
10.9.10
111 cuentos

9.9.10
El maestro Juan Martínez que estuvo allí

Los toros han quitado pocas vidas, pero han prolongado muchas. A Manuel Chaves Nogales, uno de nuestros mejores narradores, prematuramente muerto en 1944, a los 47 años, la cultura española lo olvidó de inmediato. Pero fue su extraordinaria biografía de Juan Belmonte la que lo mantuvo vivo, manoseado por aficionados a los toros, y así pasó, en ese limbo taurino, todo el franquismo y casi veinte años de democracia, hasta que, en 1993, la Diputación de Sevilla comenzó la publicación de su obra completa, a cargo de Isabel Cintas. Al año siguiente, andrés Trapiello, con toda justicia, le devolvía en Las armas y las letras al sitio que le pertenece, a la primera línea de quienes, además de ser buenos escritores, han escrito grandes libros.
8.9.10

No es muy frecuente salir decepcionado del cine, listo para olvidar, y acostarse pensando en otra cosa y a la mañana siguiente, cuando las imágenes han reposado, desandar los pensamientos, observar en la memoria la película como quien no admira pero se siente atraído, y no podérsela quitar uno ya de la cabeza como si le hubiese gustado mucho. Es lo que me ha pasado con Bright Star, aunque buena parte de culpa la tiene el poeta John Keats, claro.
Pero esa culpa ya la había yo expiado la misma noche de la película, cuando volví a casa y cogí el tomo de Odas y sonetos y escribí una bernardina tópica sobre por qué no me había gustado la película. Lo tópico es considerar que no han tratado bien a uno de tus poetas. Y eso hace que uno haya visto la película como de lado, como viendo solo la mitad de la pantalla en la que aparecía Keats, cuando la pantalla entera era de Fanny. “I finnaly wrote a screenplay of the love affair from Fanny’s point of view, entitled Bright Star”, dice Jane Campion, la directora de la película, en un prólogo que escribió para el libro So Bright and Delicate, una antología con cartas que Keats le escribió y poemas que compuso mientras duró su amor.
La cuestión es que Fanny tampoco podía ver, envuelta en gasas de amor, el poema que Keats estaba escribiendo con su vida. Las cartas son interesantísimas. Como un héroe griego que menta su destino con despreocupación juvenil, pero luego se cumple, en la primera carta ya entona, y al parecer todavía sin verdadero sentimiento, la sustancia de su tragedia: “Casi deseo que fuésemos mariposas y no viviéramos más que tres días, tres días contigo que yo iba a llenar de más felicidad de la que puedan contener cincuenta años de vida en común”. Estremece pensar que era eso exactamente lo que ocurría. Keats estaba siendo una mariposa que mariposeaba en torno a su amor durante los pocos meses que le quedaban de vida. La otra mariposa, Fanny, vivió cincuenta años más, y se casó y tuvo hijos. Keats fue para ella el gran amor de su vida, perfecto porque duró tanto como la breve juventud. Para Keats fue la inmolación, la pasión y muerte, porque la resurrección vendría cuando tiempo después empezase a ser reconocida su genialidad.
Las mismas cartas empiezan con estos mariposeos conceptuales en los que Keats no demuestra ser del todo sincero. Incluso juega con la idea de haber descubierto el amor: que un poeta trascendente te diga “No puedo concebir ningún comienzo para un amor como el que yo te tengo salvo el de la Belleza”, a poca desconfianza que una tenga en las palabras, no debe de ser como para volverla loca de pasión.
