vida propia, que todos trascendieran incluso su condición rusa, que es con lo que ha enganchado y enganchará a millones de lectores esa portentosa novela.
Cada vez que uno se acerca a la Guerra Civil, más de 70 años después, se encuentra con que el movimiento historiográfico generado por aquella deflagración todavía no ha dejado de rodar. Últimamente se ha asentado la tesis de Cela (hablo de tesis novelísticas) en el sentido de juzgar a los dos bandos por igual. Cela los juzgaba igual de bestias y primarios, Trapiello los juzga en este libro como seres casi siempre circunstanciados. Todos los verdaderos grandes escritores se salvan por dignidad, y los demás culebrean como pueden en la miopía del momento y su buena o mala suerte literaria. Supongo que el siguiente paso, el paso tolstoiano, es mostrar esa igualdad sin juzgarla. Y replantearse unas cuantas preguntas que siempre se dan por sabidas.
Por ejemplo, ¿por qué prendió? No me estoy refiriendo a las causas políticas, sino al hecho de que un miliciano decida entrar en una iglesia para quemarla o un fascista en una masía para quemarla también y dejar sin nada a sus habitantes. Cómo prende la pólvora. Cuándo matar es natural. Tolstoi habría visto un gran movimiento de masas, una fatalidad autodestructiva que todo lo llenó de humo e impidió a los hombres verse a sí mismos mientras se mataban. Y lo habría mezclado con cientos de historias que dentro de la escabechina renuevan nuestro afecto esencial por el ser humano.
Demasiado tajo para aquellos escritores de la guerra, que escribían con el eco de las bombas, o de las copas de cristal, pero que, al menos en todos los casos que yo conozco, y en parte, por lo que deduzco, en los que comenta Trapiello, sentían la necesidad histórica de ser protagonistas de sus novelas. Hasta que no se pasa eso, hasta que no se disipa el humo, me temo que no brotan las grandes novelas. Y aun así, estimado Trapiello, me temo que tampoco.
De todas formas, me quedan muchas por leer. Igual sí que hay alguna Guerra y paz entre nosotros y no se ha enterado ni Trapiello, que ya es bien raro.

