A falta de Ruth, de la que hay una traducción en castellano muy difícil de localizar, Lady Ludlow era de lo poco de Elizabeth Gaskell que faltaba por traducir y ahora publica Alba en traducción de Jesús Cuéllar. No es exactamente una novela, por más que todo esté hilvanado a partir de los recuerdos de la narradora, Margaret Dawson, y de las andanzas y desvelos de su benefactora, Lady Ludlow. Pero ya desde la nota previa se nos avisa de que, después de ser publicada por entregas, como sus otras novelas, en Household Words, la revista de Dickens, en 1858, pasó luego a formar parte de un volumen de relatos, Round the Sofa, en el que se incluyen otras historias que cuentan quienes visitan a la señora Dawson. En Lady Ludlow es ella, Margaret, la que, anciana y tullida, recuerda los tiempos en que, siendo la primogénita de nueve hermanos y habiendo perdido a su padre, marcha a casa de Ludlow para vivir con ella y «otras jovencitas» de cuya educación se ocupa la refinada dama.
Lo mejor del libro quizá sea este arranque y la descripción de la extravagante señora Ludlow, una mezcla, muy Gaskell, de señorona de rancia y clasista y, sin embargo, de buen corazón. Todo ello se demuestra en la historia que vertebra el libro entero, con algún que otro excurso que, sobre todo uno, habría dado para otra historia independiente que mencionaremos después; esta otra, la principal, es la del joven Harry Gregson, hijo de campesinos, que intenta ser educado por el clérico Gray pero encuentra la firme oposición de la señora Lawson, quien considera que los pobres no deben saber leer ni escribir, y que su analfabetismo es una garantía de sosiego inamovible. Así que rechaza al joven, que ha cometido el delito de aprenderse de memoria una carta para hacerla llegar a su destino a pesar de que pudiera extraviarla por el camino, como secretario particular, y en su lugar contrata a otra estrambótica dama, la señora Galindo, que se nos presenta con su propia historia incorporada, esta vez la de un rico baronet tío suyo que repudió a su familia (a pesar de mantenerle una asignación) y se marchó a recorrer mundo. Y otra vez es más interesante la presentación de esta señora Galindo, excéntrica y graciosa, que la historia un tanto apretada que luego se nos cuenta.
Esto de apretada requiere una explicación, sobre todo porque es el motivo de que no haya disfrutado del libro. Venía de leer la impresionante Hijas y esposas, medida, reposada, con todos los elementos narrativos en perfecto equilibrio, las presentaciones, los antecedentes, las escenas descriptivas, los diálogos informativos, las anécdotas de transición… Pero aquí uno tiene la sensación de que Gaskell aprieta el paso en algunos momentos en los que narra desbocadamente lo que merecería un más sosegado relato, y en cambio se demora en antecedentes que exceden a los hechos o de explicaciones, por ejemplo, de derecho sucesorio. Ese contar un acontecimiento en cada línea no siempre resulta satisfactorio, sobre todo porque después se emplean unas cuantas en detener esos mismos acontecimientos.
Hay casos como el del joven Gregson que, aunque se terminan por cerrar adecuadamente, carecen de desarrollo, y otros como el del capitán James (un marino a la que Ludlow saca del hospital para ponerlo al frente de sus tierras) en el que se mezclan las buenas acciones con los disparates, y en todo caso solo las primeras reciben adecuado desarrollo. El tempo de la novela y el del relato breve se van entrelazando de un modo que hace que la narración vaya a tirones, y que las veces que va demasiado deprisa dé la sensación de que en las otras avanza con demasiada lentitud, y viceversa, que es lo que suele ocurrir cuando se mezclan ritmos narrativos.
Ocurre también que el drama, o incluso la tragicomedia, soporta mejor el paso del tiempo que el relato humorístico. En demasiadas ocasiones intuimos que lo que dice Gaskell tenía que hacer troncharse de risa a los lectores de aquel entonces pero a nosotros nos deja fríos, y eso lo sabemos porque las novelas de Cranford, con pasajes todavía muy divertidos, abundan en ese tono. Las señoras extravagantes y contradictorias, el conservadurismo inflexible y el maleable corazón, dan lugar a personajes pintorescos con los que la propia Gaskell se divierte más que, me temo, nosotros ahora.
Pero en esta miscelánea de ritmos también la hay de temas. Junto a las historias de terratenientes en paisajes tipo Constable, con esos toques de humor inglés, hay una, bastante larga, romántica y dramática, que no acaba de cuadrar con el conjunto del libro, «la fatídica historia de Clément y Virginie». Clément fue, de niño, amigo de juegos de Urie, hijo de Lady Ludlow, y ese es todo el vínculo que lo une con el resto de relatos. Se trata, además, de una larga novela resumida: mientras la leía no evitaba pensar que, con el mismo argumento pero más desarrollada, esta historia sería la Historia de dos ciudades que no escribió Elizabeth Gaskell, y no deja de tener su gracia que la preciosa novela de Dickens se publicara en 1859, solo un año después de este libro. La historia de Gaskell cuenta los amores imposibles de dos jóvenes, primero porque Virginie rechaza a Clément y se va a vivir a París en plena Revolución, y luego porque Clément va a buscarla, cueste lo que cueste, y ambos son denunciados por Morin, enamorado de Virginie. Al final, al pie ya de la guillotina, Virginie reconoce el amor sincero de Clément y se abraza al condenado más afectuosa y agradecida que apasionada.
