15.10.06

Alain-Fournier 2


Como lector, los finales de las novelas no me importan gran cosa. Mejor dicho, me importa que no sean gran cosa. Detesto el rataplán continuado de los finales operísticos, casi tanto como esos mecanismos de relojería que parecen escritos del revés, más pendientes del destino que del itinerario. Creo que lo que solemos considerar un final redondo es algo importado del teatro, porque la novela siempre fue un artefacto semoviente que se terminaba cuando había llegado a un determinado número de páginas o al autor le fastidiaba continuar. Una cosa es apañar dulces finales sin estridencias, o cortar por lo sano, o abandonar la historia como si arrojases el tintero a los personajes, y otra muy distinta empeñar en ese final todo el recuerdo que pueda quedar de la novela.
Digo esto porque El gran Maulnes, del que tan bien hablé en la bernardina anterior, acopia de manera tan extensa todo lo que no me gusta de un final, que, si no fuera porque su autor murió tan joven y da no sé qué criticarlo, tendría que hacer verdaderos esfuerzos para no decir que le sobra toda la tercera parte y el final de la segunda. Todo es pleonástico y se nota demasiado que el autor se ha metido en la narración con ganas de emocionar a cualquier precio, aunque sea el precio de la fantasmagoría. Al mismo tiempo, se le ve angustiado, con ganas de terminar pero sin saber muy bien cómo y, lo que es peor, desconfiando de haber llegado a una página en la que ya esté todo dicho y ya se pueda terminar. En la edición que yo he leído la novela tiene 342 páginas, y hay un fragmento en la 227 que yo daría por bueno para terminar, como mucho al final del capítulo correspondiente, porque a partir de ahí todo es lírico meloso y los detalles desaparecen. La ausencia de lo que me deslumbró al principio, esa manera de ver los paisajes y los objetos, los gestos y los movimientos, me ha llegado a cargar como me carga esa gente que canta muy bien una copla y, como todo el mundo aplaude, luego no hay manera de callarlo, pero ya no es capaz de producir el encanto del principio.
Vaya en descargo de mi atrevimiento el fragmento en cuestión, que copio como pena por hablar tan a la ligera de un clásico tan joven. Es de lo que más me gusta de la novela: durante algunas páginas, Alain–Fournier nos cuenta delicadas anécdotas y da explicaciones precisas de lugares imaginarios. Todo se hace muy llevadero hasta que de pronto la prosa estalla de lirismo. El fragmento sólo se disfruta, como las arias de las óperas, si va precedida de otros tonos menos extremos. Ése ha sido, dicho sea de paso, el fallo de mucha prosa lírica española, que nacía obligada a ser sublime sin interrupción y enseguida degenera en pestiño. Pero bueno, el fragmento dice así:

Por primera vez, heme aquí, también yo, por el camino de la aventura. Pero esta vez no son conchas abandonadas por las aguas lo que busco bajo la dirección del señor Seurel, ni orquídeas desconocidas para el maestro de escuela, ni siquiera, como nos ocurría a menudo en el campo del tío Martín, aquella fuente honda y seca, cubierta por una reja, sepultada bajo tanta maleza que cada vez se necesitaba más tiempo para encontrarla... Lo que busco ahora es algo más misterioso aún. Es aquel pasaje del que hablan los libros, el antiguo camino obstruido, aquél con cuya entrada no pudo dar el príncipe rendido de fatiga. Es un camino que se descubre a la hora más incierta de la mañana, cuando hace ya mucho que se te ha olvidado que van a ser las once, las doce... Y de repente, al apartar las ramas en medio de la fronda espesa, con ese gesto vacilante de las manos, a la altura del rostro, desigualmente separadas, se te aparece una larga avenida sombría que acaba en un minúsculo círculo de luz.
Pero mientras espero y me embriago de ese modo, bruscamente desemboco en una especie de claro que resulta ser sencillamente un prado. He llegado, sin apenas darme cuenta, al extremo del bosque comunal, que siempre había imaginado infinitamente lejos. Y ahí está, a mi derecha, entre unas pilas de troncos, vibrante en la sombra, la casa del guarda. Dos pares de medias se secan en ese momento en el antepecho de la ventana. Años atrás, cuando llegábamos a la entrada del bosque, siempre decíamos señalando un punto de luz al final de la inmensa alameda oscura: “Allá lejos está la casa del guarda; la casa de Baladier.” Pero nunca nos habíamos atrevido a llegar hasta allí. A veces oíamos decir, como si se tratase de una expedición extraordinaria: “¡Ha llegado hasta la casa del guarda!” Esta vez yo he llegado hasta la casa de Baladier, pero no he encontrado nada
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