1.9.10

Ideologías literarias, 1






















Las armas y las letras, el libro que Andrés Trapiello dedicó a la literatura durante la guerra civil, ya ha cumplido quince años. Poco antes de aquel 1994, Francisco Umbral había publicado su novela Leyenda del César Visionario, una de las que más he disfrutado del autor, consagrada casi por entero a dar un repaso a la generación de los laínes, como los llamaba Franco, es decir aquellos literatos fascistas con los que el nuevo régimen trataba de taparse un poco el pelo de la dehesa. Se dijo entonces mucho que Umbral estaba imitando a Valle–Inclán, se supone que al Valle–Inclán de El ruedo ibérico, pero allí era mucho más visible la influencia de Ramón Gómez de la Serna, Agustín de Foxá o César González Ruano, los tres escritores fascistas, en distinto grado y convicción. Umbral los acribillaba con sus propias agujas de tejer la prosa, si bien es cierto que de los tres sólo hablaba, y muy bien, de Agustín de Foxá. No necesito buscar el libro para recordar las palabras que usa Umbral cuando compara a Foxá con Torrente Ballester: “Foxá escribe con cucharilla de plata, Torrente con cucharón de palo para las sopas aldeanas”. Sí, esto es muy Valle–Inclán, pero es la tradición del modernismo cínico, perfectamente rastreable en los Retratos de España de Ramón Gómez de la Serna, pero también en la cucharilla de plata del propio Foxá, y no digamos en la del inventor del Vuelo sin motor, como llamaba Ruano a los artículos que no decían nada, que no hablaban de nada, y que eran estilísticamente los más exigentes. (Por cierto, que la que se casó con Camilo José Cela publicó, hará unos diez años, unas pocas columnas en ABC con ese título general; pocas, porque sus limitados recursos duraron menos que la pleitesía del periódico para con su señor marido).
Me ha venido todo esto a la cabeza, digo, leyendo el libro de Trapiello, que sigue siendo igual de bueno. Aunque solo sea por su desmitificación del mamarracho de Rafael Alberti (que Muñoz Molina ha usado últimamente sin tanta gracia), ya merecería la pena. Pero Alberti es uno de los cientos de escritores que aparecen por esas páginas, todos ellos valorados en lo que hicieron y en lo que escribieron, que no tiene por qué coincidir. En la medida en que el autor tiene mucho cuidado en separar ambos juicios, su punto de vista no escamotea la calidad de un escritor por culpa de sus, más que ideas, actitudes políticas. Y, a la hora de considerar a un escritor, importa más la prosa que las fotografías. Trapiello tampoco deja de alabar al escritor Foxá, y describir con un tono entre reprobatorio, guasón y un punto admirativo su condición de aristócrata exquisito. Le atrae que Foxá supiese ver la vida con un cinismo tan decadente, lo cual tampoco es ninguna novedad, porque, un par de años antes de que saliera Las armas y las letras, recuerdo una antología de feísmo modernista que incluía poemas suyos. Lo que no recuerdo ahora es cuándo salió Las palabras de la tribu, de Umbral, con tantos puntos de vista coincidentes con los de este libro.
Con respecto a Ramón Gómez de la Serna, Trapiello es tan condescendiente que se regodea en cierto patetismo. Ramón es un excelente prosista y un pobre hombre, un virtuoso que no hizo más que contar chistes, y que cuando tuvo que pronunciarse sólo miró la lenteja galdosiana, las cuatro pesetas que le daban por babearle a Franco. En el caso de González Ruano, Trapiello es más cicatero con las virtudes estilísticas del interfecto. Siente Trapiello por Ruano un desprecio quizá diferido del infinito que siente por Cela, de quien publica la carta que, a los 21 años, escribió para postularse como soplón de los nacionales. De modo que lo mismo que pondera en Foxá como un gesto de dandismo lo trata en Ruano como una perversión moral. Lo malo de Ruano, la penitencia que lleva en el pecado, es que suele ser defendido por gilipollas tipo Prada, y eso desprestigia a cualquiera. Ruano será lo que sea pero tiene su sitio en cierta genealogía prosística española, que empieza en Valle pero también en el Juan Ramón Jiménez de Españoles de tres mundos (qué alegría coincidir con Trapiello en la admiración por este libro), y encuentra un lenguaje articulado brillante y superficial en la prosa de Ramón, cuya biografía de Solana es uno de los mejores retratos literarios que he leído, sobre todo porque me llevó al gran Solana, pero no sólo por eso.
Pero el de Ruano es un caso raro en este libro. Con Cunqueiro, pese a sacarlo con camisa azul, gana su literatura fantástica y erudita, y sobre todo sus artículos. En un verano de hace más de quince años me llevé a pasar un mes en Galicia los Papeles que fueron vidas y un par de libros más de artículos de Cunqueiro de los que publicó Tusquets, y desde entonces lo tengo como canon del tipo de artículo literario que con más placer saboreo. Claro que, si me pilla leyendo Las horas, de Pla, el canon se tambalea, o se enriquece. Cómo disfruto de lo que pudiéramos llamar el artículo eterno, al margen casi siempre de lo presente, vagabundo de noticias curiosas o inventadas, de mundos apartados, que sin embargo, levemente, con el desdén de un señorón que encuentra una noticia ridícula y ríe con una sola carcajada y sin abrir la boca, apuntan a situaciones que a todos nos resultan conocidas. El presente es secundario y está tratado para que pueda leerse en el futuro, para que no sea más que una anécdota ilustrativa, no el centro de ninguna divagación. En el caso de Pla la cosa es, digamos, más entrañable, porque siempre tiende al trato cotidiano, al detalle real. Es una lástima que La calle estrecha, su única novela, no se haya leído. La culpa, en parte, fue del propio Pla. La gente lo esperaba a él, a su vida cotidiana de señorito de pueblo muy viajado, no a sus ensoñaciones. Con Cunqueiro sucede lo contrario. Su vida son sus libros.
Trapiello le reconoce ser un escritor original y un soberbio articulista, sobre todo porque es el tipo de artículo que entretiene a los lectores como Trapiello y al propio escritor del Salón de pasos perdidos. Esa condición de buscador del Rastro, tan ramoniana, es la misma que le hace paladear la prosa de Cunqueiro, que, como el propio Cunqueiro decía del fray Antonio de Guevara, sabe a pan.
Volviendo a la frase de Umbral, la que compara a Foxá con Torrente, los dos exaltados fascistas, la verdad es que Trapiello es también bastante duro con Torrente. Umbral despreciaba a todo aquel que supiera escribir novelas. Para él, la vanguardia se quedó en combatir a los que siguen practicando el difícil arte de narrar. Lo que en los juveniles años treinta (setenta en España) podía parecer audacia, a la vejez parecía mero resentimiento. Pero no sé por qué Trapiello resume en “un escritor barroco” la trayectoria de Torrente posterior a la Guerra Civil. Es uno de los pocos casos en los que obvia la verdadera trascendencia de un autor.
Trapiello es más barojiano, ciertamente, que también era de mucho buscar entre la gente y tratar a los personajes como objetos que se miran por delante y por detrás, se atiende la explicación del buhonero y se mantiene una breve conversación con él, y luego se pagan dos duros por una parte de la historia de nuestra literatura a punto de perderse. Trapiello, en este punto, se marca los tantos que tiene derecho a marcarse. Él ha exhumado a varios escritores muy interesantes, algunos importantes, en sus paseos barojianos por el Rastro, y se ha sentido muy cerca de don Pío en la poética del chino–chano.
Ramón, Foxá, Baroja, Solana, Torrente, Cunqueiro, Pla: sólo he nombrado a escritores que colaboraron con los fascistas durante la guerra, o se pronunciaron a favor de los nacionales o en contra del otro bando; en el caso de Baroja, contra los dos al mismo tiempo. No incluyo a Cela, que entonces no escribía, y dejo aparte a Cansinos, que se hizo el sueco, y a Unamuno, de quien Trapiello traza un vibrante, emocionado retrato que también me ha emocionado a mí. Es verdad que Unamuno dio su visto bueno a la rebelión militar, pero también que demostró tenerlos mejor puestos que nadie cuando se enfrentó a Millán Astray, episodio que Trapiello reconstruye para mayor gloria de uno de nuestros mejores escritores de todos los tiempos.
Pero los demás son todos, ya digo, fascistas de vocación o conveniencia (política, literaria o geográfica). Si me hubiese dejado llegar por su ideología, los habría rechazado sin leerlos, pero lo cierto es que todos son buenos escritores, y en mi caso particular todos me han hecho disfrutar de lo lindo y se diría que han influido en mi modo de ver la literatura. ¿Quiénes serían, entonces, los siete magníficos de las izquierdas? Vuelvo a mirar la lista y señalo aquellos nombres sin los que mi vida de lector no sería lo que ha sido. Pero eso para otro momento.
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