Es otra de las muchas afinidades Gaskell-Dickens que, de nuevo, imagino que habrá sido estudiada, o bien que el tema (Balzac lo emplea más de una vez) se prestaba a la narración sentimental. Lo que sí está claro es que como novela breve queda un poco densa, lo suficiente como para preguntarse por qué no emprendió con ella una novela larga. Aunque casi mejor, porque la habría terminado después de que Dickens publicase una de sus mejores obras. Y tampoco era plan.
Lo mejor del libro quizá sea este arranque y la descripción de la extravagante señora Ludlow, una mezcla, muy Gaskell, de señorona de rancia y clasista y, sin embargo, de buen corazón. Todo ello se demuestra en la historia que vertebra el libro entero, con algún que otro excurso que, sobre todo uno, habría dado para otra historia independiente que mencionaremos después; esta otra, la principal, es la del joven Harry Gregson, hijo de campesinos, que intenta ser educado por el clérico Gray pero encuentra la firme oposición de la señora Lawson, quien considera que los pobres no deben saber leer ni escribir, y que su analfabetismo es una garantía de sosiego inamovible. Así que rechaza al joven, que ha cometido el delito de aprenderse de memoria una carta para hacerla llegar a su destino a pesar de que pudiera extraviarla por el camino, como secretario particular, y en su lugar contrata a otra estrambótica dama, la señora Galindo, que se nos presenta con su propia historia incorporada, esta vez la de un rico baronet tío suyo que repudió a su familia (a pesar de mantenerle una asignación) y se marchó a recorrer mundo. Y otra vez es más interesante la presentación de esta señora Galindo, excéntrica y graciosa, que la historia un tanto apretada que luego se nos cuenta.
Esto de apretada requiere una explicación, sobre todo porque es el motivo de que no haya disfrutado del libro. Venía de leer la impresionante Hijas y esposas, medida, reposada, con todos los elementos narrativos en perfecto equilibrio, las presentaciones, los antecedentes, las escenas descriptivas, los diálogos informativos, las anécdotas de transición… Pero aquí uno tiene la sensación de que Gaskell aprieta el paso en algunos momentos en los que narra desbocadamente lo que merecería un más sosegado relato, y en cambio se demora en antecedentes que exceden a los hechos o de explicaciones, por ejemplo, de derecho sucesorio. Ese contar un acontecimiento en cada línea no siempre resulta satisfactorio, sobre todo porque después se emplean unas cuantas en detener esos mismos acontecimientos.
Hay casos como el del joven Gregson que, aunque se terminan por cerrar adecuadamente, carecen de desarrollo, y otros como el del capitán James (un marino a la que Ludlow saca del hospital para ponerlo al frente de sus tierras) en el que se mezclan las buenas acciones con los disparates, y en todo caso solo las primeras reciben adecuado desarrollo. El tempo de la novela y el del relato breve se van entrelazando de un modo que hace que la narración vaya a tirones, y que las veces que va demasiado deprisa dé la sensación de que en las otras avanza con demasiada lentitud, y viceversa, que es lo que suele ocurrir cuando se mezclan ritmos narrativos.
Ocurre también que el drama, o incluso la tragicomedia, soporta mejor el paso del tiempo que el relato humorístico. En demasiadas ocasiones intuimos que lo que dice Gaskell tenía que hacer troncharse de risa a los lectores de aquel entonces pero a nosotros nos deja fríos, y eso lo sabemos porque las novelas de Cranford, con pasajes todavía muy divertidos, abundan en ese tono. Las señoras extravagantes y contradictorias, el conservadurismo inflexible y el maleable corazón, dan lugar a personajes pintorescos con los que la propia Gaskell se divierte más que, me temo, nosotros ahora.
Pero en esta miscelánea de ritmos también la hay de temas. Junto a las historias de terratenientes en paisajes tipo Constable, con esos toques de humor inglés, hay una, bastante larga, romántica y dramática, que no acaba de cuadrar con el conjunto del libro, «la fatídica historia de Clément y Virginie». Clément fue, de niño, amigo de juegos de Urie, hijo de Lady Ludlow, y ese es todo el vínculo que lo une con el resto de relatos. Se trata, además, de una larga novela resumida: mientras la leía no evitaba pensar que, con el mismo argumento pero más desarrollada, esta historia sería la Historia de dos ciudades que no escribió Elizabeth Gaskell, y no deja de tener su gracia que la preciosa novela de Dickens se publicara en 1859, solo un año después de este libro. La historia de Gaskell cuenta los amores imposibles de dos jóvenes, primero porque Virginie rechaza a Clément y se va a vivir a París en plena Revolución, y luego porque Clément va a buscarla, cueste lo que cueste, y ambos son denunciados por Morin, enamorado de Virginie. Al final, al pie ya de la guillotina, Virginie reconoce el amor sincero de Clément y se abraza al condenado más afectuosa y agradecida que apasionada.
Es otra de las muchas afinidades Gaskell-Dickens que, de nuevo, imagino que habrá sido estudiada, o bien que el tema (Balzac lo emplea más de una vez) se prestaba a la narración sentimental. Lo que sí está claro es que como novela breve queda un poco densa, lo suficiente como para preguntarse por qué no emprendió con ella una novela larga. Aunque casi mejor, porque la habría terminado después de que Dickens publicase una de sus mejores obras. Y tampoco era plan.
Elizabeth Gaskell, Lady Ludlow, trad. Jesús Cuéllar, Alba 2025
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