1.4.06

Dieta


Hay un extraño método editorial que consiste en hacer pasar por gruesos novelones aquellos relatos que tienen las doscientas páginas de toda la vida. Estrechan la caja, agrandan las letrajas, entremeten páginas en blanco y utilizan un papel de grueso cloro. El efecto es el de hacerse la ilusión de que uno está metido en uno de esos largos relatos que nos solucionan quince días de sofá y transporte público, a pesar de que a las dos tardes de lectura veloz la cosa se termine, bien o mal, pero se termine.
La última novela de Mendoza, Mauricio o las elecciones primarias, no llega, a ojo de buen cubero, a la mitad de extensión que La ciudad de los prodigios o Una comedia ligera, para mi gusto su mejor novela, y sin embargo la publicidad insiste en que es una de las gordas. Será una de esas gordas que han claudicado al mundo dietético en el que se empeñan en hacernos creer que vivimos.
En Mauricio..., a pesar de su velocidad creciente, de la gracia inagotable y de unos personajes que conservan esa tierna extravagancia que tanto nos gusta de Mendoza, no podía evitar la sensación de que su autor estaba cortándose constantemente. Sólo, ya hacia el final, en la magnífica escena de la boda, recobré placeres parecidos a la larga descripción de la mansión en ruinas que compra Onofre Bouvilla o la divertidísima escena del mago y Marichuli Mercadal. Pero todo era rápido, apuntado, deshuesado. A veces parecía un esqueleto dialogado. Espléndidamente bien escrito, pero demasiado flaco.
La manera de leerla no era esa. Uno se zambulle en el mar y de pronto se da cuenta de que es una piscina. Pronto cogí otro ritmo, el de novelas Vázquez-Montalbán como El pianista o Los mares del sur, con las que Mauricio comparte materiales históricos y sueños perdidos. Incluso las escenas de piedad me recordaban a Charo, la amiga de Carvalho, junto a la cama de un Biscúter muy enfermo.
Ahí sí me sentía más cómodo, y la novela cobraba el sentido que más placer me podía proporcionar. Ahí sí disfruté de la estupenda pareja de baile que forma el chapurreo genial de los diálogos y la guasa decimonónica de las partes narradas. Gocé del arte de narrar novelas, pero no novelones, que es lo que me habían vendido, y lo que yo esperaba.

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