Mucho más impactante resulta esa manera de insistir en su destino: “Tengo dos lujos que rumiar en mis paseos, tu encanto y la hora de mi muerte. Ah, si pudiera poseerlos juntos al mismo tiempo”, un deseo, por cierto, que se cumpliría sin cumplirse. Keats todavía estaba en su mundo, quizás en esa parte de su mundo que Fanny no amaba especialmente. Por eso, para amar ese mundo, Fanny necesitaba que Keats le enseñase poesía. Del mismo modo Keats se habría burlado al principio de un amor tan clásico. Y así, como en esos proemios realistas con que Keats describe lo que ve antes de trascenderloen poesía, el poeta habla en unos términos que, aunque sinceros, no parecen verdaderos. Es decir, en esas primeras cartas Keats todavía no ha salido de la voluntad de amar, de esa elección quijotesca para la que la persona amada es la encarnación de un deseo, la prueba física. El poeta decide amar la Belleza y escoge su encarnación. Él cree amar, pero yo no sé si quien ama de verdad es absolutamente sincero cuando dice: “Si fuese a verte hoy, se destruiría este cómodo resentimiento de que ahora disfruto en absoluta perplejidad”. O bien: “Soy un cobarde, no puedo soportar la pena de ser feliz”.
La película quizá debería haber hurgado un poco más en lo que puede pensar una mujer cuando lee eso. El defecto que recuerdo ahora es que el amor de Fanny es tan constante y claro al principio como al final, y que en el dulce rostro de Keats no cabían estas macanas de poeta. En su amor también hubo un preámbulo realista, un baile nupcial conceptuoso.
Esto es así, en las cartas, desde principios de julio hasta mediados de septiembre de 1889. En octubre, el día 11, aparece una carta sin retórica floreada, hecha con la convulsa parataxis del amor. “Hoy sigue siendo ayer. Pasé todo el día en una fascinación absoluta. Me siento a tu merced. Escríbeme aunque solo sea unas líneas y dime que nunca jamás serás menos encantadora de lo que fuiste ayer. Me deslumbras. No hay nada en el mundo tan brillante y delicado”. No es casual que esta hemorragia de amor sin idealismos hegelianos haya dado nombre a la antología.
Quizá es eso lo que no vi en el Keats de Campion, lo que andaba yo buscando en esa poca expresividad, demasiado atenta a la economía emocional británica. Otro asunto, dicho sea de paso, sería considerar que Jane Campion es australiana. Quizá por eso el ritmo es deliberadamente más tendido. No recuerdo claras las líneas de la tragedia. Es más, por un momento tuve la incómoda sensación de que ni se muere ni cenamos, y eso es fatal para una tragedia. En Keats siempre hay una intensidad que lucha por manifestarse con toda su desnudez. Por momentos pensé que la exquisita puesta en escena estaba tapando un poco las vértebras de ese amor-poema que Keats vivió en su vida-poema.
Quizá es eso lo que me fallaba, que la película no terminaba de ser un poema. Pero es del tipo de fallos que me animan a volver a verla. No sería la primera vez que vuelvo a ver una película porque no me ha terminado de gustar. Me falta Fanny, ver solo a Fanny, ver la película como en realidad está hecha. Yo solo vi una chica que se enamora de un poeta, y que una hora después se echa a llorar. Obviando a Keats quizá vea las cambiantes aristas del sentimiento, las muchas facetas que la hacen brillar.
5.9.10

