5.10.06

Alain-Fournier


Me veo obligado a posponer un poco más unas palabras sobre la gran Mathilde de La Mole porque nada más terminar la lectura de Rojo y negro, mientras me disponía a no sacar el ritmo de Stendhal de mi cerebro leyendo sus Crónicas italianas, se cruzó un desconocido, Alain–Fournier, que no es del XIX pero casi. En muy poco tiempo han salido tres ediciones distintas de El gran Maulnes, una novelita que llevo mediada y que me está encantando. Así que, antes de regresar a la biblioteca del marqués de La Mole, donde Mathilde pasa el tiempo desesperándose con el borrico de Julien (y leyendo a Voltaire) me quedo unos minutos con Alain–Fournier.
Sólo lo conocía de verlo en las estanterías móviles de la Casa del Libro, pero nunca lo cataba porque el apellido me sonaba a rollazo proselitista, a naipes y a gangrena. Y he de reconocer que sólo ha sido al comprar Las ilusiones perdidas de Balzac, en esas ediciones en tela que está sacando Mondadori, cuando me he interesado al verlo junto a títulos tan fundamentales. Al husmear un poco y leer que era una novela de adolescencia, una vez muerto y bien muerto el incorregible Sorel, y puesto que voy buscando voces adolescentes para mis probaturas folletinescas, decidí empezar con ella.
Alain–Fournier murió en la guerra del 14, fusilado, a los 28 años. Un poco antes había escrito esta novela. Es la historia de un muchacho de quince años, hijo de un maestro de pueblo a cuya escuela llega un chico nuevo, Augustin Maulnes, una especie de Huckleberry Finn a la francesa, es decir, sin que la acción se lo coma todo, y la propia acción como una colección de estampas congeladas, de momentos a partir de los cuales se comprende el sentimiento con que está contada la historia. He aquí, por ejemplo, un genuino microrrelato. A los amantes de Auster les tiene que gustar.

Examinó atentamente la pata del animal y no descubrió en ella rastro alguno de herida. La yegua, medrosa, la levantaba en cuanto Meaulnes pretendía tocársela y escarbaba el suelo con su casco pesado y torpe. Al fin comprendió que lo que tenía el animal era simplemente una piedra incrustada en la pezuña. Como muchacho experto en el manejo del ganado, se puso en cuclillas, intentó asirle la pata derecha con su mano izquierda y ponérsela entre las rodillas, pero el coche le estorbaba. Por dos veces la yegua se le escabulló, avanzando unos metros. El estribo le golpeó en la cabeza y la rueda le lastimó la rodilla. Tenaz, acabó por vencer la resistencia del asustadizo animal, pero el guijarro estaba tan hundido que Meaulnes tuvo que echar mano de su navaja de campesino para podérselo sacar.
Terminada la tarea y cuando al fin pudo levantar la cabeza, medio aturdido y con los ojos turbios, notó con estupor que estaba anocheciendo...
Cualquier otro que no hubiera sido Meaulnes hubiera vuelto sobre sus pasos de inmediato. Era el único modo de no extraviarse aún más. Pero pensó que debía de hallarse en aquel momento muy lejos de La Motte. Además, la yegua podía haber tomado por un atajo mientras él dormía. Y, a fin de cuentas, aquel camino debía de llevar antes o después a algún pueblo... Añadamos a todas estas razones el hecho de que el muchacho, al poner de nuevo pie en el estribo, mientras el animal tiraba impaciente de las riendas, sentía crecer en su interior el deseo exasperado de conseguir algo, de llegar a algún sitio, a pesar de todos los obstáculos.
Fustigó a la yegua, que se espantó un poco y volvió al trote. La oscuridad aumentaba. En el sendero, convertido en un barrancal, apenas si quedaba paso para el coche. A veces, una rama seca del seto se enganchaba en la rueda y se rompía con un ruido seco... Cuando cerró la noche, Meaulnes pensó de pronto, con un estremecimiento en el corazón, en el comedor de Sainte–Agathe, donde, en aquellos momentos, estaríamos todos reunidos. Sintió entonces un acceso de cólera, mitigado después por el orgullo y la profunda alegría de haberse fugado de aquel modo, sin querer...

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