El fantasma de John Keats
Jane Campion no quería esto, a pesar de que haya prescindido casi por completo de indagar en las entrañas de Keats y haya optado por la parte más austeniana de su vida, el amor imposible que profesó por la joven Fanny. Esta es la historia de Fanny, de una chica que se enamora de un poeta pobre, que no puede casarse con él ni asistirlo en sus últimos días de Roma, donde Keats murió a los 25 años. Uno pronto se acostumbra, no obstante, a que el Keats que iba buscando no haya tenido demasiado interés para la directora. Aquel sublimador de paisajes, buscador del éxtasis y de la voz suprema, corroboró con su vida el condimento trágico de su objetivo. Porque uno de los rasgos de esa excelsitud, de esa elevación al rango de lo que la propia naturaleza pudiera decir, es su levedad, su fugacidad. Éxtasis fueron también sus odas, el momento de componerlas, los dos meses aquellos de locura poética que terminaron con su vida, que vista en conjunto parece una pasión del poeta inmolado en aras de la literatura. El romanticismo de su vida consiste en creer que esa consunción era necesaria, que semejante reventón de poesía como son las Odas no puede dejar tan fresco a quien media entre la naturaleza y las palabras.

De todo esto, en la película, aparte de unos cuantos célebres poemas (la Oda a un ruiseñor cierra la película recitada sobre los títulos de crédito, como una garantía de que los espectadores van a salir del cine conmovidos), solo vemos a un poeta que parece un poco atontado, como más allá que acá, naúfrago de tormentas interiores para las que de poco sirve una historia de amor, que no hace más que empeorar las cosas; y junto a él a su amigo y hospedero Charles Brown, de un sorprendente parecido con Eric Cantona, empeñado en mantenerlo lejos de todo aquello que no sea escribir. Todo este personaje, zumbón, celoso del genio productivo y maleducado con las damas, parece sacado de las propias palabras de Brown, el real, cuando comentaba la composición de la Oda a un ruiseñor. Esas palabras son célebres porque nadie se las cree. Según Brown, a Keats le producía un placer continuo y sosegado escuchar a un ruiseñor que había puesto el nido en un árbol cercano. Una mañana sacó al jardín la silla de la cocina y se puso a escucharlo durante tres horas. Brown, que en la película siempre lleva el mismo pantalón a cuadros, dice que Keats vino, como transido, con unas pocas cuartillas que fue metiendo bajo la cubierta de algunos libros. Brown, cómo no, se arroga el haber buscado esas cuartillas y recompuesto las estrofas de aquella maravillosa oda.
Lo que dijo Brown es lo suficiente para caer antipático a la posteridad, que es lo que su personaje consigue desde la primera escena. Hay incluso un baño de barniz salieri en su trato con el gran poeta. Se podría decir que la película es ese proceso de composición, ese vía crucis para llegar hasta el ruiseñor y la esencia de su canto desde la naturaleza más tangible. Por algo Keats era desdeñado por algunos de sus contemporáneos porque lo veían demasiado realista.
No sé si era esta la intención de Jane Campion porque yo solo he visto un enamoramiento tan fulminante como paulatino desde los ojos de una muchacha cuya compostura me recordaba a la de El festín de Babette más que a las clásicas heroínas Austen. Keats está allí como de paso. Su pasión y muerte son otras, no comprendidas por la muchacha, que por eso le pide que le enseñe poesía. Esa escena se corta bruscamente y es lo que habíamos ido a ver, a Keats enseñando poesía. El drama recatado de la muchacha está bien, dice mucho del silencio obligatorio, del amor secreto, pero ese tema ya nos lo sabemos. Lo que muchos espectadores no saben es que el poeta es el intérprete de la naturaleza con la esencia de quien la contempla.
Pero, pese a la extrema lentitud del sentimiento femenino, lo que a la película le corresponde de brit está más que aprobado. Sin lujos pero con hermosas cocinas. Sin esos fluidos diálogos intrascendentes pero con un vestuario muy cuidado. Sin grandes carrozas, pero con bruma conseguida.

Cerca de mi casa vive una familia de zíngaros. Llevan ya bastante tiempo instalados debajo de una pérgola franquista, y se asean en una fuente decorada con la estatua de Ramón Gómez de la Serna. De par de mañana salen de sus tiendas de campaña y en menos de media hora repliegan todo para que, cuando la policía municipal haga la ronda, tan solo queden, escondidos entre los aligustres, los cartones que usan para dormir. El resto, las mantas y los cacharros, todo lo que tienen, lo guardan en grandes bolsas de basura que meten en las bocas de las alcantarillas hasta que regresan por la noche. Más de una vez la policía se las ha quitado, o algún gracioso se ha entretenido en levantar la tapa de la alcantarilla y dejar esparcida su ropa por la calle. Los veo tomar un café en un vaso de plástico, sentados en un banco, o desfilar con sus carros de la compra rellenos de aquello que quizá no puedan guardar en las alcantarillas y exponerse a perderlo. También los pueblos nómadas tienen siempre algo que perder.
Van a la primera misa de la mañana en una de las muchas y ostentosas iglesias que pueblan el barrio viejo. Se sientan en el pórtico y mendigan, que es lo que se ha hecho en las puertas de las iglesias desde que construyeron la primera. Antes los mendigos nómadas podían llegar hasta San Pedro, a pedir misericordia, como una más de las muchas órdenes mendicantes con que casi todas las religiones han santificado la pureza espiritual. Ahora las órdenes están hacinadas a las puertas de Roma, y su alcalde se queja de que vayan también a venir todos los que Sarkozy quiere expulsar de Francia.
Poco a poco, el caso de los zíngaros se empieza a parecer al de los indios norteamericanos. Están en Europa desde antes que nadie, se dedican a lo mismo desde siempre. El mundo les ha pasado por encima y ahora son una excrecencia estética, algo que el liberalismo exquisito que nació del 68 no está dispuesto a tolerar. Se les reprocha que no trabajen, como si mendigar no fuese una actividad económica; se los identifica con los carteristas –no con los estafadores, que son más dignos–; se propala incluso que allá en su tierra (como si los zíngaros tuviesen tierra) construyen grandes palacios horteras con la explotación a que someten a sus criaturas. Uno lee los decretos de expulsión del siglo XV o los cargos que se les imputaban en la Alemania nazi y las cosas no son tan diferentes. Más hipócritas y menos salvajes, pero no tan diferentes.
Pero llamarlos mendigos no es exacto. Estamos acostumbrados a ver mendigos harapientos, enfermos mentales que nadie cuidó, alcohólicos que todo el mundo ha rechazado, excluidos de nacimiento que exhiben sus amputaciones. Esta familia de zíngaros va razonablemente bien vestida y no se la ve pasar hambre ni torturas psicológicas. Nunca los he visto beber alcohol ni montar grescas nocturnas. A veces, viéndolos desfilar por la mañana o sacar los cartones de los arbustos por la noche y freír tiras de tocino en el infiernillo, tengo la sensación de que sólo los diferencia de ciertas familias el hecho de no tener paredes. Los padres se sientan en las iglesias importantes, él con un rictus miserabile permanente y ella con pañoleta anudada en la barbilla, grandes sayas hasta los pies y una especie de toquilla, como vestían las mujeres humildes en España hasta hace no más de cuarenta años. Los hijos se apostan en los comercios. Son ya mayores, todos de veintitantos años, uno casado incluso, y en su modo de mendigar se nota que son de otra generación. Los padres componen el rostro medieval del mendigo, ese rictus de quien empieza a llorar, pero los hijos están sentados en su sitio viendo pasar a la gente o mirando al suelo. La hija, una muchacha de ojos luminosos, se sienta en la puerta de la panadería. No pide, saluda, y más de un parroquiano se queda un momento a charlar con ella, no para pensar en la explotación y el analfabetismo zíngaro sino para ver qué tal le va la vida. Es guapa y está bien alimentada. Mira pasar la gente con curiosidad, aunque se ve también en ella un velo de tristeza, o es eso lo que queremos ver. El hermano pequeño es más circunspecto, y el mayor, el que peor me cae, por las mañanas se dedica a rascarse y a fumar mientras su mujer recoge los enseres y carga con ellos. Eso ocurre en muchas casas, pero no todas están a la intemperie.
Con ellos no ha habido broncas, y mira que algunos vecinos paseados por sus perros ya lo han intentado. Les molesta, si acaso, que se comporten como si estuvieran en el campo, algo que ignoran las parejas de enamorados cuando se tumban a darse besos en el césped que los zíngaros tienen detrás de su campamento. Pero el tiempo hace entender su sencillo funcionamiento nómada. Ellos nunca han dejado de hacer lo que hacen. Somos nosotros los que, con el tiempo, nos hemos ido mostrando más y más intransigentes. Sarkozy ha abierto la veda. En Roma se frotan las manos. El Vaticano ni lo pisan. En España pronto alguien los señalará con el brazalete negro de la alarma social. Y se perderá ese recordatorio permanente a la puerta de las iglesias, ese resumen tan perfecto de lo que sigue siendo Europa desde hace más de mil años.
4.9.10

Ideologías literarias, y 3

2.9.10
Ideologías literarias, 2

1.9.10
Ideologías literarias, 1
